28 de diciembre de 2013

La verdadera familia


Evangelio de Mateo 2, 13-15.19-23

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levanto, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: “Llamé a mi hijo para que saliera de Egipto”. Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño”. Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea, y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría nazareno.


                                        La huida a Egipto, Alessandro Turchi


            No se entra en la vida de Cristo como a una pastelería, dispuestos a hartarnos de dulzuras. Se entra en ella como en la tormenta, dispuestos a que nos agite, a que ilumine el mundo como la luz de los relámpagos, vivísima, pero demasiado breve para que nuestros ojos terminen de contemplarlo y entenderlo todo.

           José Luis Martín Descalzo

 
En claro paralelismo con la figura de Moisés, que condujo a su pueblo en el éxodo de Egipto hacia la tierra prometida, Jesucristo nos libera de la muerte y, además, de las esclavitudes a las que nosotros mismos nos sometemos, pues el Egipto opresor está dentro de nosotros, y la tierra prometida que mana leche y miel, también (Ex 3, 17).

Hacerse consciente, saberse prisionero, es el primer paso para abandonar Egipto, la tierra de la esclavitud y la inconsciencia, y darse la vuelta para regresar a Israel, tierra de la plenitud y la realización, de la consciencia y la libertad. Las diez plagas que asolaron Egipto antes de que los judíos emprendieran su camino por el desierto, son símbolo del proceso necesario para alcanzar la consciencia plena.

            En los Evangelios está todo lo que necesitamos conocer y aprender para nuestra vida espiritual. Realidad y símbolo, alegoría y base histórica, metáfora y tradición, teoría y práctica… Sagradas Escrituras realmente inspiradas, inagotable código divino que nos trae la Buena Nueva y nos hace ser Buena Nueva nosotros mismos. Realidad multidimensional que trasciende lo sensible y nos permite trascenderlo.

            El Verbo increado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Niño Dios, Jesús, el Hijo del Hombre, el Crucificado, el Resucitado, el Pan de Vida... Infinita profundidad en los niveles de acceso a la Verdad e intuición del Misterio. Por amor, Él se hace accesible a todos los entendimientos, pero siempre que la comprensión pase por el silencio y la contemplación, y no se quede en los cortos límites de una mente que cuestiona, diferencia, rechaza, clasifica, separa, disecciona…

            Hoy contemplamos al Niño, y asistimos a la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Si hemos logrado vivir con atención, fe, esperanza y amor la Navidad, habremos percibido y acogido con alegría la chispa que se ha encendido en nuestro corazón. El Niño ha nacido en nosotros, pero es aún tan frágil y pequeño, tan desvalido, tan vulnerable… Y Herodes –el mundo– con su locura, ceguera y egoísmo, temeroso de perder su efímero poder, quiere acabar con este Niño que se nos ha dado como una Luz que el mundo no recibe porque no Lo conoce (Jn 1, 5.10-11). ¿Qué podemos hacer? Huir a Egipto, la tierra de tinieblas, que iluminaremos con nuestra luz, hasta que el ángel nos avise de que podemos salir porque el Niño ha crecido y su vida no está amenazada.

Refugiarnos en Egipto, proteger la vida del recién nacido…, sin necesidad de movernos físicamente. Podemos seguir en el mundo sin ser del mundo, discretos, astutos como serpientes, con la mansedumbre que el Niño ha impreso en nuestras almas. Que nada de este mundo ciego y efímero nos seduzca, nos atrape, nos haga olvidar los cuidados que debemos al Niño Divino que hemos dado a luz y precisa de toda nuestra atención.

El significado etimológico (y su sentido más profundo, si lo meditamos y experimentamos con todo nuestro ser) de la palabra “santidad”, en su raíz griega, no es perfección, sino “apartarse”. Alude a una actitud que lleva al aspirante a santo a distanciarse de sí mismo, de su propio sueño, de su ignorancia y ceguera internas, de su carencia de un centro de gravedad permanente. Apartado también, en su esencia más íntima, de las distracciones mundanas, aunque parezca convivir y mezclarse con ellas, el santo va construyendo ese centro estable que le permite nacer de nuevo, libre e incólume (Jn 3, 7; 1 Jn. 3, 9).

Herodes, y luego Arquelao, seguirán al acecho, buscando la muerte del tierno infante. Cuando hayas logrado apartarte, vigila, mantente en guardia, no dejes que lo encuentren, pasa desapercibido para las huestes de los tiranos, hasta que el Niño haya crecido lo suficiente como para regresar.

Recuerda que los príncipes del mundo atacan por el orgullo, haciéndote desear y buscar la aprobación, el aplauso y el reconocimiento. Combátelos con la humildad y el abandono, porque quien pierde su vida gana el alma (Lc 9, 24).

            Te acosarán también con el canto de sirenas de los sentidos físicos, la sensualidad y el hedonismo. Tú sigue firme, manteniendo la pureza interior y exterior, como los limpios de corazón.

            Por último, te atacarán con esas malas artes sibilinas y más sutiles, inspirándote emociones y pensamientos negativos: prejuicios, tristezas vanas, imaginaciones absurdas, indolencia, frustración, desesperanza, ira…
 
           Solo importa que el recién nacido conserve la paz precisa para crecer sano y salvo. Esa es tu misión; deja que José, que simboliza la devoción y el servicio, proteja al Niño (la pureza) y a la madre (el verdadero amor, la entrega sin condiciones) hasta que el ángel le avise de que podéis volver a Israel, la “tierra de visión”, porque Herodes, Arquelao y sus secuaces ya habrán muerto en ti. Más adelante llegará el momento de entrar en Jerusalén, en una primera visita, para después seguir creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52).
 
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                       La Sagrada Familia huyendo a Egipto, Alberto Durero

            Jesús no necesitaba, como nosotros, “apartarse” para ser santo, pues Es, desde siempre, el Santo de Dios, pero su vida humana corría peligro. Por eso se refugiaron en Egipto, María, José y el Niño, la Sagrada Familia, cuya festividad celebramos hoy. Modelo para todas las familias desde hace dos milenios; para las familias institucionalizadas o exteriores y, sobre todo, para la verdadera familia: la familia espiritual, unida por lazos eternos, la formada por aquellos que, en palabras del propio Jesús, escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8, 20). No es, por tanto, una familia según la carne o la sangre, sino en espíritu y en verdad.

            La familia como institución puede llegar a ser nociva y, de hecho, por mucho que gusten esas lindas imágenes de ofrendas al papa por familias exteriormente modélicas, hay mucho sueño, incoherencia y mecanicidad en casi todos los hogares, como los hay en uno mismo. La familia exterior es a menudo reflejo de la sociedad en que surge, y reproduce sus lacras: consumismo, hedonismo, competitividad, egoísmo, inercia…

            La verdadera familia es la espiritual, la que está más allá de la reproducción y el crecimiento de la especie… Ya Jesús mencionó, ensalzándolos sutilmente para el que puede entender, a quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos (Mt 19, 12). Y San Pablo escribió que si casarse es bueno, no casarse es mejor (1 Cor 7 7-9.27.37-38).

            Es la Palabra encarnada en cada uno la que hace posible la familia real y duradera como semilla del Cuerpo Místico, esa Iglesia interior que nos llama desde la Jerusalén celeste.

           Posponer al padre y a la madre, a la mujer y los hijos, a los hermanos y hermanas, es requisito ineludible para seguir a Jesús (Lc 14 26). ¿Queremos ser buenos, o perfectos como el Padre? ¿Conformarnos con obrar según la norma externa, como el joven rico, o, además, ser coherentes desde el centro del corazón (Mt 19, 16-23)? La perfección es seguir radicalmente al Jesucristo, el Maestro, que no tiene nada ni se apega a nada ni nadie que lo detenga y lo aleje de su Misión. Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 20).

            La familia según la carne puede incluso atacar a la que se forma con los lazos del espíritu, cuando cree que esos lazos, sutiles y firmes, amenazan el orden establecido, las costumbres y normas externas y los valores que priman hoy, tan alejados a veces de los que inspira la enseñanza de Jesús (Mt 10, Mateo 10, 21), revolucionaria como ninguna.

            Docilidad, desapego, generosidad, confianza, valores evangélicos tan olvidados en una sociedad competitiva y hedonista, donde afanarse, preocuparse, medrar, prosperar a costa de lo que sea o de quien sea, suele ser hasta bien visto.  

          Pero la vida de Jesús, el Maestro, es lo más alejado de los afanes mundanos, la estabilidad, los placeres, las comodidades y los privilegios. El verdadero discípulo no se asienta ni se acomoda, no se establece ni se congela, no busca en el exterior un bienestar que le adormece. Al contrario, está siempre de pie, el corazón encendido, la cintura ceñida, dispuesto a reemprender el camino en medio de la noche.

          Por eso, la Sagrada Familia es ejemplo de actitud y de propósito. Van, vienen, cambian, crecen, evolucionan según la Voluntad del Padre, valientes y libres, confiados y generosos, sin apegarse a lugares o circunstancias. Un seguimiento radical como el suyo es imprescindible para el que no se conforma con ser “bueno” y decide trabajar por el Reino, que sufre violencia y los violentos lo arrebatan (Mt 11-12).

            ¿Qué tiene que ver esto con la estabilidad, el orden, el conformismo o el bienestar? Si aún nos cuesta responder a esta pregunta, o la respuesta va a ser titubeante; un “sí pero…”, un “bueno, pero esto está sacado de contexto…”, leamos a Lucas:

            “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres, estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra.” (Lc 12, 49-53).

            La Sagrada Familia es modelo para las familias físicas pero, sobre todo, para la familia espiritual. No en vano, el Padre de esta Familia es Dios Padre, el esposo, el Espíritu Santo y el Hijo es el Verbo. San José cumple la función de padre impecablemente, sin ser padre de carne, y María es hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo, lo que cada alma está llamada a ser siguiendo su guía.

 


              Imágenes de El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini.
 
En rápida sucesión y al ritmo de Bach, una metáfora de la vida terrena de la Sagrada Familia, siempre en la inestabilidad material, en lo incómodo, en lo precario y amenazado por los poderes del mundo. Su centro de gravedad, sus apoyos, nunca estuvieron aquí, en lo transitorio, sino en la confianza depositada en lo Verdadero. Que su libertad, su desapego y generosidad sean nuestra inspiración.




La tierra de esclavitud es una matriz para aquel que se verticaliza y una tumba para el que se enamora de ella.
¡Y Egipto ensalzará sus tumbas! Mas se hará matriz para los hebreos.
Uno comprende entonces que Egipto en el lenguaje bíblico, simbolice el mundo llamado “de la Caída”. E Israel, el de la realización, fuera del condicionamiento de la caída, al darle acceso a la “tierra prometida”, tierra interior; de la que Jerusalén es la gemela en el exterior.
                                                           Annick de Souzenelle

 

30 de noviembre de 2013

Estad en vela


Evangelio de Mateo 24, 37-44

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del Hombre. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre. Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre".


El Greco, The Vision of Saint John (1608-1614).jpg
                                            Visión del Apocalipsis, El Greco


La segunda venida de Cristo puede ocurrir de dos maneras: con el final de los tiempos (solo Dios sabe cuándo) o por nuestro acceso a la dimensión eterna dentro de nosotros.

Thomas Keating

  
Hace dos años me hicieron una pregunta sobre la cual reflexioné en el blog. Era: ¿Tú crees en las profecías por ti misma o porque confías en nosotros? Me lo preguntó un amigo, antes de iniciar su peregrinaje a Medjugorje. ¿Creo en las profecías? ¿Confío en él, en ellos? ¿En quién confío? ¿En qué creo?
Creo en la Palabra de Dios, que ha hablado muchas veces a través de sus profetas. Creo en Jesucristo, la Palabra definitiva del Padre y en su enseñanza. Creo en el Amor.
No creo a pies juntillas en todo lo que dicen los profetas actuales. Hay mucha cizaña entre el trigo y montones de paja para algunas perlas. Como en nosotros mismos crecen juntos el trigo y la cizaña.
Sí creo en las profecías intemporales de los textos sagrados y creo, porque lo estoy descubriendo y experimentando sobre la marcha, que las profecías verdaderas, de ayer, de hoy, de siempre, tienen que ver conmigo, con cada uno de nosotros, si sabemos verlo y vivirlo.

Los tsunamis, las purificaciones del planeta, los tornados que arrasan todo, los terremotos que te dejan sin suelo bajo los pies, los cometas que colisionan, los dos soles, la señal en el cielo, el gran aviso, el milagro, los días de tinieblas… Todo dentro.

No sé si sucederá tal como profetizan, y tampoco me preocupa cuándo. Lo que sí sé es que, en este bendito "mientras tanto", estoy viviendo un proceso transformador fuerte, profundo, Dios quiera que decisivo, en mi interior.

Se está realizando una gran conversión; muchos han muerto ya dentro de mí, algunos agonizan, queda algún rebelde en clara minoría, otros van despertando y comprendiendo, preparándose para ponerse definitivamente al servicio del Reino.
Y llegarán los nuevos cielos y la nueva tierra, donde vivir en paz, amor y armonía, si somos capaces de volver a nacer, de agua y espíritu, nuevos, transformados. 
La pregunta de mi amigo y la respuesta, que tardó días en madurar, me hicieron reafirmarme en la necesidad de vivir los mensajes proféticos de un modo personal e interior, dejando que nos transformen y armonicen, aunque seamos testigo de procesos exteriores simultáneos.

Vendrá cuando menos lo esperemos, como un relámpago, como un ladrón en la noche, como la muerte, siempre a destiempo, siempre de improviso. Por eso tenemos que velar, estar preparados, dignos de presentarnos ante Él, como las vírgenes prudentes.

Vivimos como si el mundo fuera a durar para siempre y, en el microcosmos que somos, como si fuéramos a vivir siempre. Si fuéramos realmente conscientes de la impermanencia de este mundo de formas y de nombres, no seguiríamos, como veíamos el domingo pasado: comiendo, bebiendo, casándonos, fabricando, comprando, vendiendo, edificando sobre arenas movedizas (Lc 17, 26-37). Entonces, ¿no hay que hacer nada? Sí, pero, como dice San Pablo, sin apego, sin expectativas, sin poner el corazón en lo efímero: “que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él. Porque la representación de este mundo se termina” (1 Co 7, 29-31).
 

el séptimo ángel del Apocalipsis

El séptimo ángel del Apocalipsis,
proclamando el Reino del Señor
Anónimo


            Corren malos tiempos. Según la cronología hinduista, estaríamos en Kali Yuga, tiempo de luchas e hipocresía, de olvido y perdición, lo más alejado de la Edad de Oro.
           Para los cristianos son los últimos tiempos, en los que esperamos la segunda venida de Nuestro Señor. Aunque Él no deja de venir cada día, en cada circunstancia, cada encuentro, cada instante si estamos despiertos. Son esas venidas intermedias, entre la Encarnación y la Parusía, que dan sentido a nuestra vida y nos sostienen. Porque Él sigue estando con nosotros, fiel a su promesa. 

          El planeta nos avisa con desastres naturales de que hemos ido demasiado lejos por ambición y soberbia. La sociedad está llegando a límites nunca conocidos de crispación y egoísmo. El sistema económico demuestra sus falacias y su debilidad. Hay cada vez más zombis, ávidos e ignorantes, y menos hombres y mujeres íntegros. Los mensajes apocalípticos se propagan por doquier…. 
          Hemos de ser valientes y decididos como nunca, firmes en la esperanza, recordando que apocalipsis significa revelación, es decir, luz, conocimiento, nada que inspire miedo o aprensión. Como dice la Beata Teresa de Calcuta, es el diablo el que nos envía "barro, temor y amenazas", para separarnos de la alegría de los hijos de Dios. Y es que la esencia del diablo es separación y olvido.

           Un verdadero cristiano, que ha experimentado en su corazón la comunión con el Padre y con sus hermanos, no puede vivir atemorizado. El cristiano vive con esperanza y alegría, velando, pues no sabemos el día ni la hora. Velar, vigilar, estar atentos, sin temer ni esconderse, amando hasta el final.
           El miedo se combate con la fe y la esperanza, pero podemos ir más allá, porque la fe y la esperanza dejarán de ser necesarias cuando alcancemos la Visión definitiva. Apoyemos nuestra vigilia en el amor, y así nos liberaremos del miedo.            

          Que nada ni nadie nos arrebate la fuerza y la alegría que Cristo nos confió; porque nada ni nadie puede separarnos de Él, que es fuente inagotable de amor. "Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro." (Rom, 8, 38-39)

Estar despierto es vivir ya en la Presencia, consciente del Reino que palpita en el interior, realizando en uno y en cuanto lo rodea los nuevos cielos y la nueva tierra. Plenitud y libertad a nuestro alcance ya, ahora, porque Cristo siempre viene; Él siempre está. Vivir el Adviento es despertar para darse cuenta de Su venida constante, Su presencia constante. Solo Él puede liberarnos de la confusión interior que nos hace proyectar catástrofes, guerras, epidemias, mundos demenciales dentro y fuera de nosotros.
Elevarnos a lo trascendente pasando por lo inmanente es ya posible: Él nos abrió camino. Sigámosle hacia la Unidad, atravesando la ilusión de lo múltiple, apariencia de separación, símbolo de lo Real, figura de un mundo que ya pasa, se termina.
“Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.”  Es uno mismo, en primera instancia, el que lleva y deja partes de sí. Eso es velar y prepararse: discernir a cada instante qué hemos de soltar y qué hemos de conservar y fortalecer, en esas venidas intermedias que se repiten sin cesar para el que vive consciente, alerta, vigilante.

Y cuando Él venga, sucederá, además de en uno mismo, en toda la humanidad. Juicio particular, juicio universal… Como es arriba es abajo…, macrocosmos, microcosmos, holograma infinito…. Porque Él será Todo en todos (1 Co, 15, 28).


Salmo 122 

  

22 de noviembre de 2013

Su reino no es de este mundo.

 
Evangelio de Lucas 23, 35-43
 
En aquel tiempo, las autoridades y hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
 
 



              Celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Coincide con la clausura del Año de la Fe, que proclamó Benedicto XVI y ha continuado el papa Francisco. Dimas, cuyo nombre conocemos por los evangelios apócrifos,  uno de los protagonistas del evangelio que hoy contemplamos, el primer santo y el único “canonizado” por el propio Jesucristo es, además de maestro de oración, ejemplo de fe viva.

            Estos días he tenido la ocasión de volver a conversar con el que la tradición conoce como el "Buen Ladrón". En el blog www.diasdegracia.blogspot.com , he intentado captar la esencia de esas charlas que, siempre que se lee el Evangelio con atención, acaban surgiendo entre el lector y esos personajes que nos reflejan, nos guían, nos interpelan. Es lo bueno de escribir en dos blogs; son como dos hermanos, diferentes en apariencia, con personalidades muy distintas, pero con la misma sangre, la misma tinta, que quisiera ser digna de alabar al Rey del universo.
 

             “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.

             En el Gólgota fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y del amor. Jesucristo es Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)

             Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos queramos reconocer Su majestad.

            El primer súbdito fue un ladrón, un "malhechor", “muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”, (Mc 10, 31). Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de seguir a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)

             Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del centro está clavado el Rey del universo.
             A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del peor de los abismos y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
             A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón que, pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir desde la nulidad, desde la más absoluta vulnerabilidad.

             Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad y la confianza. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.
 
             Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey y, colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.
“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz” (Juan 12, 35-36).
 
            Elijamos ahora, sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y anunció que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida con que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.

              Él no vino a mejorar a los hombres, sino a crear un hombre nuevo. Era revolucionario, sí, cómo si no iba a decir que cada hombre debía volver a nacer de nuevo, pensando diferente, actuando diferente, mirando diferente, dirigiendo su ser hacia una nueva dirección. Y no estaba hablando de la muerte y después. No hablaba de la otra vida, sino de esta, en este mundo, el único donde el reino puede ser instaurado. Aquí, en el corazón de todos y cada uno de los hombres, renovados para hacer realidad un nuevo mundo, más libre y más justo, más real. “El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: “Está aquí o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros.” (Lc 17, 20b-21)”
 
La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37) mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar al Maestro hasta la cruz.
            La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras no vale nada, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
             Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años, o acaso solo un instante de gracia. ¿Cómo no iba a recibir gracia el testigo más cercano de la Salvación?
 
Y Gestas, el mal ladrón, la oveja aparentemente perdida sin remedio, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón mientras su sangre se mezclaba a los pies de las tres cruces con la bendita sangre de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?
             “El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos” 1 Cor 15, 26.28.


                            
                       La Pasión según S. Mateo, J. S. Bach. Unción en Betania


DIMAS, MAESTRO DE ORACIÓN

 San Dimas, enséñanos a pedir. O, mejor, a no pedir, pues la madurez de la oración consiste en contemplar y ser contemplado, sin pedir nada ni esperar nada, pura confianza ante la plenitud de Lo Que Es.
            Pedimos tantas cosas concretas, ventajosas, buenas a los ojos de este mundo material y perecedero…
            Algunas veces nos sentimos “elevados”, y pedimos cosas más sutiles, más dignas, más loables. Bien claras las expresamos, con sus verbos y adjetivos.
            Si aprendiéramos de ti… Solo anhelabas que aquel crucificado, moribundo como tú, al que reconociste Rey antes que nadie, antes incluso que Pedro, piedra y llave, se acordara de ti. No suplicaste que te librara del suplicio y te liberara, ni siquiera que acelerara tu muerte, para dejar de sufrir. Tampoco esperabas, ejemplo de humildad, que te dejara entrar en Su reino. Tú, que Lo reconocías ya como Salvador, por la lucidez que el Espíritu Santo te infundió en aquella hora, no te sentías digno de ser salvado y pediste apenas un recuerdo. Y Jesucristo, el Rey, te lo dio todo sin que lo pidieras, y fuiste el primero.
 
El buen ladrón nos precede y nos indica el camino: reconocer que el crucificado es Rey y confiar en que se acuerde de nosotros, que tan poco nos hemos acordado de Él.
 
 
 
Detalle de Dimas, en el fresco Crucifixión y Santos, Fra Angélico
 

12 de octubre de 2013

Recordar es volver. Se salva el que vuelve.


Evangelio de Lucas 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.



            Jesús cura a un leproso, Icono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia


Uno puede frecuentar a los leprosos sin coger la lepra o a los apestados sin contagiarse, pero ¿se puede frecuentar a los mediocres y a los muertos sin morir?

                                                                                               Louis Cattiaux


            Dios mío, si Te he adorado por miedo al Infierno, quémame en su fuego. Si es por deseo del Paraíso, prohíbemelo. Pero si Te he adorado solo por Ti, entonces no me prohíbas ver Tu rostro.
Rabi’a al’Adawiyya

La curación de los leprosos tiene lugar mientras Jesús y los apóstoles van camino de Jerusalén; hacia su destino de cruz, sacrificio y salvación para todos. Entre Samaría y Galilea, territorio de nadie, territorio de todos, nuestro territorio, porque Jesucristo ya está en todo lugar y en todo tiempo.
Son diez leprosos, no uno como en Mateo (Mt 8, 1-4), en Marcos (Mc 1, 40-45), o también en otro pasaje de Lucas (Lc 5, 12-16), sino diez: la totalidad de lo caído, lo perdido, lo abocado a la corrupción y a la muerte, lo impuro, lo sucio, lo rechazado. Se paran a lo lejos y piden compasión a gritos. Los diez cumplen la ley, manteniéndose a distancia, y adoptan una actitud de petición, de súplica, de oración.
Id a presentaros a los sacerdotes, es lo que les encomienda Jesús, según estipula la ley para ser readmitidos en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley.
Mientras están en camino, cumpliendo la ley, su fe y la palabra de Jesús los sana, los limpia corporalmente. Pero solo uno siente un profundo agradecimiento y necesita expresarlo. Precisamente el no judío, el rechazado, el aparentemente infiel, es modelo de fidelidad y gratitud. Como Naamán el Sirio, de la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.

Los diez supieron realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llega el samaritano. E intuyo que una vez salvado por Jesús en cuerpo, alma y espíritu, será capaz de llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Por eso, no solo quedó limpio, sanado en el cuerpo, sino también elevado (levántate), libre (vete) y salvado por su fe verdadera, cualitativamente muy superior a la fe interesada de los nueve judíos que no volvieron. 
Estos son soberbios y desagradecidos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo. Creen que por cumplir la ley ya son dignos de ser curados. No entienden de gratuidad ni de misericordia. Cuántos viven con esta actitud hoy en el seno de la Iglesia…, y cuántas veces también nosotros nos comportamos así…
Los nueve se rigen por la ley, fría e implacable. El décimo se deja enamorar por la Palabra que sana y salva, que se compadece y se da por completo, sin condiciones, porque, como dice San Pablo en la segunda lectura (2 Tim 2, 8-13), la palabra de Dios no está encadenada.
            Ni siquiera sabemos si luego fue hasta los sacerdotes, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo esencial es que se volvió a medio camino, porque lo importante era el reencuentro con el Salvador.

                                      Los diez leprosos, Autor desconocido


Hace años conocí a un “impecable” católico, cumplidor como pocos y fiel a los ritos, las indulgencias, las coronillas y las novenas, que me dejó tristemente sorprendida cuando me dijo, con total convicción: “yo soy católico y discípulo de la Iglesia, antes que cristiano y discípulo de Cristo”. Y no es una excepción, aunque no todos los que viven como él su religión sean capaces conscientes de ese tremendo error de base, de esta inversión diabólica. He ahí el colmo de la alienación a la que puede llevar una religión puramente externa, ritual, institucional.

Porque lo importante no es ser curado en lo físico, recibir bienes en el mundo y luego cumplir los rituales externos con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es esa relación íntima con Jesucristo, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y de transformarlo todo.  Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes.
El mismo Jesús les ha pedido que vayan a dar testimonio a los sacerdotes. En teoría, los nueve están cumpliendo su deber, están haciendo lo que "tienen que" hacer, impecablemente. Pero es que el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de "las cosas como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25).
La Ley del amor siempre es desbordante, no calcula ni mide, no negocia, y te conecta con lo que está más allá de la figura, del símbolo. Te lleva a lo real, te sitúa en el mismo nivel del Amado, digno al fin de Él, y te confiere su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.

El samaritano no tiene que cumplir con la ley de los judíos. Al sentirse libre de los “corsés” externos, puede brotar en él la gratitud y la necesidad de cumplir la Ley verdadera, la que completa y perfecciona la ley. Él no tiene el corazón cerrado por la mecanicidad del cumplimiento, tantas veces pura inercia.

Lo esencial es volver siempre hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora hacia nosotros es incesante, y así han de ser nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito.
Volver es recordar y escoger la mejor parte, lo duradero, la Palabra de vida eterna, que no solo sana el cuerpo, sino que salva a todo el ser. Volver es vivir con alegría las renuncias a lo efímero, y con esa actitud dejar todo, el resto, la añadidura. Volver es hacerse discípulo y entregar la vida para ganar el alma. Volver es orar y ad-orar, en ese tercer nivel de oración al que pocos llegan, el de la Comunión, la fusión en Aquel que nos sana ahora, siempre ahora...

Es el reencuentro en la libertad. El primer encuentro del pasaje de hoy no era libre, estaba condicionado por la necesidad, era interesado. Por eso los nueve solo recuperan la salud del cuerpo, mientras que el samaritano, que ha sabido ir más allá del interés y ha entrado en la dinámica de la gratuidad recíproca que lleva a la unidad, es además sanado en su alma y su espíritu, salvado por su fe, libremente, creativamente expresada en agradecimiento y alabanza.
Bendita incorrección, bendito discernimiento el que le hace posponer la ley por la Ley del amor.

No basta tener fe para ser salvado, o no basta cualquier fe, pues los diez demostraron tenerla, pero solo uno tenía esa calidad de fe que abre el corazón y permite reconocer de dónde, de Quién procede la sanación. Los nueve, incapaces de reconocerlo, sanaron el cuerpo, lo que se quemará (1 Cor 3, 13-15), solo se curaron temporalmente, no para la eternidad.

El samaritano agradecido es, además, una metáfora de todos nosotros. Cuántas vidas pudriéndose pueden limpiarse y liberarse, solo por entrar en contacto con la Vida que es Cristo. Cuánta marca, mancha e impureza nos ha de ir limpiando aún, una vez entregados a Él. Pero también tenemos que vernos reflejados en los nueve desagradecidos, de fe superficial, porque a menudo seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola.

            Así es como hemos de leer los Evangelios y, en general, las Sagradas Escrituras. Buscándonos, reconociéndonos en todos y cada uno de los personajes, incluso en los más detestables. Solo así, integrando la propia sombra, terrible a veces, lograremos reconocernos en los personajes más dignos, valientes, generosos, y, un día, en la Persona de Jesucristo, vida nuestra.  

Antiguo y Nuevo Testamento, no son novela, discurso ni ensayo, son Palabra de Dios y, como Dios está más allá del tiempo, su Palabra también, y el que la lee debe situarse en una dimensión capaz de trascender el tiempo y el espacio. Es como ajustar una lente o un binóculo: a veces basta un pequeño gesto o movimiento, otras veces, hace falta un gran esfuerzo interior. Depende de la persona y de su estado, del nivel de ser que haya alcanzado y también del nivel de conciencia que tenga en ese momento, de la "frecuencia" en la que esté vibrando y con la que pueda sintonizar. Enfrentarse a la Palabra, ponerse en situación de leerla es ya todo un trabajo sobre uno mismo. Como dice San Ignacio de Antioquia: “Me acerco al Evangelio como a la carne de Cristo”.

Me acerco a la Fuente de toda energía e inspiración, me acerco al alimento, me acerco a cuanto de digno, real y duradero hay en el mundo y en mí. Porque sin Él todo estaría condenado, sería enfermedad, podredumbre, lepra, muerte en potencia. Solo con Él es posible vivir, sanos y libres, y vivir para siempre.



Salmo 97. Misa de Inauguración de la JMJ Río 2013.
 Boaventura Santos


                                             EL TRAJE DE FIESTA

Leyes sagradas y órdenes religiosas
son caminos para quienes buscan.
Pero el fruto de la verdad está,
y Tú lo sabes, más adentro, más adentro…

                                                                                                                                                  Yunus Emre 

No es fracaso o derrota,
es el extremo
de un lazo transparente que unirá
lo malo y lo bueno,
lo oscuro y lo claro,
lo tuyo y lo ajeno.

Generosa amnistía
o indulgencia plenaria verdadera,
puro don, pura gracia,
más allá de ventajas o de leyes,
de temor o deseo,
de exigencias neuróticas
y tibios cumplimientos.

Plenitud esencial
del alma agradecida y restaurada,
que ha dicho sí a la Vida
y ha aceptado ponerse
el vestido de fiesta, necesario
para el banquete eterno,
al que hemos sido,
todos, invitados.



Para hablar de las palabras de Jesús es preciso conservar sus palabras o su eco. Yo no tengo sus palabras ni su eco. Os pido que me perdonéis por empezar una historia que no puedo acabar. Pero el final aún no ha llegado a mis labios. Es todavía una canción de amor en el viento.

                                                                                               Khalil Gibran

5 de octubre de 2013

Fe: amor que cree. Vida viviente


Evangelio de Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú”? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.”


File:The Mulberry Tree by Vincent van Gogh.jpg
                                                La morera, Vincent van Gogh


Todas las virtudes pueden reducirse a la caridad o amor, porque la fe no es otra cosa que el amor que cree; y la esperanza, el amor que aguarda; y la paciencia, el amor que sufre; y la prudencia, el amor que reflexiona; y la justicia, el amor que da a cada uno lo que es suyo; y la fortaleza, el amor generoso y valiente que vence.

                                                                                              San Agustín


Nuestros conceptos crean ídolos, solo el “sobrecogimiento” presiente algo más de la realidad. 
                                                                                 San Gregorio Nacianceno


            Si tuvierais fe como un granito de mostaza… ¿Es que no la tenemos? Nosotros, que tan orgullosos estamos de nuestras creencias…
Ahí están dos de los obstáculos de la fe: el orgullo y las creencias. Una cosa es la fe, que hemos de encontrar a través del amor, como dice San Agustín, y nos dice la propia experiencia, y algo muy diferente, casi antagónico, las creencias.
Para amar y tener fe, amor que cree, hay que ser humilde, pues el orgulloso solo se ama a sí mismo. Por eso las creencias son propias de los soberbios, los que se bastan a sí mismos y confían en sus criterios, los ricos de espíritu, las “almas hinchadas” de las que habla la primera lectura (Hab 1, 2-3; 2, 2-4).

            La fe es un tesoro que no todos han encontrado o recibido, porque es un don; las creencias, en cambio, son puro lastre. Más vale perderlas para que, en el corazón libre y disponible, pueda echar raíces esa fe que es el fermento del reino de los cielos en la tierra. Los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, porque ellos ya saben que la fe es un don.

La disponibilidad, el corazón abierto, el “vaso” vacío, preparado para recibir, nos hace merecedores de tal don. La “visión”, de la que también habla la segunda lectura (2 Tim 1,6-8.13-14), que abre, ablanda el corazón y lo dispone para amar y creer, se nos da en su momento; Dios sabe cuándo a cada uno; a veces hay que esperar mucho, otros, la reciben en seguida…

Somos siervos que hacen lo que tienen que hacer, sin exigir, solo dando, con paciencia y humildad. Si no reconocemos nuestra incapacidad, nuestra impotencia, no podemos adherirnos a Dios para, con Su poder, ser capaces de todo. Porque sin Él no somos nada ni podemos nada, mientras que con Él lo somos todo y podemos todo.

Dice San Juan de la Cruz: “Para que dos se unan, tiene que haber semejanza entre ellos y por eso, por ser Dios simple y puro, el alma tiene que volverse también simple y pura y no atada a ningún conocimiento particular.”                                     
Simpleza y pureza como las de Dios, para unirnos de tal modo que sea Él quien actúe en nosotros (Is 26, 12). La fe verdadera que trasciende las creencias pide ese salto valiente y confiado que nos sitúa en un nivel de consciencia superior. Nos desapropiamos, soltamos, saltamos al vacío por amor, y entonces llega la visión, y sabemos que Él es Dios (Salmo 46, 11) y vemos, reconocemos Su presencia en nosotros. Ya no hacen falta creencias, “cajoncitos” mentales, seguridades vanas, porque amando, viendo, creyendo, somos capaces de todo, pues es Cristo que vive y actúa en nosotros (Gál 2, 20).

Libres de conceptos, renacidos en el Silencio, podemos encontrarle y, cuando nos unimos a Él, comprendemos que el reino es perfecto, infinito e ilimitado y en Él todo es posible.
Se puede vivir ya en esa conciencia de armonía y plenitud, haciendo realidad el cielo en la tierra. Cuando vivimos, pensamos, sentimos y obramos así, podemos mover montañas o hacer que una morera nos obedezca. Aunque entonces no necesitaremos ni nos preocupará mover montañas o la obediencia de nada ni de nadie, porque habremos encontrado el manantial inagotable de donde fluyen la Vida y la libertad. ¿Quién necesita signos, símbolos o milagros cuando se ha unido con la Sustancia, la Esencia, lo Real? 

La separación es impotencia, debilidad, dispersión, disolución, mientras que la verdadera unión con Dios, abrirle el corazón para que habite en Él y permanezca, es fuente de poder, unidad, integración, armonía y plenitud. Esta es la fe del que ha alcanzado un nivel de entrega que le permite la intuición directa de lo Real. La mente y sus conceptos limitadores son superados, porque ya no se trata de pensar, sino de sentir, creer con el corazón, que es más que creer, es saber.
Y comprendemos cómo hemos de vivir: en armonía con el Espíritu, sin tensión ni agotamiento, en unidad con la Perfecta Sustancia o Fuente Creadora de la que ha surgido todo.

Si vivimos unidos a Dios, trascendemos los límites y realizamos la armonía, la verdad, las potencias que él depositó en nosotros y tanto hemos despreciado.
Allí donde ya somos reales y plenos, en Cristo, es donde hemos de encontrar la fuerza capaz de mover montañas, pero, a ese no-lugar infinito, solo se accede por el camino estrecho, por el ojo de aguja del desapego y la humildad. Para ser grandes, hemos de ser pequeños, para ser primeros y poder mirar el rostro de Dios, hemos de ser últimos, para ser herederos del Reino hemos de ser siervos que hacen lo que han de hacer.

La fe es la condición necesaria en todos los milagros de Jesús. A la única que no le pide una demostración de fe, es a la viuda de Naím; la misericordia de Jesús ante el dolor más desgarrado pasa por alto esa ausencia de “prueba”.
A muchos les incomoda pensar que Jesús hiciera realmente milagros. Son personas centradas en lo puramente intelectual, que solo creen lo que ven. Ni siquiera los descubrimientos de la física cuántica y saber que lo que vemos es un cuatro por ciento (o menos) de lo real, acaso menos, les hace apearse de ese razonamiento limitado y limitador.

Pero podemos acceder a niveles superiores de nosotros mismos, porque en nuestro interior está el cielo y la tierra. Desde esos niveles, la oración persistente realizada desde la más sincera humildad da resultado.

Quién reza en nosotros, cómo reza, desde dónde reza…, esas son las claves. La oración sincera, desnuda y humilde puede entrar en contacto con ese nivel superior de uno mismo que es capaz de conectar con Dios. Es ahí donde los últimos son primeros. Solo sintiendo el propio desvalimiento, la propia pequeñez, nos elevamos lo suficiente como para que Dios nos escuche. Mientras quede en nosotros una pequeña parte, por mínima que sea, de soberbia, de creer que podemos ser capaces de algo por nuestras propias fuerzas, la oración será tan inútil como la del fariseo que minusvaloraba al humilde y sincero publicano. Todo lo que es vanidad y presunción seca la fuente de los bienes que podemos conseguir con la oración

El pasaje de hoy tiene lugar después de ese otro en el que se nos cuenta el fracaso de los apóstoles al tratar de sanar al niño lunático (Lc 9, 38-43). No lo consiguieron por su falta fe, en cantidad y, sobre todo, en calidad. Porque la verdadera y profunda fe proviene de haber nacido de lo alto, ese segundo nacimiento que permite ver el reino de los cielos, con todas sus potencialidades, dentro de uno mismo.
Justo antes de la liberación del niño, había tenido lugar el episodio del Tabor. Han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y les transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible.

Porque tener fe en Jesucristo es estar unido a Él. Crecer en fe consistiría entonces en mantenerse unido a Cristo y hacerlo todo en Su nombre. Pero, para hacer en Su nombre, no basta con pronunciarlo, es necesario sintonizar con Él, vibrar en Su misma “frecuencia”, alcanzar un nivel de ser que haga posible ese encuentro y esa unión en lo Real, no en lo conceptual. Hacia ahí nos dirigimos; y tenemos modelos fieles y eficaces: la Virgen María, San José, la cananea, el centurión…

Precisamente en el pasaje del centurión (Lc 7, 1-10) se muestran, para el que tiene oídos que oyen, todas estas claves: los niveles de seres humanos, los niveles en cada ser humano, la jerarquía que es transmutada e invertida por amor, la humildad, la confianza, el servicio.
            La palabra griega para designar “digno” significa “mismo nivel”. Se nos está hablando ya de esos niveles de comprensión y de servicio, de esa jerarquía dinámica y ordenada que existe dentro y fuera de nosotros. Es esa verticalidad conscientemente asumida la que nos hace conectar con los rangos superiores a los que humilde y voluntariamente nos sometemos, hasta llegar al mismo Jesucristo, que nos invitará al banquete donde lo imposible se hace posible y nos dirá: “Amigo, ven, sube más arriba”.
El centurión es consciente de no estar al nivel de Jesús y ese reconocimiento le une a Cristo y hace posible el milagro. Y Jesús lo señala como ejemplo inigualable de fe, porque el ser humano tiene que lograr, en primer lugar, someter las partes inferiores que hay en sí mismo, para después, integrado, dueño de sí, poder darse y someterse a una autoridad superior. Ese trabajo ya lo ha realizado el centurión y los que son como él.
Los milagros no buscan despertar la fe de los apóstoles. Jesús rehuía todo triunfalismo y la mejor prueba de ello fue su muerte en cruz, la más deshonrosa de la época.

Porque hay dos tipos o niveles de fe. El primero es lo que comúnmente se suele entender por fe, que no supera el nivel del entendimiento. La mente es capaz de concebir la existencia de Dios, de integrar esa creencia en la vida cotidiana, disertar sobre ella compartirla… Es a este nivel inferior de fe al que pueden llevar los signos y los milagros.
Y luego está otro nivel superior de fe, la profunda, la que Jesús quiere despertar en nosotros. Y esta no necesita evidencias sensibles, porque se instala en el nivel espiritual, donde somos capaces de intuir verdades superiores y experimentar sentimientos genuinos, más allá de lo puramente emocional.
Ahí se siente la presencia de Dios en el corazón, y la unión se hace efectiva. Ya no es la mente, el intelecto, el que cree, ni falta que hace, porque el conocimiento se hace existencial, viviente, sin los filtros de las creencias y los conceptos. Jesucristo viene al corazón, hace morada en él y todo se hace secundario ante el inmenso tesoro de vivir unido a Cristo (1 Jn 1, 3; 1 Cor 6, 17).

 No es algo estático sino un proceso dinámico, una relación continua que nos hace ir progresando, creciendo en fe, esto es, en amor, en unión e intimidad con Aquel que hace posible todo, y que ha abrazado al pobre siervo que somos, con un amor tan grande que lo ha transformado en Sí mismo.

Esa es la verdadera fe que mueve montañas vivir en comunión con Él. Ruysbroeck llamaba esta experiencia la “vida viviente”. Ninguna catequesis, ningún doctorado en teología, ninguna brillante carrera eclesial puede otorgar esta experiencia. Solo pueden ayudarnos: el amor que nace de un corazón que se ha vaciado de sí mismo, la pureza y la humildad de la renuncia consciente a la propia persona (persona, del griego, significa máscara), el  abandono verdadero y gozoso a esa Presencia que es la fuente de la que renacemos, capaces y libres, transformados.

Si la fe verdadera nace del verdadero amor, creciendo en amor, nuestra fe será aumentada sin límite. Libres del ego, que no puede creer porque no puede amar ni conocer, podemos ser llenados de Verdad y Vida, para que todo nos vaya siendo revelado.  
Porque fe, pistis, significa otro nivel, otra profundidad de pensamiento. Crecer en fe es pasar de una comprensión literal a otra más profunda y trascendente, que supera los límites del intelecto y permite conectar con lo no manifestado, la fuente que nos vivifica (Heb 11, 3).

Es la entrega a Cristo lo que nos permite unirnos a Él y que sea Él quien piense, sienta, haga en nosotros. Y cuando es Cristo quien vive en mí, soy capaz de hacer las obras que Él hizo e incluso mayores (Jn 14, 12). Pero lo importante no son las obras, los milagros, los imposibles realizados, sino la comunión con Aquel que nos guía hacia el Padre.





¡Oh tú que tanta información posees!
¡Tú que eres capaz de explicar tantos misterios!
¡Tú que has revelado tantos secretos!
¡Calla y escucha!
El silencio te pondrá a salvo de muchísimos errores.
Se te ha creado para un fin, ¿acaso no lo entiendes?
¡Despierta!, pues corres el riesgo de pastar entre los corderos.

                              Aforismo sufí


Toma el trigo, no la medida que lo contiene.
Bebe el vino, no la copa que lo esconde.
Imprégnate de la Sabiduría, no de las palabras que la envuelven.
¿Cuándo dejarás de adorar al recipiente?
¿Cuándo comenzarás a buscar el agua?
                                                                                                Aforismo sufí