San Juan Bautista, Leonardo da Vinci
Este cuadro da por sí solo para un post. O, como todas las obras del polifacético y esotérico (en el verdadero y profundo sentido de la palabra) artista, para cien. Esa expresión dulce y misteriosa, andrógina, que tan poco cuadra con el intransigente y austero profeta... Ese gesto delicado y lleno de simbolismo... Esa mirada algo estrábica parece expresar cierta embriaguez que, siendo Juan abstemio, nos hace pensar en una embriaguez espiritual... Volveremos a él más adelante.
Hoy
celebramos el nacimiento de Juan el Bautista, tres días después del solsticio de
verano: lo que empieza a morir, aunque aparentemente está en la plenitud de la
vida. En el calendario se sitúa en el polo opuesto del solsticio de invierno,
en que celebramos la Navidad: el Sol invicto, la semilla de Vida para todos, en
la aparente oscuridad del invierno y en la fragilidad de un recién nacido. Pero
a partir de esa noche, la más larga del año, los días empiezan, muy despacio, a
alargarse sin que tengamos que hacer nada, como la semilla que el sembrador
esparció en tierra buena o el grano de mostaza de los que hablaba Marcos en el
Evangelio del domingo pasado.
Muchos, a pesar de haber sido
bautizados, esto es, transformados por la gracia del Sacramento en hombres y
mujeres nuevos, renacidos de agua y de espíritu, viven como hombres viejos,
apegados al mero cumplimiento externo de la Ley, sin valorar los dones
recibidos ni actuar en consecuencia.
Todos
somos nacidos de mujer, pero todos también estamos llamados a participar en el
reino, haciendo nacer definitivamente el Cristo interior, que ya no es solo
imagen del Padre, sino también Su semejanza, al fin recuperada.
Juan el
Bautista marca la superación del Antiguo Testamento, del vino viejo, del
ascetismo y la conversión en medio de sufrimientos, culpa y ceniza.
Jesucristo es el Nuevo Testamento,
el Camino, la Buena Nueva que libera, alegra y expande el corazón. Todo el que
le sigue puede entrar en el Reino y alcanzar la estatura, el tamaño, el nivel
que su fe y su entrega le permitan.
Juan seguía predicando y bautizando con la mirada del alma en las montañas, sabiendo que por su pendiente pronto vería descender un mensajero muy distinto a él mismo, un hombre diferente a todos, el propio mensaje, la propia enseñanza, encarnados.
Y el relámpago bautizó a la Luz.
Aquel hombre hermoso y austero se sumergió en las aguas limosas del Jordán para
ser bautizado. ¿Qué sentido tendría aquel gesto? ¿Qué tomó de las aguas, que le
hizo emerger diferente, como más maduro, más cansado, más viejo incluso?
Tendrían que pasar tres años, o acaso tres mil, para que el mundo entendiera
cuánto lastre de siglos de pecado e ignorancia había cargado con aquel simple
gesto. Allí empezó su camino hacia el Gólgota, allí empezó su tortura y su
agonía aunque ninguno, ni siquiera Juan, la voz que clamaba en el desierto, lo
pudo imaginar.
Juan llamaba al arrepentimiento y,
enérgico y riguroso, sacudía las conciencias, pero se quedaba en el ascetismo y
en la literalidad de la Ley. Por eso Jesús dijo de él que era el mayor de los
nacidos de mujer, pero que el más pequeño del reino de los cielos era mayor que
él.
Cuando los que le siguen le
preguntan qué han de hacer, Juan responde desde su nivel de comprensión,
recomendando comportamientos, acciones externas, legítimas y necesarias, pero
alejadas del nivel de ser de los que ya son conscientes del Reino
dentro de sí mismos.
Él mismo se da cuenta de que es
incapaz de llegar más allá de lo justo y lo correcto con sus respuestas, por
eso les anuncia la inminente llegada de Aquel que es más que él. Aquel que,
antes de enseñar lo que hay que hacer,
enseñará lo que deben ser quienes
quieran hacer realidad el reino de los cielos.
Juan hablaba de normas,
cumplimientos, reglas externas, Jesús hablará de la transformación interior
necesaria y previa para poder hacer.
Juan les decía lo que tenían que hacer, Jesús les decía, nos dice, lo que
hemos de ser.
Cuántos piensan, predican, sienten y
actúan como Juan hoy en día, creyendo que siguen a Jesús, sin haber comprendido
el sentido radical y transformador que es el Evangelio, la Buena Nueva.
Al escriba que afirma que amar a Dios
con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al
prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios, Jesús
le dice que no está lejos del Reino (Marcos 12, 33-34), ese reino al que
Juan todavía no ha llegado pues, aunque es el más grande entre los nacidos de
mujer, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él (Lucas 7, 28).
Para cambiar del nivel de los nacidos de mujer al nivel de los ciudadanos del reino hace falta esa metanoia o cambio interior del que Jesús habla a Nicodemo, ese renacimiento o segundo nacimiento de agua y espíritu que nos hace ser de verdad y, por tanto, capaces de hacer, trascendiendo toda norma y reglamento externos, y capaces de amar, más allá de lo pasional y lo emocional, esos sucedáneos de amor que tanto nos distraen y nos confunden. Solo el que da el salto y atraviesa el abismo, tan grande y tan pequeño a la vez, que separa a los nacidos de mujer y a los renacidos de agua y de espíritu es capaz de amar, con el corazón abierto y, por fin, con un sentimiento genuino.
El sentido literal de la Enseñanza,
que Juan predicaba y que tantos como él predican hoy, ha de ser respetado y
conservado, pero no debe absolutizarse porque se corre el riesgo de quedarse
ahí, en una imagen congelada y corta de la Enseñanza. Y todas las imágenes,
tarde o temprano, acaban siendo distorsionadas.
La enseñanza literal ha de ser
peldaño para acceder a niveles superiores de la Enseñanza de Cristo, dinámica y
expansiva, viva porque brota del Verbo, del Resucitado, del Viviente, y de la
experiencia transformadora de Comunión con Él que cada uno de nosotros seamos
capaces de vivir y compartir.
Bendito sea Juan, el mayor de los nacidos de mujer, por llamarnos a la conversión y recordarnos nuestras raíces, por su valentía y su humildad y, sobre todo, por reconocer sus limitaciones y apartarse, por mostrarnos al Maestro y animarnos a seguirle para que aprendamos a ser ciudadanos del reino. O a recordar que ya lo somos.