18 de mayo de 2013

Pentecostés: Amor invisible


Evangelio de Juan 14, 15-16, 23b-26

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros. El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.”





                                                                Veni Creator Spiritus
El Espíritu no tiene rostro ni voz, pero es la luz y el sonido de unos sentidos espirituales nuevos, que hacen ver y oír el misterio al hombre llegado a la plena madurez de Cristo. 
                                                                                              Simeón, el Nuevo Teólogo
Por el Espíritu Santo nos llega la espiritualización, la ascensión de los corazones y la deificación.
                                                                                                              San Basilio


           Para que el Espíritu Santo nos llene, hay que estar vacíos de todo lo que es ajeno a Su gracia, ese fuego gozoso y vivificante, que todo lo enciende e ilumina. Él es Quien nos vacía para después llenarnos. Nosotros solo tenemos que poner a Su disposición el recipiente que somos, esa vasija de barro destinada a portar el mayor de los tesoros (2 Cor 4, 7).

           Porque no se trata de hacer, sino dejarse hacer, permitir que se haga, que ese Amor invisible que nos habita sea, crezca en nosotros hasta rebosar. Ese Amor que no siempre podemos sentir, solo cuando callamos, nos detenemos, dejamos de prestar atención a lo ilusorio, lo perecedero, para centrarnos en lo Real, que solo captan los sentidos sutiles del alma, lo que no puede dejar de existir.

             Aliento que insufla vida, fuego de amor puro, torrentes de agua viva, voz interior que habla en el silencio y en la calma, guía constante del corazón despierto. El Espíritu Santo no es el gran desconocido, esa abstracción que se les ha resistido a los teólogos, en su afán por definir y clasificar con los conceptos limitados de la mente.

             Podemos vivir, de hecho vivimos ya, aunque aún no seamos plenamente conscientes de ello, un Pentecostés eterno, porque el Espíritu Santo es Dios mismo habitando en el corazón del hombre, en el centro de su propia esencia inmortal.
      Dios no está lejos, no está fuera para el alma que consiente y se abre a la gracia. No es necesario buscarle en templos de piedra o ladrillo, aunque acaso para algunos sea más fácil sentir Su presencia en el templo.
      Porque el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3, 8), y el templo definitivo es uno mismo, tú, yo, cada uno de nosotros, para adorar en espíritu y en verdad (Jn 4, 24). Esa es la maravilla, el inefable don que tanto cuesta reconocer: Dios nos habita.

           Como los apóstoles reunidos en el cenáculo perdieron el miedo al recibir el Espíritu, así nosotros nos hacemos valientes y decididos cuando somos conscientes de ese hálito de vida, ese fuego que renueva la faz de la tierra (Sal 104, 30).
           El Espíritu abre los corazones cerrados y los prepara para la Unidad a la que estamos llamados, que somos en el fondo. Él nos da la energía, la confianza y la sabiduría necesarias para salir de la prisión del egoísmo y reconocer en los otros la unicidad del Misterio de Amor que nos transforma.
          Es el fin de Babel, del no entendimiento, de la división, y el inicio de la sintonía que permite comprender, acoger e integrar.

         Siempre es Pentecostés, siempre estamos recibiendo la llama que enciende el corazón de amor puro, el aliento divino que renueva y transforma, que nos prepara para habitar un mundo nuevo, nuevo cielo, nueva tierra (Ap 21, 1), a nuestro alcance ya, cuando somos capaces de mirar con ojos que ven y escuchar con oídos que oyen, sin tiempo ni espacio, sin miedo ni muerte, sin separación.
 
Jesucristo es el amor visible del Padre. El Espíritu Santo es el amor invisible del Padre y del Hijo, entre ellos y hacia nosotros. Por eso sé que, cuando pido en la oración: “Señor, aviva en mi corazón el fuego de Tu amor”, estoy pidiendo ese Amor, uno y trino, que sostiene, mueve y restaura todo. Como decía Dante: “El amor mueve el sol y las estrellas”.
            La inhabitación divina, que es el centro de la vida espiritual, alimentada por el silencio y la oración, ha de manifestarse exteriormente y lo hace de forma natural cuando reconocemos y aceptamos la Presencia interior, hasta arraigarnos en esa Realidad viva, que nos crea y nos recrea sin cesar.


  
Llama de amor viva.
Poema de San Juan de la Cruz, cantado por Amancio Prada





DOS FUEGOS                                                                             
Dos fuegos hay en mí: uno se apaga
por cualquier golpe de viento;
el otro, invisible,
no dejará de arder
cuando yo me haya ido.
Hay dos fuegos en mí; uno es eterno
y observa compasivo cómo el otro
se consume tan lejos de la vida,
creyendo que es la vida quien lo inflama.
Dos fuegos hay en mí; uno artificio,
el otro llama que arde inextinguible
con deseos de arder más
              y más alto     
                      más hondo,
                                                     más real.


4 de mayo de 2013

Un único Cristo


Evangelio de Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”


                                                   Jesucristo, Hoffmann


   Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
              y tú en mí, para que sean completamente uno.
                                                                                                                                                                                                                            Juan, 17, 22-23
 
 
                                                                 Habrá un único Cristo amándose a Sí mismo.

                                                                                                                  San Agustín


     En tan pocas líneas, la esencia de la enseñanza de Jesús. Parecería que al conocer lo cercano de Su Hora no quisiera que los apóstoles olviden nada y les deja un testamento, una síntesis que sirva de recordatorio para ellos y para nosotros.

     ¿Cómo no amar a un Dios que quiere morar en el corazón del hombre? Buscamos casas, lugares, refugios donde nos aislamos, que suelen convertirse en madrigueras de conejos asustados o, muchas veces, en guaridas de ladrones, pues guarecerse, aislarse, separarse del hermano es robar a la creación. Cuánto tiempo, esfuerzo, dinero (esa energía sagrada, fruto del trabajo de los hombres, que hemos corrompido) malgastamos en hacernos con casas que ni siquiera son hogares. Esos metros cuadrados de privacidad, seguridad, egoísmo y necedad, donde cada uno guarda sus cosas, su tranquilidad, tan alejada de la Paz de Cristo, su silencio, tan alejado del silencio esencial de los pobres de espíritu.
     Cuándo descubriremos que, en lugar de esforzarnos por tener una casa segura y confortable, con bonitos muebles y lo último en tecnología, el camino del cristiano consiste en convertirnos, cada uno, en morada de Dios.

     El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, maravilla inexplicable del Dios trinitario, están deseando vivir en ti, en mí… ¿Cómo asimilar tal don? Con el corazón de carne que Él nos ha dado a cambio del corazón de piedra, inútil lastre para el que ya sabe que no pertenece al mundo (Jn 15, 19; 17, 14).

     El Padre está en Jesucristo; en Él Lo encontramos. Por eso la paz de Jesús se mantiene intacta en la tribulación; en los momentos aciagos revela especialmente su esencia divina. Paz dentro del corazón, en lo eterno que somos, en el Ser real, para que desde allí se extienda en abrazo universal, pues la paz es fruto del Amor. Si no hay amor, no hay paz, sino un simulacro mediocre y transitorio: tranquilidad, estabilidad, seguridad, siempre efímeras.
     La paz de Jesucristo no es la del mundo egoísta y separado, sino la del reino del amor. No hablamos, claro, de un amor dulzón o sensiblero. ¿Cómo va a ser así el amor de Aquel que ha venido a traer la espada? (Mt 10, 34). Su paz es la del amor que llena todo y no se altera ni se agota, inmanente y trascendente a la vez, actual y eterno. Por eso la paz que nos da, para que la vivamos y custodiemos, crece y fructifica en lo agitado e inestable, en las tormentas cotidianas.
     Porque la paz que deja a los apóstoles es la de la espada y no la de la tranquilidad y la seguridad, es por lo que les pide valentía y entereza, inmediatamente después. 

     El viejo mundo arde y pasa, queramos verlo o no, y el nuevo mundo que hemos de habitar supera nuestros conceptos y categorías mentales, porque Él lo hace todo nuevo con Su vida, Su muerte y Su resurrección.
     Bendita Cruz, entonces, ese patíbulo que a tantos molesta y quisieran olvidar para hacerse un Jesús a su medida, sin sufrimiento, previsible y llevadero, que ofenda menos la sensibilidad de los seguidores, a veces disfrazados de cristianos, de la nueva era y corrientes afines.
        Y es que el amor y la paz de Dios se manifiestan de modo privilegiado en esa Cruz, que hace posible que cicatrice lo que Cabodevilla expresa como “la llaga que es la vida”. Pues llaga, herida irremediablemente abierta, infectada y dolorosa, es la vida sin Su paz y sin Su amor.

          ¿Somos dignos de esos dones, o nos dejamos llevar por la inercia de rutinas, costumbres y comodidades?
          Podemos sentir, escuchar, permanecer unidos a Cristo cada día, cada hora, siempre. Con los sacramentos (no concibo unión más grande en este mundo, que la que nos ofrece continuamente la Eucaristía), con la oración y con la lectura constante de Su Palabra. En el Evangelio escuchamos, real y actualmente, a Jesucristo. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz.
          Quien acude conscientemente a los sacramentos, ora como Él nos enseñó y lee el Evangelio recibe la gracia que permite cumplir Su Palabra, y es capaz de encontrar y reconocer al Señor en todos y cada uno de los hermanos, porque el mismo Jesús vive en su corazón, lo llena y rebosa.

Siendo habitados por Dios, qué valiosa y potente es la oración de intercesión. No hace falta ni siquiera evocar nombres o imágenes de personas concretas, aunque es una hermosa forma de amar, tal vez la mejor, poner rostro y nombre a esa oración. Basta confiar y amordazar el ego, para ser cauce o canal que difunde la misericordia de Dios a cuantos la necesitan.
Me recuerda la oración del amor y la compasión de raíz budista que practiqué hace muchos años. Con una gran diferencia: no son mi amor o mi compasión de criatura, tan pobres y limitados, los que extiendo y reparto, sino los de Cristo en mí, el Hijo de Dios en mí, puro amor incondicional, pura misericordia, capaz de sanar todo, restaurar todo, renovar con su Espíritu la faz de la tierra.

     El cristianismo es Jesucristo: un hombre que también es Dios; un Dios que se ha hecho hombre. ¡Qué vértigo de gratitud y asombro! Y, además, bendita locura de amor, Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en disquisiciones teóricas que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre, por defender un no-dualismo que no pasa de ser una idea, una abstracción, si no ha sido realmente vivido y encarnado?
 
     Aprendamos una vez más de Jesús, tan libre que supera todas las aparentes contradicciones. Por eso puede hablar del Padre, como de ese Tú, ese Otro, al que se dirige para orar, para encomendarse y encomendarnos; y también puede afirmar que quien Lo ve a Él ve al Padre, que Él y el Padre son uno y que estamos destinados a ser uno con ellos.      
     Cuando seamos capaces de vibrar en Su frecuencia de amor, paz y libertad, ya no habrá necesidad de espada, ni de hacernos violencia para conquistar el reino (Mt 11, 12), pues el mismo Espíritu que nos guía y nos habita nos habrá transformado. Entonces, mirando a Dios cara a cara, sentiremos, sabremos que por Su amor somos en Él; semejanza al fin recuperada.
 


 
Ahora somos hijos de Dios, aunque
aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.
 
                                                                                            1 Juan 3, 2