12 de octubre de 2013

Recordar es volver. Se salva el que vuelve.


Evangelio de Lucas 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.



            Jesús cura a un leproso, Icono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia


Uno puede frecuentar a los leprosos sin coger la lepra o a los apestados sin contagiarse, pero ¿se puede frecuentar a los mediocres y a los muertos sin morir?

                                                                                               Louis Cattiaux


            Dios mío, si Te he adorado por miedo al Infierno, quémame en su fuego. Si es por deseo del Paraíso, prohíbemelo. Pero si Te he adorado solo por Ti, entonces no me prohíbas ver Tu rostro.
Rabi’a al’Adawiyya

La curación de los leprosos tiene lugar mientras Jesús y los apóstoles van camino de Jerusalén; hacia su destino de cruz, sacrificio y salvación para todos. Entre Samaría y Galilea, territorio de nadie, territorio de todos, nuestro territorio, porque Jesucristo ya está en todo lugar y en todo tiempo.
Son diez leprosos, no uno como en Mateo (Mt 8, 1-4), en Marcos (Mc 1, 40-45), o también en otro pasaje de Lucas (Lc 5, 12-16), sino diez: la totalidad de lo caído, lo perdido, lo abocado a la corrupción y a la muerte, lo impuro, lo sucio, lo rechazado. Se paran a lo lejos y piden compasión a gritos. Los diez cumplen la ley, manteniéndose a distancia, y adoptan una actitud de petición, de súplica, de oración.
Id a presentaros a los sacerdotes, es lo que les encomienda Jesús, según estipula la ley para ser readmitidos en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley.
Mientras están en camino, cumpliendo la ley, su fe y la palabra de Jesús los sana, los limpia corporalmente. Pero solo uno siente un profundo agradecimiento y necesita expresarlo. Precisamente el no judío, el rechazado, el aparentemente infiel, es modelo de fidelidad y gratitud. Como Naamán el Sirio, de la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.

Los diez supieron realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llega el samaritano. E intuyo que una vez salvado por Jesús en cuerpo, alma y espíritu, será capaz de llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Por eso, no solo quedó limpio, sanado en el cuerpo, sino también elevado (levántate), libre (vete) y salvado por su fe verdadera, cualitativamente muy superior a la fe interesada de los nueve judíos que no volvieron. 
Estos son soberbios y desagradecidos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo. Creen que por cumplir la ley ya son dignos de ser curados. No entienden de gratuidad ni de misericordia. Cuántos viven con esta actitud hoy en el seno de la Iglesia…, y cuántas veces también nosotros nos comportamos así…
Los nueve se rigen por la ley, fría e implacable. El décimo se deja enamorar por la Palabra que sana y salva, que se compadece y se da por completo, sin condiciones, porque, como dice San Pablo en la segunda lectura (2 Tim 2, 8-13), la palabra de Dios no está encadenada.
            Ni siquiera sabemos si luego fue hasta los sacerdotes, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo esencial es que se volvió a medio camino, porque lo importante era el reencuentro con el Salvador.

                                      Los diez leprosos, Autor desconocido


Hace años conocí a un “impecable” católico, cumplidor como pocos y fiel a los ritos, las indulgencias, las coronillas y las novenas, que me dejó tristemente sorprendida cuando me dijo, con total convicción: “yo soy católico y discípulo de la Iglesia, antes que cristiano y discípulo de Cristo”. Y no es una excepción, aunque no todos los que viven como él su religión sean capaces conscientes de ese tremendo error de base, de esta inversión diabólica. He ahí el colmo de la alienación a la que puede llevar una religión puramente externa, ritual, institucional.

Porque lo importante no es ser curado en lo físico, recibir bienes en el mundo y luego cumplir los rituales externos con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es esa relación íntima con Jesucristo, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y de transformarlo todo.  Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes.
El mismo Jesús les ha pedido que vayan a dar testimonio a los sacerdotes. En teoría, los nueve están cumpliendo su deber, están haciendo lo que "tienen que" hacer, impecablemente. Pero es que el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de "las cosas como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25).
La Ley del amor siempre es desbordante, no calcula ni mide, no negocia, y te conecta con lo que está más allá de la figura, del símbolo. Te lleva a lo real, te sitúa en el mismo nivel del Amado, digno al fin de Él, y te confiere su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.

El samaritano no tiene que cumplir con la ley de los judíos. Al sentirse libre de los “corsés” externos, puede brotar en él la gratitud y la necesidad de cumplir la Ley verdadera, la que completa y perfecciona la ley. Él no tiene el corazón cerrado por la mecanicidad del cumplimiento, tantas veces pura inercia.

Lo esencial es volver siempre hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora hacia nosotros es incesante, y así han de ser nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito.
Volver es recordar y escoger la mejor parte, lo duradero, la Palabra de vida eterna, que no solo sana el cuerpo, sino que salva a todo el ser. Volver es vivir con alegría las renuncias a lo efímero, y con esa actitud dejar todo, el resto, la añadidura. Volver es hacerse discípulo y entregar la vida para ganar el alma. Volver es orar y ad-orar, en ese tercer nivel de oración al que pocos llegan, el de la Comunión, la fusión en Aquel que nos sana ahora, siempre ahora...

Es el reencuentro en la libertad. El primer encuentro del pasaje de hoy no era libre, estaba condicionado por la necesidad, era interesado. Por eso los nueve solo recuperan la salud del cuerpo, mientras que el samaritano, que ha sabido ir más allá del interés y ha entrado en la dinámica de la gratuidad recíproca que lleva a la unidad, es además sanado en su alma y su espíritu, salvado por su fe, libremente, creativamente expresada en agradecimiento y alabanza.
Bendita incorrección, bendito discernimiento el que le hace posponer la ley por la Ley del amor.

No basta tener fe para ser salvado, o no basta cualquier fe, pues los diez demostraron tenerla, pero solo uno tenía esa calidad de fe que abre el corazón y permite reconocer de dónde, de Quién procede la sanación. Los nueve, incapaces de reconocerlo, sanaron el cuerpo, lo que se quemará (1 Cor 3, 13-15), solo se curaron temporalmente, no para la eternidad.

El samaritano agradecido es, además, una metáfora de todos nosotros. Cuántas vidas pudriéndose pueden limpiarse y liberarse, solo por entrar en contacto con la Vida que es Cristo. Cuánta marca, mancha e impureza nos ha de ir limpiando aún, una vez entregados a Él. Pero también tenemos que vernos reflejados en los nueve desagradecidos, de fe superficial, porque a menudo seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola.

            Así es como hemos de leer los Evangelios y, en general, las Sagradas Escrituras. Buscándonos, reconociéndonos en todos y cada uno de los personajes, incluso en los más detestables. Solo así, integrando la propia sombra, terrible a veces, lograremos reconocernos en los personajes más dignos, valientes, generosos, y, un día, en la Persona de Jesucristo, vida nuestra.  

Antiguo y Nuevo Testamento, no son novela, discurso ni ensayo, son Palabra de Dios y, como Dios está más allá del tiempo, su Palabra también, y el que la lee debe situarse en una dimensión capaz de trascender el tiempo y el espacio. Es como ajustar una lente o un binóculo: a veces basta un pequeño gesto o movimiento, otras veces, hace falta un gran esfuerzo interior. Depende de la persona y de su estado, del nivel de ser que haya alcanzado y también del nivel de conciencia que tenga en ese momento, de la "frecuencia" en la que esté vibrando y con la que pueda sintonizar. Enfrentarse a la Palabra, ponerse en situación de leerla es ya todo un trabajo sobre uno mismo. Como dice San Ignacio de Antioquia: “Me acerco al Evangelio como a la carne de Cristo”.

Me acerco a la Fuente de toda energía e inspiración, me acerco al alimento, me acerco a cuanto de digno, real y duradero hay en el mundo y en mí. Porque sin Él todo estaría condenado, sería enfermedad, podredumbre, lepra, muerte en potencia. Solo con Él es posible vivir, sanos y libres, y vivir para siempre.



Salmo 97. Misa de Inauguración de la JMJ Río 2013.
 Boaventura Santos


                                             EL TRAJE DE FIESTA

Leyes sagradas y órdenes religiosas
son caminos para quienes buscan.
Pero el fruto de la verdad está,
y Tú lo sabes, más adentro, más adentro…

                                                                                                                                                  Yunus Emre 

No es fracaso o derrota,
es el extremo
de un lazo transparente que unirá
lo malo y lo bueno,
lo oscuro y lo claro,
lo tuyo y lo ajeno.

Generosa amnistía
o indulgencia plenaria verdadera,
puro don, pura gracia,
más allá de ventajas o de leyes,
de temor o deseo,
de exigencias neuróticas
y tibios cumplimientos.

Plenitud esencial
del alma agradecida y restaurada,
que ha dicho sí a la Vida
y ha aceptado ponerse
el vestido de fiesta, necesario
para el banquete eterno,
al que hemos sido,
todos, invitados.



Para hablar de las palabras de Jesús es preciso conservar sus palabras o su eco. Yo no tengo sus palabras ni su eco. Os pido que me perdonéis por empezar una historia que no puedo acabar. Pero el final aún no ha llegado a mis labios. Es todavía una canción de amor en el viento.

                                                                                               Khalil Gibran

5 de octubre de 2013

Fe: amor que cree. Vida viviente


Evangelio de Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú”? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.”


File:The Mulberry Tree by Vincent van Gogh.jpg
                                                La morera, Vincent van Gogh


Todas las virtudes pueden reducirse a la caridad o amor, porque la fe no es otra cosa que el amor que cree; y la esperanza, el amor que aguarda; y la paciencia, el amor que sufre; y la prudencia, el amor que reflexiona; y la justicia, el amor que da a cada uno lo que es suyo; y la fortaleza, el amor generoso y valiente que vence.

                                                                                              San Agustín


Nuestros conceptos crean ídolos, solo el “sobrecogimiento” presiente algo más de la realidad. 
                                                                                 San Gregorio Nacianceno


            Si tuvierais fe como un granito de mostaza… ¿Es que no la tenemos? Nosotros, que tan orgullosos estamos de nuestras creencias…
Ahí están dos de los obstáculos de la fe: el orgullo y las creencias. Una cosa es la fe, que hemos de encontrar a través del amor, como dice San Agustín, y nos dice la propia experiencia, y algo muy diferente, casi antagónico, las creencias.
Para amar y tener fe, amor que cree, hay que ser humilde, pues el orgulloso solo se ama a sí mismo. Por eso las creencias son propias de los soberbios, los que se bastan a sí mismos y confían en sus criterios, los ricos de espíritu, las “almas hinchadas” de las que habla la primera lectura (Hab 1, 2-3; 2, 2-4).

            La fe es un tesoro que no todos han encontrado o recibido, porque es un don; las creencias, en cambio, son puro lastre. Más vale perderlas para que, en el corazón libre y disponible, pueda echar raíces esa fe que es el fermento del reino de los cielos en la tierra. Los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, porque ellos ya saben que la fe es un don.

La disponibilidad, el corazón abierto, el “vaso” vacío, preparado para recibir, nos hace merecedores de tal don. La “visión”, de la que también habla la segunda lectura (2 Tim 1,6-8.13-14), que abre, ablanda el corazón y lo dispone para amar y creer, se nos da en su momento; Dios sabe cuándo a cada uno; a veces hay que esperar mucho, otros, la reciben en seguida…

Somos siervos que hacen lo que tienen que hacer, sin exigir, solo dando, con paciencia y humildad. Si no reconocemos nuestra incapacidad, nuestra impotencia, no podemos adherirnos a Dios para, con Su poder, ser capaces de todo. Porque sin Él no somos nada ni podemos nada, mientras que con Él lo somos todo y podemos todo.

Dice San Juan de la Cruz: “Para que dos se unan, tiene que haber semejanza entre ellos y por eso, por ser Dios simple y puro, el alma tiene que volverse también simple y pura y no atada a ningún conocimiento particular.”                                     
Simpleza y pureza como las de Dios, para unirnos de tal modo que sea Él quien actúe en nosotros (Is 26, 12). La fe verdadera que trasciende las creencias pide ese salto valiente y confiado que nos sitúa en un nivel de consciencia superior. Nos desapropiamos, soltamos, saltamos al vacío por amor, y entonces llega la visión, y sabemos que Él es Dios (Salmo 46, 11) y vemos, reconocemos Su presencia en nosotros. Ya no hacen falta creencias, “cajoncitos” mentales, seguridades vanas, porque amando, viendo, creyendo, somos capaces de todo, pues es Cristo que vive y actúa en nosotros (Gál 2, 20).

Libres de conceptos, renacidos en el Silencio, podemos encontrarle y, cuando nos unimos a Él, comprendemos que el reino es perfecto, infinito e ilimitado y en Él todo es posible.
Se puede vivir ya en esa conciencia de armonía y plenitud, haciendo realidad el cielo en la tierra. Cuando vivimos, pensamos, sentimos y obramos así, podemos mover montañas o hacer que una morera nos obedezca. Aunque entonces no necesitaremos ni nos preocupará mover montañas o la obediencia de nada ni de nadie, porque habremos encontrado el manantial inagotable de donde fluyen la Vida y la libertad. ¿Quién necesita signos, símbolos o milagros cuando se ha unido con la Sustancia, la Esencia, lo Real? 

La separación es impotencia, debilidad, dispersión, disolución, mientras que la verdadera unión con Dios, abrirle el corazón para que habite en Él y permanezca, es fuente de poder, unidad, integración, armonía y plenitud. Esta es la fe del que ha alcanzado un nivel de entrega que le permite la intuición directa de lo Real. La mente y sus conceptos limitadores son superados, porque ya no se trata de pensar, sino de sentir, creer con el corazón, que es más que creer, es saber.
Y comprendemos cómo hemos de vivir: en armonía con el Espíritu, sin tensión ni agotamiento, en unidad con la Perfecta Sustancia o Fuente Creadora de la que ha surgido todo.

Si vivimos unidos a Dios, trascendemos los límites y realizamos la armonía, la verdad, las potencias que él depositó en nosotros y tanto hemos despreciado.
Allí donde ya somos reales y plenos, en Cristo, es donde hemos de encontrar la fuerza capaz de mover montañas, pero, a ese no-lugar infinito, solo se accede por el camino estrecho, por el ojo de aguja del desapego y la humildad. Para ser grandes, hemos de ser pequeños, para ser primeros y poder mirar el rostro de Dios, hemos de ser últimos, para ser herederos del Reino hemos de ser siervos que hacen lo que han de hacer.

La fe es la condición necesaria en todos los milagros de Jesús. A la única que no le pide una demostración de fe, es a la viuda de Naím; la misericordia de Jesús ante el dolor más desgarrado pasa por alto esa ausencia de “prueba”.
A muchos les incomoda pensar que Jesús hiciera realmente milagros. Son personas centradas en lo puramente intelectual, que solo creen lo que ven. Ni siquiera los descubrimientos de la física cuántica y saber que lo que vemos es un cuatro por ciento (o menos) de lo real, acaso menos, les hace apearse de ese razonamiento limitado y limitador.

Pero podemos acceder a niveles superiores de nosotros mismos, porque en nuestro interior está el cielo y la tierra. Desde esos niveles, la oración persistente realizada desde la más sincera humildad da resultado.

Quién reza en nosotros, cómo reza, desde dónde reza…, esas son las claves. La oración sincera, desnuda y humilde puede entrar en contacto con ese nivel superior de uno mismo que es capaz de conectar con Dios. Es ahí donde los últimos son primeros. Solo sintiendo el propio desvalimiento, la propia pequeñez, nos elevamos lo suficiente como para que Dios nos escuche. Mientras quede en nosotros una pequeña parte, por mínima que sea, de soberbia, de creer que podemos ser capaces de algo por nuestras propias fuerzas, la oración será tan inútil como la del fariseo que minusvaloraba al humilde y sincero publicano. Todo lo que es vanidad y presunción seca la fuente de los bienes que podemos conseguir con la oración

El pasaje de hoy tiene lugar después de ese otro en el que se nos cuenta el fracaso de los apóstoles al tratar de sanar al niño lunático (Lc 9, 38-43). No lo consiguieron por su falta fe, en cantidad y, sobre todo, en calidad. Porque la verdadera y profunda fe proviene de haber nacido de lo alto, ese segundo nacimiento que permite ver el reino de los cielos, con todas sus potencialidades, dentro de uno mismo.
Justo antes de la liberación del niño, había tenido lugar el episodio del Tabor. Han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y les transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible.

Porque tener fe en Jesucristo es estar unido a Él. Crecer en fe consistiría entonces en mantenerse unido a Cristo y hacerlo todo en Su nombre. Pero, para hacer en Su nombre, no basta con pronunciarlo, es necesario sintonizar con Él, vibrar en Su misma “frecuencia”, alcanzar un nivel de ser que haga posible ese encuentro y esa unión en lo Real, no en lo conceptual. Hacia ahí nos dirigimos; y tenemos modelos fieles y eficaces: la Virgen María, San José, la cananea, el centurión…

Precisamente en el pasaje del centurión (Lc 7, 1-10) se muestran, para el que tiene oídos que oyen, todas estas claves: los niveles de seres humanos, los niveles en cada ser humano, la jerarquía que es transmutada e invertida por amor, la humildad, la confianza, el servicio.
            La palabra griega para designar “digno” significa “mismo nivel”. Se nos está hablando ya de esos niveles de comprensión y de servicio, de esa jerarquía dinámica y ordenada que existe dentro y fuera de nosotros. Es esa verticalidad conscientemente asumida la que nos hace conectar con los rangos superiores a los que humilde y voluntariamente nos sometemos, hasta llegar al mismo Jesucristo, que nos invitará al banquete donde lo imposible se hace posible y nos dirá: “Amigo, ven, sube más arriba”.
El centurión es consciente de no estar al nivel de Jesús y ese reconocimiento le une a Cristo y hace posible el milagro. Y Jesús lo señala como ejemplo inigualable de fe, porque el ser humano tiene que lograr, en primer lugar, someter las partes inferiores que hay en sí mismo, para después, integrado, dueño de sí, poder darse y someterse a una autoridad superior. Ese trabajo ya lo ha realizado el centurión y los que son como él.
Los milagros no buscan despertar la fe de los apóstoles. Jesús rehuía todo triunfalismo y la mejor prueba de ello fue su muerte en cruz, la más deshonrosa de la época.

Porque hay dos tipos o niveles de fe. El primero es lo que comúnmente se suele entender por fe, que no supera el nivel del entendimiento. La mente es capaz de concebir la existencia de Dios, de integrar esa creencia en la vida cotidiana, disertar sobre ella compartirla… Es a este nivel inferior de fe al que pueden llevar los signos y los milagros.
Y luego está otro nivel superior de fe, la profunda, la que Jesús quiere despertar en nosotros. Y esta no necesita evidencias sensibles, porque se instala en el nivel espiritual, donde somos capaces de intuir verdades superiores y experimentar sentimientos genuinos, más allá de lo puramente emocional.
Ahí se siente la presencia de Dios en el corazón, y la unión se hace efectiva. Ya no es la mente, el intelecto, el que cree, ni falta que hace, porque el conocimiento se hace existencial, viviente, sin los filtros de las creencias y los conceptos. Jesucristo viene al corazón, hace morada en él y todo se hace secundario ante el inmenso tesoro de vivir unido a Cristo (1 Jn 1, 3; 1 Cor 6, 17).

 No es algo estático sino un proceso dinámico, una relación continua que nos hace ir progresando, creciendo en fe, esto es, en amor, en unión e intimidad con Aquel que hace posible todo, y que ha abrazado al pobre siervo que somos, con un amor tan grande que lo ha transformado en Sí mismo.

Esa es la verdadera fe que mueve montañas vivir en comunión con Él. Ruysbroeck llamaba esta experiencia la “vida viviente”. Ninguna catequesis, ningún doctorado en teología, ninguna brillante carrera eclesial puede otorgar esta experiencia. Solo pueden ayudarnos: el amor que nace de un corazón que se ha vaciado de sí mismo, la pureza y la humildad de la renuncia consciente a la propia persona (persona, del griego, significa máscara), el  abandono verdadero y gozoso a esa Presencia que es la fuente de la que renacemos, capaces y libres, transformados.

Si la fe verdadera nace del verdadero amor, creciendo en amor, nuestra fe será aumentada sin límite. Libres del ego, que no puede creer porque no puede amar ni conocer, podemos ser llenados de Verdad y Vida, para que todo nos vaya siendo revelado.  
Porque fe, pistis, significa otro nivel, otra profundidad de pensamiento. Crecer en fe es pasar de una comprensión literal a otra más profunda y trascendente, que supera los límites del intelecto y permite conectar con lo no manifestado, la fuente que nos vivifica (Heb 11, 3).

Es la entrega a Cristo lo que nos permite unirnos a Él y que sea Él quien piense, sienta, haga en nosotros. Y cuando es Cristo quien vive en mí, soy capaz de hacer las obras que Él hizo e incluso mayores (Jn 14, 12). Pero lo importante no son las obras, los milagros, los imposibles realizados, sino la comunión con Aquel que nos guía hacia el Padre.





¡Oh tú que tanta información posees!
¡Tú que eres capaz de explicar tantos misterios!
¡Tú que has revelado tantos secretos!
¡Calla y escucha!
El silencio te pondrá a salvo de muchísimos errores.
Se te ha creado para un fin, ¿acaso no lo entiendes?
¡Despierta!, pues corres el riesgo de pastar entre los corderos.

                              Aforismo sufí


Toma el trigo, no la medida que lo contiene.
Bebe el vino, no la copa que lo esconde.
Imprégnate de la Sabiduría, no de las palabras que la envuelven.
¿Cuándo dejarás de adorar al recipiente?
¿Cuándo comenzarás a buscar el agua?
                                                                                                Aforismo sufí