30 de septiembre de 2012

El camino del cristiano





                    Escena de El filo de la navaja (1946), de Edmund Goulding




          ¡Qué estrecha es la puerta y que angosto el camino
          que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos.

Mateo 7, 14-16

 
                                                   Como el agudo filo de una navaja es el sendero.
                                                   ¡Estrecho es, y difícil de seguir!

                                                                                              Katha Upanishad

 
Los héroes se convierten en budas con un solo pensamiento, pero a los perezosos se les entrega las tres  colecciones de los libros sagrados para que los estudien.
               
                                                                                                          Sutra Vimalakirti


El camino del cristiano lo encontró Aquel que es “el camino” y es una felicidad encontrarlo. El cristiano no se pierde en los rodeos y es salvado felizmente para la gloria.

Soren Kierkegaard

 

Jesucristo aúna, concilia, integra todas las religiones y tradiciones, incluso para los que no han declarado su adhesión al cristianismo, o ni siquiera han oído hablar de Él, pero, gracias a la pureza de su corazón y la sinceridad de su búsqueda, logran conectar con Aquel que es el Camino, la Verdad, la Vida y se preparan para ser alter Christus. Como el impactante maestro y su discípulo, Larry Darrell, personajes de la novela de Somerset Maugham, que inspiró la película.
 
Cuántos buscadores de diferentes escuelas y caminos, muchos incluso de los que se creen cristianos, se quedan en el Yo seré de Moisés. Aún no se dan cuenta de que, aceptando a Jesucristo, uniéndose a Él o descubriendo que somos Uno en Él, estarían en el Yo Soy. Porque Él nos perfecciona en Sí, nos purifica y trasciende nuestras limitaciones, nos da el alimento espiritual que precisamos para ir alcanzando la Semejanza.
            No hay nada que hacer, ningún sitio al que llegar, ningún bien que merecer. Sólo hay que Ser, vivir lo que somos, aprendiendo a conjurar los condicionamientos, los pensamientos repetitivos e inútiles, las programaciones y falsas creencias.
            El Evangelio nos ofrece un camino de evolución interior que integra cuerpo, mente, corazón, alma y espíritu, y nos da la clave que muchos han buscado en vano. Creer en Él, aceptar su amor incondicional y redentor es el verdadero "atajo", la clave decisiva. Jesucristo nos abre la puerta, nos pone en el camino y, cuando queramos darnos cuenta, nos encontraremos a menos distancia de la meta que del inicio. Es Su fuerza, Su impulso, que nos lleva como en volandas.
 
            Dichoso el que crea sin haber visto, es la bienaventuranza de los hombres de hoy. Y, si nos fijamos bien, en ella están contenidas todas las demás. Si creemos de verdad, sin necesidad de apoyos sensibles, no con la mera “creencia” conformista, interesada, rutinaria de la mente, sino con la voluntad que nace de un corazón generoso y audaz, estaremos siempre en presencia de Dios y esa conciencia luminosa y transformadora nos llevará directamente de regreso a Casa, porque nos dará la gracia necesaria para seguir amando hasta el final. Y el amor es mucho más que la fe, más que las obras y más que la fe con obras.
 
            Jesucristo es Camino, Verdad y Vida; lo sé desde que tengo uso de razón. Pero cuánto me ha costado asimilarlo con todo mi ser y empezar a vivirlo, siendo consecuente con mi herencia y mi destino.
 
            Todos los trabajos interiores, las prácticas, los aprendizajes, los ritos, se van dirigiendo hacia Él, todo acaba en Él, sublimado y transfigurado. Por eso, dando la mano a Jesús, mirándole, viviéndole, ...¡siendo Jesús!, lo que necesitaría años de estudio, profundas diatribas filosóficas y teológicas, esfuerzo, trabajo constante, disciplina, obstinado rigor, se hace accesible a nuestro limitado entendimiento. Pero para vivir a Cristo, para ser Él, es necesario un corazón sencillo, humilde, libre de soberbia y vanidad. 

            El camino del cristiano es el camino de los héroes, que no se pierden en rodeos, como coinciden en señalar Kierkegaard y el Sutra Vimalakirti.
 
            El Padrenuestro, sin ir más lejos, contemplado con esta libertad y limpieza, abarca todas las verdades que muchos pretendidos sabios y también muchos oradores mecánicos, dormidos, meros acumuladores de "méritos", no logran siquiera vislumbrar.
            Y orar en el silencio interior, con la sencillez de aquel campesino que menciona el cura de Ars (“yo Lo miro, Él me mira, y estamos contentos”), puede borrar abismos de ignorancia. No es devoción sensiblera, pues permite alcanzar las más elevadas cimas de la espiritualidad, incluso lo que llaman estados de conciencia transpersonal. Pero sin retórica, sin ruido, sin calificativos. Con solo una mirada de amor y confianza, capaz de abarcar un mundo.


        Volviendo a la escena de El filo de la navaja, como ya casi nada es casual, sino causal, el Evangelio de hoy viene a darnos más luz. En las primeras líneas, leemos:

          Juan dijo a Jesús: "Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros". Jesús respondió: "No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro".

                                                                                                      Marcos 9, 38-40


            Jesús vuelve a demostrarnos que los verdaderos discípulos están por encima de reglamentos y exclusiones.
           El discípulo falso, mezquino, inseguro, acaso por ignorancia o inmadurez, que, en lugar de amar a Dios, se ama (y mal) a sí mismo, delimita bandos y exige normas y fronteras, pues teme perder su identidad, su parcelita, que es lo que en el fondo defiende.
            Los discípulos auténticos, los que han sido llamados y escogidos, saben que el Espíritu sopla donde quiere, son capaces de expandir sus horizontes sin miedo y aprecian la bondad, la verdad, la belleza que hay en todas las vías sinceras de acercamiento a Dios, pues todas confluyen en la Unidad que somos. Y esa entrega libre y confiada es la que nos transforma y nos convierte en héroes, salvados felizmente para la gloria.

 

19 de septiembre de 2012

A ti te lo digo, levántate.




            Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
                                                    
                                                                                                  Efesios 5, 14

 

Son como hojas muertas; un gran viento ha de soplar para que tengan la ilusión de vivir.

         Jean Schlumberger

 
 
Esas personas no han vivido; simplemente han durado.

                                                                                              Henri Boulad



En el metro, una tarde de este verano que termina. Junto a la puerta, estoy leyendo uno de esos carteles destinados a fomentar la lectura. Es el poema premonitorio de César Vallejo: Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo… Entra una anciana, tendrá cerca de ochenta años, tal vez más, nadie le cede el asiento. Se coloca junto a una de las barras y se queda ahí, de pie, con la cabeza baja y el brazo izquierdo, que al agarrarse asoma bajo su blusa de flores color malva, flácido y marchito. Su espalda, encorvada, sometiéndose al implacable tiempo, su tristeza vieja, grabada en las mejillas mustias. Nadie se levanta. Nadie parece tener o haber tenido una madre o una abuela anciana. Nadie debe ver reflejado su futuro en esta mujer.
¿Nadie sabe en este vagón lo que es la compasión y la solidaridad? ¿O es que no hay nadie, porque todos duermen?
Los dormidos, autómatas, máquinas rotas, diría Gurdjieff, zombis que ni siquiera han muerto porque no han vivido.
            Nada importa nada, dijo Dragó hace tiempo en Las noches blancas. Darse cuenta de esa verdad es ya un buen comienzo. Lo malo es cuando nadie importa a nadie.

            Lo bueno, lo maravilloso, es que los dormidos pueden despertar y los muertos resucitar, no para morir más tarde, sino para vivir por siempre.
            Y, como dice San Agustín, para ver resucitar a los muertos en el espíritu, es necesario haber resucitado interiormente.


 

EGOÍSMO

                                              Nada te precipita tanto en el abismo infernal
                                                             como la odiada palabra –¡fíjate bien!– “mío y tuyo”.

                                                                                                     Angelus Silesius

No pudo despertar,
se deshizo en el sueño
sin querer dar
ni saber darse,
mirándose el ombligo
en su guarida
de miedo y deseo,
polvo al polvo,
ceniza a la ceniza
s
          n
      i
                            s

                                       e     n

                    i

                                         t                  d

                                                                    o
                                                                   .



               Si notamos que volvemos a dormirnos, a creernos separados y caer en ese sueño que puede desembocar en la muerte del espíritu, recordemos que hay Alguien que siempre vela por nosotros. Y oiremos de nuevo Su voz: ¡A ti te lo digo, levántate!


Y cuando llegue el día,
¿qué salvaré de mi cajón de tiempo?
¿Cuántos momentos
podré llamar,
sin duda ni vergüenza,
Vida?



 


 
 
No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme;
no duerme ni reposa
el guardián de Israel.

 
                               Salmo 121, 3-4
 
 

7 de septiembre de 2012

Y he visto ángeles


                             

Y encontré algo que me aterró: un zoológico de lujurias,
un manicomio de ambiciones, una guardería de miedos,
un harén de odios mimados. Mi nombre era Legión.

                C. S. Lewis

 

                              Midió luego la muralla, y resultaron ciento cuarenta y cuatro codos,
                               según la medida humana, que fue la utilizada por el ángel.

                                                                                                        Apocalipsis 21, 17



                             El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el que Él me ve.

                                                                                                       Maestro Eckhart




              Me llamo Johannes Angelus Silesius. Una vez vi al diablo y tuve miedo. No tenía una forma infernal, no era un macho cabrío andando a dos patas, ni una figura envuelta en llamas con rabo y tridente. Más bien tenía rasgos familiares y una silueta que me recordaba… a mi madre. Sí, era como mi madre, pero con los ojos de un enemigo que medita. Fueron esos ojos los que me estremecieron. Escondían el tormento de la desesperanza y la falta absoluta de amor, la guerra y la crispación del mundo. Esa visión me condujo a un profundo abismo, pero tuve la suerte de encontrar en ese abismo la ternura de Dios. Sin amor nada tiene sentido, con amor tiene sentido la nada. Eso fue lo que aprendí.



              Cómo no creerte, Johannes, yo también he visto al diablo, y demonios de muchas especies. En alguna ocasión, con un rostro tan familiar que me recordaba... a mí. A veces con expresión triste, otras, con gesto airado, y alguna con un aire de olvido o dispersión que parecía rozar la demencia de un abismo. Y en cada abismo, como tú, encontré siempre la ternura fiel y compasiva de Dios.
              Y he visto ángeles; los llevo viendo desde la infancia.
              Estos días azules, de hospitales soleados con pasillos en penumbra, de confianza y silencio, de atención y milagros, presencia, realidad, vida en estado puro, he pasado muchas horas entre ángeles, visibles e invisibles, risueños y callados, ocultos o evidentes. Siempre cerca del ángel más hermoso que haya conocido, tan familiar que tiene el rostro y la voz de mi madre.
              Y he recordado aquel día en que descubrí que hay ángeles que aún no han ganado sus alas, como el dulce Clarence de Qué bello es vivir, y otros ángeles que olvidaron que lo son, por amor y esperanza, por amor y ternura, por amor, para que todo, hasta la enfermedad y la muerte, todo, hasta la nada, siga teniendo sentido.

              Ese día escribí algo, para recordarlo si alguna vez lo olvidaba:


            Mi madre es un ángel. No se trata de una metáfora, una exageración o un tópico. Es un ángel de verdad, de los pocos que se atreven a bajar a la tierra. Ella aún no lo sabe, aunque a veces lo intuye. Por eso se disfraza de mujer impaciente, a ratos gruñona, a ratos divertida, ya casi siempre cansada.
Fue guapa, tan guapa que deslumbra desde las viejas fotos. No es muy agradable que la madre de uno sea tan guapa. Duele a quien no ha conseguido el desapego total ver transformarse el semblante querido, ser testigo de ese inevitable, cruel gota a gota que es el envejecimiento. Mi madre ha sido –es– tan guapa por su condición de ángel; ha venido a mostrarnos dónde está la belleza verdadera. Por eso ha envejecido, por eso envejece, para enseñarnos a encontrar la mirada que mira por detrás de los ojos, la suave mano que acaricia, disfrazada de mano que la artritis deforma, los labios transparentes que hablan y besan a través de labios marchitos, la sonrisa radiante, como la de Audrey Hepburn (otro ángel, más conocido que mi madre aquí abajo), en un rostro que el tiempo y las ausencias han ido entristeciendo.
            Mi madre es un ángel que interpreta bien su papel de madre y me riñe todavía, que me cuide, que coma, que siente la cabeza. Un ángel que, cuando hace alguna travesura, se ríe como ríen esos niños que conservan intacta la inocencia. Un ángel que me guarda, fingiendo que soy yo quien la cuida y la protege. Un ángel bien camuflado que de pronto se mueve diferente, habla diferente, calla diferente, y en ese silencio inaudito, en ese temblor del aire que precede a cada destello de asombro, por despiste o como un guiño, me deja ver el extremo blanquísimo de un ala.
            Mi madre es un ángel que aún no sabe que lo es, aunque en ciertos momentos lo intuye. Entonces se disfraza aún más y finge ser borde o mezcla temas para confundirnos, o se muestra distante, seria, como si estuviera enfadada con el mundo o con la vida.
           Porque es un ángel vestido de mujer vulnerable y a veces, cuando habla, cuando mira, cuando calla, derrama a su alrededor polvo de estrellas. Si alguien se da cuenta y lo recibe, gana para siempre el don de volar si es necesario. Yo lo tengo hace mucho, gracias a mi madre-ángel, y vuelo sin escoba, recorro mundos paralelos donde el tiempo no existe, pero siempre regreso. Ayer estuve en la Edad de Oro, recorrí la Atlántida y luego visité a los kobdas, que me dieron recuerdos para ella.
            Mi madre es un ángel que ha venido en misión de servicio. Por eso ha ido cargando con mucho lastre. Para quitármelo a mí, para quitárselo a tantos... Yo, que lo sé, la ayudo. Juntas, vamos soltando poco a poco, caminando cada vez más libres, siempre unidas aunque no lo parezca. Yo, corredora de fondo; ella, puro vuelo, impulsándome, inspirándome, guiándome. Un soplo de luz, un ángel disfrazado de tiempo.