25 de febrero de 2012

Desierto y Buena Noticia


  Comentario al Evangelio del Domingo I de Cuaresma, por Enrique Martínez Lozano


Evangelio de Marcos 1, 12-15

         En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto.
         Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre las fieras y los ángeles le servían.
         Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía:
         ¾ Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia.

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DESIERTO Y BUENA NOTICIA

            No debe ser casual el hecho de que lo primero que hace el Espíritu con Jesús sea llevarlo al desierto. Y que, después de pasar por ahí, iniciara su actividad por los caminos de Galilea, una actividad marcada por la libertad y la compasión.
            Tanto la libertad como la compasión se ven saboteadas solo por nuestros propios miedos y necesidades que, si no han sido saneados, se trabarán entre sí, dando lugar a complejos y sofisticados mecanismos de defensa que terminarán alejándonos de nuestra verdad profunda.
            En realidad, no es que seamos libres y compasivos, sino que somos Libertad y Compasión, dos nombres más de nuestra verdadera identidad, la que trasciende los límites estrechos del yo –de nuestro psiquismo- y es, en realidad, universal y compartida.
            Nuestro drama se produce cuando vivimos desconectados de esa Identidad profunda. Alienados de quienes somos, nos sentimos divididos, rotos, extraños a nosotros mismos. Y nuestras relaciones no son otra cosa que luchas de egos, más o menos crispados.
            Nos desconectamos de nuestra verdadera identidad porque nos hemos identificado con nuestro yo individual, llevando nuestra identidad a la mente. Nos hemos reducido a una “idea” de nosotros mismos. Y una vez que nos hemos instalado en esa creencia, vivimos y reaccionamos como si fuéramos ese yo.
            El yo –lo sabemos por experiencia- no puede sino girar en torno a sí mismo, de manera egocentrada. Y en función de ese su movimiento básico, percibirá a las personas, las cosas y los acontecimientos según su propio interés, colocándolas en dos grandes grupos: lo que es “bueno” para él, y lo que es “malo”, tratando de aferrase a lo primero y rechazar o alejarse de lo segundo.
            Resulta fácil comprender que, a partir de ese planteamiento, tanto la libertad como la compasión se hacen imposibles, porque ambas requieren, como condición, una actitud desegocentrada. El yo es esclavo de sus miedos y de sus necesidades, los cuales, por otra parte, lo mantendrán encapsulado en el narcisismo.
            “Ir al desierto” significa vivir el despojo del ego, la desidentificación de la falsa identidad (egoica) que habíamos asumido como propia, en un ejercicio constante y paciente de desapropiación. No por ningún tipo de voluntarismo, ni siquiera por una exigencia moral, sino porque hemos comprendido que nuestra identidad es realmente otra.
            Cuando eso se comprende, la persona deja de buscarse como “yo” –y de vivirse como si lo fuera-, en la misma medida en que se va anclando en quien realmente es.
            Lo que realmente somos no resulta fácil de expresar, porque es imposible de pensar. Porque lo que somos no es un objeto, y únicamente lo que es objeto puede ser pensado. El sujeto es el experimentador puro, quien observa y no puede ser observado. Por eso, solo podemos conocerlo cuando lo somos.
            Cuando queremos expresarlo, tenemos que recurrir a metáforas. Así, decimos que somos el Experimentador que no puede ser delimitado, la Consciencia de ser –que nos acompaña siempre, lo único permanente en medio de toda la impermanencia, y a la que tenemos acceso de una manera directa-, la Presencia amorosa, el Espacio consciente…
            En el silencio de la mente es cuando emerge, de manera evidente, nuestra verdadera identidad. Ahí salimos de la ignorancia y del sufrimiento y empezamos a vivir de una manera consciente y amorosa.
            Pero se requiera pasar por el “desierto” o “noche oscura” para que pueda darse la transformación que, en cierto modo, es un re-nacimiento, no porque tengamos que “crear” una nueva identidad, sino porque, gracias a la experiencia del desierto, podemos empezar a reconocerla.

            En el desierto aparecerán Satanás, “fieras” y “ángeles”: de una forma u otra se harán presentes todos nuestros “demonios interiores”, alternándose probablemente con “ángeles”, que nos proporcionen luz, consuelo y determinación para continuar.
            Los “demonios” suelen tomar la forma de necesidades, miedos y defensas, que buscan sostener la identidad egoica, de una manera absoluta y beligerante. Los “ángeles” aparecen en forma de intuiciones que nos hacen, al menos, atisbar o vislumbrar el nivel profundo de la realidad.
            La lucha, dependiendo de varios factores, puede ser más o menos larga. Pero lo cierto es que requiere tiempo. No se puede abreviar a voluntad la duración de la “noche”. Necesitamos acogerla, desde actitudes constructivas y, quizás, con ayuda adecuada, pero respetando su duración para que pueda germinar el fruto que, en su oscuridad, encierra y promete.

            Solo entonces, cuando “se ha cumplido el plazo”, se nos regala experimentar que “el reino de Dios está cerca”, infinitamente más cerca de lo que hubiéramos podido imaginar. Tan cerca que ni siquiera hay espacio para un camino que nos llevara hasta él.        
            El reino de Dios está dentro de vosotros”, dirá Jesús en otra ocasión (Lucas 17,21). No es “algo” que hayamos de perseguir; es lo que ya somos. Solo nos falta caer en la cuenta, reconocerlo… y vivirlo. Es la luz que nos traen la “noche” y el “desierto”.
            Eso es la conversión o “meta-noia”: la capacidad de ver la realidad de otra manera, no desde el ego, sino desde nuestra verdadera identidad. Y ésa es, al mismo tiempo, la Buena Noticia.
            Una vez más, todo es admirablemente coherente, todo encaja como en un puzzle armonioso, más allá de las aparentes separaciones e incluso distorsiones que introduce nuestra mente cuando nos identificamos con ella.
            Y todo es un proceso creciente de consciencia, que busca conducirnos a un solo punto, a responder con verdad a la pregunta esencial: ¿quién soy yo?, ¿quiénes somos?
            Es la pregunta esencial porque, en la medida en que conocemos quienes somos –siguiendo el siempre actual consejo del viejo oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo”-, hallamos la respuesta para todo lo demás.

            Al hilo del comentario, quiero terminarlo con versos de un poemario de Eugenia Domínguez, “La memoria del Mar”, que será publicado en breve, en la editorial Torremozas. Dicen así:

Somos el negativo
de una figura eterna,
anhelando esa luz que nos devuelva
el perfil esencial,
bajo un cielo fiel que nos bendiga,
nos haga aparecer.

……….         


                       Si logro estar alerta, me descubro:
            soy atención serena y sostenida,
            soy la memoria fiel, soy el aliento
            de una respiración que me respira,
            devolviendo mi esencia al universo.
            Si logro estar alerta, Lo descubro:
            es todo para mí,
            soy todo para Él.
            Soy real en el centro de mi ausencia,
            presencia Suya al fin
            y para siempre.
           
                              

                                                              http://www.enriquemartinezlozano.com/
           

17 de febrero de 2012

El perdón


            Hace falta ser muy valiente y muy noble para perdonar de corazón.
            Dice Georges Chevrot en Las bienaventuranzas: “Antes de tachar de cobarde al hombre que tiende la mano al que lo ha injuriado, haría falta que supiéramos que con esa misma mano ha querido estrangularlo y que le ha sido precisa una virilidad poco común para olvidar que su honor había sido escarnecido. El perdón es un acto de fortaleza; pero la fortaleza no es la dureza.”
            Y, más adelante, ensalza los beneficios de saber perdonar: “La vida presente es corta y os trae ya los suficientes fastidios para que les añadáis unas penas inútiles. Olvidad, sonreíd y gustad una de las mejores alegrías de la tierra: la alegría de haber perdonado.”

            Perdonar siempre, setenta veces siete, lo “gordo” y lo pequeño, lo que ha dolido y lo que solo ha molestado. Perdonarte a ti mismo cada día, por lo pasado y lo presente, incluso todo el mal que gracias a Dios no cometimos. Como decía San Agustín: “Yo confieso, ¡oh Dios mío!, que tú me has perdonado no solo el mal que hice, sino también el que, gracias a Ti, no llegué a cometer.”

                La más sublime manifestación del perdón la contemplamos en Jesucristo, vendido, negado, traicionado, abandonado por sus propios discípulos y amigos. Su primer mensaje, la primera Palabra desde la Cruz, es la oración del perdón: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.


Cristo crucificado
Cristo crucificado, El Greco



         Los verdaderos discípulos imitan al Maestro en el perdón, que es consecuencia del amor desbordante e incondicionado que solo las almas espiritualmente maduras son capaces de sentir. San Esteban, mientras estaba siendo lapidado, pide a Dios que no les sea tenido en cuenta ese crimen a sus verdugos.


Martirio de San Esteban
Martirio de San Esteban, Juan de Juanes

  
            Al-Hallay fue un místico sufí, seguidor de Jesucristo (Isa). Aprendió como pocos sus enseñanzas sobre el amor y el perdón. Condenado a muerte en el año 922, fue ejecutado mediante la horca, crucificado, mutilado y quemado. Consciente de ser Su discípulo en la vida y en la muerte, cuando era llevado al suplicio por los fanáticos cumplidores de la ortodoxia y las normas vacías de sentido, pronunció estas palabras:

          ¡Señor!, aquí están esas gentes, tus adoradores. Por celo de Tu nombre se han reunido para hacerte obra grata, dándome la muerte. Perdónales. Si les hubieras revelado lo que a mí me has revelado, no lo harían; y si Tú me hubieras ocultado lo que les ocultas, no me vería yo en este trance. Tuya es la alabanza por lo que haces, Tuya sea la gloria por lo que quieres.


Archivo:Hallaj.jpg
Muerte de Al-Hallay, Anónimo



9 de febrero de 2012

Abandono y confianza







ORACIÓN DEL ABANDONO

Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal de que tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón.
Porque te amo
y porque para mí amarte es darme, 
entregarme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza, 
porque tu eres mi Padre.

                                                                                 
                                                                                           Carlos de Foucauld


            Es fácil pronunciar con agrado y confianza una oración como esta cuando los vientos de la vida soplan a favor. Cuesta más si estamos atravesando una situación difícil. ¿Cómo se acepta una ausencia irremediable, una traición, un fracaso inesperado, la indiferencia de un amigo o el sufrimiento de alguien a quien amas?            
           Es en esas circunstancias cuando más necesitamos abandonarnos a Aquel que es Padre, Hermano y Esposo, Amigo que nunca falla. El abandono confiado y la aceptación consciente son entonces el mejor escudo, nuestro Yelmo de Mambrino, que es bálsamo y alivio, que cura y nos restaura.



            Esa actitud de entrega y confianza sin condiciones es la que mantenía San Alfonso María de Ligorio cuando escribió:

            Mi querido Redentor, he aquí mi corazón, te lo doy entero; ya no me pertenece más, es tuyo. Entrando en el mundo, te ofreciste al Padre eterno, con toda tu voluntad. De la misma manera, mi querido Salvador, te ofrezco hoy toda mi voluntad que en otro tiempo te fue rebelde. Ahora siento de todo corazón el uso que hice de ella, todas las faltas que me privaron de tu amistad. Me arrepiento profundamente, y esta voluntad te la consagro sin reserva. Señor, dime qué me pides: estoy dispuesto a hacer todo lo que deseas. Dispón de mí y de lo que me pertenece como gustes: lo acepto todo, consiento en todo; sé que buscas mi mayor bien. Pongo totalmente mi alma en tus manos. Por tu misericordia, ayúdala, consérvala, haz que te pertenezca siempre, y sea toda tuya, ya que la rescataste, Señor, al precio de tu sangre.



            Ninguna acción surgida de un corazón renunciante es pequeña, y ninguna acción surgida de un corazón avaro es fructífera.
                                                                                                              Ibn 'Atâ 'Illâh





Bridge over troubled water (Puente sobre aguas turbulentas)
Simon and Garfunkel, Concierto del Central Park


                Para mí, Él fue siempre el Puente oportuno sobre las aguas turbulentas, el Amigo fiel, el inseparable Compañero de travesía. Y sigue siéndolo, ahora que, a pesar de las sombras y las tribulaciones, los días empiezan a brillar y nuestros mejores sueños se convierten en realidad. 


1 de febrero de 2012

Los limpios de corazón







            Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

                                                                                              Mateo 5, 8


            No mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre. Lo que sale de la boca brota del corazón; y esto es lo que hace impuro al hombre, porque del corazón salen pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias. Estas cosas son las que hacen impuro al hombre.

                                                                                              Mateo 15, 11.18-20


            La lámpara del cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado, pero cuando está enfermo, también tu cuerpo está a oscuras. Por eso ten cuidado de que la luz que hay en ti no sea oscuridad.

                                                                                              Lucas 11, 34-35


            Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y le seducen.

                                                                                              Santiago 1, 14



            En las últimas semanas, tres personas han coincidido en recordarme el mismo cuento, con algunas variantes. Es un cuentito zen que conocí hace años y encierra una gran enseñanza sobre la verdadera pureza. Se lo dedico a una amiga que, por absurdo que pueda parecer, ha tenido que romper con su novio por discrepancias en cuanto a cómo debe vestirse una mujer para no "incitar" a los hombres al pecado.
            Vivimos en un mundo enloquecido, que nos lleva a extremismos peligrosos. Algunos piensan que todo vale y se parapetan tras consignas de libertad y tolerancia, para dar rienda suelta a bajas pasiones e instintos primarios. Otros se han radicalizado en el polo opuesto y viven reprimidos y atemorizados, porque en todo ven pecado, ofensa a Dios, castigos y condenas eternas. Su corazón cerrado, acaso herido, es incapaz de amar. Algunos, hipócritas como los fariseos, critican y juzgan sin reparo y pretenden quitar la mota del ojo ajeno, sin percatarse de la viga que les ciega. Se quejan cansinamente de la inmoralidad y la ausencia de principios, pero no son conscientes de las sombras que albergan en su interior. No logran comprender que la verdadera modestia es más una actitud que una estética o una apariencia y va acompañada de humildad y sencillez, virtudes ajenas a los soberbios.
Deberíamos recordar que Jesucristo no vino a abolir las leyes, sino a perfeccionarlas y a darles cumplimiento con el amor, el único camino, via amoris, tan alejado de dogmatismos, juicios y condenas. Solo el amor nos permite recuperar la inocencia del niño, para poder entrar en el Reino donde todo es armonía y todo se contempla con la mirada limpia, alegre y libre del que es capaz de amar porque no ha dejado que nada ni nadie le cierre el corazón.
           

                Ahí va el cuento, en una de sus versiones:

                Dos jóvenes monjes fueron enviados a visitar un monasterio cercano. Ambos vivían en su propio monasterio desde niños y nunca habían salido de él. Su maestro no cesaba de hacerles advertencias sobre los peligros del mundo exterior y lo cautos que debían ser durante el camino.
Insistía, sobre todo, en lo peligrosas que eran las mujeres para unos monjes sin experiencia:
 – Si veis una mujer, apartaos rápidamente de ella. Todas son una tentación muy grande. No debéis acercaros a ellas, ni mucho menos hablar con ellas. Por nada del mundo se os ocurra tocarlas.
Ambos jóvenes se comprometieron a obedecer las advertencias recibidas y, con la excitación que supone una experiencia nueva, se pusieron en marcha. Pero a las pocas horas, y a punto de vadear un río, escucharon una voz de mujer que se quejaba lastimosamente detrás de unos arbustos. Uno de ellos hizo ademán de acercarse.
 – Ni se te ocurra  –le dijo el otro. ¿No te acuerdas de lo que nos advirtió el maestro?
 – Sí, me acuerdo; pero voy a ver si esa persona necesita ayuda.
Dicho esto, se dirigió hacia donde provenían los quejidos y vio a una mujer herida y desnuda.
 – Por favor, socorredme, unos bandidos me han asaltado, robándome incluso las ropas. Yo sola no tengo fuerzas para cruzar el río y llegar hasta donde vive mi familia.
El muchacho, ante el estupor de su compañero, cogió a la mujer herida en brazos y, cruzando la corriente, la llevó hasta su casa, situada cerca de la orilla. Allí, los familiares la atendieron y mostraron el mayor agradecimiento hacia el monje, que poco después volvió a cruzar el río, regresando junto a su compañero.
 – ¡Dios mío! No solo has visto a esa mujer desnuda, sino que, además, la has cogido en brazos.
Así, fue recriminado una y otra vez por su acompañante. Pasaron las horas y, mientras caminaban, el otro no dejaba de recordarle lo sucedido.
 – ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Vas a cargar con un gran pecado!
El joven monje se paró delante de su compañero y le dijo:
 – Yo solté a la mujer al cruzar el río, pero tú todavía la llevas encima.