Evangelio de Mateo 2, 13-18
Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al
niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque
Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levantó, tomó al niño y a su
madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se
cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: “De Egipto llamé a mi hijo”. Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y
mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores,
calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Entonces se
cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: “Un grito se oye en Ramá, llanto y
lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo,
porque ya no viven”.
No se entra en la vida de Cristo
como a una pastelería, dispuestos a hartarnos de dulzuras. Se entra en ella
como en la tormenta, dispuestos a que nos agite, a que ilumine el
mundo como la luz de los relámpagos, vivísima, pero demasiado breve para que
nuestros ojos terminen de contemplarlo y entenderlo todo.
(…)
Todo cristiano tiene que conocer una espada: la espada de la fe, esta de amar a
Cristo sin terminar de entenderle, o la espada de la sangre. En el fondo, a
ellos les tocó la más fácil.
José
Luis Martín Descalzo
En
los Evangelios está todo lo que necesitamos conocer y aprender para nuestra
vida espiritual. Realidad y símbolo, alegoría y base histórica, metáfora y tradición, teoría y práctica… Sagradas Escrituras, realmente inspiradas, inagotable
código divino que nos trae la Buena Nueva y nos hace ser Buena Nueva nosotros
mismos. Realidad multidimensional que trasciende lo sensible y nos permite
trascenderlo.
El
Verbo increado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Niño Dios, Jesús,
el Hijo del Hombre, el Crucificado, el Resucitado, el Pan de Vida... Infinita profundidad en los niveles de acceso a la Verdad e
intuición del Misterio. Por amor, Él se hace accesible a todos los
entendimientos, pero siempre que la comprensión pase por la contemplación, y no
se quede en los cortos límites de una mente que cuestiona, diferencia, rechaza,
clasifica, separa, disecciona…
Hoy,
el doble pasaje a contemplar es el de la huida a Egipto de la Sagrada Familia y
la simultánea matanza de los Santos Inocentes.
Si
hemos logrado vivir con atención, fe, esperanza y amor la Navidad, habremos
percibido, y acogido con alegría, la chispa que se ha encendido en nuestro corazón. El niño ha nacido
en nosotros, pero es aún tan frágil y pequeño, tan desvalido, tan vulnerable… Y
Herodes –el mundo– con su locura, ceguera y egoísmo, temeroso de perder su efímero
poder, quiere acabar con este niño que se nos ha dado como una luz que el mundo
no recibe porque no la conoce (Jn 1, 5.10-11). ¿Qué podemos hacer? Huir a Egipto, la tierra
de tinieblas, que iluminaremos con nuestra luz, hasta que el ángel nos avise de
que podemos salir porque el niño ha crecido y su vida no está amenazada.
Refugiarnos en Egipto, proteger la vida del recién nacido…, pero sin necesidad de
movernos físicamente. Podemos seguir en el mundo sin ser del mundo, discretos,
astutos como serpientes, con la mansedumbre que el niño ya ha impreso en
nuestras almas. Que nada de este mundo ciego y efímero nos seduzca, nos atrape,
nos haga olvidar los cuidados que debemos al niño divino que hemos dado a
luz y precisa de toda nuestra atención.
El
significado etimológico (y su sentido más profundo, si lo meditamos y experimentamos
con todo nuestro ser) de la palabra “santidad”, en su raíz griega, no es
perfección, sino “apartarse”. Alude a una actitud que lleva al aspirante a
santo a distanciarse de sí mismo, de su propio sueño, de
su ignorancia y ceguera internas, de su carencia de un centro de gravedad
permanente. Apartado también, en su esencia más íntima, de las
distracciones mundanas, aunque parezca convivir y mezclarse con ellas, el santo va construyendo ese centro estable que le
permite nacer de nuevo, libre e incólume (Jn 3, 7; 1 Jn. 3, 9).
Herodes,
y luego Arquelao, seguirán al acecho, buscando la muerte del tierno infante. Cuando hayas logrado
apartarte, vigila, mantente en guardia, no dejes que lo encuentren, pasa desapercibido para las huestes de los tiranos, hasta que el niño esté
lo suficientemente mayor para regresar.
Recuerda
que los príncipes del mundo atacan por el orgullo, haciéndote desear y buscar la aprobación, el aplauso y el reconocimiento. Combátelos con la humildad y el abandono, porque quien pierde su vida gana
el alma (Lc 9, 24).
Te
acosarán también con el canto de sirenas de los sentidos físicos, la
sensualidad y el hedonismo. Tú, sigue firme, manteniendo la pureza interior y
exterior, como los limpios de corazón.
Por
último, te atacarán con esas malas artes sibilinas y más sutiles, inspirándote
emociones y pensamientos negativos: prejuicios, tristezas vanas, imaginaciones
absurdas, indolencia, frustración, desesperanza, ira…
Solo
importa que el recién nacido conserve la paz precisa para crecer sano y
salvo. Esa es tu misión; deja que José, que simboliza la devoción y el
servicio, proteja al niño (la pureza) y a la madre (el verdadero amor, la
entrega sin condiciones) hasta que el ángel le avise de que podéis volver a
Israel, la “tierra de visión”, porque Herodes, Arquelao y sus secuaces ya habrán muerto en ti. Más adelante llegará el momento de entrar en Jerusalén, en una primera visita,
para después seguir creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52).
Jesús
no necesitaba, como nosotros, “apartarse” para ser santo, pues Es, desde siempre,
el Santo de Dios, pero su vida humana corría peligro. Por eso la Sagrada Familia se
refugió en Egipto.
Mientras
Jesús era puesto a salvo de la locura de Herodes, obsesionado con acabar con el
Mesías, al que consideraba una amenaza para su reinado, este cobarde y
sanguinario rey terrenal mandó matar a todos los niños menores de dos años,
en Belén y su entorno. Según los historiadores y demógrafos, entre veinte
y treinta niños muy pequeños, casi todos aún bebés, fueron arrancados de los
brazos de sus madres y cruelmente asesinados.
Soy
incapaz de imaginar la escena sin estremecerme de espanto. Como me estremezco
al imaginar los millones de niños asesinados por sus madres antes de nacer.
Herodes era un monstruo de maldad, un loco ignorante, o ambas cosas, que mató a sus hermanos, su mujer, su suegra y a sus propios hijos. ¿Qué ha sucedido para que dos mil años después se siga asesinando a millones de inocentes, eso sí, aséptica y legalmente? ¿Qué locura de progreso, torcido, diabólico, nos ha traído a esta era de matanza continua, políticamente correcta? ¿Qué poder tenebroso se pretende proteger? ¿De qué? ¿De quién?
Herodes era un monstruo de maldad, un loco ignorante, o ambas cosas, que mató a sus hermanos, su mujer, su suegra y a sus propios hijos. ¿Qué ha sucedido para que dos mil años después se siga asesinando a millones de inocentes, eso sí, aséptica y legalmente? ¿Qué locura de progreso, torcido, diabólico, nos ha traído a esta era de matanza continua, políticamente correcta? ¿Qué poder tenebroso se pretende proteger? ¿De qué? ¿De quién?
Qué
amargo drama el de estas mujeres, asumiendo de forma tan evidente el doble papel
que todos interpretamos en algún momento, casi siempre de un modo más discreto
o tangencial, no por ello menos responsable. Ellas son a la vez Herodes que mata y Raquel que, desconsolada, llora y se lamenta (Jr 31, 15; Mt 2, 18).
Y tantos niños y niñas abandonados, maltratados, sometidos a explotación o esclavitud, víctimas de abusos, asesinados, muriendo a causa de las guerras, el hambre o enfermedades que deberían haber sido erradicadas para todos. Maldad cometida, maldad tolerada, indiferencia ante la maldad..., poco importa. El que esté libre de pecado... Como dice San Juan, si decimos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentimos, o si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos (1Jn, 6-8). El sufrimiento y la muerte de tantos inocentes no debería dejarnos dormir ni vivir tranquilos, hasta que tomemos conciencia y nos pongamos manos a la obra para remediarlo.
Y tantos niños y niñas abandonados, maltratados, sometidos a explotación o esclavitud, víctimas de abusos, asesinados, muriendo a causa de las guerras, el hambre o enfermedades que deberían haber sido erradicadas para todos. Maldad cometida, maldad tolerada, indiferencia ante la maldad..., poco importa. El que esté libre de pecado... Como dice San Juan, si decimos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentimos, o si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos (1Jn, 6-8). El sufrimiento y la muerte de tantos inocentes no debería dejarnos dormir ni vivir tranquilos, hasta que tomemos conciencia y nos pongamos manos a la obra para remediarlo.
Aquellos
niños que Raquel sigue llorando en Ramá y en todo el planeta no tenían voluntad
para hacer nada o decidir nada. Junto al
pesebre, se nos plantea un triduo de personajes evangélicos. Esteban, el
protomártir, que lo fue en el deseo y en la realidad (Hch 7, 58-60), Juan, el discípulo al que Jesús tanto quería (Jn 20, 2),
mártir en el deseo, pero no en la realidad, y los Santos Inocentes, mártires en
la realidad, pero no en el deseo. Los salvadores del Salvador, los llama José Luis Martín
Descalzo.
Esta
es una de las muchas semblanzas que hace Charles Peguy de los Santos Inocentes:
Fueron arrebatados de la tierra. ¿Lo
entiendes bien, hijo mío?
Todos los hombres son arrebatados, en su
día, en su hora.
Pero todos somos arrebatados demasiado
tarde,
cuando ya la tierra nos ha conquistado,
cuando ya la tierra se ha pegado a
nosotros
y ha dejado en nosotros su imborrable
marca.
Pero ellos, ellos solos, fueron
arrebatados de la tierra
antes de que hubieran entrado en la
tierra y la tierra en ellos,
antes de que la tierra los tomase y
poseyese.
Y todas las grandezas de la tierra, la
misma sangre de los mártires,
no valen tanto como el no haber sido poseído
por la tierra,
como no tener ese gusto terroso,
no tener ese sabor a ingratitud,
ese sabor a amargura
terrosa.
¿Qué
no valdrá entonces, habiendo entrado en la tierra y la tierra en uno, habiendo
sido poseído por la tierra, liberarse de su yugo amargo, pesado de
fango oscuro, macilento del polvo de siglos, dejar atrás para siempre su
condena y recuperar la inocencia primordial?
Es
posible, para quien se deja guiar por Aquel cuyo yugo es llevadero y su carga
ligera (Mt, 11, 30). Es posible, de Su mano, regresar a la fuente de la transparencia y la
libertad.