24 de junio de 2012

San Juan Bautista. El mayor de los nacidos de mujer.





                                      San Juan Bautista, Leonardo da Vinci

             Este cuadro da por sí solo para un post. O, como todas las obras del polifacético y esotérico (en el verdadero y profundo sentido de la palabra) artista, para cien. Esa expresión dulce y misteriosa, andrógina, que tan poco cuadra con el intransigente y austero profeta... Ese gesto delicado y lleno de simbolismo... Esa mirada algo estrábica parece expresar cierta embriaguez que, siendo Juan abstemio, nos hace pensar en una embriaguez espiritual... Volveremos a él más adelante.



              Hoy celebramos el nacimiento de Juan el Bautista, tres días después del solsticio de verano: lo que empieza a morir, aunque aparentemente está en la plenitud de la vida. En el calendario se sitúa en el polo opuesto del solsticio de invierno, en que celebramos la Navidad: el Sol invicto, la semilla de Vida para todos, en la aparente oscuridad del invierno y en la fragilidad de un recién nacido. Pero a partir de esa noche, la más larga del año, los días empiezan, muy despacio, a alargarse sin que tengamos que hacer nada, como la semilla que el sembrador esparció en tierra buena o el grano de mostaza de los que hablaba Marcos en el Evangelio del domingo pasado.
  
            Muchos, a pesar de haber sido bautizados, esto es, transformados por la gracia del Sacramento en hombres y mujeres nuevos, renacidos de agua y de espíritu, viven como hombres viejos, apegados al mero cumplimiento externo de la Ley, sin valorar los dones recibidos ni actuar en consecuencia.
            Todos somos nacidos de mujer, pero todos también estamos llamados a participar en el reino, haciendo nacer definitivamente el Cristo interior, que ya no es solo imagen del Padre, sino también Su semejanza, al fin recuperada.
Juan el Bautista marca la superación del Antiguo Testamento, del vino viejo, del ascetismo y la conversión en medio de sufrimientos, culpa y ceniza.
            Jesucristo es el Nuevo Testamento, el Camino, la Buena Nueva que libera, alegra y expande el corazón. Todo el que le sigue puede entrar en el Reino y alcanzar la estatura, el tamaño, el nivel que su fe y su entrega le permitan.

            Juan seguía predicando y bautizando con la mirada del alma en las montañas, sabiendo que por su pendiente pronto vería descender un mensajero muy distinto a él mismo, un hombre diferente a todos, el propio mensaje, la propia enseñanza, encarnados.
            Y el relámpago bautizó a la Luz. Aquel hombre hermoso y austero se sumergió en las aguas limosas del Jordán para ser bautizado. ¿Qué sentido tendría aquel gesto? ¿Qué tomó de las aguas, que le hizo emerger diferente, como más maduro, más cansado, más viejo incluso? Tendrían que pasar tres años, o acaso tres mil, para que el mundo entendiera cuánto lastre de siglos de pecado e ignorancia había cargado con aquel simple gesto. Allí empezó su camino hacia el Gólgota, allí empezó su tortura y su agonía aunque ninguno, ni siquiera Juan, la voz que clamaba en el desierto, lo pudo imaginar.
           Juan llamaba al arrepentimiento y, enérgico y riguroso, sacudía las conciencias, pero se quedaba en el ascetismo y en la literalidad de la Ley. Por eso Jesús dijo de él que era el mayor de los nacidos de mujer, pero que el más pequeño del reino de los cielos era mayor que él.
            Cuando los que le siguen le preguntan qué han de hacer, Juan responde desde su nivel de comprensión, recomendando comportamientos, acciones externas, legítimas y necesarias, pero alejadas del nivel de ser de los que ya son conscientes del Reino dentro de sí mismos.
            Él mismo se da cuenta de que es incapaz de llegar más allá de lo justo y lo correcto con sus respuestas, por eso les anuncia la inminente llegada de Aquel que es más que él. Aquel que, antes de enseñar lo que hay que hacer, enseñará lo que deben ser quienes quieran hacer realidad el reino de los cielos.
            Juan hablaba de normas, cumplimientos, reglas externas, Jesús hablará de la transformación interior necesaria y previa para poder hacer.
            Juan les decía lo que tenían que hacer, Jesús les decía, nos dice, lo que hemos de ser.

            Cuántos piensan, predican, sienten y actúan como Juan hoy en día, creyendo que siguen a Jesús, sin haber comprendido el sentido radical y transformador que es el Evangelio, la Buena Nueva.
            Al escriba que afirma que amar a Dios con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios, Jesús le dice que no está lejos del Reino (Marcos 12, 33-34), ese reino al que Juan todavía no ha llegado pues, aunque es el más grande entre los nacidos de mujer, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él (Lucas 7, 28).

            Para cambiar del nivel de los nacidos de mujer al nivel de los ciudadanos del reino hace falta esa metanoia o cambio interior del que Jesús habla a Nicodemo, ese renacimiento o segundo nacimiento de agua y espíritu que nos hace ser de verdad y, por tanto, capaces de hacer, trascendiendo toda norma y reglamento externos, y capaces de amar, más allá de lo pasional y lo emocional, esos sucedáneos de amor que tanto nos distraen y nos confunden. Solo el que da el salto y atraviesa el abismo, tan grande y tan pequeño a la vez, que separa a los nacidos de mujer y a los renacidos de agua y de espíritu es capaz de amar, con el corazón abierto y, por fin, con un sentimiento genuino.
             Porque el amor es la puerta y la llave y el cimiento del Reino y también la consecuencia de ese segundo nacimiento. Pero para amar por encima de las emociones pasajeras de este mundo y más allá del “buenismo”, y de todo civismo solidario y comprometido, para amar con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, hace falta haber alcanzado precisamente ese nivel de ser al que Cristo nos llama y nos eleva, a través de la transformación interior que Su Palabra, acogida con pobreza de espíritu, comprendida y practicada, va obrando en cada uno. Y recuerdo la bienaventuranza de los pobres de espíritu, en su más profundo significado, no solo en el literal, porque el que no se ha liberado de sus viejos prejuicios, creencias y condicionamientos no puede acoger la enseñanza de Cristo.
  
             Juan es la enseñanza literal, buen germen necesario, buena piedra donde cimentar. Pero hay más, mucho más que la piedra; los que quieran, además, el agua y el vino han de transformarse en vasija vacía y en odre nuevo, y seguir a Aquel que es el Agua Viva y el Vino Nuevo, el mejor de las Bodas porque, con ser nuevo, tiene el sabor y el aroma de la Verdad, la Belleza y la Bondad eternas.
           El sentido literal de la Enseñanza, que Juan predicaba y que tantos como él predican hoy, ha de ser respetado y conservado, pero no debe absolutizarse porque se corre el riesgo de quedarse ahí, en una imagen congelada y corta de la Enseñanza. Y todas las imágenes, tarde o temprano, acaban siendo distorsionadas.
            La enseñanza literal ha de ser peldaño para acceder a niveles superiores de la Enseñanza de Cristo, dinámica y expansiva, viva porque brota del Verbo, del Resucitado, del Viviente, y de la experiencia transformadora de Comunión con Él que cada uno de nosotros seamos capaces de vivir y compartir.

            Bendito sea Juan, el mayor de los nacidos de mujer, por llamarnos a la conversión y recordarnos nuestras raíces, por su valentía y su humildad y, sobre todo, por reconocer sus limitaciones y apartarse, por mostrarnos al Maestro y animarnos a seguirle para que aprendamos a ser ciudadanos del reino. O a recordar que ya lo somos.

17 de junio de 2012

El Silencio I



            Que vuestra palabra sea sí, cuando es sí; y no, cuando es no. Lo que pasa de ahí, viene del maligno.
                                                                                  Mateo, 5, 37



            Hablar demasiado aumenta la vanidad, y no se saca ningún provecho.

                                                                                             Eclesiastés 6, 11


            Y yo os digo que en el día del juicio tendréis que dar cuenta de las palabras vacías que hayáis dicho. Por tus palabras serás absuelto, y por tus palabras serás condenado.
                                                                                              Mateo 12, 36-37

           

            Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras.

                                                                                  W. Shakespeare





POR LA BOCA MUERE EL HOMBRE

              
Que tu voz ya no puede
ser esclava del pensamiento...
Espera un momento
antes de hablar.

Sujeta bien las riendas del caballo
que eres cuando dejas que la mente
te gobierne sin memoria,
con ese derramarse
mecánico y febril
que te roba atención
y libertad.

Calla un instante,
o un siglo, antes de hablar,
si has olvidado
tu voz, de dónde nace.


10 de junio de 2012

Cuerpo entregado y Sangre derramada



               Pongo imágenes a unas reflexiones que ya recogí en este blog, hace un año, con motivo de la solemnidad del Corpus Christi. Creo que pueden inspirarnos para compartir la Vida, que se nos ofrece gratuitamente cada día, y para dar testimonio de nuestro mayor tesoro, el único en realidad, pues todo lo demás lo perderemos.
               Como decía san Juan de la Cruz, a la tarde nos examirán en el amor. Solo eso nos llevaremos, solo el Amor entregado y conscientemente recibido.



               Mis sentimientos religiosos no han sido siempre los de hoy, y, admirando el cristianismo, he desconocido, sin embargo, muchos de sus frutos. Indignado ante el abuso de algunas instituciones y los vicios de algunos hombres, caí antaño en las declamaciones y en los sofismas. Podría achacar ese pecado a mi juventud, a la sociedad que frecuentaba, pero prefiero culparme; no sé disculpar lo que no es en modo alguno excusable.
                                                                                                      Chateaubriand
                                              



                                               De La Misión, de Roland Joffe

Solo el Amor, esa entrega total e incondicionada, de la que Jesucristo es Modelo y Maestro, puede vencer la violencia que nos invade y nos rodea.


               Dice san Alfonso María de Ligorio que, con una sola vez que nos acercáramos a la Eucaristía con la disposición adecuada, podríamos alcanzar la santidad. ¿Nos falta fe, o atención, o voluntad, o gratitud, o asombro? ¿Nos falta generosidad? ¿Nos falta amor? Necesitamos contemplar más y mejor el Misterio, pensarlo, sentirlo, meditarlo, guardarlo en el corazón. Es todo a veces tan mediocre, tan banal en nuestras vidas, que tendemos a banalizar hasta lo más sagrado. Por eso, cuando encontramos “despertadores”, asideros o claves que nos dan un impulso y nos hacen salir de esa tibieza, nos gusta compartirlos.
               El descubrimiento de Chateaubriand fue para mí uno de esos revulsivos necesarios y un fiel compañero de camino, que me sigue ayudando en esa tarea tan fructífera de “repensar la vida”. Cuántas semejanzas me pareció entrever entre su itinerario espiritual y el mío. Gracias a Dios, yo no he sufrido la violencia de un Terror post revolucionario. Pero hay mucha violencia y muchos terrores menos evidentes, que nos acosan dentro y fuera de nosotros.
             Las terribles consecuencias de la Revolución Francesa le hicieron volver a la fe cristiana (de la que su alma, en el fondo, nunca se había ido); y con qué deslumbrante profundidad, con qué entusiasta convicción. Lo que le alejó de sus raíces cristianas, un “centro” intelectual sobredimensionado aunque de cortos vuelos, fue el que, una vez entrenado para apuntar alto y lejos, armonizado e integrado en la totalidad de su ser, le hizo regresar, nuevo, un renacido Chateaubriand, con la mente y el corazón trabajando al unísono.
            Quién mejor que el autor de El Genio del Cristianismo, con su lucidez y su sinceridad, para decir lo de siempre de forma diferente. Recurro a él para volver a contemplar este Misterio que nos espera cada día para, cuando de verdad queramos, con una voluntad limpia y nueva, renacida, transformarnos definitivamente.
               Escuchémosle sin prejuicios ni condicionamientos, como si estuviéramos descubriendo, por primera vez, este valioso tesoro.



               En la Eucaristía se descubre el misterio directo y la presencia real de Dios en el pan consagrado. Aquí es preciso que el alma vuele por un momento a ese mundo intelectual que le fue abierto antes de su caída.
               Cuando el Omnipotente hubo creado al hombre a su semejanza, animándole con un soplo de vida, hizo alianza con él. Adán y Dios conversaban en la soledad, pero la alianza quedó rota de hecho como resultado de la desobediencia, porque el Ser eterno no podía proseguir comunicándose con la muerte, ni la espiritualidad tener algo en común con la materia, pues entre dos cosas de propiedades diferentes no puede establecerse punto alguno de contacto sino en virtud de un medio. El primer esfuerzo que el amor divino llevó a cabo para acercarse a nosotros fue la vocación de Abrahán y el establecimiento de los sacrificios, figuras que anunciaban al mundo el advenimiento del Mesías.     
              El Salvador, al rehabilitarnos en nuestros fines, debía devolvernos nuestros privilegios; y el más precioso de estos era, sin duda, el de comunicar con el Creador. Pero esta comunicación no podía ya ser inmediata como en el Paraíso terrenal; en primer lugar, porque nuestro origen subsistió mancillado; y en segundo, porque nuestro cuerpo, ya esclavo de la muerte, es demasiado débil para comunicarse directamente con Dios sin morir. Era preciso, pues, un intermediario, y este fue su Hijo, que se dio al hombre en la Eucaristía, haciéndose, digámoslo así, el camino sublime por cuyo medio nos reunimos de nuevo con el Creador de nuestra alma.
               Si el Hijo hubiera permanecido en su esencia primitiva, es evidente que habría existido en la tierra la misma separación entre Dios y el hombre, porque no puede haber unión entre una realidad eterna y el sueño de nuestra vida. Pero el Verbo se dignó hacerse semejante a nosotros al descender al seno de una mujer. Por una parte, se enlaza con su Padre en virtud de su espiritualidad, y por la otra se une con la carne, en razón de su forma humana; de esta manera se constituye el lazo buscado entre el hijo culpable y el padre misericordioso. Ocultándose bajo la especie de pan, se hace un objeto sensible para los ojos del cuerpo, mientras permanece un objeto intelectual para los del alma. Si ha escogido el pan para velarse es porque el trigo es un emblema noble y puro del alimento divino.
Si esta elevada y misteriosa teología, de la que nos limitamos a trazar algunos rasgos, arredra a nuestros lectores, obsérvese cuán luminosa es esta metafísica, comparada con la de Pitágoras, Platón, Timeo, Aristóteles, Carnéades y Epicuro, pues no se halla en ella ninguna de esas abstracciones de ideas, para las cuales es forzoso crearse un lenguaje ininteligible al común de los hombres.
                Resumiendo, la Comunión enseña la moral, porque es preciso hallarse puro para acercarse a ella; es la ofrenda de los dones de la tierra al Creador, y trae a la memoria la sublime y tierna historia del Hijo del hombre. Unida al recuerdo de la Pascua y de la Primera Alianza, la Comunión va a perderse en la noche de los tiempos; se enlaza con las primeras nociones relativas al hombre religioso y político, y expresa la antigua igualdad del género humano; finalmente, perpetúa la memoria de nuestra primera caída, y la de nuestra rehabilitación y unión con Dios.
    
                                                          Chateaubriand
                                                     El genio del Cristianismo





                                 Si conocieras cómo te amo, Hermana Glenda



3 de junio de 2012

Feria del Libro. La memoria del Mar


              El sábado, día 9, de 18:30 a 21:30, estaré firmando ejemplares de mi nuevo libro, La memoria del Mar, y del resto de mi obra, en la caseta 161 de la Feria del Libro de Madrid.

             A continuación incluyo el prólogo, de Enrique Martínez Lozano, por si a alguien le puede interesar.




            Los poetas y los místicos transitan caminos cercanos. Caminos que se encuentran más allá de las palabras y más allá de los conceptos, aunque luego unos y otros hayan de recurrir a la palabra para expresar lo experimentado. Y la palabra se hace entonces paradoja, metáfora y poesía, con la que intentan balbucir lo que han palpado en el territorio del Silencio primordial, lugar de nuestro Origen y nuestro Destino.
            En realidad no es un “lugar”, porque trasciende las coordenadas espacio-temporales, sino el No-lugar de nuestra identidad que, sin embargo, olvidamos al identificarnos con nuestra mente. Tal identificación nos otorgó una “pseudoidentidad” (el “yo separado”), a la que absolutizamos y a partir de la cual organizamos toda nuestra existencia. La identificación con la mente nos sumió en el olvido de quiénes éramos y abrió la puerta a la confusión y al sufrimiento.
            Cuenta una vieja leyenda judía que, en el momento de nacer, un ángel nos golpea en la boca para imponernos silencio, tratando así de impedir que hablemos del mundo celestial que hasta entonces era nuestro hogar. Pareciera que el ángel ha hecho tan bien su trabajo que, no solo no hablamos de ello, sino que incluso lo hemos olvidado por completo.
            Por eso, conocer quiénes somos equivale a recordar. Y a esto nos ayudan, de una manera especial, místicos y poetas. Es lo que nos regala Eugenia Domínguez: palabra hecha poesía, experiencia viva que podrá despertar “ecos” de nuestra identidad profunda, memoria de lo que realmente somos. Porque Eugenia posee el don de transmitir, en palabras sencillas, experiencias profundas y universales que tienen el sabor inconfundible de la no-dualidad y que despiertan el “recuerdo” de lo que somos.
            Recordar (re – cor/cordis) significa  “volver al corazón”. Seguramente por ello, en alguna tradición espiritual “recordar” equivale a “despertar”. Al recordar, salimos del sueño y empezamos a ver.
Los poemas de Eugenia hacen un guiño al corazón, en forma de nostalgia y evocación: recordamos el Mar de donde venimos y adonde vamos, y el Mar nos recuerda y nos llama para hacer posible el reencuentro con lo que, a pesar del olvido, siempre hemos sido.
            Los hombres y mujeres sabios, de todos los tiempos y latitudes, han sido aquellos que nos han recordado la verdad de nuestra naturaleza. Como una manera de mostrarlo, Eugenia nos ofrece una serie de textos de diferentes tradiciones y procedencias, unidos bajo un denominador común: la sed del encuentro en la Unidad olvidada.


            A la verdad de lo que somos, no podemos llegar a través de la mente, herramienta tan preciosa como limitada, porque ella es solo una pequeñita parte de nuestra identidad.
            Necesitamos, más bien, acallarla con suavidad para, sin sus interferencias, acceder a una experiencia inmediata, en la que emerge la consciencia clara de ser, el “Yo Soy” que siempre nos acompaña –la única certeza que permanece en la impermanencia de todo– porque nos constituye.
            En cualquier momento de nuestra jornada, como en cualquier etapa de nuestra historia, si nos volvemos hacia nosotros para preguntarnos: ¿qué hay?, la respuesta siempre es la misma: consciencia de ser. Sin predicados ni adjetivos, sin añadidos de ningún tipo. El “solo ser” de otro poeta inspirado, Jorge Guillén, en el que todos nos reconocemos:

                        Solo ser. Nada más. Y basta. Es la absoluta dicha.

            O el “no sé qué” que embelesaba a Juan de la Cruz, y que sigue cautivando a quien se permite escucharlo:
                        Por toda la hermosura
                        nunca yo me perderé,
                        sino por un no sé qué
                        que se alcanza por ventura.

            La consciencia –nuestra identidad última– es una, desplegada, manifestada y reflejada en infinidad de formas que, siendo todas diferentes, son sin embargo “lo mismo”.
            Al dejar de buscarnos como “yo separado”, emerge la Presencia consciente y amorosa que somos en profundidad, y así nos reencontramos, al re-cordarlo, en la admirable No-dualidad.
            Los poemas de Eugenia están transidos de esta intuición no-dual, que a veces se expresa en el contraste, al describir al ego insatisfecho y superficial que nos despista, y otras se manifiesta como Amor y Unidad esencial, que nos plenifica.
            Al leerlos, haremos bien en “dejarnos detener”. Es una poesía de cadencia pausada que, a la vez que nos serena, nos invita a dejar las prisas para quedarnos saboreando la vida que encierra.
            Y se expresa –no puede ser de otro modo– en paradojas constantes: ego/estar, esfuerzo/abandono, oscuridad/ver, aislamiento/encuentro en el otro y en todo, separación/unidad, nostalgia/realidad, desengaño/amor, ramas secas/savia, muerte/vida, desasimiento/plenitud…

Y en esa plenitud que es desasirme
de todo, siendo todo,
vuelo libre, mirando el universo,
tan pequeño y cercano,
             libre,
mirándolo y viéndolo.


            Paradojas que se resuelven, finalmente, en un “abrazo mayor”, en el Silencio no-dual:

                         En el Silencio                                                
desaparece
cualquier contradicción
que las palabras crean
lejos de la Palabra.


Que sabe mirar:

            Mirar como el que sabe                    
que todo Es en la mirada
que mira cuando mira y es mirada.


Hasta reconocerse en Todo:

La huella de mis pies se va borrando.
Son las olas que bailan y acarician;
veo su espuma fugaz.
Soy la espuma y ese niño que cruza
detrás de una pelota, sin mirarme.
Soy la espuma y el niño y ese viejo
bañando sus tobillos junto a una mujer joven
que también soy.
Soy la espuma, el niño, el viejo, la mujer,
el cielo pintado de colores
y el barco que a lo lejos
parece, parezco, saludar.
Soy el horizonte donde cielo y mar se unen,
lo más sutil de este paisaje,
tal vez lo más cierto.


            A medida que avanzamos en la lectura, se intensifican las imágenes que nos remiten a la no-dualidad y, en ese sentido, a lo esencial del “recuerdo”:

Somos el negativo
de una figura eterna,
anhelando esa luz que nos devuelva
el perfil esencial,
bajo un cielo fiel que nos bendiga,
nos haga aparecer.


            Para terminar en la explosión final de Presencia y Unidad:

                        Si logro estar alerta, me descubro:
            soy atención serena y sostenida,
            soy la mirada fiel, soy el aliento
            de una respiración que me respira,
            devolviendo mi esencia al universo.
            Si logro estar alerta, Lo descubro:
            es todo para mí,
            soy todo para Él.
            Soy real en el centro de mi ausencia,
            presencia Suya al fin
            y para siempre.


            A través de sus poemas, página a página, Eugenia nos ha ido conduciendo hacia nuestra identidad más profunda: pura Presencia, atemporal e ilimitada; Espacio consciente que todo lo abraza.
            Quiero invitar al lector a que, sin prisas en la lectura, se “deje detener” ante el más pequeño “eco” que se despierte en él, para escuchar a su propio “maestro interior”, que habla en el Silencio de la mente.
            Y quiero agradecer a Eugenia el regalo de estos versos que, gracias a su limpieza y docilidad, fluyen a través de ella, activando re-cuerdos olvidados y despertándonos a nuestra identidad.

Enrique Martínez Lozano