28 de septiembre de 2013

Un abismo inmenso

 
Evangelio de Lucas 16, 19-31
 
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros, se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. El rico contestó: “No, padre Abrahán . Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto"."
 
 
                                       Lázaro y el rico epulón, Juan de Sevilla




No viváis en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón.

                                                                                    1 Tesalonicenses 5, 4

                                                                                                                                                             Quien crea haber entendido las Escrituras sagradas,
y con esa comprensión no practica el amor de Dios
y del prójimo, no ha entendido nada de la Escritura.
 
                                                                                                        San Agustín
 
 
Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor,
y no se vuelve hacia los idólatras, que corren tras la mentira.

                                                                                 Salmo 40, 5


Cielo e infierno están en todas partes porque se despliegan universalmente… Tú estás, pues, en el cielo o en el infierno… El alma tiene el cielo o el infierno dentro de sí misma.
                                                                                                           Jacob Boëhme

 
 

Todas las lecturas de hoy son un necesario jarro de agua fría para los hombres y mujeres de este siglo, que seguimos viviendo ciegos, inconscientes, dormidos. El corazón de piedra ha de ser cambiado por un corazón de carne, antes de que sea demasiado tarde.

La necesidad de escuchar la Palabra es una de las claves del Evangelio. Cómo escucharla, cómo leerla para asimilarla con todo nuestro ser y ponerla por obra... Con el discernimiento que señala un orden de prioridades, sabiendo de Quién nos fiamos (2 Tim 1, 12) y viviendo en consecuencia. Donde pongamos nuestra confianza y nuestro corazón, estará nuestro tesoro (Mt 6, 21), nuestros bienes actuales y también los venideros. Porque ese cielo y ese infierno que retrata la parábola del hombre rico y Lázaro están ya aquí, entre nosotros y dentro de nosotros.

El salmo 145 que cantamos hoy lo dice con claridad: “Alaba, alma mía, al Señor”. Esa es nuestra misión, a eso hemos venido, a alabar a Dios, a glorificarle con nuestras vidas. Todo lo demás es esclavitud, porque, como dice la segunda lectura (1 Tim 6, 11-16), hemos de conquistar la vida eterna a la que fuimos llamados. Si sabemos que los verdaderos bienes son los de arriba y vivimos en consecuencia, guardando el mandamiento sin mancha ni reproche, veremos esa Luz, hasta ahora inaccesible.

El abismo es inmenso entre los que viven tratando de ser fieles a esta misión y los que se dejan atrapar por los bienes de este mundo, con sus placeres efímeros. Unos y otros, tantas veces dentro de uno mismo, la dualidad que nos fragmenta y nos impide Ser. ¡Ay de ellos!, dice el profeta Amós (Amós 6, 1a.4-7), como preludio de las advertencias que nos hace Jesús en el Evangelio.

En esta parábola, no hay una condena de la riqueza por sí misma; Jesús era amigo de pobres y ricos. Lo que hay es una denuncia del desamor, de la indiferencia ante el sufrimiento y las necesidades ajenas, que, veinte siglos después, sigue siendo la actitud habitual. El hombre rico aparece sin nombre, tal vez para que sepamos que puede personificar a cada uno de nosotros.

Hambre, miseria, guerras, desigualdades, injusticias, crímenes, egoísmo, pasividad generalizada… Es el extremo de egoísmo y desamor al que hemos llegado. Cómo no va a estar el planeta estremeciéndose. Hasta los ángeles deben estar espantados de lo que hacemos con el libre albedrío que se nos dio.

Y casi nadie está libre de esta actitud de indiferencia y egoísmo. Vivimos refugiados en cómodos “nidos” materiales y en esos otros nidos invisibles de seguridades, rutinas, creencias..., de separación, en definitiva. La injusticia y el sufrimiento de tantos claman al cielo, por mucho que esta sociedad de egoísmo y hedonismo quiera ocultarlo o camuflarlo con parches inútiles para que todo siga igual. Con qué belleza nos muestra estas “estratagemas” diabólicas uno de mis libros-amigos: El Gatopardo, de Lampedusa. No olvidemos que uno de los sentidos etimológicos de la palabra “diabólico” es “separador”. 

El abismo infranqueable es la inmensa brecha que separa (en uno mismo, en primer lugar) el hombre interior, libre, capaz de amar, y el hombre exterior o material, esclavo del mundo efímero, que solo se ama a sí mismo, ese sí mismo tan frágil e inconsistente.

Aunque un hombre resucite, ¡que lo ha hecho!, el que se acomoda en ese estado exterior superficial y falso no despertará a la vida verdadera, y morirá sin haber conocido los verdaderos bienes, porque habrá malvivido ajeno a ellos.

Todo está a la vista para el que ha conectado con los niveles superiores del Ser, y es capaz de ver con ojos que están más allá de los sentidos físicos. Todo a la vista, dentro y fuera: el cielo, el infierno, el purgatorio, los ángeles y los demonios. Pero el que ha alcanzado esa gracia, el que “ha visto”, ha de recordar que esa revelación es una espada de doble filo, porque al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá (Lc 12, 48) . En cambio, el que no imagina que pueda haber nada más allá de este mundo de materia corruptible, no tiene a sus espaldas la gran responsabilidad del que ha logrado asomarse a lo Real y sabe hacia dónde debe apuntar para dar en el centro de la diana. No en vano, uno de los significados etimológicos de la palabra pecado en griego y en arameo es errar la puntería.
 
El valioso libro Imitación de Cristo (anónimo, pero según casi todos los indicios obra inspirada de Tomás de Kempis) es implacable cuando aborda el tema de la muerte. Su contundencia es hoy más necesaria que nunca: “Cuanto más te perdonas ahora a ti mismo y sigues a la carne, tanto más gravemente serás después atormentado, pues guardarás mayor materia para quemarte.”
Porque lo que se quema es la carne, es decir, el hombre viejo, el hombre exterior Quemémosle ya, para que viva ahora el hombre interior, el hombre nuevo, nacido de lo alto, capaz de ser y de hacer, capaz de amar.
Porque ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación (2 Cor, 6, 2). Debemos asimilar con todo nuestro ser, no solo con la mente mecánica y superficial, que vamos a morir. Y también que la vida eterna comienza aquí, ahora, mientras escribo estas palabras, mientras las lees.

   Tendamos puentes entre los niveles inferior y superior, mortal e inmortal, que llevamos dentro, para que en todo y todos los que nos rodean desaparezca también ese abismo infranqueable que la indiferencia y el egoísmo pueden hacer eterno.
El amor es la argamasa necesaria para construir ese puente, el amor consciente de aquellos que logran despertar y viven velando.
 
Es la tibieza, que Cristo rechaza con tremenda radicalidad (Ap. 3, 16), la que nos impide sentir verdadero amor unos por otros, porque nos mantiene adormecidos en ese falso e inestable bienestar egoísta. La tibieza, que nos hace pasar de largo ante la necesidad ajena, escudándonos en que tenemos algo “importante” que hacer, y solo seguimos engordando el ego y enflaqueciendo el espíritu.
 Nos están poniendo ante un espejo implacable. ¡Ay de…!, dice el profeta Amós; ¡Ay de…! dice Jesús. Son lamentos y advertencias e implacables porque la Palabra de Dios no es moderada ni suave o dulzona, sino clara y contundente, siempre eficaz y cierta.

No podemos pasar por alto las advertencias de las Sagradas Escrituras. Todo es amor, por supuesto, todo es gracia, sí, todo, don gratuito de Dios; pero estamos tan anestesiados, tan llenos de egoísmo, hipocresía, hedonismo y mezquindad, que es urgente despertar, pues ya estamos cayendo al abismo, individual y colectivamente. Esa es la esencia de los mensajes proféticos verdaderos, no los que distraen y entretienen a incautos y curiosos.
El primer y más importante mensaje profético, radical como ninguno, es el propio Evangelio; la parábola de hoy es un ejemplo claro. Y otros muchos pasajes como la escalofriante parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14) o el Apocalipsis.

Solemos evitar pensar en todo lo que desagrada o amenaza al ego: el sufrimiento ajeno y también la posibilidad de sufrir uno mismo. Por eso negamos la muerte, no de una forma racional, pues la mente sabe que existe; pero no es lo mismo saber con la mente inferior, tan mecánica y tramposa, que conocer, ser consciente, saber que se sabe.
   Piensa la muerte nos dice Tomas Moro, siempre tan actual. ¿Quién la piensa, ¿quién la vive? Pocos, y en realidad, todos estamos muriendo desde que nacemos.

En la película Canción de Navidad de David Hugh Jones (1999), protagonizada por Patrick Stewart, buena adaptación de la obra de Dickens, otro libro-amigo que me acompaña desde siempre, hay una escena estremecedora. Es aquella en que el Espíritu de las Navidades Presentes muestra a Ebenezer Scrooge (alter ego de tantos en su mezquindad, ojalá lo sea también en su providencial transformación) los dos niños alegóricos que esconde tras su túnica: la Ignorancia y la Indigencia.
 



Pero la advertencia de la parábola de hoy no va dirigida solo a los ricos, sino a todo el que pone sus seguridades, su atención, su energía en lo transitorio, y en esa fragilidad se instala, se acomoda, permanece indiferente al sufrimiento ajeno y a la realidad de la vida y la muerte.  

El miedo es lo contrario del amor. Acumulamos por miedo, nos instalamos y aseguramos por miedo, pero el miedo es una fantasía nacida de la ignorancia que nos impide recordar que somos amor. Miedo y deseo, dos notas falsas que entonan la melodía desafinada de nuestra vida, hasta que descubrimos nuestra verdadera nota, limpia, clara, y la ponemos al servicio de la sinfonía de la vida.
“Ánimo, soy Yo, no tengas miedo”, nos sigue diciendo Jesús cada día, cada instante, para que descubramos esa nota, que no es otra que el Amor, que mueve todo y nos une a Él y a los demás.

El camino estrecho que hay que recorrer es el que nos enseña a amar a los demás como a nosotros mismos, viendo al mismo Cristo en ellos. Y eso exige salir de nuestras cárceles físicas y mentales, esas casitas de muñecas polvorientas que vamos creando.
Aprendamos a ser verdaderos pobres de espíritu, para derribar los castillos de naipes que construye el ego, ese hombre exterior, viejo y transitorio que, buscando la seguridad y el placer, se apropia y se apega a lo material, lo efímero: mi casa, mi trabajo, mi mujer o mi marido, mis hijos, mis padres, mis hermanos, mis costumbres, mis cosas, mis amigos, mi descanso, mis diversiones, mis derechos, mi cultura, mis principios, mis creencias… Todo "graneros" inútiles, todo ilusorio, miserable al fin, si no lo vivimos con el desapego del hombre interior que, a pesar de todo, pugna por aflorar. No queremos oír a Jesús, que sigue diciendo: "Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?" (Lc 12, 20).

 Es hora de invertir valores y poner nuestra confianza y seguridad en Dios, el único apoyo firme, el único verdadero. Realicemos el Reino en la tierra, para vivir ya como hijos de Dios, los seres inmortales que somos y la muerte será un tránsito gozoso, un cambio de plano para acceder a la morada eterna.

“¡Levantaos, vámonos de aquí!” (Jn 14,31), nos sigue diciendo Jesús, recordándonos que nuestro lugar no está aquí abajo, en este mundo exterior, de horizontalidad hedonista, sino arriba, en lo alto y profundo, en lo interior. Vivamos en vertical, sigamos al Maestro, levantémonos y vayámonos de aquí a la Vida verdadera. Podemos abandonar ya este erial de muerte y corrupción y vivir de pie, verticales, con el corazón y la mirada en ese destino que Él nos señaló cuando fue levantado en alto (Jn 8, 27). Levantémonos, vayámonos de aquí tras Él, muriendo a todo lo que nos mantiene aprisionados en la cárcel de lo perecedero; y, cuando llegue la hora, moriremos sin morir, será nuestro verdadero nacimiento, dies natalis, en el que pasaremos de esta estancia sombría a la luminosa morada que Él nos ha preparado. Como dice Filomeno de Mabboug: Cada vez que quieras instalarte, acomodarte, que te complaces en permanecer donde estás, escucha la voz que te dice “¡Levántate, vámonos de aquí!” Puesto que de todas maneras será necesario que te marches; vete tal como Jesús se va; vete porque él te lo ha dicho, no porque la muerte te lleva a pesar tuyo. Lo quieras o no, estás en el camino de los que se van. Márchate, pues, siguiendo la palabra del Maestro, no porque te sientes forzado a ello. “¡Levántate, vámonos de aquí!” ¿Por qué te retrasas? Cristo camina contigo.
Como es arriba es abajo, repiten de diferentes formas todas las tradiciones y religiones verdaderas. Si en nosotros hay distancia y separación, indiferencia y egoísmo, seguimos creando ese abismo inmenso que solo el amor puede cerrar.

El infierno es la incapacidad de amar, dice Dostoyevski. Amemos ya para que, cuando llegue la hora de rendir cuentas, nuestro destino sea de amor, unidad, felicidad eterna. Porque allí se nos dará lo que hayamos escogido aquí, escojamos siempre lo único que podremos llevarnos a esa eternidad tejida con los hilos luminosos del Amor, esa luz inaccesible para la que ya vivimos y trabajamos, a pesar de las sombras y las noches largas que nos van acrisolando. Al caer la tarde te examinarán en el amor, nos recuerda San Juan de la Cruz cuando atravesamos la noche oscura.

Si la muerte es, como dice San Buenaventura, inevitable, irrevocable, indeterminable, pensemos la muerte, y mantengámonos despiertos, velando, para que nos encuentre lúcidos y conscientes. Vivamos amando para que, habiendo escogido los bienes verdaderos, nos espere una resurrección en el Amor.


La fuerza de César está en el sueño de los hombres, en la enfermedad de los pueblos. Pero ha llegado el que despierta a los durmientes, el que abre los ojos a los ciegos, el que restituye la fuerza a los débiles. Cuando todo se haya cumplido y se haya fundado el Reino –un Reino que no ha menester de soldados, jueces, esclavos ni moneda, sino únicamente de almas nuevas y amantes– el imperio de César se desvanecerá como un montón de cenizas bajo el hálito victorioso del viento.
Mientras dure su apariencia podremos darle lo que es suyo. El dinero, para los hombres nuevos no es nada. Demos a César, prometido a la nada, esa nada de plata que no nos pertenece.
                                                                                     Giovanni Papini


7 de septiembre de 2013

"Alter Christus"


Evangelio de Lucas 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar”. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.”

 
                                     El sermón del monte, Carl Heinrich Bloch


Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia.
Heb 12, 2

            
El abandono consiste en librarse de las propias particularidades personales con la finalidad de crear en sí el espacio para la presencia y la acción de Dios.
 
                                                                   Edith Stein


Seguir desnudo a Cristo desnudo.

                                                                                         San Jerónimo


La primera lectura de hoy (Sab 9, 13-18) nos introduce en lo que nos va a mostrar de forma contundente el Evangelio, al mencionar lo que lastra el alma. Va haciendo un desglose de las limitaciones humanas: pensamientos mezquinos, razonamientos falibles, cuerpo mortal, ignorancia... Iniciar el camino de la Sabiduría exige conectar con esa parte de nosotros llamada a perdurar. Solo el Espíritu de la Verdad, que Jesús da a los que se lo piden (Lc 11,13),  puede ayudarnos a realizar esa “conexión” y permanecer en el nivel de conciencia que permite superar la falacia de los pares de opuestos, el mundo ilusorio de la dualidad.

Como nos recuerda el Salmo 89, Dios es nuestro refugio desde siempre. Por eso hay que desapegarse de lo transitorio, conscientes de que nuestros más elevados bienes nos vienen de lo alto y que si ponemos el corazón en lo material, siempre efímero, lo perdemos todo.

La segunda lectura (Flm 9b-10.12-17) vuelve a hablar de los lazos espirituales, infinitamente superiores a los carnales. Porque la libertad a la que nos guía la Sabiduría fortalece la fraternidad; escuchar a Cristo y cumplir la voluntad del Padre es conectar con la verdadera familia (Lc 8, 21). Ese nivel de ser nos dará las herramientas y materiales necesarios para acabar la construcción de la torre, y el ejército necesario para detener a cualquier oponente.

Los cristianos aceptamos de buen grado las limitaciones de la condición humana, con la esperanza de que serán trascendidas, porque Jesús ha venido a ensalzar todo lo que estaba caído. La opción de Cristo, el seguimiento consciente y libre, nos otorga ya, aquí y ahora, la vida eterna, plena y gloriosa. Hacer de Él nuestra referencia, ese es el Camino. Quien mantiene sus ojos fijos en Él no pierde nada, porque la perspectiva se amplía hasta lo infinito, y todo se va transfigurando, iluminado por la luz de Jesucristo.

Estamos de nuevo ante el “camino del no soy” que tantas veces hemos contemplado: de la riqueza a la pobreza; del orgullo a la humildad; de la idolatría de los bienes del mundo, a la desposesión que hace posible la entrega total.
 
Hoy se mencionan los lazos familiares, los apegos humanos, para muchos los más difíciles de soltar. La clave de que no hay que abandonar literalmente a los seres queridos está en las palabras “incluso a sí mismo”. Lo que se nos pide es renunciar a lo que hay de egoísmo, de posesividad en esos afectos. Renuncio a mí mismo, pero soy yo quien sigue a Cristo. Renuncio a padre y madre, hermanos, amigos, sin abandonarles. Amándoles y sirviéndoles de un modo no exclusivo, codicioso o dependiente, es como sigo al Maestro, que nos enseña a ser libres para amar de verdad, sin la cizaña del apego y el egoísmo. Renuncio al ego y al ap-ego para aprender a ser el “yo” que Él quiere que sea, el que el Padre concibió antes incluso de que mi madre me soñara, antes aún de que ella naciera (Is 49, 1). Renuncio al ego que este mundo, con sus condicionamientos, expectativas y prejuicios, ha ido alimentando, para ser quien Jesucristo recreó en el Árbol de la Vida.
 
Corremos el riesgo de ser tan optimistas y sentirnos tan seguros de nosotros mismos que no calculemos los gastos a la hora de construir "la torre", la obra que es nuestra vida. Es esencial reconocer la propia nulidad, mantener una constante e implacable auto observación para ser consciente de las propias limitaciones. El que no realiza esta ardua tarea no se entregará con absoluta confianza al Maestro. Porque en eso consiste renunciar a todo, incluso a sí mismo, por Él: en darse por entero. Y para darse, hay que tenerse. No puedo dar lo que no tengo; he de ser dueño de mí mismo para poder darme.

En ese proceso que me permite ser dueño de mí para darme, es donde debo calcular los gastos con objetividad y rigor. Entonces ya no seré una marioneta en manos de las circunstancias, los pensamientos y emociones terrenales que desglosa la primera lectura, tan diferentes de la lúcida conciencia de mi propia limitación.

La verdadera traducción no es “posponer” (Lc 14, 26), sino “odiar”, de miseô. Es el mismo verbo que se usa en Mc 13, 13; Mt 24, 9s; 10, 22; Lc 21, 17; 6, 2, cuando se dice que seremos “odiosos” a causa de Jesús. No se nos pide que odiemos a nuestros seres queridos, claro, sino que reconozcamos y rechacemos las partes inferiores, irreales, de todo lo humano contingente. Se trata de escoger lo real, lo eterno, lo creado por Dios antes de todos los tiempos, lo que no está condenado a desaparecer, esa no-forma, pura sustancia que somos, anterior a la manifestación.

Hoy también celebramos la Natividad de la Virgen María.  Ella es modelo de renuncia, pues para decir sí a la increíble propuesta que Dios le hacía, no solo tuvo que renunciar a la lógica y a la seguridad, sino también a los sueños y proyectos de cualquier adolescente de la Galilea de entonces: entregarse a su marido, dar a luz varios hijos, criarlos a todos, verlos crecer y hacerse adultos felices y respetados, confiar en que fueran su apoyo en la vejez... Ella es modelo y maestra para todos, porque Jesús no está hablando solo para los apóstoles, ni siquiera para los discípulos más cercanos, sino a la "mucha gente que lo acompañaba", esto es, nos lo está diciendo a todos. La renuncia radical a los apegos y cargar con la propia cruz para seguirle son una consigna universal. 

Abraham estaba dispuesto a matar a su único hijo, Isaac, tan querido, para cumplir la voluntad de Dios. Todos tenemos un “Isaac” en nuestras vidas, una persona, un proyecto, una forma de vida, un anhelo, alguien o algo cuya pérdida nos rompería el corazón. Pero solo un corazón roto, o dispuesto a ser destrozado por amor, puede ser un corazón verdadero, ya no de piedra, ni cerrado o protegido para evitar el sufrimiento, sino de carne, abierto y disponible para amar.


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                                                   Charles de Foucauld
 
 
Charles de Foucauld, uno de los más fieles seguidores de Cristo. Con su vida y su obra nos muestra que ser discípulo supone, además de escuchar la Palabra  e imitar a Jesús, estar dispuesto a renunciar de tal modo a la personalidad, gustos, aversiones, proyectos, anhelos del hombre viejo (Rm 6, 6-8), que acabas configurándote con el Maestro, hasta el punto de poder decir con San Pablo: “vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). No se trata de una simple asimilación de la enseñanza de Jesús; asumir e integrar Su mensaje implica reconstruirnos, recrearnos por Él, para ser en Él y Él en nosotros.

La meta es unirnos de tal modo a Cristo que Su vida sea la nuestra y nuestra pobre vida mortal quede clavada en Su cruz, integrada en Su Vida. Entonces la pérdida se transforma en una ganancia inimaginable; la negación de sí, en un hallazgo del verdadero Sí mismo; toda renuncia, en el Encuentro decisivo; la muerte del ego, en la Vida verdadera.

El amor personal es un tesoro, verdadero don de Dios, pero es infinitamente más valioso si se subordina al amor universal. Es preciso abrirse a la Verdad para que el amor se vaya purificando, desnudando, liberando de lastre y ataduras hasta ser puro Amor, incondicionado, infinito y eterno. Entonces ya no amas a tu padre solo porque es “tu” padre  –eso sería un mero querer, aferrar, apropiarse–,  sino que amas a tu padre (o a tu madre o a tu amigo) por sí mismo, en ese Sí mismo que comparte con todos los padres, madres, amigos, con todos los hombres y mujeres, muchos y Uno, manifestaciones del Ser Único de Dios.

La multiplicidad, sublimada e integrada en la Unidad; la dualidad, transfigurada y ascendida a la no-dualidad. A eso hemos venido, a elevar con Él y por Él lo contingente, a trascender y eternizar lo perecedero, a unificarlo todo en Él.
Cuando comprendes el sentido de tu existencia, lo aceptas y te pone manos a la obra con los ojos y el corazón fijos en Aquel que nos da el sentido y la misión, empiezas a reflejar en tu rostro la luz y los rasgos de Jesucristo, porque ya no eres un ego separado, que se afana, se defiende y acapara, sino Cristo, vida nuestra (Col 3, 4).