26 de enero de 2013

"Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír."


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Evangelio de Lucas 1, 1-4; 4, 14-21
 
Excelentísimo Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
 
 
 
El hombre debe entrar en el Cristo con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y la Redención para reencontrarse a sí mismo.
                                                                                               Juan Pablo II
 
 
La alegría es el tiempo presente, poniendo todo el acento en lo del tiempo presente. Por esta razón es Dios dichoso. El que eternamente dice: hoy; el que eternamente e infinitamente se es actual a sí mismo en ese ser al día.
                                                                                              Soren Kierkegaard
           
 
Pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande que ha pasado por la Humanidad.”
                        Oh Renán, escucha: No ha pasado.
                                                                                   Leonardo Castellani
 
 
 
Cuando tiene lugar esta escena que nos relata Lucas, ya habría corrido la voz de lo sucedido en Caná. Muchos abrazaban la idea de que Jesús fuera el Mesías. Por eso en la sinagoga de Nazaret, el pueblo donde se crió y donde casi todos le conocen, permanecen atentos, expectantes, en actitud de escucha. La atención consciente es antídoto contra la división y la ignorancia, y es puerta a la comprensión y la unidad. Algunos de los que hoy atienden a las palabras del carpintero, del hijo de María y José, entrarán por ella.
 
Qué sacudida en los corazones debió suponer la voz y la enseñanza de Jesús en aquellos días. Terry Eagleton, teólogo y marxista (¿por qué no?), dice que Jesús era menos revolucionario que los marxistas, en el sentido de que no quería hacer una revolución en lo temporal y material, pero mucho más revolucionario en lo esencial, pues lo que quería era nada menos que instaurar el reino de los cielos en la tierra, cambiando radicalmente las conciencias y los valores de un mundo abocado a su auto destrucción.
            Jesús viene a hacerlo todo nuevo. En principio, subvierte la relación del hombre con Dios, mostrándonos la posibilidad de una relación directa, sin intermediarios con un Dios que ya no es un lejano juez implacable, sino un cercano Padre amoroso.
 
            El Antiguo Testamento adquiere su plenitud de sentido y significado en el Nuevo Testamento. La vida de Jesús se adapta perfectamente a lo que los profetas vaticinaron muchos siglos antes. ¿Cómo iba a ser de otro modo, si Él es el Verbo encarnado? Ya lo dice San Agustín: La ley estaba preñada de Cristo. En Jesús se cumplen las antiguas profecías. “Mesías” y “Cristo” significan “Ungido”, el enviado para anunciar la buena nueva, para liberar, sanar y dar esperanza.
 
El comentario de Jesús a la profecía de Isaías es tan breve como contundente: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Movido por el Espíritu, Jesús se muestra como lo que es: luz, gracia, mano tendida, liberación, perdón, sanación, alegría… Pero, lo más impactante es que cambia el propio concepto de mesianismo, por la afirmación de su filiación divina (Jn 10, 22), y lo extiende, lo reparte, haciéndonos compartir, fraternalmente, su misión salvadora y liberadora (Mt 28, 19-20; Mc 16, 20, Jn 14, 23).
El cristianismo es el no-dualismo por excelencia. Somos en Cristo, miembros de Su Cuerpo místico, porque Él es el Verbo, el verdadero Sí mismo libre de ego y hacia Sí nos eleva. La verdad es una persona, Jesucristo, como dicen San Ambrosio y San Agustín. Y la justicia, la bondad, la belleza, la paz, también son Jesucristo. ¿Se opone esta realidad maravillosa y revolucionaria a la plenitud integradora que experimentamos a través del trabajo interior de atención, observación, conciencia del aquí y ahora, superando la mente que juzga y separa, que quiere enloquecernos con pensamientos falsos? Claro que no; Cristo es el verdadero no-dualista y nos quiere con Él y en Él. La locura de la separación necesitaba este Salvador, que es uno de nosotros y uno con nosotros, llamados también, por tanto, a ser salvadores y libertadores.
 
Todo encaja en Cristo; no hay que escoger entre ese no-dualismo que nos libera y nos permite vivir en plenitud y un cristianismo aparentemente dualista para algunos, por nuestra condición de criaturas que se dirigen a Lo Otro. Cristo es la buena nueva que instaura definitivamente la Unidad por el Amor. Tenemos que hacer lo que Él hace y amar como Él ama, ese es el centro de su enseñanza. Pero solo somos capaces de amar así si estamos unidos a Él, en Él, si somos capaces de mirarnos y vernos en Lo Otro, hasta que solo hay Uno. El amor de Cristo, el mandamiento nuevo, solo se puede entender desde el no-dualismo. Porque Él quiere que hagamos de su obra y su palabra vida en nosotros, para que seamos uno en Él. Sí, hemos de mirarnos en Él hasta ser Él, porque Él lo quiere, nos transmite su Obra, lo que nunca pudiera haber conseguido nadie sino el Verbo, el Hijo de Dios, Dios y Hombre verdadero.
 
El año de gracia o jubileo consistía en la condonación de todas las deudas. Eso es lo que hace Jesús con nosotros. Nos regala un jubileo continuo, que nos libera de deudas y también de miedo, culpa, tristeza y soledad. Salvador, libertador, esa misión que lleva en su nombre y hace extensiva a cuantos le siguen, se lleva a cabo en dos dimensiones, en seguida comprensibles para el que tiene ojos que ven y oídos que oyen: una, material, y otra, sutil; una, exterior, visible, y otra, interior a cada uno.
Por eso, no solo se refiere a los pobres por falta de recursos materiales, sino también a los benditos pobres de espíritu que no albergan soberbia en el corazón. Libera a los cautivos de otros hombres y a los que lo son de sus propias tendencias y pasiones. Devuelve la vista a los ciegos físicos y a aquellos otros cuya ceguera les impide vislumbrar lo real. Defiende y salva a los oprimidos por los hombres y a los oprimidos por sí mismos, por sus propias ambiciones, sus hábitos, sus falsas creencias, su locura…
Soberbios, cautivos de pasiones, ciegos o dormidos, oprimidos por la ira, el orgullo, el hedonismo… Él viene a salvarnos de la totalidad del pecado, de todo lo que nos impide acertar y llegar a la meta para la que hemos nacido. Porque la palabra pecado, del latín peccatum, significa tropiezo, fallo; y del arameo khata, o del hebreo jattá'th, significa errar el blanco, no alcanzar la meta, fallar en el objetivo.
 
  Él viene a entrenar nuestra "puntería" hoy, día en que se cumple la Escritura. Vino y vendrá, pero también viene hoy; su mensaje resuena vivo y actual para cada uno de nosotros. Jesucristo es eternidad; por eso, si tienes una experiencia de Dios a través de Jesucristo, tienes una experiencia de eternidad. Aprender a vivir ya en esa dimensión atemporal, en la que somos, es conectar con nuestro Ser auténtico, eterno y libre. Hoy es la plenitud del presente vivido con consciencia. Porque el hoy que Lucas pone en boca de Jesucristo nos remite a esa "tempiternidad" que explica Raimon Panikkar, experiencia intensa del instante, que nos trasforma y dignifica, porque nos permite vivir conectados con la fuente de la que venimos y hacia la que vamos. 
Hoy se cumple esta Escritura para nosotros, que somos en Jesucristo. Porque Él no solo es el rostro visible de Dios, sino también el presente de Dios, su continua actualización para quienes hemos sido enviados para anunciar el Evangelio a los pobres, la libertad a los cautivos, devolver la vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor.
 
 

20 de enero de 2013

Piedra, agua y vino. Un itinerario hacia el banquete de bodas eterno. Las Bodas de Caná II



Icono Bodas de Caná
        
                                           Las Bodas de Caná, Igor Stoyanov



Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó;
la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará Dios contigo.
 
                                                                                                    Isaías 62, 5
 
 
En Caná, la Madre cede de algún modo el testigo al Padre. Hasta ahora, su misión fue cuidar de Jesús, educarle, enseñarle..., pero ha llegado el momento de que el Hijo amado, el predilecto, dé testimonio de Sí mismo, y proclame la buena nueva, la semilla del Reino para todos.
Si en Getsemaní estará triste hasta la muerte (Mt 26, 38), en Caná se muestra por un momento triste, serio, con la amargura del que empieza a vislumbrar la magnitud dramática de su misión. De ahí la respuesta inicial que, según San Máximo de Turín, y como vimos ayer, no expresa enfado ni frialdad, sino que contiene un "misterio de compasión". 

            María, que ha comprendido el mensaje de Jesús, y sabe que una sola cosa es necesaria (Lc 10, 42), experimenta un cambio interior, deja de referirse al vino que se ha terminado y se dirige a los sirvientes, es decir, a nosotros (los evangelios siempre están hablando de y para nosotros), con ese imperativo que es toda una catequesis: “Haced lo que él os diga”. Dice “él” en lugar de “mi hijo”, como si quisiera hacernos percibir ese segundo alumbramiento de Jesús que acaba de producirse.
Es entonces cuando Jesús actúa y ordena, en los dos sentidos de las dos palabras actuar y ordenar.
Actúa de acción (es evidente), y de actuación, pues la vida de Cristo es un maravilloso, irrepetible y sagrado drama, que ejemplifica lo que ha de ser nuestra vida.
Ordena de mandar (también es evidente en su imperativo “llenad”) y de poner en orden, pues nadie como Él pone orden en el caos que nos rodea y que nos llena.

            En el relato se nos presenta una carencia que tiene que ver con lo material, con las razones y condicionamientos del mundo. Falta lo necesario para algo cotidiano, el vino, como elemento de alegría y agasajo a los invitados. No queda vino, un gran apuro en una boda de esa época, una de las escasas ocasiones en las que la abundancia era primordial. ¿Eran realmente necesarios 600 litros de vino cuando la celebración está acabando? ¿Cuál es la verdadera necesidad que hemos de leer entre líneas?
            El Señor interviene en cada carencia, cada apuro, cada fracaso, cada dificultad, haciéndonos ver que estamos en el mundo pero no somos del mundo, que si seguimos el imperativo de María, que nos fue dada como madre al pie de la cruz, y hacemos lo que Él nos dice, realizaremos el Reino aquí, ya. Entonces, escalamos de golpe muchos de los niveles que nos separan de nuestro ser verdadero, y que en este episodio de Caná se sintetizan didácticamente en tres, proyectando luz sobre las bases del camino espiritual. Niveles o etapas no excluyentes, sino que se van integrando verticalmente, sobre los buenos y necesarios cimientos de la piedra. Rechazar un nivel sería caer de nuevo en el dualismo, en la separación, y construir castillos en el aire.

Piedra. Base, estructura, cimiento firme y necesario.  Interpretaciones literales. Antiguo Testamento. Las Tablas de la Ley. Lo más exterior de las religiones, ritos, fórmulas. Las tinajas son 6, el número de la preparación. El peligro sería no ver más allá, quedarse a ras de suelo, seguir ligados al mundo, creyendo a veces que somos muy espirituales, mientras nos mantenemos sujetos a leyes, normas y reglamentos, sin profundizar ni avanzar, la mano en el arado y la mirada hacia atrás (Lc 9, 62).

Agua. El anhelo de conectar con nuestra verdadera esencia hace que soltemos los condicionamientos y la rigidez de ciertas reglas y fórmulas, para asomarnos a una religiosidad más profunda y coherente, con más contenido y más compromiso interior. Se descubre el sentido del verdadero seguimiento. Nos convertimos en discípulos, fieles, con todo lo que ello implica.

Vino. La relación con Dios y con nuestra esencia inmortal va haciéndose más real, trascendiendo ritos, formas e intermediarios, viendo en ellos un instrumento útil, imprescindible para muchos, pero sin confundirlos con el fin. Hemos comprendido el sentido de la verdadera oración (Mt 6, 5-8)  y lo que significa adorar en espíritu y en verdad (Juan 4, 23-24). Podemos interiorizar esa unión y vivir conforme al mandamiento nuevo, el Mandamiento del Amor.

            Alcanzar el nivel del vino, de la vida, la alegría y el amor, supone tener la semilla enraizada y haber conectado con ese nivel de nosotros mismos donde sabemos que somos eternos. 

 María nos dice continuamente: “Haced lo que él os diga”. Y Jesús no deja de decirnos: “Llenad las tinajas de agua”. No se refiere a cualquier tinaja, sino a las enormes vasijas de piedra reservadas para el agua de las purificaciones. Quiere que llenemos esos recipientes vacíos con agua, símbolo de fecundidad y generosidad, de sed apagada. El agua es la pureza, la inocencia, la confianza, la capacidad de asombro, la creatividad del que suelta prejuicios, condicionamientos, creencias… Suelta todo, da el salto que la auténtica fe permite dar, confía y se encuentra con su realidad esencial, la que es capaz de probar y saborear el vino nuevo.
Esa confianza puesta en Jesús hará que el agua que vertemos en las tinajas de la religión establecida se transforme en vino, en lo que realmente necesitamos, mucho más allá de cualquier necesidad material o anecdótica. Vino nuevo de la buena nueva, de la alegría incondicionada que nos embriaga en el banquete eterno que, para quien pueda entender  (Mt 19, 12), ya ha comenzado.

Se puede intentar en vano llegar al vino con esfuerzo y un largo trabajo interior, como sostienen algunas tradiciones espirituales, o se puede llegar por la gracia, creyendo en Jesucristo, aceptándolo, confiando en Él, dejando que sea Él quien haga el milagro.
Solo tenemos que hacer lo que Él nos dice: llenar las tinajas de agua, superar la etapa de la piedra, de la pura exterioridad del rito y el formalismo, llenando todo con el agua pura de la fe verdadera, la que no tiene que ver con creencias institucionalizadas ni con rígidos esquemas mentales, sino con la valentía y la libertad que nacen de un corazón despierto. Entonces probaremos y beberemos el vino de la alegría, porque Él, que es el esposo y es el vino nuevo, ha venido para que tengamos vida y la tengamos abundante (Jn 10, 10).

 

19 de enero de 2013

"Haced lo que él os diga". Las Bodas de Caná I



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                                               Las Bodas de Caná, Giotto


Evangelio de Juan 2, 1-12
 
A los tres días, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dice: “No les queda vino”. Jesús le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora”. Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él diga”. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora, y llevadlo al mayordomo”. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, porque habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días. 
  

Este episodio es el primer signo de los siete que aparecen en el evangelio de San Juan. Y es la tercera de las tres manifestaciones de Jesús como Mesías que señala la liturgia. Manifestación que tendrá su plenitud en otra “hora”, la de su muerte y resurrección. Allí es donde entenderemos la brusquedad aparente de las palabras que Jesús dirige a su madre en Caná.    
Para los que lo lean con atención y estén un poco habituados al simbolismo, está claro que lo que aquí se nos relata tiene una significación mucho más profunda y de mayor alcance que la literal. Sucedió en los parámetros histórico-temporales, pero Jesucristo es Señor del Tiempo y maneja otras dimensiones, que los evangelistas captaron y se van haciendo evidentes según se alcanzan los niveles de ser y de comprensión necesarios.
Porque lo literal y lo simbólico siempre van de la mano en las Sagradas Escrituras. En el evangelio de Juan es aún más clara que en los sinópticos la voluntad y el estilo metafórico, ese recurrir a los símbolos para hablar de realidades espirituales.

            Quienes a lo largo de los siglos han estudiado este primer signo del cuarto evangelio coinciden en que tuvo un sentido más profundo que esa literalidad aparentemente ingenua. Dice San Agustín que fue “no solo un hecho real y extraordinario, sino también el símbolo de una operación más elevada.”
La boda es alusión clara a un acontecimiento que señala un cambio de vida para los contrayentes, que, por otro lado, solo indirectamente aparecen como personajes del relato. El signo o milagro (que tiene lugar al tercer día, 3, número de la totalidad) es imagen del cambio que Jesús pide a las almas, y que supone morir a uno mismo para poder nacer de nuevo. Ese segundo nacimiento pasa siempre por el descubrimiento del verdadero amor, superando la ceguera del ego. Es el amor el que permite alumbrar a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y libres. Porque la boda entre hombre y mujer es en este episodio (y siempre) representación de las nupcias interiores a las que estamos llamados, de la unión entre lo humano y lo divino, lo material y lo espiritual.

            Cuando María dice “no tienen vino”, se está refiriendo a una carencia y una necesidad mucho más grave que la del vino: la de vida en plenitud. Podemos decir que se refería a la sangre, como símbolo de ese latido esencial que debía faltar en aquella celebración. Es ella también la que nos dice “haced lo que él os diga”, para que tengamos vino, sangre, alegría, plenitud. Y es que nuestra existencia es una celebración de bodas constante. Una y otra vez estamos llamados a transformar nuestra vida de agua en vida de vino nuevo, del mejor vino; sangre nueva, buen latido que nos haga ser conscientes de existir.

            Interpretaciones sobre este pasaje hay muchas, tantas como personalidades, sensibilidades y grados de comprensión en los que se interesan por la exégesis. Hay quienes, tratando de asimilar este lenguaje alegórico, sostienen, como Maurice Nicoll, que María simboliza un nivel inferior y que Jesús se desliga de ella para avanzar y elevarse. Creo que conformarse con esa interpretación, sin ir más allá, sería quedarse en el dualismo de lo meramente psicológico, cuando el cristianismo es una invitación clara a la unidad, por la verdad, la belleza y el amor.
 
En este sentido, una clave esencial es el diálogo entre madre e hijo. Es cierto que Jesús se separa simbólicamente de su madre, al hacerse “adulto” y emprender su misión, iniciando su vida pública. Pero es María quien está dando a su hijo la señal de que el momento ha llegado. No le dice qué ha de hacer, solo toma la iniciativa para comunicar lo evidente: no tienen vino. Las palabras de Jesús son de rechazo solo en apariencia. Simbolizan la amargura inevitable de esa separación. Están anticipando, además, la hora de la Pasión cuando la frialdad aparente del “mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26) es pantalla del amor más grande, generoso e incondicionado que se pueda imaginar, pues hace posible ese otro alumbramiento, increíble y misterioso, en que somos nosotros los alumbrados por María.
La “muerte”del hijo ligado a la madre que tiene lugar en Caná es preludio de la muerte en cruz del Hijo del Hombre, como el bautismo de agua del Jordán fue preludio del bautismo de sangre del Gólgota. En Caná, Jesús dice a la Madre: “Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4). En uno de los anuncios de la Pasión, presagiando la angustia de Getsemaní dirá: “Padre, líbrame de esta hora” (Jn 12, 27).
 
La hora…,bendita hora, aciaga hora, hora gloriosa, la hora… Jesucristo, Señor del Tiempo se encarnó, se insertó en la historia, se hizo uno de nosotros, limitándose a Sí mismo (kénosis, vaciamiento). Vivió cronológicamente como un hombre mortal para hacernos inmortales. Se adentró en el tiempo para hacerlo estallar y disolverlo con su triunfo sobre la muerte.

María es, como vemos, un personaje clave, activo, desencadenante del prodigio. No es designada por su nombre, sino a través de su función de “madre”. Cuatro veces en todo el relato, como cuatro, en asombrosa y significativa simetría, serán las veces que aparezca la palabra “madre”para mencionar a María en la Pasión, esa hora que aún no había llegado, como dice Jesús en este relato.
No hay distancia, indiferencia o frialdad en Jesús cuando llama a su madre “mujer”,tanto aquí como en la pasión. Creo que es una manera muy clara de subrayar esa simetría que acentúa el simbolismo.
Primero fue el vino nuevo. Y su madre estaba junto a él. Al final, después del bautismo de sangre, fue la vida nueva. Y su madre también estaba junto a él.
          Él hizo el vino nuevo y la vida nueva, porque hace todo nuevo, y nos hace del todo nuevos.

“Haced lo que él os diga”, dijo María aquella tarde de alegría y tristeza, de prodigio y presagio. Debió decirlo, quizá, con la voz firme y quebrada a la vez,  acaso vislumbrando todo lo que acontecería tres años después. “Haced lo que él os diga”, nos sigue diciendo la madre, nuestra madre, cada vez que respiramos.
 

12 de enero de 2013

Una cruz en el Jordán, preludio del Gólgota. Agua, Espíritu Santo y fuego.

The Baptism of Jesus (El bautismo de Jesús) by Carl Bloch
                                          El Bautismo de Jesús, Carl Bloch


Evangelio de Lucas 3, 15-16.21-22 

En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior sobre Juan, si no sería el Mesías. Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado. Y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco.”

 
            Acabamos de vivir la Navidad, fiesta de la confianza y la alegría. Hemos acunado al Niño en los brazos, junto al pecho, con ternura maternal (en la Eucaristía del día 1 tuve la gracia de vivir, más allá de lo sensible o explicable, esta experiencia reveladora que jamás olvidaré).
No hay nada que temer; toda nuestra vida está en Sus manos porque hemos permitido que Él nazca en nosotros. Desnuda de afanes mundanos, ambiciones, miedo, egoismo, vanidad, el alma se ha convertido en seno acogedor para que el Hijo de Dios encuentre su morada.
            Y lo más maravilloso de este Misterio de Amor, es que Él quiere nacer en cada uno y quedarse para siempre. Sí, Él quiere ser uno contigo, como lo es con el Padre, para acompañarte, guiarte, transformarte, ser tu fuerza si flaqueas, tu decisión si dudas, tu esperanza cuando amenaza el desaliento.
 
Qué amor increíble ha querido nacer en ti para elevarte y llenarte. Todos los esquemas saltan por los aires. De qué nos sirve una vida de ambición y esfuerzo por triunfar, lograr más, llegar a más, si todo un Dios ha vivido una existencia discreta y humilde, hacia dentro, con el Padre, sin alardes ni alharacas.
Él no era alguien famoso o distinguido antes de su vida pública. Pudo haber elegido serlo, pero no era necesario. Tenía demasiado nivel, por expresar de algún modo su infinita grandeza, para tener que demostrarlo, demasiada seguridad para necesitar afirmarse, demasiado poder para hacerlo evidente.
El que era la Vida vivió callado, el que era la Verdad no hizo alarde de ello, el que era el Camino pasó de puntillas, hasta que llegó la hora de predicar el Reino.
¿Qué pretendemos nosotros? ¿Precisamos realmente reconocimiento y apoyos externos? ¿Necesitamos que el mundo nos apruebe y aplauda? ¿O nos basta seguir caminando de la mano de Aquel que es puro Amor, que Lo Es todo?

           El domingo pasado celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Niño Jesús como Hijo de Dios ante los Magos de Oriente, símbolo de todos los pueblos de la tierra. La liturgia une, en un tríptico, esta manifestación de la filiación divina de Jesús a otras dos: Su Bautismo en el Jordán, que conmemoramos hoy, y las Bodas de Caná, que lo haremos el domingo que viene.

          Después de su humilde nacimiento y de una infancia y juventud discretas, silenciosas, cotidianas, Jesús recibe el bautismo de agua de manos de Juan, como cualquiera, uno más en el grupo. Cómo no agradecer y valorar esta lección de humildad, esencial en el cristianismo.
           Los milagros que vendrían después, signos, los llama Juan en su evangelio, no hicieron que Jesús se envaneciera lo más mínimo. Los realizaba porque eran necesarios para que los receptores y los testigos de esos signos –los de entonces y nosotros, pues la Buena Nueva es atemporal y universal– comprendiéramos y despertáramos a la verdad. Pero siempre lo hacía con discreción, sin darse bombo, pidiendo muchas veces que no lo dijeran.

            En el bautismo de Juan,  la inmersión en el agua simbolizaba un cambio de vida, después de una conversión sincera. El bautismo de Espíritu Santo y de fuego con que nos bautiza Cristo hace posible un verdadero renacimiento, una vida realmente nueva, que es ya participación de la vida divina.

           Hoy contemplamos a Jesús, el Cordero Inmaculado, recibiendo un bautismo de penitencia. Dicen los Padres de la Iglesia que, aunque no tenía pecado que purificar ni conversión que experimentar, se bautizó para dar vigor sacramental al rito. Algunos exégetas modernos creen que lo hizo para dar ejemplo. Lo cierto es que el bautismo del Señor en el Jordán es preludio del bautismo de sangre que recibe en el Calvario. El que, sin tener mancha ninguna, es bautizado con agua, como los pecadores, asumirá en la Cruz el pecado de toda la humanidad, presente, pasada y futura. Ambos bautismos los está realizando por nosotros, por nuestra salvación.

            En el Jordán, somos testigos de una teofanía fulgurante. Es el Padre el que revela la Misión atemporal de la que el Hijo se hace plenamente consciente en este momento crucial. Nunca mejor dicho, pues ya aparece la cruz, en la que intersecciona lo vertical con lo horizontal, la eternidad con la historia, lo espiritual con lo material, lo divino con lo humano. Comienza el drama sagrado, necesario para hacernos recuperar la semejanza que perdimos cuando la soberbia nos separó de Dios. Se inicia el bendito drama de la Salvación que acabará en otra cruz, la del Gólgota, y con un sepulcro vacío. Felix culpa, dijo San Agustín. “Feliz culpa que mereció tal Redentor”.

            Con el bautismo de Jesús en el Jordán no queda instituido el sacramento del Bautismo. Hacía falta que el Cordero de Dios, al que Juan reconoció en aquel hombre que venía a ser bautizado como los demás, fuera inmolado. Hacía falta un bautismo tremendo, de sangre, para que el ser humano –redimido por la sangre purísima del que cargó sobre Sí con todo el pecado y todo el sufrimiento del mundo– fuera digno de recibir el bautismo de fuego y de Espíritu que surge en Pentecostés. Porque el Espíritu Santo que baja en el Jordán como paloma, volverá a bajar para encender los corazones, cuando el Hijo amado haya muerto y resucitado por nosotros.

El Hijo es la imagen de la divinidad para nuestros ojos. Mirándole, vemos a Dios, escuchándole oímos Su Palabra, siguiéndole, acatamos la voluntad divina.
La vida en el mundo es un entrenamiento temporal para la verdadera vida, eterna e ilimitada. Es aquí donde hemos de vencer el egoísmo, trascendiendo el miedo, la ignorancia, la soberbia que divide y separa, para ir configurándonos con Cristo, que nos quiere a su lado, con El y en Él, no en un futuro remoto, sino ahora y por siempre. No olvidemos que el mensaje de la Navidad es que el Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios.
El Espíritu Santo y el fuego con que Cristo nos bautiza van transmutando en espíritu todo lo que es puramente material, en luz las sombras, en paz los conflictos, en gozo el sufrimiento.

A veces hemos pretendido adulterar y rebajar la verdadera religión, cuya esencia es el intercambio, la comunicación y la unión del Espíritu de Dios con el espíritu del hombre, reduciéndola a fórmulas y ritos, a menudo vacíos por la superficialidad con que se viven. Esto ha separado a muchos de la Verdad y la Vida que se nos han manifestado en Jesucristo. Los que no han caído en las redes de una falsa religión externa, sin contenido, y siguen a Jesucristo en Espíritu y en Verdad, son vivificados por el Agua de Vida y el Fuego del Espíritu Santo que crea y regenera. Estos no han perdido el entusiasmo que confiere estar llenos de la presencia de Dios y actúan movidos por la inocencia y la libertad del Amor que nació en Belén, se manifestó ante los Magos, y se volvió a manifestar en el Jordán, cuando la Paloma bajó hacia Él y la Voz del Padre reveló su filiación divina.

1 de enero de 2013

Bendición. Todo irá bien.



   Bendecid, que para esto hemos sido llamados, para ser herederos de la bendición.
                                                      1 Pe 3,9

            Dice Henry Nouwen que dar una bendición crea aquello que pronuncia. La bendición tiene que ver con la afirmación de la bondad original del otro. Tal vez por eso me gusta tanto y me mueve por dentro la Bendición del Libro de los Números, que la liturgia propone para recibir el nuevo año:

El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor.
El Señor se fije en ti y te conceda la paz.
 

                                 Números 6, 24-26


            Entremos en 2013 con alegría y confianza, saliendo definitivamente del sueño que nos impide reconocer nuestra bondad esencial. Acojamos con gratitud y buen ánimo la bendición que el Señor nos ofrece sin cesar, conscientes de que Él, fiel a su promesa, está con nosotros siempre (Mt 28, 20), en cada acontecimiento, cada encuentro, cada ausencia, cada palabra, cada silencio, cada alegría y cada tristeza, porque nada ni nadie nos puede separar de Su amor (Rom 8, 38-39).
            Teniéndole a Él de nuestra parte, nada logrará abatirnos ni robarnos la paz. Entonces, como decía la optimista y audaz Juliana de Norwich, hace más de seiscientos años, todo irá bien, y todo irá bien, y toda clase de cosas irán bien (all shall be well, and all shall be well, and all manner of things shall be well).
 
 
                                            
                             Presentación de Jesús en el Templo, Fra Angélico


          Tu nombre es un perfume derramado.
                                                                                      Cantar de los Cantares 1, 3

            La mejor, más efectiva y poderosa bendición que podemos dar y darnos tiene que ver con lo que hoy leemos en el Evangelio: y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción (Lc 2, 21).
 Si dudamos de que todo irá bien, podemos recordar las palabras de San Bernardo y pronunciar, compartir, pensar y sentir este Nombre nuevo y antiguo, Nombre eterno, que no separa ni divide como el resto de los nombres, sino que ilumina, transforma y da la Vida:
El nombre de Jesús no es sólo luz, también es alimento. ¿No te sientes reconfortado siempre que lo recuerdas? ¿Hay algo que sacie tanto el espíritu del que lo medita? ¿O que pueda reparar tanto las fuerzas perdidas, fortalecer las virtudes, fomentar el amor?
           Que el Nombre de Jesús nos bendiga cada día de nuestra vida y que seamos capaces de conservar la gracia y los dones recibidos, meditándolos en el corazón, como hacía María, Madre de Dios, misterio que hoy celebramos para iniciar el nuevo año a la luz misericordiosa de su mirada.