30 de noviembre de 2013

Estad en vela


Evangelio de Mateo 24, 37-44

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del Hombre. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre. Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre".


El Greco, The Vision of Saint John (1608-1614).jpg
                                            Visión del Apocalipsis, El Greco


La segunda venida de Cristo puede ocurrir de dos maneras: con el final de los tiempos (solo Dios sabe cuándo) o por nuestro acceso a la dimensión eterna dentro de nosotros.

Thomas Keating

  
Hace dos años me hicieron una pregunta sobre la cual reflexioné en el blog. Era: ¿Tú crees en las profecías por ti misma o porque confías en nosotros? Me lo preguntó un amigo, antes de iniciar su peregrinaje a Medjugorje. ¿Creo en las profecías? ¿Confío en él, en ellos? ¿En quién confío? ¿En qué creo?
Creo en la Palabra de Dios, que ha hablado muchas veces a través de sus profetas. Creo en Jesucristo, la Palabra definitiva del Padre y en su enseñanza. Creo en el Amor.
No creo a pies juntillas en todo lo que dicen los profetas actuales. Hay mucha cizaña entre el trigo y montones de paja para algunas perlas. Como en nosotros mismos crecen juntos el trigo y la cizaña.
Sí creo en las profecías intemporales de los textos sagrados y creo, porque lo estoy descubriendo y experimentando sobre la marcha, que las profecías verdaderas, de ayer, de hoy, de siempre, tienen que ver conmigo, con cada uno de nosotros, si sabemos verlo y vivirlo.

Los tsunamis, las purificaciones del planeta, los tornados que arrasan todo, los terremotos que te dejan sin suelo bajo los pies, los cometas que colisionan, los dos soles, la señal en el cielo, el gran aviso, el milagro, los días de tinieblas… Todo dentro.

No sé si sucederá tal como profetizan, y tampoco me preocupa cuándo. Lo que sí sé es que, en este bendito "mientras tanto", estoy viviendo un proceso transformador fuerte, profundo, Dios quiera que decisivo, en mi interior.

Se está realizando una gran conversión; muchos han muerto ya dentro de mí, algunos agonizan, queda algún rebelde en clara minoría, otros van despertando y comprendiendo, preparándose para ponerse definitivamente al servicio del Reino.
Y llegarán los nuevos cielos y la nueva tierra, donde vivir en paz, amor y armonía, si somos capaces de volver a nacer, de agua y espíritu, nuevos, transformados. 
La pregunta de mi amigo y la respuesta, que tardó días en madurar, me hicieron reafirmarme en la necesidad de vivir los mensajes proféticos de un modo personal e interior, dejando que nos transformen y armonicen, aunque seamos testigo de procesos exteriores simultáneos.

Vendrá cuando menos lo esperemos, como un relámpago, como un ladrón en la noche, como la muerte, siempre a destiempo, siempre de improviso. Por eso tenemos que velar, estar preparados, dignos de presentarnos ante Él, como las vírgenes prudentes.

Vivimos como si el mundo fuera a durar para siempre y, en el microcosmos que somos, como si fuéramos a vivir siempre. Si fuéramos realmente conscientes de la impermanencia de este mundo de formas y de nombres, no seguiríamos, como veíamos el domingo pasado: comiendo, bebiendo, casándonos, fabricando, comprando, vendiendo, edificando sobre arenas movedizas (Lc 17, 26-37). Entonces, ¿no hay que hacer nada? Sí, pero, como dice San Pablo, sin apego, sin expectativas, sin poner el corazón en lo efímero: “que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él. Porque la representación de este mundo se termina” (1 Co 7, 29-31).
 

el séptimo ángel del Apocalipsis

El séptimo ángel del Apocalipsis,
proclamando el Reino del Señor
Anónimo


            Corren malos tiempos. Según la cronología hinduista, estaríamos en Kali Yuga, tiempo de luchas e hipocresía, de olvido y perdición, lo más alejado de la Edad de Oro.
           Para los cristianos son los últimos tiempos, en los que esperamos la segunda venida de Nuestro Señor. Aunque Él no deja de venir cada día, en cada circunstancia, cada encuentro, cada instante si estamos despiertos. Son esas venidas intermedias, entre la Encarnación y la Parusía, que dan sentido a nuestra vida y nos sostienen. Porque Él sigue estando con nosotros, fiel a su promesa. 

          El planeta nos avisa con desastres naturales de que hemos ido demasiado lejos por ambición y soberbia. La sociedad está llegando a límites nunca conocidos de crispación y egoísmo. El sistema económico demuestra sus falacias y su debilidad. Hay cada vez más zombis, ávidos e ignorantes, y menos hombres y mujeres íntegros. Los mensajes apocalípticos se propagan por doquier…. 
          Hemos de ser valientes y decididos como nunca, firmes en la esperanza, recordando que apocalipsis significa revelación, es decir, luz, conocimiento, nada que inspire miedo o aprensión. Como dice la Beata Teresa de Calcuta, es el diablo el que nos envía "barro, temor y amenazas", para separarnos de la alegría de los hijos de Dios. Y es que la esencia del diablo es separación y olvido.

           Un verdadero cristiano, que ha experimentado en su corazón la comunión con el Padre y con sus hermanos, no puede vivir atemorizado. El cristiano vive con esperanza y alegría, velando, pues no sabemos el día ni la hora. Velar, vigilar, estar atentos, sin temer ni esconderse, amando hasta el final.
           El miedo se combate con la fe y la esperanza, pero podemos ir más allá, porque la fe y la esperanza dejarán de ser necesarias cuando alcancemos la Visión definitiva. Apoyemos nuestra vigilia en el amor, y así nos liberaremos del miedo.            

          Que nada ni nadie nos arrebate la fuerza y la alegría que Cristo nos confió; porque nada ni nadie puede separarnos de Él, que es fuente inagotable de amor. "Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro." (Rom, 8, 38-39)

Estar despierto es vivir ya en la Presencia, consciente del Reino que palpita en el interior, realizando en uno y en cuanto lo rodea los nuevos cielos y la nueva tierra. Plenitud y libertad a nuestro alcance ya, ahora, porque Cristo siempre viene; Él siempre está. Vivir el Adviento es despertar para darse cuenta de Su venida constante, Su presencia constante. Solo Él puede liberarnos de la confusión interior que nos hace proyectar catástrofes, guerras, epidemias, mundos demenciales dentro y fuera de nosotros.
Elevarnos a lo trascendente pasando por lo inmanente es ya posible: Él nos abrió camino. Sigámosle hacia la Unidad, atravesando la ilusión de lo múltiple, apariencia de separación, símbolo de lo Real, figura de un mundo que ya pasa, se termina.
“Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.”  Es uno mismo, en primera instancia, el que lleva y deja partes de sí. Eso es velar y prepararse: discernir a cada instante qué hemos de soltar y qué hemos de conservar y fortalecer, en esas venidas intermedias que se repiten sin cesar para el que vive consciente, alerta, vigilante.

Y cuando Él venga, sucederá, además de en uno mismo, en toda la humanidad. Juicio particular, juicio universal… Como es arriba es abajo…, macrocosmos, microcosmos, holograma infinito…. Porque Él será Todo en todos (1 Co, 15, 28).


Salmo 122 

  

22 de noviembre de 2013

Su reino no es de este mundo.

 
Evangelio de Lucas 23, 35-43
 
En aquel tiempo, las autoridades y hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
 
 



              Celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Coincide con la clausura del Año de la Fe, que proclamó Benedicto XVI y ha continuado el papa Francisco. Dimas, cuyo nombre conocemos por los evangelios apócrifos,  uno de los protagonistas del evangelio que hoy contemplamos, el primer santo y el único “canonizado” por el propio Jesucristo es, además de maestro de oración, ejemplo de fe viva.

            Estos días he tenido la ocasión de volver a conversar con el que la tradición conoce como el "Buen Ladrón". En el blog www.diasdegracia.blogspot.com , he intentado captar la esencia de esas charlas que, siempre que se lee el Evangelio con atención, acaban surgiendo entre el lector y esos personajes que nos reflejan, nos guían, nos interpelan. Es lo bueno de escribir en dos blogs; son como dos hermanos, diferentes en apariencia, con personalidades muy distintas, pero con la misma sangre, la misma tinta, que quisiera ser digna de alabar al Rey del universo.
 

             “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.

             En el Gólgota fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y del amor. Jesucristo es Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)

             Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos queramos reconocer Su majestad.

            El primer súbdito fue un ladrón, un "malhechor", “muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”, (Mc 10, 31). Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de seguir a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)

             Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del centro está clavado el Rey del universo.
             A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del peor de los abismos y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
             A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón que, pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir desde la nulidad, desde la más absoluta vulnerabilidad.

             Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad y la confianza. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.
 
             Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey y, colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.
“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz” (Juan 12, 35-36).
 
            Elijamos ahora, sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y anunció que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida con que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.

              Él no vino a mejorar a los hombres, sino a crear un hombre nuevo. Era revolucionario, sí, cómo si no iba a decir que cada hombre debía volver a nacer de nuevo, pensando diferente, actuando diferente, mirando diferente, dirigiendo su ser hacia una nueva dirección. Y no estaba hablando de la muerte y después. No hablaba de la otra vida, sino de esta, en este mundo, el único donde el reino puede ser instaurado. Aquí, en el corazón de todos y cada uno de los hombres, renovados para hacer realidad un nuevo mundo, más libre y más justo, más real. “El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: “Está aquí o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros.” (Lc 17, 20b-21)”
 
La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37) mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar al Maestro hasta la cruz.
            La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras no vale nada, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
             Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años, o acaso solo un instante de gracia. ¿Cómo no iba a recibir gracia el testigo más cercano de la Salvación?
 
Y Gestas, el mal ladrón, la oveja aparentemente perdida sin remedio, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón mientras su sangre se mezclaba a los pies de las tres cruces con la bendita sangre de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?
             “El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos” 1 Cor 15, 26.28.


                            
                       La Pasión según S. Mateo, J. S. Bach. Unción en Betania


DIMAS, MAESTRO DE ORACIÓN

 San Dimas, enséñanos a pedir. O, mejor, a no pedir, pues la madurez de la oración consiste en contemplar y ser contemplado, sin pedir nada ni esperar nada, pura confianza ante la plenitud de Lo Que Es.
            Pedimos tantas cosas concretas, ventajosas, buenas a los ojos de este mundo material y perecedero…
            Algunas veces nos sentimos “elevados”, y pedimos cosas más sutiles, más dignas, más loables. Bien claras las expresamos, con sus verbos y adjetivos.
            Si aprendiéramos de ti… Solo anhelabas que aquel crucificado, moribundo como tú, al que reconociste Rey antes que nadie, antes incluso que Pedro, piedra y llave, se acordara de ti. No suplicaste que te librara del suplicio y te liberara, ni siquiera que acelerara tu muerte, para dejar de sufrir. Tampoco esperabas, ejemplo de humildad, que te dejara entrar en Su reino. Tú, que Lo reconocías ya como Salvador, por la lucidez que el Espíritu Santo te infundió en aquella hora, no te sentías digno de ser salvado y pediste apenas un recuerdo. Y Jesucristo, el Rey, te lo dio todo sin que lo pidieras, y fuiste el primero.
 
El buen ladrón nos precede y nos indica el camino: reconocer que el crucificado es Rey y confiar en que se acuerde de nosotros, que tan poco nos hemos acordado de Él.
 
 
 
Detalle de Dimas, en el fresco Crucifixión y Santos, Fra Angélico