31 de marzo de 2012

Clamor y lamento





            Domingo de Ramos, la entrada de Jesús en Jerusalén mientras es aclamado y bendecido por hombres, mujeres y niños. Siempre me ha parecido una prueba más de su fortaleza moral. Cómo entrar alegre y prestarse a ser alabado, si camina hacia la muerte más infame, que será pedida a gritos por muchos de los que hoy le aclaman, agitando palmas y cantando ¡Hosanna! Y Él lo sabía.

            Jesús vuelve a ser ejemplo de aceptación y serenidad. Porque, si nos paramos a pensarlo, ¿cómo vivir un instante de paz y alegría, cuando la muerte nos amenaza, a unos con más saña e inminencia que a otros, si en realidad estamos muriéndonos desde que nacemos? Evocando la actitud de Jesucristo el Domingo de Ramos, desenmascarando lo que hay detrás de la muerte, sabiendo que es un tránsito necesario, por el que Él pasó antes que nosotros, para abrirnos las puertas a la Vida.

            Entrada triunfal y alabanzas en el mundo, traicionero y efímero. ¿Cómo lo viviría Jesús, sabiendo que esa alegre y festiva multitud va a exigir muy pronto su muerte? ¿Con qué ánimo sonreiría a las decenas o centenas de personas que agitaban sus palmas aclamándole, festejándole con sus “¡Hosanna!”, palabra hebrea que, más que su original “libéranos, Señor”, significaba ya para los habitantes de Jerusalén de la época un sencillo y alegre “¡viva!”.

            Él era consciente de la fragilidad  de esa acogida, de lo inconstante y veleidoso de aquel júbilo, pero, aun así, hace callar a los fariseos, porque sabe también que es un preludio al inminente drama y, a la vez, una escenificación, pobre, pero esencialmente verídica, de su triunfo definitivo. Su agridulce entrada en la ciudad sagrada fue otra forma de acatar la voluntad del Padre, someter su voluntad humana a la divina.

            Porque la voluntad humana de Jesús debía de estar para pocas celebraciones. Recordemos su lamento sobre Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido”. (Mt 23, 37)

            Pero esa triunfal entrada era necesaria para Aquel que no era un líder político ni religioso, sino el Salvador, el auténtico Libertador. Con cuánta precisión, con qué plenitud de sentido decían “¡Hosanna!” los que le aclamaban, sin saber que en aquel momento, ante un hombre sentado en una borriquilla, la palabra estaba recuperando su verdadero significado. Pocos, muy pocos de los que participaban en la escena, sabían que ese hombre era el Hijo de Dios, el Mesías que esperaban, al que no fueron capaces de reconocer mientras vivió entre ellos.


24 de marzo de 2012

El Hombre Nuevo


Evangelio de Juan 12, 20-33

            En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.



                                   La gloria de Dios es que el ser humano viva en plenitud.

                                                                                                           San Ireneo


            La vida eterna no tiene precio. Por eso, solo nos cuesta todo lo que tenemos: nuestros bienes materiales y espirituales, nuestros miedos, nuestros deseos, nuestros rencores y culpabilidades, nuestras expectativas y anhelos, incluso nuestras miserias.
           Se trata de morir a uno mismo para poder renacer o nacer de nuevo. Y ese segundo nacimiento pasa siempre por el descubrimiento del verdadero amor, para el que el ego está ciego, porque, como dice Jacob Boëhme: “Allí donde no reside el hombre, allí es donde reside el amor en el hombre.”
            Todas las tradiciones espirituales hablan de este renacimiento, este “morir antes de morir” que permite empezar de nuevo, o empezar de verdad. Los sioux, los apaches y otras tribus indias lo representan y escenifican, a veces con gran crudeza, en sus ceremonias de iniciación. Los antiguos egipcios creían que un corazón pesado, que no ha sabido soltar ni perdonar ni desprenderse de lo viejo, se hundiría en el infierno, mientras que un corazón ligero y libre, desprendido, renacido, llevaría al alma hasta su morada celestial.
            Si pretendemos seguir viviendo como hombres y mujeres “viejos”, exteriores, que se conforman con mejorar poco a poco, con ser cada vez más “buenos”, pero no se atreven a dejarlo todo y renacer, no podremos seguir al primer Hombre Nuevo el que, elevado sobre la tierra, quiere atraer a todos hacia Sí.
            Es el amor el que permite engendrar, gestar y dar a luz  a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y libres, que siguen en el mundo pero no son del mundo, porque han sido elevados por Aquel que venció al mundo, amando hasta el extremo, y glorificándose nos glorifica.



 
                        Hijos del Mar y de la Luz


                        Pasamos la vida aprendiendo a dar;
                        entre el sí y el no,
                        el mío y el tuyo,
                        la constante fricción enciende el fuego
                        que ilumina el camino.

                        Ahora puedes andarlo
                        ligero de equipaje,
                        y entender al poeta
                        que se hizo a la mar casi desnudo,
                        acaso libre.

                        Pasamos la vida aprendiendo a dar;
                        aprende ahora a darte
                        y partirás desnudo,
                        acaso libre,
                        otro hijo del Mar y de la Luz.


17 de marzo de 2012

Volver a la Luz



Evangelio de Juan 3, 14-21 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.  Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.  El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.



            En el camino espiritual, hemos de estar siempre dispuestos a “repensarnos” y ponernos en cuestión a nosotros mismos y las creencias y prejuicios que nos condicionan y nos alejan de la Luz. Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego, no podemos nacer por segunda vez.
Pero, si uno se observa y se cuestiona, va aprendiendo que, para nacer de agua y espíritu, como dijo Jesús a Nicodemo, ha de aprender las cualidades del agua y del espíritu: transparencia, libertad, flexibilidad, ductilidad... Ante la tormenta –y casi todo es tormenta en este destierro– es más fuerte el junco humilde, que se inclina, que el orgulloso, rígido roble.
En los niveles que la comprensión del ser humano puede alcanzar en este mundo, la verdad es paradójica. Antes de llegar donde ni ojo vio ni oído oyó, nos movemos en lo limitado. El lenguaje mismo es puro límite. Las categorías mentales son incapaces de alcanzar lo inefable, lo absoluto. Por eso Jesucristo, con los métodos paradójicos de raíz oriental, nos guía hacia la Verdad, que es Él mismo. Las paradojas y contradicciones son aparentes, una simple ayuda, porque la Verdad es una, eterna, inamovible.
Así vamos aprendiendo (Él nos enseña) a ser flexibles y firmes, inocentes y astutos, duros como el diamante y blandos como el agua, como el aire, como el espíritu. Es la Verdad la que nos ilumina y nos hace libres, y cuando somos libres no hay contradicción. Para que el divino alfarero nos transforme y nos modele a su imagen y semejanza, hemos de ser dóciles. Si seguimos siendo rígidos nos quebraríamos al primer roce.
No se trata de ser cambiante, veleta o inseguro, los valores y los principios esenciales son necesarios, pero siempre hacia la Luz, nunca en referencia al mundo y sus vanidades o a nosotros mismos y las nuestras. El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a renunciar a sí mismo, a vencerse y doblegarse, a morir a sí mismo, a las tinieblas de lo que no somos, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí".

            Con esa voluntad de renunciar a lo falso y lo temporal, a todo lo que se resiste a abandonar las tinieblas del olvido, la inconsciencia y la ignorancia, somos capaces de alcanzar niveles de comprensión que nos van ensanchando el horizonte, haciéndonos cada vez más libres. Y las contradicciones o distancias aparentes se esfuman ante la Luz de la Verdad, como desaparece la bruma cuando el sol la ilumina. De ahí que Bede Griffiths, el benedictino que sintió la llamada de la India y comprendió que Dios es el mismo para el cristiano, para el budista, para el hindú…, pudiera decir con alegría transparente, al final de su larga vida: “Cuando exclamo “Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, pienso en Jesús como el Verbo de Dios, que abarca el cielo y la tierra y se revela a toda la humanidad en modos distintos y con distintos nombres y formas. Yo considero que su Palabra ilumina a todos los que vienen a este mundo, y aunque es posible que no se reconozca así, está presente en todo ser humano en las profundidades de sus almas. Más allá de palabras y pensamientos, más allá de señales y símbolos, este Verbo habla en secreto en todos los corazones en todo tiempo y lugar. Creo que el Verbo se encarnó en Jesús de Nazaret y que en él podemos encontrar una forma personal del Verbo a quien rezar y en quien confiar.”

            Y William Johnston celebra y apoya esta comprensión: “Desde el principio de los tiempos el Verbo ha estado iluminando a todos los que nacen en el mundo. Podemos rezar íntimamente al Jesús que anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al mismo tiempo que creemos por la fe que el mismo Jesús, cósmico y glorificado, se le revela a todos los hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión mística con Cristo, el Verbo encarnado.
            Mediante la unión con Jesús, que es el Hijo, nos unimos al Padre en una experiencia trinitaria que habrá de alcanzar el clímax en el eschaton; “entonces conoceréis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí, y yo en vosotros” (Jn 14, 20).”


Volver
        
                                                                              Hallé el Amor por encima de la idolatría y la religión.
                                               Hallé el Amor más allá de la duda y de la realidad.

                                                                                                                                             Ibn ‘Arabi

Sigue acercándose
mi poesía al silencio.
¿Qué meta he de alcanzar
en este viaje inverso?

Penélope no soy,
ni quiero serlo;
destejer es el duende
laborioso y tenaz
de los días perdidos.

¿Quedarme aquí,
en esta gris colina 
de oraciones cobardes,
y evitar que las águilas
me empujen al vacío?

O acaso más vértigo, atreverme
a asomarme al infinito
de la Palabra que no he de decir,
pues ya fue dicha
y resuena en el alma
que confía y espera.

No voy a resignarme
a cimas falsas,
cuando intuyo esa cumbre
que sueñan los poetas
y ninguno ha alcanzado.

Entender con la mente
y el corazón de todos los hombres
o de un solo hombre,
del Hombre,
que al principio era el Verbo,
y al final siempre el Verbo.

Somos el negativo
de una figura eterna,
anhelando esa luz que nos devuelva
el perfil esencial,
bajo un cielo fiel que nos bendiga,
nos haga aparecer.

9 de marzo de 2012

El templo es la vida

 
Expulsión de los mercaderes. El Greco



Evangelio de Juan 2, 13-25

         En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
         ¾ Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
         Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”.
         Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
         ¾ ¿Qué signos nos muestras para obrar así?
         Jesús contestó:
         ¾ Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
         Los judíos replicaron:
         ¾ Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
         Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.
         Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.


            Llevo varios días dando vueltas al tema de la cólera sagrada. Siempre me impactó la imagen de Jesucristo con el azote de cordeles en ristre, expulsando a los mercaderes del templo, después de haber volcado mesas y tenderetes.
          ¿Qué fue lo que enardeció el celo de Cristo? La compraventa de animales para los sacrificios rituales era habitual y estaba regulada por las normas del templo. ¿Qué le hizo estallar de cólera legítima?
            En Apocalipsis 3, 16, leemos: “Ojalá fueras frío o caliente; mas porque eres tibio y no eres caliente ni frío estoy para vomitarte de mi boca.”
           ¿A quiénes expulsaría Jesucristo hoy de sus templos o, como dice Enrique Martínez Lozano en el texto que incluyo a continuación, del verdadero y definitivo templo, que es la vida, para los que adoran en espíritu y en verdad?
            Voy intuyendo hacia dónde se dirigirían sus miradas encendidas; hacia qué actitudes, costumbres y tendencias dentro de cada uno de nosotros, pues seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio...
Dejo la reflexión para un próximo post, porque me parece más importante que hoy prestemos atención al comentario del Evangelio de Enrique, como siempre oportuno, lúcido y valiente.
 
 
Comentario de Enrique Martínez Lozano al Evangelio del Domingo III de Cuaresma:


EL TEMPLO ES LA VIDA

         Los profetas de Israel solían recurrir a “gestos proféticos” para expresar, de un modo visual, mensajes que les parecían decisivos. Es lo que hizo Ezequiel, cuando preparó su equipaje para el destierro, haciendo un boquete en la pared (Ez 12,3-7); al preparar una olla llena de herrumbre (Ez 24,1-14); o al profetizar sobre huesos secos (Ez 37,1-14).
            Jeremías se sintió instado a una cosa sencilla, como comprar una faja de lino (Jer 13,1), pero también a otra más exigente, como la de no casarse ni tener hijos (Jer 16,2); como signo profético, rompió un botijo de barro a la vista de todos, para llamar la atención sobre el hecho de que el pueblo se estaba rompiendo (Jer 19,1-11).
            Oseas se casó con Gomer, una prostituta, y puso a sus hijos nombres cargados de alusiones simbólicas a la situación de Israel (Os 1,2-9).            
            En la misma línea de los profetas de su pueblo, Jesús realiza también gestos repletos de simbolismo: sus comidas con pecadores, el lavatorio de los pies, la acción contra el templo…
            Porque de eso se trata en la lectura de hoy, de una acción simbólica en la que se pretende mostrar que el tiempo del templo ha acabado. No es lo que a veces se ha designado como “purificación” del templo, que habría sido convertido en centro comercial. Todo lo que ocurría en él, no solo se hallaba plenamente legislado, sino que era imprescindible para que la misma vida del templo –los sacrificios- pudiera seguir funcionando. Del mismo modo, las mesas de los cambistas se requerían para que los judíos que venían de la diáspora pudieran comprar los animales de los sacrificios en la moneda acuñada por el propio templo.
            Si todo lo que sucedía en el templo estaba respaldado por la legislación, la acción de Jesús debe interpretarse desde otra perspectiva, tal como se pone de relieve, desde dos ángulos diferentes, en el mismo evangelio de Juan.
            La clave la encontramos, para empezar, en este mismo relato. En él queda claro lo que Jesús pretende: sustituir el templo por su propio cuerpo resucitado.
            El templo de piedra era el centro de la religión (particularmente en Israel, religión en la que no se reconoce sino un único templo, el de Jerusalén); en él se encontraba el Arca de la alianza y, por lo tanto, la Presencia de Dios. Como la judía, todas las religiones han tendido a absolutizar los templos como lugares de la presencia divina, cayendo incluso a veces en dicotomías o dualismos extraños entre “lo religioso” y “lo profano”.
            La novedad de Jesús –tal como se pone de relieve en sus parábolas- consiste en afirmar que existe un camino para encontrar a Dios que no pasa por el templo. De ese modo, se supera definitivamente aquel dualismo y se reconoce la vida como lugar de la Presencia.
            Al “sustituir” el templo por su cuerpo, el autor del evangelio nos invita a vivir el encuentro con Dios en el centro de nuestra persona y de la vida misma. Y Jesús nos hace de “espejo” para ver lo que es una vida vivida de ese modo: una existencia marcada por el amor compasivo y la resurrección gozosa.
            Ahí –parece indicar el texto- es donde vamos a encontrar con certeza a Dios; ahí radica el “secreto” del vivir humano: en el amor y en el gozo. Hasta el punto de que ambos no son sino nombres de nuestra identidad más profunda, trascendida la (errónea) identificación con el ego: somos Amor y somos Gozo. Es únicamente la reducción al yo lo que nos impide reconocerlo y vivirlo.
            Pero no es la única vez en que el autor del cuarto evangelio invita a superar el templo. En el capítulo 4, que recoge el (simbólico) diálogo con la mujer de Samaría, pone en boca de Jesús esta afirmación tajante: “Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4,23-24).
            La superación del templo significa la superación de la religión. No en el sentido de que haya que dejarla de lado –tanto la religión como el templo pueden ser medios valiosos para no pocas personas-, sino en el de no absolutizarla.
            La absolutización de la religión ha provocado demasiado enfrentamiento y sufrimiento entre los humanos.
            Como ha expresado con sabiduría Javier Melloni, “las religiones son receptáculos de una plenitud que ha sido vertida en ellas y que tratan de custodiar. Pero al custodiarla se pueden hacer insolentes. Por miedo a perderla, la blindan, y al no saber qué hacer con tanta densidad, la lanzan sobre las demás… La apropiación de esa plenitud se convierte en totalitarismo… Las religiones se hacen indigestas –no solo indigestas, sino sumamente peligrosas- cuando pretenden apoderarse del Absoluto” (J. MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, pp.43-44).
            Un síntoma claro de haber absolutizado la propia religión es la crispación con la que se defiende. En psicología se afirma que, en las relaciones interpersonales, la crispación emocional es señal inequívoca de la presencia de la propia sombra no conocida y no aceptada, que lleva a condenarla en el otro. El motivo es sencillo: al ver en el otro lo que en mí he rechazado u ocultado, nace un sentimiento de inseguridad, del que trato de defenderme achacando el problema a la otra persona. Sin embargo, la presencia de la crispación no me deja mentir: lo que me altera no puede ser nada ajeno, sino mi propio sentimiento no aceptado.
            De un modo similar, la crispación religiosa –que va de la mano de la descalificación del otro y del fanatismo- no revela otra cosa que ignorancia e inseguridad. Y, como suele ocurrir, se convierte en el antídoto más eficaz contra la presunción de verdad de la creencia de quien así descalifica: ¿quién querría ser “creyente” de una fe o de una religión que descalifica o ataca con tanta virulencia?
            La causa última, sin embargo, hay que buscarla en el psiquismo y, en concreto, en lo insoportable que, para algunas personas, resulta el sentimiento de inseguridad. A mayor inseguridad, más necesidad de absolutizar las propias creencias, como medio de no sentirte cuestionado. Y lo hará incluso en nombre de Dios y de sus “derechos”, de los que se considera verdadero conocedor y ardiente defensor.
            El jesuita y psicoanalista Carlos Domínguez Morano ha analizado toda esta cuestión con notable agudeza, hablando de las “patologías de lo religioso”. Un yo no suficientemente integrado, por falta de un adecuado contacto materno, puede verse impelido a una necesidad de poseer seguridades absolutas, incluso a sentirse como portador de una palabra absoluta. La consecuencia no es otra que la descalificación –también absoluta- de todos quienes no piensen como él: es el reflejo de una actitud fanática y paranoide (Puede verse el interesante estudio de C. DOMÍNGUEZ MORANO, en su obra Experiencia cristiana y psicoanálisis, Sal Terrae, Santander 2006, pp.158-161).
            Personalmente, no encuentro un texto sagrado más desactivador de cualquier absolutismo religioso que el propio evangelio.
                                                                                                        www.enriquemartinezlozano.com


            Quisiera incluir también unas frases del libro Jesús en su tiempo, de Daniel Rops, sobre esta escena de Jesús y los mercaderes del templo, que nos recuerda y alerta sobre otros trapicheos indignos, que en nuestros días siguen revelando una falta de respeto hacia lo sagrado. Rops no se anda con paños calientes y sus palabras, altas y claras, pueden ayudarnos en la reflexión:
“Se comprende que un alma ferviente no soportara ese espectáculo sin sentirse herido; así también el bajo mercantilismo de las tiendas de Lourdes y de Lisieux hiere lo mismo al más elemental sentimiento del respeto debido a un lugar sagrado, y esas “Vírgenes lavables e irrompibles” nos ayudan a sentir un poco de la sagrada cólera de Jesús.
(…) El incidente descubrió un importante aspecto del alma de Jesús, de su carácter mientras vivió. Fue hombre y se estremeció con una pasión de hombre; se enfadó, se debatió, pegó. Ese nervioso judío que osó elevar su protesta con desprecio de la multitud nos conmueve de modo muy distinto al de esas insípidas estatuas con que la plaza Saint–Sulpice nos propone que veneremos a un bendecidor de yeso y pasta flora.”