28 de diciembre de 2012

Los salvadores del Salvador



Evangelio de Mateo 2, 13-18

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: “De Egipto llamé a mi hijo”. Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: “Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”.



            No se entra en la vida de Cristo como a una pastelería, dispuestos a hartarnos de dulzuras. Se entra en ella como en la tormenta, dispuestos a que nos agite, a que ilumine el mundo como la luz de los relámpagos, vivísima, pero demasiado breve para que nuestros ojos terminen de contemplarlo y entenderlo todo.
           (…) Todo cristiano tiene que conocer una espada: la espada de la fe, esta de amar a Cristo sin terminar de entenderle, o la espada de la sangre. En el fondo, a ellos les tocó la más fácil.
                                                                                  José Luis Martín Descalzo

 

                                                La Huida a Egipto, Giotto


            En los Evangelios está todo lo que necesitamos conocer y aprender para nuestra vida espiritual. Realidad y símbolo, alegoría y base histórica, metáfora y tradición, teoría y práctica… Sagradas Escrituras, realmente inspiradas, inagotable código divino que nos trae la Buena Nueva y nos hace ser Buena Nueva nosotros mismos. Realidad multidimensional que trasciende lo sensible y nos permite trascenderlo.

            El Verbo increado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Niño Dios, Jesús, el Hijo del Hombre, el Crucificado, el Resucitado, el Pan de Vida... Infinita profundidad en los niveles de acceso a la Verdad e intuición del Misterio. Por amor, Él se hace accesible a todos los entendimientos, pero siempre que la comprensión pase por la contemplación, y no se quede en los cortos límites de una mente que cuestiona, diferencia, rechaza, clasifica, separa, disecciona…

            Hoy, el doble pasaje a contemplar es el de la huida a Egipto de la Sagrada Familia y la simultánea matanza de los Santos Inocentes.

            Si hemos logrado vivir con atención, fe, esperanza y amor la Navidad, habremos percibido, y acogido con alegría, la chispa que se ha encendido en nuestro corazón. El niño ha nacido en nosotros, pero es aún tan frágil y pequeño, tan desvalido, tan vulnerable… Y Herodes –el mundo– con su locura, ceguera y egoísmo, temeroso de perder su efímero poder, quiere acabar con este niño que se nos ha dado como una luz que el mundo no recibe porque no la conoce (Jn 1, 5.10-11). ¿Qué podemos hacer? Huir a Egipto, la tierra de tinieblas, que iluminaremos con nuestra luz, hasta que el ángel nos avise de que podemos salir porque el niño ha crecido y su vida no está amenazada.
            Refugiarnos en Egipto, proteger la vida del recién nacido…, pero sin necesidad de movernos físicamente. Podemos seguir en el mundo sin ser del mundo, discretos, astutos como serpientes, con la mansedumbre que el niño ya ha impreso en nuestras almas. Que nada de este mundo ciego y efímero nos seduzca, nos atrape, nos haga olvidar los cuidados que debemos al niño divino que hemos dado a luz y precisa de toda nuestra atención.
            El significado etimológico (y su sentido más profundo, si lo meditamos y experimentamos con todo nuestro ser) de la palabra “santidad”, en su raíz griega, no es perfección, sino “apartarse”. Alude a una actitud que lleva al aspirante a santo a distanciarse de sí mismo, de su propio sueño, de su ignorancia y ceguera internas, de su carencia de un centro de gravedad permanente. Apartado también, en su esencia más íntima, de las distracciones mundanas, aunque parezca convivir y mezclarse con ellas, el santo va construyendo ese centro estable que le permite nacer de nuevo, libre e incólume (Jn 3, 7; 1 Jn. 3, 9).
            Herodes, y luego Arquelao, seguirán al acecho, buscando la muerte del tierno infante. Cuando hayas logrado apartarte, vigila, mantente en guardia, no dejes que lo encuentren, pasa desapercibido para las huestes de los tiranos, hasta que el niño esté lo suficientemente mayor para regresar.
            Recuerda que los príncipes del mundo atacan por el orgullo, haciéndote desear y  buscar la aprobación, el aplauso y el reconocimiento. Combátelos con la humildad y el abandono, porque quien pierde su vida gana el alma (Lc 9, 24).
            Te acosarán también con el canto de sirenas de los sentidos físicos, la sensualidad y el hedonismo. Tú, sigue firme, manteniendo la pureza interior y exterior, como los limpios de corazón.
            Por último, te atacarán con esas malas artes sibilinas y más sutiles, inspirándote emociones y pensamientos negativos: prejuicios, tristezas vanas, imaginaciones absurdas, indolencia, frustración, desesperanza, ira…
            Solo importa que el recién nacido conserve la paz precisa para crecer sano y salvo. Esa es tu misión; deja que José, que simboliza la devoción y el servicio, proteja al niño (la pureza) y a la madre (el verdadero amor, la entrega sin condiciones) hasta que el ángel le avise de que podéis volver a Israel, la “tierra de visión”, porque Herodes, Arquelao y sus secuaces ya habrán muerto en ti. Más adelante llegará el momento de entrar en Jerusalén, en una primera visita, para después seguir creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52).

            Jesús no necesitaba, como nosotros, “apartarse” para ser santo, pues Es, desde siempre, el Santo de Dios, pero su vida humana corría peligro. Por eso la Sagrada Familia se refugió en Egipto.


                                          
                                       La Matanza de los Inocentes, Giotto 


            Mientras Jesús era puesto a salvo de la locura de Herodes, obsesionado con acabar con el Mesías, al que consideraba una amenaza para su reinado, este cobarde y sanguinario rey terrenal mandó matar a todos los niños menores de dos años, en Belén y su entorno. Según los historiadores y demógrafos, entre veinte y treinta niños muy pequeños, casi todos aún bebés, fueron arrancados de los brazos de sus madres y cruelmente asesinados.

            Soy incapaz de imaginar la escena sin estremecerme de espanto. Como me estremezco al imaginar los millones de niños asesinados por sus madres antes de nacer.
            Herodes era un monstruo de maldad, un loco ignorante, o ambas cosas, que mató a sus hermanos, su mujer, su suegra y a sus propios hijos. ¿Qué ha sucedido para que dos mil años después se siga asesinando a millones de inocentes, eso sí, aséptica y legalmente? ¿Qué locura de progreso, torcido, diabólico, nos ha traído a esta era de matanza continua, políticamente correcta? ¿Qué poder tenebroso se pretende proteger? ¿De qué? ¿De quién?
            Qué amargo drama el de estas mujeres, asumiendo de forma tan evidente el doble papel que todos interpretamos en algún momento, casi siempre de un modo más discreto o tangencial, no por ello menos responsable. Ellas son a la vez Herodes que mata y Raquel que, desconsolada, llora y se lamenta (Jr 31, 15; Mt 2, 18).
            Y tantos niños y niñas abandonados, maltratados, sometidos a explotación o esclavitud, víctimas de abusos, asesinados, muriendo a causa de las guerras, el hambre o enfermedades que deberían haber sido erradicadas para todos. Maldad cometida, maldad tolerada, indiferencia ante la maldad..., poco importa. El que esté libre de pecado... Como dice San Juan, si decimos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentimos, o si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos (1Jn, 6-8). El sufrimiento y la muerte de tantos inocentes no debería dejarnos dormir ni vivir tranquilos, hasta que tomemos conciencia y nos pongamos manos a la obra para remediarlo.

            Aquellos niños que Raquel sigue llorando en Ramá y en todo el planeta no tenían voluntad para hacer nada o decidir nada. Junto al pesebre, se nos plantea un triduo de personajes evangélicos. Esteban, el protomártir, que lo fue en el deseo y en la realidad (Hch 7, 58-60), Juan, el discípulo al que Jesús tanto quería (Jn 20, 2), mártir en el deseo, pero no en la realidad, y los Santos Inocentes, mártires en la realidad, pero no en el deseo. Los salvadores del Salvador, los llama José Luis Martín Descalzo.

            Esta es una de las muchas semblanzas que hace Charles Peguy de los Santos Inocentes:

Fueron arrebatados de la tierra. ¿Lo entiendes bien, hijo mío?
Todos los hombres son arrebatados, en su día, en su hora.
Pero todos somos arrebatados demasiado tarde,
cuando ya la tierra nos ha conquistado,
cuando ya la tierra se ha pegado a nosotros
y ha dejado en nosotros su imborrable marca.
Pero ellos, ellos solos, fueron arrebatados de la tierra
antes de que hubieran entrado en la tierra y la tierra en ellos,
antes de que la tierra los tomase y poseyese.
Y todas las grandezas de la tierra, la misma sangre de los mártires,
no valen tanto como el no haber sido poseído por la tierra,
como no tener ese gusto terroso,
no tener ese sabor a ingratitud,
ese sabor a amargura
terrosa.

            ¿Qué no valdrá entonces, habiendo entrado en la tierra y la tierra en uno, habiendo sido poseído por la tierra, liberarse de su yugo amargo, pesado de fango oscuro, macilento del polvo de siglos, dejar atrás para siempre su condena y recuperar la inocencia primordial?
            Es posible, para quien se deja guiar por Aquel cuyo yugo es llevadero y su carga ligera (Mt, 11, 30). Es posible, de Su mano, regresar a la fuente de la transparencia y la libertad.

23 de diciembre de 2012

Jesús, alegría de los hombres.




                         Cantata 147, Jesús, alegría de los hombres, J. S. Bach



                                                                     La luz solo es bella si está encarnada.
                                                                                                      Françoise Cheng

 
      Aunque Cristo naciera mil veces en Belén
      y no dentro de ti, tu alma estará perdida.
     Mirarás en vano la Cruz del Gólgota 
     hasta que se eleve de nuevo en tu interior.

                                                                                                        Angelus Silesius

 

Ya sabemos que la Navidad no es un tiempo de vacaciones, comidas familiares, regalos, luces y jolgorio. Los que la viven así no conocen su verdadero sentido, no viven la Navidad. Pero ¿la viven y la comprenden realmente los que parecen darle una dimensión cristiana? ¿La vivimos y comprendemos realmente, con lo más profundo del corazón?   
Si logramos soltar todo lo que no es la Navidad, podemos profundizar en el gran Misterio, el gran Milagro, que es el Nacimiento del Hijo de Dios como uno de nosotros.
 
Hace falta silencio, un gran silencio, real y fecundo, para experimentar la verdadera Navidad. El Verbo nace en el silencio de la noche. Si queremos que Él nazca en nosotros hemos de hacer silencio y vaciarnos, liberarnos de tanto ruido, palabras vanas, imágenes, distracciones, actividad innecesaria, todos esos ídolos, a veces aparentemente santos, que se oponen al Nacimiento eterno. Dice San Agustín: “Vacíate para que puedas ser llenado; sal para que se pueda entrar.” Liberémonos de todo lo que amenaza ese silencio, lo que impide que encarne, se geste y nazca en nosotros la Palabra.

Así lo expresa San Atanasio: "Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Frithjof Schuon insiste en que la venida de Cristo es "el Absoluto hecho relatividad, a fin de que lo relativo se haga Absoluto". Bendita relatividad, bendita multiplicidad, entonces, contemplada desde la esencia integral y unificante que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga.

Celebramos el Amor; Él nos ama tanto que hace que su Hijo nazca hombre. Si no fuera por el misterio del Amor, que solo en el silencio podemos experimentar y vislumbrar, el verdadero significado de la Navidad sería visto desde fuera como una locura. Que Cristo encarne en un niño, que Dios se haga hombre, esa locura maravillosa, nos da una dignidad que nada ni nadie puede quitarnos. Y también nos enseña a ser humildes, contemplando al mismo Dios, desvalido y envuelto en pañales, en un pesebre.

Estamos conmemorando la segunda creación del hombre. Desde el nacimiento de Jesús, el hombre tiene libre acceso a las dimensiones más elevadas de sí mismo. No hay amor más grande, no hay alegría mayor; podemos entrar en comunión con el Amor a cada instante, en ese eterno presente donde ya somos uno con Él.

Ese Amor encarnado, el resplandor de la naturaleza humana divinizada, enciende una chispa en el corazón del que está atento y dispuesto a acoger al Niño. El destino de esa chispa es crecer hasta que se convierta en un fuego purificador que nos transforme y queme lo que queda de hombre viejo, de viejo mundo, en nosotros. He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (Lc 12, 49), nos dirá Jesús, treinta años después de su primera venida. ¿Cómo no reconocer que Él es nuestro amor, nuestra luz, nuestra alegría?
 
            En Belén se inicia el camino que nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni tiempo ni coordenadas, en la que todas las cosas y todos los seres mueren para renacer en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres, ante el único Nombre, que siempre está viniendo.

7 de diciembre de 2012

"Alégrate, llena de gracia."




                                              La Anunciación, Fra Angélico



María es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo.
 
                                                           Juan Pablo II

 

La dicha de María ha sido mayor porque Dios nació espiritualmente en su alma que porque nació de ella según la carne.
            Agustín de Hipona

 
Mientras preparamos nuestro hogar interior para poder recibir y acoger a Aquel que viene, que siempre está viniendo, celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción.
María, la nueva Eva, como la vieron los Padres de la Iglesia, es inmaculada desde que fue concebida por Joaquín y Ana; no necesitó purificación ni transformación. Nació sin mancha para poder ser el receptáculo humano del Verbo, el seno virginal donde se gestó el Hijo de Dios.
Porque María era completa y absolutamente virgen. No solo no conocía varón, como dijo al ángel con transparencia, algo que está al alcance de cualquier criatura, sino que, además, y sobre todo, era esencialmente virgen, originalmente virgen, eternamente virgen.
Dios se había reservado una criatura incontaminada para que fuera la madre de Su Hijo. En palabras del Maestro Eckhart: “Virgen indica alguien que está vacío de toda imagen extraña, tan vacío como cuando todavía no era. Libre y vacío, por amor de la voluntad divina, para cumplirla sin interrupción.”

Llena de gracia, es el título que la otorga el arcángel Gabriel (Lucas 1, 28), lo que quiere decir que en ella todo había sido renovado desde el inicio de los tiempos. Su alma, diáfana para dejarse traspasar por la Luz, su espíritu, eternamente puro, hasta los átomos de su cuerpo, todo había sido preservado de cualquier mancha de egoísmo.
Ninguna otra criatura nació en ese estado de pureza primordial. Sin embargo, también nosotros estamos llamados a dar a luz a Cristo. Podemos y debemos lograr que Él nazca espiritualmente en nuestras almas. ¡Qué plenitud de sentido puede darnos tan maravillosa misión!
 
            ¿Cómo ha de ser una madre espiritual de Dios? ¿En qué debemos transformarnos para poder dar a luz al Cristo interior? En vírgenes de alma o de espíritu, disponibles sin reserva, mental y emocionalmente liberados de las seducciones de lo material, de la figura, imagen o representación de este mundo que ha de pasar, que ya está pasando para quien puede percibirlo.

Y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva, porque esa virginidad del alma va unida a una fecundidad prodigiosa como la de María, virgen y madre. Una fecundidad que, si se alcanza, se desborda para ser compartida, se expande gozosa sin límite ni obstáculo.

            María, la Inmaculada, es nuestro modelo por excelencia, la primera criatura en la que se produjo el misterio del “nacimiento interior del Cristo”. Si seguimos la estela de su Luz llegaremos a la meta. El camino pasa necesariamente por imitar sus virtudes y hacernos humildes, disponibles, vacíos de ego, libres del mundo y sus afanes, llenos de amor para poder entregarnos y servir.

            Nada hay en la fiesta que celebramos hoy, o en el culto de hiperdulía que damos a la Virgen, de sensiblero o almibarado, como a veces parecen sugerir quienes aún no pueden abrirse al Misterio inefable que es Jesucristo, y que también es Su Madre, el rayo de lo Absoluto más cercano a la tierra y al ser humano.
A pesar de la confusión que pueda crear cierta iconografía o esa obsesión por los “mensajes proféticos” que proliferan, quejumbrosos, en internet, María está muy alejada del remilgo y de la sumisión pasiva y conservadora. Siempre atenta, audaz y coherente, ya lo dijo todo en los Evangelios. Basta con evocar sus contadas y fundamentales apariciones en los textos sagrados, o con recitar de vez en cuando esa oración alegre, entusiasta y revolucionaria que es el Magníficat (Lucas, 1, 46-55).

Si unimos ese maravilloso himno de alabanza, amor y subversión de lo injusto, a  la valiente aceptación inicial: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38), al imperativo “Haced lo que Él os diga” en Caná (Juan 2, 5), y a su presencia silenciosa ante la Cruz (Juan 19, 25) y en Pentecostés (Hechos 1, 14; 2, 1), tenemos el legado de nuestra Madre, la más sencilla y completa guía de Vida.

 
“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.”
 
                                Lucas 1, 46-55



 
 
 

1 de diciembre de 2012

"Estad siempre despiertos."

 
Evangelio de Lucas 21, 25-28.34-36

            En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre."

 
 
 
  

                                        La segunda venida de Cristo puede ocurrir de dos maneras:
                                        con el final de los tiempos (sólo Dios sabe cuándo) o por
     nuestro acceso a la dimensión eterna dentro de nosotros.

 
                                                                                                           Thomas Keating

 
 
¿Por qué te preocupas por el futuro? Ni siquiera conoces lo bastante el presente. Ocúpate del presente, el futuro se ocupará de sí mismo.
 
                                                                                              Ramana Maharshi
 
 
            Es fácil encandilarse con este vídeo u otro de los muchos que circulan por internet, tan hermosos e inspiradores. Aunque encandilarse es bueno (evoca la luz), corremos el riesgo de quedarnos en ese relax confortable, esa proyección apetecible, que puede llevar a creer que despertar y mantenerse despiertos es fácil, que está ahí mismo, al alcance de nuestra mano, o nuestra mente, o nuestro corazón... Y así debería ser, todo al alcance, todo sencillo, todo a la vista, la puerta de la cárcel abierta, para que salgamos definitivamente. Así debería ser, si no estuvieramos abotargados por las comodidades, anestesiados por la inercia y los condicionamientos, atontados por las falsas creencias, bloqueados por el egoísmo. Así debería ser, si no hubiéramos perdido el estado de gracia original.
 
              Para despertar de verdad, y que no quede en un amago o en un espejismo, hace falta primero ver todos esos obstáculos interiores, ser conscientes de la propia nulidad, aceptar y asumir las sombras, reconocer que solos no podemos integrarlas, ni podemos nada, en realidad (Juan 15, 5). Hace falta, incluso, llegar a asustarse con la visión de uno mismo que solo una observación sincera, metódica e implacable puede darnos. Dice Gurdjieff que, en tanto que un hombre no se horrorice, no sabe nada sobre sí mismo.
            Entonces, si somos valientes, habremos de atravesar el infierno y el purgatorio que tan bien describe Dante, hasta llegar a la verdad del Yo real, del Yo Soy al que estamos llamados. No es posible despertar, sin antes verse completamente y sin engaño. Sería seguir en una duermevela confortable y letal.
             Para despertar hay que descubrir la mentira existencial que nos domina, sin olvidar que lo que nos espanta no es nuestro ser esencial sino el pobre, ignorante ego, condenado a desaparecer. Y cuando quedamos sin suelo bajo los pies, suspendidos en el vacío de la duda, cuando descubrimos con un escalofrío que no podemos hacer nada para librarnos de esa mentira que no somos, pero nos anula, recordamos que solos no podemos pero con Él lo podemos todo, y que nuestra incapacidad esencial tiene remedio porque nos basta Su gracia (2 Cor 12, 7-10). 
 
           Esto es lo que parecen a veces olvidar los que subrayan la necesidad del esfuerzo en el trabajo interior y no cuentan con la gracia. El esfuerzo es necesario, claro, como dice San Agustín: aunque Dios no nos ha necesitado para crearnos, sí nos necesita para salvarnos.
            Pero, por mucho esfuerzo que haga el hombre, no puede despertar y liberarse solo; y ayudado por otros hombres tampoco puede, por muchos títulos de "maestro" que algunos se atribuyan. Uno solo es nuestro maestro, Jesucristo, el Hijo de Dios, el Verbo (Mateo 23, 10). Él venció al mundo (Juan 16,33) y con él también nosotros lo venceremos, para, despiertos y libres, llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos, el sueño que Dios soñó para cada uno.
            Así se cierra el círculo infernal, el samsara de los budistas, la locura del dualismo y la multiplicidad que nos ha mantenido encadenados al sufrimiento, la entropía, la muerte. Porque esta paradoja o contradicción aparente sobre la gracia y el esfuerzo, la gratuidad del don y el trabajo sobre uno mismo es compartida por todos los caminos sinceros.
 
            La gracia no evita el esfuerzo, pero permite que el ego se rinda, porque no son los esfuerzos del ego, tan impotentes y dispersos, tan mal enfocados, los que nos permiten salvarnos, sino los de la esencia, serenos y precisos, que conducen a la rendición del ego. Es el morir a uno mismo del que hablan cristianos, sufíes, budistas, hinduistas, lakotas…, que hace posible el santo abandono y, con él, ese despertar sencillo, directo y gozoso que nos sugería el vídeo. Vencido el adversario, unificados en la esencia, descubrimos que ya Somos, solamente habíamos dejado de Ser en lo ilusorio, en esa idea o ídolo de separación que origina todo sufrimiento.
 
            Si Aquel que restauró con Su venida y su sacrificio nuestra condición de Hijos de Dios, devolviéndonos al estado de gracia, es el mismo que nos despierta y nos ayuda a mantenernos atentos, velando, esperando, siendo..., surge la sempiterna pregunta: ¿qué sucede con los fieles de otras religiones?, ¿qué sucede con los que ni siquiera Le conocen?, ¿qué sucede con quienes no pueden creer?
            El misterio de Cristo es inalcanzable para nuestras mentes, pero Él vino, viene, vendrá para todos, incluso para quienes ya habían muerto antes de su primera venida. Siempre es Adviento en la dimensión atemporal y universal de la Consciencia, de Lo que Es, que desborda nuestro intelecto y sus límites. Porque Él siempre está viniendo, vino una vez en Belén y no ha dejado de venir a los corazones dispuestos a recibirle.
            Al igual que todos estamos sometidos a los sucesos apocalípticos que menciona el Evangelio, el Hijo del Hombre viene a liberarnos sin excepción. Aquel día que caerá como un lazo sobre los habitantes de la tierra (Lucas, 21, 34-35) es hoy, siempre hoy.
           Cristianos, musulmanes, judíos, budistas, hinduistas, lakotas, agnósticos, ateos..., todos podemos percibir los signos en el sol, la luna y las estrellas que llevamos dentro. Angustia, locura, miedo, temblor, amenaza de abismos insondables, de finales catastróficos... "Estad siempre despiertos" es una llamada universal a despertar, vigilar, estar atentos, de pie, la cabeza levantada, el ánimo resuelto, porque el Libertador, el que era, el que es, el que viene (Apocalipsis 1, 8; 4, 8), está viniendo para todos.
 
 
              En un momento dado el Señor vino en carne al mundo. Del mismo modo, si desaparece cualquier obstáculo por nuestra parte, en cualquier hora y momento se halla dispuesto a venir de nuevo a nosotros, para habitar espiritualmente en nuestras almas con abundancia de gracias.                                                                              
                                                                                    San Carlos Borromeo