28 de diciembre de 2011

El gran Milagro



El Nacimiento de Jesucristo, Fra Angelico
 
               
                                                            Porque nada hay imposible para Dios.

                                                                                                 Lucas 1, 37


 
                                                            Una luz brilló desde detrás del sol; el sol
                                                            no fue tan agudo como para penetrar
                                                            hasta donde llegó esta luz.

                                                                                               Charles Williams


            El sol no puede llegar hasta donde llega la luz verdadera que alumbra a todo hombre (Jn 1, 9). Tampoco la mente puede llegar a explicar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Conviene detenerse, hacer silencio, guardar todo esto y meditarlo en el corazón, como hizo María. Entonces podemos empezar a atisbar alguna pincelada de este hermoso retablo de Amor que contiene la respuesta a todas las preguntas y el sentido último de la existencia. Sencilla e inmensa escena de Belén donde todo es y está presente, nos integra a todos y nos transforma, si aprendemos a contemplarla con el corazón puro y libre del que ha logrado hacerse como un niño. Y surge el asombro agradecido, el amor auténtico, tan alejado de la sensiblería que ciega y ofusca.

              En Miracles, C. S. Lewis reflexiona sobre el Misterio de los misterios, el Milagro de los milagros:

            Nosotros no podemos concebir cómo el Espíritu Divino habita dentro del espíritu humano y creado de Jesús; pero tampoco podemos concebir cómo el espíritu humano de Jesús, o el de cualquier otro hombre, habita dentro de su organismo natural. Lo que podemos entender es que nuestra misma existencia compuesta no es la anómala participación que podría parecer que es, sino una débil imagen de la misma Encarnación divina, el mismo tema musical en una clave mucho menor.
            Podemos entender que si Dios desciende de este modo dentro de un espíritu humano y el espíritu humano desciende a su vez dentro de la Naturaleza y nuestros pensamientos dentro de nuestros sentidos y pasiones, y si mentes adultas (aunque solo las mejores de ellas) descienden hasta sintonizar con los niños, y los hombres hasta sintonizar con los animales, entonces todas las cosas se enganchan en su conjunto, y la realidad total, así la Natural como la Sobrenatural, en la que vivimos, es más multiforme y sutilmente armoniosa de lo que habíamos sospechado. Hemos conseguido así la visión de un nuevo principio que es la clave: el poder de lo superior para descender, el poder de lo más grande para incluir lo más pequeño.
            Según la explicación cristiana, Dios desciende para ascender. Él baja; baja, desde las alturas de su ser absoluto, al tiempo y al espacio; baja a la humanidad; baja más lejos todavía, si los embriólogos tienen razón, para verificar la recapitulación hasta el viejo útero y a las fases de la vida prehumanas, baja hasta las mismas raíces y al lecho oceánico de la Naturaleza que Él ha creado. Pero baja a lo profundo para surgir de nuevo y levantar a todo el mundo arruinado hacia arriba con Él.

24 de diciembre de 2011

Vino, viene, vendrá



La adoración de los pastores. Tintoretto
 

            Hoy los ángeles se alegran, hoy los pastores son iluminados, hoy la estrella se dirige desde el oriente hacia la sublime e inaccesible Luz, hoy los Magos se arrodillan y ofrecen sus regalos.

                                                                                 San Gregorio Nacianceno


Este hoy que repite San Gregorio Nacianceno expresa la presencia constante de Jesús en el mundo, como prometió antes de subir al Padre, y también  sus incesantes venidas a las almas. Porque vino, viene y vendrá. Vino en Belén, como un niño desvalido y humilde, vendrá de nuevo en gloria y majestad y, maravilla del Misterio, viene también todos los días. Porque Jesucristo es todo, es el que era, el que es y el que vendrá (Ap 1, 8; 4, 8).

             San Bernardo menciona tres descensos del Verbo: a los hombres (encarnación), en los hombres (inhabitación) y contra los hombres (juicio final). Los efectos de la tercera venida dependerán de los resultados obtenidos en la segunda, que es consecuencia de la primera.

            Ojalá podamos todos usar siempre las formas verbales: vino, viene, vendrá; y no estas otras, tan dolorosas: vendría, hubiese venido…

             Siempre vivimos en Adviento, en permanente espera (como siempre es Cuaresma, llamada a la conversión, y siempre es Pascua, porque ya hemos resucitado con Cristo). Quienes todavía no conocen a Jesús, lo esperan sin saberlo, y aquellos a los cuales ya ha descendido, debemos abrir más y más nuestros corazones para seguir acogiéndole, cada vez mejor.

            El tiempo implacable, la enfermedad y la muerte nos siguen amenazando y golpeando, pero la victoria ya es nuestra porque Jesús, el Niño que nació en Belén hace dos milenios, venció por todos los hombres. Los años siguen transcurriendo, pero ya no giran en torno al sol, sino alrededor de ese “Sol invicto” que es Jesús, en un movimiento circular y constante que prefigura un presente eterno.

            Cada año, en Navidad, al evocar la encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios, celebramos los esponsales de la Segunda Persona con la naturaleza humana. El alma que ha recibido y aceptado el anillo de boda intuye las relaciones que median entre anillo y año –annulus y annus–, entre el banquete eucarístico y el banquete nupcial al que estamos convocados, entre las nupcias espirituales y el amor de un Dios que se ha hecho hombre para que podamos recuperar la semejanza con Él.

 

21 de diciembre de 2011

Un pesebre en cada alma



El Nacimiento de Jesús, Correggio



            El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitaban en la tierra de sombras de muerte, resplandeció una brillante luz.
                                  
                                                                                              Isaías 9, 2
                                                                      

            Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Cristo se eleva con el sol. Cristo, engendrado antes de los siglos y nacido en Belén, que significa la “Casa del Pan” es, como decía Fray Luis de León, “el niño ancianísimo” que nos alimenta y nos da la vida.

            Al celebrar la Navidad de Belén, evocamos también la Navidad en el seno del Padre, una Navidad cronológica y otra intemporal. Y hay también una Navidad que no acaba: el nacimiento de Jesús en cada una de nuestras almas. Dice San Pablo en Gálatas 4, 19: “Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros”.

            Cristo sigue naciendo, no ha dejado de nacer desde aquel primer Nacimiento, hace más de dos mil años en Belén. Su Madre, que es la nuestra, nos ayuda a dar a luz a su hijo. Ella misma lo da a luz en nosotros. Por eso, ya lo dijo Cabodevilla, todo hombre se llama también “María”.

18 de diciembre de 2011

Hágase en mí, según tu palabra




                                   Retablo de la Anunciación, Simone Martini

 
Lucas 1, 26-38

            A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
            El ángel, entrando en su presencia, dijo:
¾ Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.
            Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél.
            El ángel le dijo:
¾ No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.
            Y María dijo al ángel:
¾ ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?
            El ángel le contestó:  
¾ El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios.
            Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.
            María contestó:
¾ Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.



Comentario al Evangelio de hoy, Domingo IV de Adviento, por  San Bernardo:

No temas, María

          Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no era por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos liberados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida... No tardes, Virgen María, da tu respuesta. Señora Nuestra, pronuncia esta palabra que la tierra, los abismos y los cielos esperan. Mira: el Rey y Señor del universo desea tu belleza, desea no con menos ardor tu respuesta. Ha querido suspender a tu respuesta la salvación del mundo. Has encontrado gracia ante de él con tu silencio; ahora él prefiere tu palabra. El mismo, desde las alturas te llama: «Levántate, amada mía, preciosa mía, ven...déjame oír tu voz» (Cant 2,13-14) Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna... Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. «Aquí está la esclava del Señor, -dice la Virgen- hágase en mí según tu palabra.»

14 de diciembre de 2011

San Juan de la Cruz



JohnCross.jpg
Pintura anónima del s. XVII


                                                                            A la tarde te examinarán en el amor.


                              ¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche!

                                                             

                                                                                   San Juan de la Cruz









Canción de la Hermana Glenda,
inspirada en El Cantar de los cantares




                                               DOS FUEGOS
                                                                             
                        Dos fuegos hay en mí: uno se apaga
                        por cualquier golpe de viento;
                        el otro, invisible,
                        no dejará de arder
                        cuando yo me haya ido.

                        Hay dos fuegos en mí; uno es eterno
                        y observa compasivo cómo el otro
                        se consume tan lejos de la vida,
                        creyendo que es la vida quien lo inflama.
           
                        Dos fuegos hay en mí; uno, artificio,
                        el otro, llama que arde inextinguible
                        con deseos de arder más
                                                             y más alto,
                                                                          más hondo,
                                                                                          más real.


                                                                    Eugenia Domínguez

                                                                    La música de las esferas

8 de diciembre de 2011

La Inmaculada Concepción





 
La Inmaculada Concepción, El Españoleto



            No temas María, porque has encontrado gracia ante Dios.

                                                                                              Lucas 1, 30
   
            Como lirio entre los cardos
            es mi amada entre las doncellas.

                                                                       Cantar de los cantares 2, 2


            Eres totalmente hermosa
            y en ti no hay mancha alguna ni defecto.

                                                                                  Cant. 4, 7



            Porque en alma maliciosa no entrará la sabiduría
            ni morará en cuerpo esclavo del pecado.

                                                                      Sabiduría 1, 4

     
       ¿Pudo Dios preservar a ciertos ángeles de toda mancha de pecado, y no podía preservar a su propia Madre? ¿Pudo Dios crear a Eva sin mancha de pecado, y no iba a poder crear el alma de María sin esa mancha? Y si pudo hacerlo y le convenía hacerlo, ¿por qué no iba a hacerlo?
                                                                                              San Anselmo


            Jesucristo eligió a María por Madre, no en la tierra, sino ya desde el cielo, y para morar en Ella y nacer de Ella y vivir acompañado por Ella, la llenó totalmente de santidad y de pureza.
                                                                                              San Ambrosio


            El fruto declara qué tal es el árbol que lo produjo. Si el fruto del vientre de la Virgen María fue Jesús, el totalmente puro, el Inmaculado y Santísimo, así la Madre que lo engendró debió ser totalmente pura, inmaculada y santísima. Sólo María fue digna de ser Madre de tal Hijo, y sólo Jesús fue digno de ser Hijo de tal Madre.

                                                                                               Hugo de San Víctor



 Nieve y azul, bandera de diciembre. 
Algo se mueve en medio del adviento.
Se insinúa una brisa, un soplo, un tiento
suavísimo... La nieve descendiendo inmaculada...
... la nieve en flor y madre de María.

                       Gerardo Diego


4 de diciembre de 2011

El tiempo del corazón




   
           El hombre no se da cuenta de que no es y de que es de nuevo a cada “soplo”.

                                                                                   Muhyi – d – dîn Ibn ‘Arabî


            Lo que yo llamo "corazón" no es el sentimentalismo contemplativo de la monja de clausura. Es también eso, sí, pero además son todos los sentimientos, todos los amores, todos los odios, todas las alegrías, todos los dolores, las risas, las lágrimas, las melancolías, la hinchazón del músculo para el esfuerzo, las emociones de la adolescencia, las ambiciones de la madurez.
                                                                                                              Paul Sédir
                                                                                                                     


            Veo un documental sobre la España de hace cuatro décadas. Está hecho a base de entrevistas y programas de la época. Alternan escenas de ayer con momentos de la última década, e intuyo que no hay unos más reales que otros, ni siquiera más avanzados que otros. Percibo a todos en el mismo plano, un plano irreal e ilusorio que me hace recordar el mito de la caverna de Platón. Y, al mismo tiempo, concibo un plano superior donde cada escena encuentra un referente ideal que, en aparente contradicción, es más real porque está conectado con lo imperecedero.

            El tiempo y la eternidad están en la conciencia, voy comprendiéndolo y viviéndolo. Mis padres me traen la antigua y querida máquina de escribir. La toco con respeto casi reverente; tantos trabajos que hice con ella, mis ilusiones infantiles, mis sueños dorados, la casa iluminada… El maletín que la alberga tiene un bolsillo grande; veo asomar papeles amarillentos. Intuyo que allí hay tesoros para un buscador de lo real. Los saco y se confirma mi intuición: un poema torpe y luminoso de la niña que fui sobre una ostra y un caracol (¡como en la escena censurada de Espartaco, vaya con la niña!), un cuento escrito por mi hermana (no conocía su faceta literaria) y hojas en blanco que dicen mucho más de lo que cualquiera puede pensar. Sale también un sobrecito con tippex usados. Rastreo… ¿Qué palabras, qué claves, qué enseñanzas me trae la niña que fui, que soy, que es? Letras misteriosas y una palabra completa: “asignatura”. Borré con los viejos tippex la palabra “asignatura” por completo; ¿por qué?, ¿era una apuesta temprana por la libertad?, ¿o era un dejar para más adelante, acaso para ahora, algo que aún no podía asumir?
            Toco la máquina, la limpio, presiono las teclas, desplazo el carril hasta que suena la campanilla. Sonidos familiares que me llevan a esa época o traen a esta aquellos tiempos. Queridos sonidos de siempre vuelven a revelar que el tiempo es vencido por el poder de la atención cuando esta conecta con el corazón, y recuerdan que el amor está por encima de la ley.

            Poetas y filósofos bienintencionados pueden acercarse a este misterio, pero solo los que tienen una verdadera experiencia de Dios (aunque no la reconozcan como tal) pueden llegar a captarlo y comprender, vivir, lo que es el tiempo y la eternidad. Jesucristo es eternidad; por eso, si tienes una experiencia de Dios a través de Su Hijo Jesucristo, tienes ya una experiencia de eternidad.

            Ojalá aprendamos a valorar el tiempo del corazón, el que conecta con nuestro Ser auténtico y nos invita a vivir ya en la eternidad. Al igual que hay unos sentidos sutiles que trascienden, completan y subliman los sentidos físicos, hay un tiempo sutil o más real, el tiempo del corazón, que nos trasforma y dignifica, porque nos permite vivir conectados con la fuente de la que venimos y hacia la que vamos.



¿Será que el corazón
ya había despertado,
sin que te dieras cuenta,
absorbida en tu sueño
         de espejos juguetones         
y brillos falsos?

¿Será que el corazón
conoce ya los Nombres
que tú sigues buscando
febril y despistada?

26 de noviembre de 2011

¡Velad!


Marán athá. El Señor viene 



Evangelio de Marcos 13, 33-37

         En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
¾ Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
         Velad, entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
         Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!



Homilía del Cardenal Newman (1801-1890):

           Consideremos pues esta cuestión tan grave que a todos nos concierne de manera tan íntima: ¿en qué consiste esto de vigilar, de velar por la venida de Cristo? Él nos dice: “Velad, pues, porque no sabéis cuándo volverá el Señor de la casa, si en la tarde, o a la medianoche, o con el canto del gallo, o en la mañana, no sea que volviendo de improviso os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc. XIII:35-37). Y en otro lugar: “Si el dueño de casa supiese a qué hora el ladrón ha de venir, no dejaría horadar su casa.” (Lc. XII:39). Advertencias parecidas, tanto de Nuestro Señor como de sus Apóstoles, se hallan en otros lugares. Por ejemplo está la parábola de las Diez Vírgenes, cinco de las cuales eran sabias y cinco necias, que resultaron sorprendidas por el novio que se demoraba y que apareció de repente hallándolas desprovistas de aceite. Sobre lo cual, comenta Nuestro Señor: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”. (Mt. XXV:13). Y otra vez: “Mirad por vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se carguen de glotonería y embriaguez, y con cuidados de esta vida, y que ese día no caiga de vosotros de improviso, como una red; porque vendrá sobre todos los habitantes de la tierra entera. Velad, pues, y no ceséis de rogar para que podáis escapar a todas estas cosas que han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lc. XXI:35-36). Y de igual manera lo retó a Pedro en términos parecidos: “Simón, ¿duermes? No pudiste velar una hora?” (Mc. XIV:37).
            De manera parecida San Pablo en su Epístola a los Romanos: “Hora es ya que despertéis del sueño… La noche está avanzada, y el día está cerca” (Rom. XIII:11, 12). Y nuevamente: “Velad; estad firmes en la fe; comportaos varonilmente” (I Cor. XVI:13); “Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos con la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los ataques engañosos del diablo… para que podáis resistir en el día malo, y habiendo cumplido todo, estar en pie” (Ef. VI:10, 13); “No durmamos como los demás; antes bien velemos y seamos sobrios” (I Tes. V:6). Y de modo parecido, San Pedro: “Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (I Pet. V:8). No menos que San Juan: “He aquí que vengo como ladrón. Dichoso el que vela y guarda sus vestidos” (Apoc. XVI:15).
            Ahora bien, considero que esta palabra, velad, usada originalmente por Nuestro Señor, luego por su discípulo preferido, luego por los dos grandes Apóstoles, Pedro y Pablo, es una palabra notable, notable porque la idea que expresa no resulta tan obvia como podría parecer a primera vista, y luego porque todos insisten tanto en ella. No es que tengamos que creer simplemente, sino velar también; no basta con amar, sino que tenemos que velar también; no basta obedecer, hay que velar también; velar, estar vigilantes—¿por qué? Por ese gran acontecimiento, la Segunda Venida de Cristo. Por tanto, ora nos detengamos a considerar el sentido obvio de la palabra, ora el Objeto sobre el cual versa, nos parece ver que se nos insta a un deber especial que naturalmente no se nos habría ocurrido. La mayoría de nosotros tiene una idea general sobre qué se quiere significar con las palabras creer, temer, amar y obedecer; pero a lo mejor no contemplamos o no entendemos enteramente lo que se quiere decir con velar, con estar vigilantes.
            Y me da por pensar que es una herramienta muy práctica para distinguir entre los verdaderos y perfectos sirvientes de Dios y la multitud de los llamados cristianos; distinguir entre ellos, entre quiénes son, no diré falsos o reprobados, pero cuyo mismo talante hace que no podamos decir gran cosa sobre ellos, ni hacernos demasiada idea de cuál será su suerte. Y al decir esto, no vayan a entender que estoy sugiriendo—pues en modo alguno lo estoy haciendo—que podamos tener por cierto quiénes son los perfectos y quiénes son los cristianos incompletos o de doblez; ni tampoco que aquellos que discurren e insisten sobre estos tópicos parusíacos se encuentran del lado bueno de la divisoria. Sólo me refiero a dos tipos de personalidades: uno de carácter veraz y consistente y aquel otro—el inconsistente; y digo que serán separados no poco por este único rasgo—los cristianos de veras, sean quiénes sean, vigilan, y los cristianos inconsistentes, no. Pues bien, ¿qué es vigilar?
            Vela por Cristo quien dispone de un alma sensible, solícita, receptiva; un alma viva, atenta, alerta, celosa en su búsqueda y de Su honra; que lo busca en cada cosa que sucede, y que no se sorprendería, que no se hallaría sobre-excitado ni abrumado si cae en la cuenta de que Él está por venir en seguida.
            Esto es velar: estar desapegados del presente y vivir en lo que es invisible; vivir pensando en el Cristo—cómo vino una vez, cómo volverá; desear su Segunda Venida y que ese deseo proceda del recuerdo afectuoso y agradecido por su venida aquella primera vez. Y en esto encontraremos que en general los hombres se muestran deficientes. Lo que significa velar, y cómo se trata de un deber—sobre eso no tienen ninguna idea precisa. Y así es que el asunto este de velar, de paso viene a constituirse en prueba apropiada para establecer quién es cristiano, toda vez que resulta una faceta esencial de la fe y del amor. Aun así los hombres de este mundo ni siquiera lo profesan. E insisto: velar es propiedad específica de la fe y del amor, constituye la vida o la energía de aquellas virtudes y es el modo en que, si son genuinas, se manifiestan.
            Resulta fácil ejemplificar lo que quiero decir con ejemplos de experiencias de la vida que todos tenemos. Indudablemente son muchos los que se mofan abiertamente de la religión, o que al menos desobedecen abiertamente sus leyes; mas consideremos aquellos que tienen almas un poco más sobrias y son un poco más concienzudos. Cuentan con un buen número de cualidades, y en cierto sentido y hasta cierto punto se puede decir que son religiosos. Pero no velan. Brevemente dicho, sus nociones acerca de la religión son éstas: se trata de amar a Dios, sin duda, pero también de amar al mundo; no sólo cumpliendo con su obligación sino también encontrando su principal y más elevado bien en aquel estado al que Dios ha querido llamarlos, descansando en eso, tomándolo como debido. Sirven a Dios, y lo buscan; pero contemplan al mundo presente como si fuera eterno, no como un telón de fondo, el paisaje meramente pasajero detrás de los deberes que tienen que cumplir y de los privilegios de que disfrutan—nunca contemplan la perspectiva de que un día serán separados de todo eso. No es que vayan a olvidarse de Dios, ni que dejen de vivir según sus principios, o que se olviden de que los bienes de este mundo son Su regalo; pero los aman por sí mismos más que por gratitud a su Dador, y cuentan con que estas cosas van a permanecer—como si esos bienes fueran a permanecer tanto como sus deberes y privilegios religiosos. No entienden que son llamados a ser extranjeros y peregrinos sobre esta tierra, y que su suerte en este mundo y los bienes mundanos que les tocó en suerte no son sino una especie de accidente de su existencia, y que en rigor no tienen derecho de propiedad sobre ellos, por más que las leyes humanas les garantice tal propiedad. Entonces, y de acuerdo con esto, ponen su corazón en estos bienes, sean grandes o pequeños, y todo esto con algún sentido de religión—pero en cualquier caso, idolátricamente. Ésta es su falta—una identificación de Dios con el mundo y por tanto una idolatría de este mundo; y así se ven libres de los trabajos que supone aguardar a su Dios, pues creen que ya lo han encontrado en los bienes de este mundo. Por tanto, mientras son dignos de alabanza por razón de muchos de sus comportamientos y si bien resultan benévolos, caritativos, gentiles, buenos vecinos y útiles para su generación—y más todavía, aunque quizás se muestren constantes en el cumplimiento de los deberes religiosos ordinarios establecidos por la costumbre, y si bien despliegan muchos sentimientos rectos y amables y son muy correctos en sus opiniones e incluso a medida que pasa el tiempo mejoran su carácter y su conducta, y corrigen mucha cosa en la que andaban mal, y ganan en dominio de sí, maduran el juicio y por tanto son tenidos en gran estima—aun así está claro que aman este mundo, se muestran renuentes a dejarlo y desean aumentar la cantidad de sus bienes. Les gusta la riqueza, la distinción, el prestigio y ejercer influencia. Puede que mejoren en conducta, pero no en sus objetivos; van para adelante, pero no ascienden; se mueven en un nivel bajo, y aun cuando se movieran para adelante durante siglos enteros, jamás se levantarían por sobre la atmósfera de este mundo. Por tanto, sin negar que esta gente merezca alabanza por muchos de sus hábitos y prácticas, diría que les falta el corazón tierno y delicado que pende del pensar en Cristo y que vive en Su amor.
            El hálito del mundo tiene un peculiar poder para lo que podría llamarse la oxidación del alma. El espejo dentro suyo, en lugar de devolver el reflejo del Hijo de Dios su Salvador, exhibe una imagen pálida y descolorida; y de aquí que disponen de mucho bien dentro suyo, pero sólo está ahí, dentro suyo—esa imagen no los atraviesa, no está a su alrededor y sobre ellos. Sobre ellos se encuentra otra cosa: una costra maligna. Piensan con el mundo; están llenos de las nociones del mundo y de su forma de hablar; apelan al mundo, y tienen una especie de reverencia para lo que el mundo tiene que decir. En esta gente uno encuentra ausente una cierta naturalidad, una sencillez y una aptitud infantil para ser enseñados. Resulta difícil conmoverlos, o (lo que podría decirse) alcanzarlos y persuadirlos para que sigan un rumbo recto. Se apartan cuando uno menos lo espera: tienen reservas, hacen distinciones, formulan excepciones, se detienen en refinamientos, en cuestiones en las que al final no hay sino dos lados, el bueno y el malo, la verdad y el error. En tiempos en que deberían fluir cómodamente, sus sentimientos religiosos se traban; en su conversación, o bien se muestran tímidos y nada pueden decir, o bien parecen afectados y tensos. Y así como el óxido corroe el metal y se lo devora, así el espíritu del mundo penetra más y más profundamente en el alma que alguna vez lo dejó entrar. Y así parece que este es uno de los grandes fines de la aflicción, esto es, que frota, raspa y limpia el alma de estas manchas exteriores y en alguna medida la mantiene en su pureza y luminosidad bautismal.
            Año tras año… los años pasan silenciosamente; y la Segunda Venida de Cristo cada vez se acerca más. ¡Quiera Dios que a medida que Él se acerca a la tierra nosotros nos vayamos aproximando al Cielo! Hermanos míos, suplico que le recen para que les dé un corazón para buscarlo con toda sinceridad. Recen para que los haga solícitos. Sólo tienen un trabajo que hacer, que es seguirlo llevando la cruz. Determínense a hacerlo con Su Fuerza. Resuélvanse a no dejarse engañar por “sombras de religión”, por palabras, o por disputas, o por nociones, o por altisonantes declaraciones, o por excusas, o por las promesas o amenazas del mundo. Recen para que les otorgue lo que la Escritura llama “un corazón bueno y honesto”, o “un corazón perfecto”, y, sin solución de continuidad comiencen en seguida a obedecerle con el mejor corazón que tengan. Cualquier obediencia es mejor que ninguna—cualquier protesta o declamación separada de la obediencia es pura fachada y engaño. Cualquier religión que no los acerca a Dios es del mundo. Deben buscar su rostro; la obediencia es el único camino para buscarlo. Todos los deberes no son sino obediencias. Si quieren creer en las verdades que Él reveló, si desean regularse por sus preceptos, ser fieles a sus ordenanzas, adherir a su Iglesia y su gente, ¿por qué será, sino porque Él los llamó? Y hacer lo que Él quiere equivale a obedecerle, y obedecerle equivale a acercársele. Cada acto de obediencia es un paso más cerca, un paso más cerca de Aquél que no se halla lejos, aunque lo parezca, sino muy cerca—detrás de esta pantalla de cosas visibles que lo oculta. Él está detrás de esta estructura material; el cielo y la tierra no son sino un velo desplegado entre Él y nosotros; llegará el día en que rasgará ese velo y aparecerá ante nuestra vista. Y entonces, de conformidad con la intensidad con que lo hemos estado esperando, nos recompensará. Si lo hemos olvidado, nos desconocerá; pero “¡felices esos servidores, que el amo, cuando llegue, hallará velando! […] Él se ceñirá, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si llega a la segunda vela, o a la tercera y así los hallare, ¡felices de ellos!” (Lc. XII:37-38). ¡Quiera Dios que a todos nosotros nos toque ese destino! Es duro alcanzarlo, pero desdichado el que falla.
            Breve es la vida; cierta la muerte; y eterno el mundo por venir.
                                                                                    
                                                                                                      John Henry Newman



Algunos pensamientos de Imitación de Cristo, de Thomas Kempis, que nos animan a velar:


            "Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.”

            “Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana? Mañana es día incierto; y ¿qué sabes si amanecerás mañana?”

            “¡Ojalá hubiéramos vivido siquiera un día bien en este mundo!”

            “Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.”




                                   ESTRATEGIA

                                 Los rayos del sol
                                no pueden penetrar
    la sombra densa que aún me envuelve.

                          Tal vez, cuando recuerde
                           quién soy y por qué vine,
                              encuentre la manera
           de atravesar tan grueso muro.

                              O, tal vez, si recuerdo
   que puedo morir en cualquier momento,
                          que puedo morir justo ahora,
                                  el humo empezará,
                              por sí solo, a disolverse.

20 de noviembre de 2011

Jesucristo, Rey del universo




Evangelio de Mateo 25, 31-46

            En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
            Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.
            Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
            ¾ Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
            Entonces los justos le contestarán:
            ¾ Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?
            Y el rey les dirá:
            ¾ Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.
            Y entonces dirá a los de su izquierda:
            ¾ Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
            Entonces también éstos contestarán:
            ¾ Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?
            Y él replicará:
            ¾ Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.
            Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.



            Hoy celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del universo. “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.
            En el Calvario fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y del amor. Jesucristo es Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la Cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)
            Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos nos consideremos súbditos Suyos. El primero fue un ladrón, “muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”, (Mc 10, 31), Dimas, el buen ladrón, crucificado a la derecha del Jesús.
           Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de reverenciar a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)
            Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del medio está clavado el Rey del universo.
            A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del peor de los abismos y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
            A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón, manso y humilde. A pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el Reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir.
            Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese Reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.
            Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey, y, el colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.
“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz.” (Juan 12, 35-36)
            Elijamos ahora y elijamos bien, pero sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y dijo que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.
La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37), mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar a su Maestro hasta la cruz. La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras está muerta, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
            Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años o acaso un instante de gracia. Cómo no iba a recibir Gracia el testigo más cercano de la Salvación.
Y Gestas, el mal ladrón, la oveja más perdida, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón junto a la sangre bendita y todopoderosa de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?
            “El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos.” 1 Cor 15, 26.28



El condenado se dirige ahora a la faz del cielo
Padre perdónalos porque no saben lo que hacen
no un rayo que los fulmine sino otro rayo
del cielo que los arrulle ha pedido y viene ese rayo
dulce y bueno perdonador de todos los crucificadores
en verdad en verdad el amor absoluto por sus enemigos
es el mundo al revés en sus ojos agonizantes
desde la profundidad del Reino clama perdón para sus deicidas
que no saben lo que hacen oh pobre condición humana
ellos ignoran lo inconmensurable de su propia acción
ellos son menos poderosos para hacerse el mal
que Jesucristo para hacerles bien por el crimen perfecto
que los convierte en amores de Jesucristo.

                                                                                     José Miguel Ibáñez Langlois
                                                                                            Libro de la Pasión