31 de agosto de 2013

El único puesto

 
Evangelio de Lucas 14, 1.7-14

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: “Cédele el puesto a éste”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Y dijo al que lo había invitado: Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.”



cena en casa de leví

                                      La cena en casa de Leví, El Veronés


En la pureza primigenia los ángeles son un solo ángel, completamente uno, así también todas las hierbas son una sola en la pureza primigenia, y allí todas las cosas son uno.
(…) Cuando el hombre se humilla, Dios en su bondad, no puede menos que descender y verterse en ese hombre humilde, y al más modesto se le comunica más que a ningún otro y se le entrega por completo. Lo que da Dios es su esencia y su esencia es su bondad y su bondad es su amor. Toda la pena y toda la alegría provienen del amor.

                                                                                Maestro Eckhart, Sermón 6º


                                                           Dios será todo en todos.

                                                                                  1 Co, 15, 28
 

            Quien no lo comprenda ¡que no se preocupe!
 
                                                                       Maestro Eckhart, Sermón 48º

 

            Para encontrar a Jesús hace falta recorrer el camino descendente, el camino de la humildad que María recorrió antes que nadie.
            Seguir a Jesús en su denuncia de las injusticias, su defensa de los débiles, su coherencia y su destino de cruz y gloria exige ser valientes y aceptar el abandono, la traición y el menosprecio. Para nosotros todo se suaviza infinitamente, porque Él ya lo sufrió en nuestro lugar. Por eso, la humildad es el signo distintivo del discípulo.              
            Conscientes de que en el mundo hay injusticia, desigualdad, opresión y abusos, nos ponemos como el Maestro al lado de los desfavorecidos, nos hacemos voluntariamente siervos fieles que no esperan recompensa, porque hacen lo que han de hacer (Lc 17, 10).

Si Jesucristo, todo un Dios hecho hombre vulnerable y limitado por amor, fue capaz de servir sin condiciones y amar hasta el extremo, sus seguidores hemos de imitarle en el servicio, la humildad, la compasión por los desheredados, los abandonados y despreciados. Hemos de estar dispuestos, no solo a ser últimos, sino a amar ese abajamiento, que no es masoquismo sino contrapunto de la vanagloria (vana gloria) del mundo, una de las astutas consignas de Mammón.

Solo el que es consciente, porque la ha experimentado, de la absoluta gratuidad del Reino, no sirve a dos amos, pone su confianza en el único Señor, el que está junto al pobre, el desvalido, el abandonado, el caído.  

Pero el camino descendente no puede quedarse en lo teórico o conceptual, ha de ser experiencia de vida. Como el verdadero pobre de espíritu, que no tiene nada ni quiere nada, ese abajamiento ha de ser un ponerse a ras de tierra, humus, auténtica humildad.

El despreciado y rechazado, el cordero llevado al matadero, la oveja que enmudece  (Is 53, 3-7), el gusano, oprobio de los hombres, desprecio del pueblo (Sal 22, 7)... Así anunciaban a Cristo las Escrituras, antes incluso de la Encarnación. No nos escandalicemos ni miremos a otro lado, o a esas imágenes que disfrazamos con encajes y oropel. Sí, el "gusano"; ¿es posible más abajamiento del mismo Dios? Hasta ahí llegó Su amor. ¿Hasta dónde llega el nuestro?

No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí (Jn 14, 1). ¿Qué es creer en Dios? ¿Cómo se expresa esa fe? No sirviendo a más señor que a Él, porque no se puede servir a dos señores (Mt 6, 24); sabiendo y demostrando que el único puesto que anhelamos, nuestra única ambición es estar junto a Él y cumplir Su voluntad, que es amar como Él nos ha amado. Confiando con todo nuestro ser en lo que le dijo a Marta: Yo soy la Resurrección y la Vida… (Jn 11, 25-26). Y actualizando, viviendo cada día esa fe, para que nada nos atrape, robándonos el corazón, ni nos someta a un falso señor o a uno de esos idolillos que nos anestesian y esclavizan: comodidades, seguridades, inercias, hábitos….

Sosegaos y sabed que yo soy Dios (Sal 46, 11). Si lo sabemos con plena consciencia, somos en Él, y hacemos lo que hemos de hacer con paz y libertad interiores. Entonces experimentaremos la confianza plena que cantan el salmo 23, el 71 y tantos otros. Y encarnaremos la esencia revolucionaria del Magníficat, porque nuestro “sí” habrá sido real, y podremos decir con San Pablo: vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20).

Todo esto nos sugiere el pasaje que hoy contemplamos, pero los niveles del Evangelio son inagotables, y Jesús quiere que, si decidimos seguirle con todas las consecuencias, vayamos siempre más lejos, más profundo, más vertical, más a la verdadera raíz, que es situarse en el nivel de conciencia de la no dualidad, esa tramoya fascinante que sostiene el drama de nuestras vidas, y desde ahí ver cómo se suceden todas las actitudes y todos los personajes dentro de uno mismo. Ricos y pobres, primeros y últimos, prepotentes y sencillos, obsesionados por la apariencia y siervos fieles que encuentran su dignidad sirviendo.

          Porque para poder invitar a tu banquete a pobres, lisiados, cojos y ciegos –ajenos y propios, siempre con la doble atención que permite percibir y acoger lo de fuera y lo de dentro– tienes que amar como Cristo, ser uno con Él, ser Él o, al menos, en ese decisivo y bendito “mientras tanto”, actuar como si ya lo fueras.

Y es que, en lo más profundo de su enseñanza, solo accesible al que tiene oídos que oyen y ojos que ven porque no ha cerrado el corazón (Mt 13, 9.15-17), Jesús no está hablando de los valores del mundo; no pretende una mera subversión del orden social. Si el mensaje de Jesucristo es el más radical y revolucionario que se haya escuchado, es porque su “revolución” trasciende lo visible. Su meta es transformar los corazones y las almas para que el Reino se realice; todo lo demás es añadidura. Lo esencial no es del mundo exterior ni del hombre exterior, sino de ese hombre interior que se alimenta del Pan de Vida, de la Palabra viviente.            

Por eso, la verdadera humildad es la que no necesita manifestarse. Cuántos, aparentemente humildes, hacen alarde de una falsa virtud. El verdaderamente humilde ni siquiera necesita saber que lo es, porque se sabe nada y ha alcanzado ya la dicha de los pobres en el espíritu.

            Amar al prójimo como a uno mismo desde la unidad del Ser es la consigna del cristiano, la que permite alcanzar el estado de conciencia de Cristo. Pensar y sentir como Él, actuar como Él, vivir como Él… Entonces podremos invitar no solo a los pobres, cojos, lisiados, los parias del mundo, sino también a las sombras que aún nos llenan, para agasajarlos a todos y llenarlos de la luz, los dones y la gracia que nos han sido dados. Y acaso un día, cuando la cruz parezca insoportable, podremos decir “si por esto he venido” (Jn 12, 27; 18, 37) y seguir llevándola con entusiasmo, hasta un nuevo Gólgota, siempre el mismo.

Cuando comprendes con todo tu ser la gratuidad del Reino, surge en ti la verdadera confianza y sabes que no tienes que defenderte de nada o prevalecer sobre nadie. Lo que mueve el mundo: deseos de aceptación, reconocimiento, admiración, poder…, ya no importa; ni siquiera aparecen esos conceptos de impotencia y miedo, de egoísmo y separación, en este nuevo lenguaje claro y transparente del servicio, de la entrega, del amor.

Entonces no pretendes destacar o ser valorado y admirado, te liberas de la identificación con las apariencias, no necesitas reforzar ninguna imagen mental propia o ajena, vives desde el Ser. Es la base de la auténtica libertad que Cristo nos enseña continuamente porque nos quiere libres. La Verdad nos hace libres y Él es la Verdad.

     Ves al otro tan cerca de ti, tan tú, que ya no hay distinción, solo la unidad que, a pesar de la ceguera, siempre prevalece, y el espacio infinito donde es posible el amor. Ya no somos buenos o malos, generosos o egoístas, soberbios o humildes; hemos trascendido el mundo transitorio de los pares de opuestos, y somos nada, es decir, Somos, y en ese Ser, que es la fuente de la auténtica Bondad, de la Verdad y la Vida, alcanzamos la bienaventuranza que Jesús anuncia con esta parábola. Y somos realmente dichosos y libres. Libres, en la plenitud de la dicha que no acaba.

 
 

El mundo antiguo no conoce el Amor. Conoce la pasión por la mujer, la amistad por el amigo, la justicia para el ciudadano, la hospitalidad para el forastero. Pero no conoce el Amor (…) el amor que sufre y se sacrifica, el amor hacia todos los que sufren y son abandonados; el amor hacia la pobre gente, hacia la gente despreciada, pisoteada, maldita, desamparada; el amor para con todos, el amor que no hace diferencia entre ciudadano y extranjero, entre bello y feo, entre delincuente y filósofo, entre hermano y enemigo. (…) De este amor ninguno habló antes de Jesús: ninguno de los que hablaron del amor. No se conoció este amor hasta el Sermón de la Montaña.
Es una de las grandezas y una novedad de la doctrina moral de Jesús: su novedad más grande, su grandeza eternamente nueva, nueva también para nosotros por no entendida, imitada ni obedecida; infinitamente eterna como la verdad.
 
                                                                                              Giovanni Papini