29 de marzo de 2014

Soy yo, y ahora veo


Evangelio de Juan 9, 1-41 

En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?”. Jesús contestó: “Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”. Él fue, se lavó y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No es ese el que se sentaba a pedir?” Unos decían: “El mismo”. Otros decían: “No es él, pero se le parece”. El respondía: “Soy yo”. Y le preguntaban: “¿Y cómo se te han abierto los ojos?” Él contestó: “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver”. Le preguntaron: “¿Dónde está él?”. Contestó: “No lo sé”.
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. El les contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?” Y estaban divididos. Volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?” El contestó: “Que es un profeta”.
Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y que había comenzado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: “¿Es este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse”. Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: “Ya es mayor, preguntádselo a él”.
Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: “Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron de nuevo: “¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?” Les contestó: “Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?” Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: “Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene”. Replicó él: “Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?” Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del Hombre?” El contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él. Dijo Jesús: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos”.
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: “¿También nosotros estamos ciegos?” Jesús les contestó: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”.

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                       Jesús devuelve la vista al ciego de nacimiento, El Greco


En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Juan 1, 4


Pues habéis vuelto a nacer no de una semilla mortal, sino de una inmortal: a través de la palabra viva y eterna de Dios.
                         1 Pe 1, 23

Como en el pasaje de la Samaritana que contemplábamos el domingo anterior, nuevamente Jesús está de paso, pasa, viene al encuentro del ser humano para actuar desde dentro de la propia humanidad.
Hoy el Evangelio nos presenta otro encuentro liberador, lleno de símbolos y de claves para acercarnos al Misterio de Jesucristo, Verbo encarnado, enviado del Padre para ser la Luz del mundo.
La curación del ciego es un verdadero renacimiento; por eso Jesús repite el gesto de la creación del hombre del Génesis. Saliva y barro; Verbo y tierra; cuerpo mortal y Palabra eterna. Así nacimos, así renacemos. Y por el agua y por el espíritu nacemos a la vida eterna. Vayamos también nosotros de nuevo a a Siloé, la piscina del Enviado.
Más que una sanación de la ceguera física, estamos ante un proceso de transformación integral. En primer lugar, el ciego recupera la capacidad de ver, en segundo lugar, la de hablar, en tercer lugar, la de argumentar, responder a las preguntas y reflexionar sobre sí mismo, los demás y sus circunstancias.
Porque no solo estaba ciego desde que nació, sino, además, sin capacidad de expresarse y relacionarse. Por eso preguntan a sus padres y estos, por miedo a los judíos, le dan “permiso” para que recupere su identidad: “edad tiene, preguntádselo a él”.
 “Soy yo”, dice, cuando ha recuperado la vista y, con ella, su esencia, su alma, su ser capaz de Dios, porque se le ha revelado Jesús, la Luz del mundo que brilla en la tiniebla.
Todo esto sucede en sábado, día prohibido para trabajar y también para curar y hacer el bien, según esos fariseos hipócritas. De nuevo nos topamos con la ley muerta, con las reglas vacías de contenido. Pero el amor  es más fuerte que la Ley, más poderoso que la tradición de los hombres. Amor que es Luz, Palabra, Vida.
Llama la atención la disposición del ciego a confiar y obedecer. No pone reparos y hace lo que Jesús le dice, va a la piscina sin una pregunta ni una duda, con total confianza. Jesús no le ha juzgado como pecador por haber nacido ciego, como han hecho los demás durante toda su vida; por eso deposita su confianza en Él.
Por último, recupera una de las capacidades más elevadas que tiene el ser humano: la fe, que, como veíamos en un post anterior, es amor que cree, valentía, preámbulo de la adoración, porque el que cree en Jesucristo no puede por menos que adorarle. Es en este momento cuando se consolida su transformación.
El evangelista nos muestra una especie de juego de identidades. Solo reconociendo la de Jesús, el que fue ciego recupera definitivamente la suya. Y con la identidad, recupera la capacidad de decisión, su voluntad. Por eso, si antes parecía incapaz de expresarse, oprimido por tan larga condena, se manifiesta ahora como un hombre nuevo, resuelto, firme, seguro. Así somos cuando nos renovamos en Luz y Agua, Espíritu y Palabra: seres nuevos, seguros, libres
Como Saulo de Tarso, este hombre ha sido derribado del caballo de las falsas creencias y los condicionamientos, y despertado a su verdad esencial. Por eso recupera a la vez la vista y la capacidad de hablar, de argumentar, de decir, en definitiva: “Soy yo”.
Al descubrir los ojos de su espíritu, la mirada del corazón, ha tomado conciencia de sí mismo. Por eso reivindica su identidad y la identidad de Aquel que le ha abierto los ojos. Es un un proceso compartido por muchos de los que siguen este itinerario hacia la Vida, este renacimiento de agua y espíritu. Un proceso que le lleva a reconocer a su libertador como un hombre llamado Jesús, un profeta, el Hijo de Dios, la Luz del mundo.
Atrapado en la ceguera por las creencias y condicionamientos, es uno mismo el que, en última instancia, debe aceptar la sanación, decidir ser liberado de esas ataduras y ver. Por eso Jesús le envía a lavarse; él debe poner de su parte. Le condenaron desde que nació y él aceptó esa condena; por tanto, también él debe estar dispuesto a soltarla, a salir de ese estrecho margen donde le han reducido, a recuperar, no solo la vista, sino la palabra, el poder decir: “soy yo”. El mendigo, ciego desde siempre, pobre, incapaz, reivindica su identidad y su curación, la confirma, la acepta y, entonces, puede renovarse íntegramente, renacer.
Los fariseos resultan casi patéticos defendiendo su puñado de creencias muertas. Son incapaces de ver la Vida que pasa dando vida, la Luz que pasa dando luz. Son los verdaderos ciegos, autómatas programados diríamos hoy.
Se entabla un verdadero y significativo duelo dialéctico entre el ciego sanado, con su evidencia, su certeza, y los fariseos y sus reticencias e inflexibilidad. Fariseos, ceguera frente a la luz, letra muerta frente a la Palabra y su acción en el mundo.
Todos hemos sido o somos como este ciego que tiene ojos para ver pero es incapaz de ver, de comprender, de reconocer al Salvador. Son los ojos del corazón los que no ven y hay que lavar en la piscina del Enviado. Y luego, una vez abiertos los ojos y el corazón, cómo no postrarnos si creemos en Él, cómo no adorar si Le reconocemos.
Creemos porque vemos con los ojos del corazón y porque confiamos en el testimonio de aquellos que vieron y, sobre todo, confiamos en el verdadero Testigo del Padre, Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.


En la Eucaristía, cada día, Jesús vuelve a salir a nuestro encuentro y nos pregunta: ¿tú crees? Si la respuesta es "sí", lo siguiente es postrarse y adorar.

Como dice la primera lectura (1 Samuel 16, 1b.6-7.10-13a), Dios no ve las apariencias sino el corazón. Así hemos de ver: el corazón con el corazón, el centro de lo real con nuestro propio centro. Es el despertar de los sentidos espirituales.
El Salmo 23 subraya la actitud de confianza, base de la fe. Cuando no vemos, creemos porque confiamos en el testimonio de alguien. Dichoso el hombre que pone su confianza en el Señor, dice Jeremías, dichosos nosotros, porque ese Alguien en quien confiamos es el verdadero Testigo de Dios, el Único que Lo ha visto.
“Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”, dice el final de la segunda lectura (Efesios 5, 8-14). Eso es recuperar la vista: despertar, resucitar. Ese volver a nacer pasa siempre por el descubrimiento del verdadero amor, superando la ceguera del ego. Es el amor el que permite alumbrar a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y libres.
Pero para despertar, renacer y poder ver con la vista del corazón, hay que quererlo. Para ser luz en la Luz, hay que estar dispuesto a aniquilarse a uno mismo en la tiniebla. Como aquel otro ciego que recupera la vista: San Pablo; el que muere sin morir; el que desaparece como Saulo, el ciego que caminaba entre tinieblas, para aparecer como Pablo y convertirse en luz para los creyentes.
Todos vivimos noches oscuras, periodos de ceguera total, aliviados por momentos de despertar, de visión recuperada; y seguimoso caminando con más o menos luz hacia la Visión definitiva. Para ver más allá de las apariencias, no solo es necesario trascender los sentidos, sino también trascender la mente. Hace falta alcanzar un estado de conciencia que despierta los sentidos sutiles. Porque las curaciones físicas que nos presenta el Evangelio son figura de la transformación interior que Jesús obra en nosotros. De igual modo, los sentidos físicos son metáfora o símbolo de los sentidos espirituales, los que nos permiten relacionarnos con lo espiritual.
Se trata de despertar en nosotros esa identidad esencial con la que emprender el verdadero camino. Entonces, con la brújula del corazón, empezamos a atisbar ese paisaje del alma en el que nunca hemos reparado y donde empezamos a comprender y a percibir con los sentidos espirituales, trascendiendo lo puramente físico.
Vamos vislumbrando a qué se refiere Jesús cuando habla de nacer de nuevo. Tiene que ver, en principio, con este cambio radical que te hace percibir el mundo de forma nueva. Cambia entonces también la forma de mirar, como si la mente se rindiera y nos liberara de su dictadura.
Y ya no es percepción ni pensamiento, es sentir con todos los centros integrados y creer con el corazón, que es más, infinitamente más que creer: es ver, es conocer dando crédito a Aquel que se revela.

El que alcanza este estado de conciencia, despierto y libre, y logra ver, no puede por menos que ser diferente y actuar de forma diferente, pues ya no está constreñido por un ego que se deja llevar por las apariencias, sino que ha recuperado su verdadera identidad. Son muchos los que creyendo ver, viven ciegos, creyendo vivir, caminan entre muertos.
Ver lo viejo no es ver, sobrevivir no es vivir… Hacen falta miradas nuevas, ojos valientes, capaces de reconocerse ciegos y querer quitarse las escamas para ver.




EL DIJO “TÚ” Y DESCUBRÍ QUIÉN SOY YO

Dicen que volví a nacer cuando me devolvió la vista.
En realidad, renací un poco después, cuando Jesús me encontró de nuevo y me reveló quién era.
Fue al reconocerle con los ojos del corazón cuando renací, y entonces me postré para adorarle.
Yo hasta entonces, no era nadie.
Hijo del olvido, de un pecado muy grave perdido en la memoria del tiempo.
No mío, ni de mis padres, ni de los suyos, ni de…
O de todos, y me tocó asumirlo.
Lo cogí para mí como quien coge el asiento más incómodo en un banquete.
Ciego nací, creo o creía, por esa grave falta, que mordaces me achacaban esos hombres henchidos de soberbia importunando a mis padres, ancianos ya, cansados de penar por su hijo ciego.
¿Es que ellos ven?
¿Acaso ven los inflexibles fariseos, que ni se quieren dar cuenta de que veo?
Porque yo veo, ya sí, ahora soy un hombre de verdad, que mira y ve y habla y argumenta y se niega a encarcelarse de nuevo entre los muros de la limitación o la carencia.
Veo, hablo, manifiesto lo que veo.
Soy yo, el hombre que él quiere que sea, el que suelta cuanto me ha tenido con los ojos cerrados de la inercia.
Soy yo, y ahora veo.
Se me abrieron los ojos como se abre una flor cuando llega su momento.
Mi momento fue un hombre que se llama Jesús, un profeta y mucho más.
Es el Hijo del hombre, el Mesías, tanto tiempo esperado.
Viéndole veo a Dios porque lo miro con la vista interior, la verdadera, la que Él logró abrir cuando me puso saliva y barro, tierra y Palabra, eternidad sembrada en un cuerpo mortal.
Cómo no postrarme ante Él para adorarle, si además de curarme me hizo nuevo, capaz de ver lo que muy pocos ven.
Jesús de Nazaret, Hijo del Padre, maestro y terapeuta, Dios y hombre, Luz del mundo que abre ojos y abre corazones, pues son los corazones los que ven lo importante, lo eterno, lo Real.


El que por gracia ha encontrado este sentido divino,
se puede decir que ha encontrado a Dios.
Este hombre vive otra vida distinta.
Se alegra en Dios, y sus ojos ven la luz espiritual.

San Calixto el Patriarca


Como alguien puesto para alabar
surgió como quien surge del silencio de la piedra.

                                                                     Rilke

22 de marzo de 2014

Comunión de las aguas

Evangelio de Juan 4, 5-42


En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaría llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y le dice: “Dame de beber”. (Sus discípulos se habían ido al pueblo a buscar comida). La samaritana le dice: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. La mujer le dice: “Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados? Jesús le contesta: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. La mujer le dice: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”. Él le dice: “Anda, llama a tu marido y vuelve”. La mujer le contesta: “No tengo marido”. Jesús le dice: “Tienes razón, que no tienes marido: has tenido cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”. La mujer le dice: “Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén. Jesús le dice: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero, adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad”. La mujer le dice: “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo: cuando venga él nos lo dirá todo”. Jesús le dice: “Soy yo: el que habla contigo”. En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: “¿Qué le preguntas o de qué le hablas?”. La mujer, entonces, dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: “Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?”Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. Mientras tanto sus discípulos le insistían: “Maestro, come”. El les dijo: “Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis”. Los discípulos comentaban entre ellos: “¿Le habrá traído alguien de comer?” Jesús les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo el salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así se alegran lo mismo sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: “Uno siembra y otro siega”. Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores”. En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: “Me ha dicho todo lo que he hecho”. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo”.

                                          Jesús y la samaritana, Paolo Veronese


Si te imagino, mi Dios, en cualquier forma o en cualquier cosa que tenga forma, me convierto en un idólatra.
Él mismo nos dice: “Os conviene que me vaya. Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros".
                                                                                      Guillermo de San Thierry


              Evangelio, el de hoy, inagotable, cuajado de simbolismos, metáforas y claves. Me atrevería a decir que en él se expresa cuanto necesitamos para transformarnos y avanzar en el camino de retorno a la Fuente. Podríamos escribir un libro o mil sobre este diálogo misterioso. O no escribir nada, sino sentirlo en el centro del corazón, si anhelamos volvernos surtidor que salta hasta la vida eterna.

              Intentaremos asomarnos apenas a este encuentro de Jesús con la Samaritana, de Cristo con el alma, comunión de las aguas a la que estamos llamados todos, de uno en uno.

          Agua viva del ser, la única capaz de calmar el anhelo más profundo de verdad, dicha y plenitud. Alma y Cristo, agua de la experiencia y agua de vida.

            Hoy se nos invita de nuevo a prescindir de remedios pasajeros, apoyos materiales y vanas ilusiones, a no conformarnos con charquitos o aguas estancadas que, en lugar de apagar nuestra sed, la acentúan.           
Estamos en el mundo, pero no somos del mundo, por eso no pueden llenarnos los bienes del mundo, por mucho que intentemos sacralizarlos.
El Verbo se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Somos llamados a esa vida de plenitud, pero si nos conformamos con lo inmediato y efímero, aunque sea bueno, si no nos atrevemos a ir más allá, siguiendo Sus huellas, no llegaremos a lo más sutil, lo sublime, el amor absoluto.

            Él nos habla en espíritu y verdad, y quiere ser escuchado y respondido de la misma forma. Él y nuestro corazón abierto, receptivo, atento, comunicándose. Sólo hay que escucharle dentro del corazón, porque está ahí, y amarle con nuestra esencia, que es espíritu y verdad.

Sat Cit Ananda (Ser, Conciencia, Bienaventuranza), se dice en sánscrito, uno de los idiomas más antiguos y de los más espirituales. Pero es más, infinitamente más de lo que se pueda decir con palabras de cualquier idioma: ni ojo vio, ni oido oyó. Que venga a nosotros Su reino, ahora, en este mundo con el que cada vez nos identificamos menos, cuando logramos vivir en Su presencia, tan real y transformadora como hace casi dos mil años, junto al Pozo de Jacob.  

La mujer desencantada de Sicar vuelve a ser doncella, recupera la virginidad espiritual, la verdadera, con su candor y su encanto renovados. Y descubre que nadie puede apartarla de Él ni arrebatarle la pureza que Su agua ha restaurado.
La samaritana es arquetipo de quien se hartó de repetir una y otra vez las mismas historias; no le basta el agua de la experiencia, que ha de beberse periódicamente porque no calma la sed de un modo pleno y definitivo. Ella anhela ya el agua de Vida, dar el salto, emprender el camino de vuelta al Origen.

Porque la tradición y la religión externa, simbolizada por el Pozo de Jacob, son buenas, son la base, la piedra que contiene el agua de la experiencia y la mantiene pura; pero ella necesita el agua de Vida, quiere convertirse en agua, manantial generoso y vivificante. Por eso el evangelista no nos presenta a una joven, sino a una mujer cansada, defraudada por la vida y por los hombres, dispuesta a soltarlo todo y apostar por la mejor parte. 

Ir al pozo es fácil, es lo conocido, lo habitual y rutinario. Hay que ir cada día, no hay sorpresas: vas, llenas el cántaro, bebes… Pero cuando la sed surge de más hondo, cuando estas tan cansado y aburrido de ir y venir cada día, bajo el sol, cubriéndote de polvo, cuando has soñado con un agua viva que calma todos los tipos de sed…

La primera (Éx 17, 3-7) y segunda lectura (Rom 5, 1-2.5-8), y también el salmo 94, insisten en la necesidad de reconciliarnos con Dios, abriendo el corazón, es decir, unificarnos, recuperar la esencia original, volver a “Casa”. Es por Jesucristo por el que hemos recuperado la paz con Dios; de Él nos viene la gracia, que es la reconciliación con Dios.

Reconciliarse es conocer, saber que Él es el Salvador del mundo, es Ser en Él, ser Él, Ser. He ahí el ojo de aguja; para atravesarlo, hemos de convertirnos en agua. Siendo agua, ya no hay sed, ni hay más anhelo, ni carencia, ni  coleccionar maridos o experiencias, ni poner el corazón o la confianza en lo inmediato. Ya no hay más buscar en lo exterior, porque Él no está lejos, no viene de afuera; está dentro, para que Le adoremos en espíritu y en verdad. Y desde ahí nos colma y nos plenifica.

Podríamos hablar de tres aguas:
-         Agua estancada. Lo que hay de agua en aquellos que escogen el mundo, con sus satisfacciones efímeras, condenado a desaparecer.
-         Agua de la experiencia, purificada por el sufrimiento consciente. La que puede pasar por el ojo de aguja. Conciencia líquida.
-         Agua de Vida. La que Jesucristo nos ofrece. Surtidor que brota en uno cuando se renuncia a los manantiales que se secan o a los pozos conocidos, para escoger la Fuente.

      Cuando el agua de la experiencia, la samaritana, tú, yo, decide que quiere ser agua de Vida, surge la reconciliación, la comunión de las aguas, la Unidad. 

Recordemos que se trata del pozo de Jacob, figura del Antiguo Testamento. El que bebe únicamente de la tradición, de la Ley, de la religión externa, basada en normas y ritos, sigue en la experiencia, vuelve a tener sed. Solo el Evangelio de Jesucristo instaura el Reino y el camino de retorno al Origen, el agua de la Vida. Porque Jesús hace nuevas todas las cosas.
En Él comprendemos que el Espíritu sopla donde quiere (Juan 3, 8), y que el templo definitivo es uno mismo, tú, yo, nosotros mismos, para adorar en espíritu y en verdad (Juan 4, 24). Esa es la maravilla, el inefable don que tanto cuesta reconocer: Dios nos habita.
                                                                                               
La samaritana es una figura teológica, como tantas en las Sagradas Escrituras. Una mujer que simboliza el alma, y los cinco maridos pueden representar, como dice Meister Eckhart, los cinco sentidos, o las cinco funciones inferiores. El sexto, el que tampoco es marido verdadero, se me ocurre que podría simbolizar esa religiosidad puramente externa que no llega al corazón, y por tanto no sacia, no une, no transforma.

Jesús, el verdadero Esposo, el séptimo, número de totalidad, el definitivo, le dice al alma que cambie su atención, que la lleve del cuerpo, lo sensual, lo inmediato, al espíritu. Porque lo que el cuerpo busca es siempre, como él, temporal e insatisfactorio, pero lo que el espíritu anhela es eterno y sacia definitivamente.

Jesús es Esposo para todos, pues se dirige a lo femenino, a la dimensión contemplativa y creativa que mora en todo ser humano, hombre o mujer; a esta dimensión de nosotros mismos, la más íntima, la que acoge y recibe, la que, una vez que ha despertado, es capaz de reconocerse como amor.

Samaría significa unión con Dios, dice Johannes Tauler. En el camino hacia esa unión, el alma va transformándose y las señales de ese cambio interior nos las dan las actitudes de la samaritana. Al principio, se muestra distante, casi insolente; a continuación, manifiesta asombro, seguido de respeto, y, al final, reverencia, disponibilidad plena para adorar en espíritu y en verdad.

Jesús ofrece la esencia de Su enseñanza a una mujer cansada de beber aguas que no calman la sed; una mujer que, a pesar de haberse unido ya a seis hombres, los cinco maridos y el sexto que no es, conserva la inocencia necesaria para comprender en qué consiste adorar en espíritu y en verdad, más allá de formas, nombres, lugares, templos y santuarios.
Una mujer, cuando las mujeres eran consideradas claramente inferiores a los hombres, y además samaritana, comunidad herética para los judíos, recibe del mismo Jesús nada menos que el mensaje de la universalidad.

En espíritu y en verdad… Si traducimos literalmente del griego: en pneumati kai aletheia: en la respiración (en pneumati, de pneuma, el aliento, rouah en hebreo) y en la vigilancia (a-letheia, sin lethè, sin sueño, sin letargo). Hemos de adorar despiertos, vigilando, con una respiración consciente. Cobra así todo su sentido la exhortación a orar siempre de san Pablo. Porque la Fuente nunca nos abandona; somos nosotros los que podemos olvidarla. Si nos mantenemos atentos a la respiración y al momento presente, podemos ser conscientes de la Verdad en la que somos, esa que configura nuestra identidad, que nos llena de amor porque es más íntima a mí que yo misma.

 Qué lección de oración contemplativa, qué encuentro luminoso al que estamos todos llamados, de uno en uno, qué manera de dignificar a la despreciada samaritana...
            La escogida para recibir la gran enseñanza sobre la Unidad es capaz de acogerla de un modo total, por eso se transforma en doncella, de nuevo joven y pura, enamorada para siempre del verdadero  y único Esposo. 

            Hoy, la Samaritana se asoma al blog hermano: www.diasdegracia.blogspot.com para darnos desde allí su propio testimonio.



Agua de vida, Jesed

8 de marzo de 2014

Desierto y tentaciones


Evangelio de Mateo 4, 1-11

En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre. Y el tentador se le acercó y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Pero él contestó diciendo: “Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”." Entonces el diablo lo lleva a la Ciudad Santa, lo pone en el alero del templo y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras”.”  Jesús le dijo: “También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”.” Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y mostrándole todos los reinos del mundo y su esplendor, le dijo: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. Entonces le dijo Jesús: “Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”.” Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y lo servían.



                                          Jesús en el desierto,  Carl Bloch


                                                          La llevaré al desierto y le hablaré al corazón.
 
                                                                                                              Os, 2, 14

             Después de la Teofanía en el Jordán, Jesús necesitaba silencio y soledad, para poder mirar en lo más profundo de su ser, y discernir acerca del sentido de su misión. Se retiró al desierto y ayunó durante cuarenta días, sometiéndose a la gran prueba de la soledad. Allí fue tentado y, venciendo las tentaciones, nos abrió camino para que venzamos nosotros.
¿Sucedió realmente en el desierto? ¿Fueron realmente cuarenta días y cuarenta noches? ¿O se trata de uno de los muchos recursos literarios para transmitir verdades que utilizan los evangelistas? Es lo de menos; lo que importa es que Jesucristo, el Verbo encarnado, fue tentado en lo más esencial de su misión: su mesianismo.

Desierto: soledad, desvalimiento, aridez, espejismos, prueba, lucha interior, combate escatológico. El desierto es la desposesión absoluta, que nos enseña que dependemos de Dios. Cuánto desierto hay en cada uno, cuántos espacios yermos que esperan ser despertados y fertilizados en nuestras almas. Pero antes debemos descubrir las fuerzas malignas que nos habitan, para combatirlas y liberarnos de ellas. Porque en la soledad del desierto está el Espíritu Santo y también el espíritu no-santo, el adversario diabólico, el separador.
Qué es el desierto, sino el destierro, este mundo de aridez y rigores donde el hombre se hace consciente de su hambre y su sed esenciales, las que no sacia lo material, ni el poder ni la gloria de este mundo. Qué es el desierto, sino la búsqueda constante de la Fuente de donde mana el agua de la vida.

Atravesar el desierto es necesario para renacer o nacer por segunda vez, lo que a Nicodemo le costaba entender. Es el Espíritu quien llevó a Jesús al desierto, a ese estado de soledad e incertidumbre. Es también el Espíritu el que nos lleva al desierto y nos somete a las pruebas necesarias para purificarnos y hacernos renacer con una nueva comprensión, humildes y conscientes, valientes y libres.
Cuarenta días de ayuno permiten renacer. Jesús ayuna cuarenta días y cuarenta noches. Cuarenta: número de la totalidad, y también de la preparación. Cuarenta fueron los días que duró el diluvio y los años del éxodo de Egipto hacia la Tierra Prometida. Cuarenta días, tras la Resurrección, estuvo Jesucristo en la tierra antes de subir al Padre.



                             Las tentaciones de Jesús, Duccio di Buoninsegna


                  Hijo mío, si te das al servicio de Dios, prepara tu ánimo a la tentación.

                                                                                                                Eclo, 2, 1
                                                                                                              
Mateo y Lucas mencionan las tres tentaciones primigenias y universales que, de un modo u otro, todos tenemos que superar. Las tres se orientan a poner a Jesús en la prueba de escoger entre su propia voluntad y la voluntad de Dios.

            Se diría que la primera tentación es puramente física. Nada más lejos del verdadero sentido del Evangelio. Como responde Jesús: no solo de pan vive el hombre. La han llamado la tentación del materialismo, pero su alcance es más sutil y refinado; apunta a esa tendencia, presente en el hombre, a obrar según su propia voluntad y "alimentarse" de sus propias ideas y consideraciones. La maligna propuesta consistiría en usar el poder espiritual para contravenir las leyes naturales en beneficio propio.

La segunda, es la tentación de la soberbia, la vanidad espiritual, la más sutil. Es muy astuto este diablo; no son solo instintos y bajas pasiones lo que Jesús está combatiendo; ni siquiera son las terribles tentaciones de San Antonio. No podía ser de otro modo, si el tentado es el Santo de Dios, que vence de nuevo, por amor, humildad y confianza.
 
La tercera tentación es la del poder y la gloria del mundo. Satán, sibilino, propone a Jesús hacer alarde de sus poderes para ganarse la adhesión de las gentes, que esperan un Mesías triunfal que se rebele contra Roma. En lugar de sublevarse contra la opresión romana, Jesús decide hacer la Verdad accesible a todos, predicar el Reino, completar la Ley con el Amor, cambiar las almas para cambiar el mundo. Negándose a adorar y servir al príncipe de este mundo, está aceptando, ya en el desierto, la cruz.
 
Las tentaciones que nos acosan a lo largo de la vida nacen de estas tres grandes pruebas y se adaptan, según esa astucia diabólica, al nivel de ser y de comprensión espiritual de cada uno.
Si tuviéramos más clara la Meta, no solo con lo intelectual, sino también, sobre todo, con lo emocional, no caeríamos tan a menudo ni perderíamos tanto tiempo. Porque las tentaciones siempre tienen que ver con algo que es bueno, un bien menor. Jesús es maestro en discernimiento, nos enseña a escoger el Bien absoluto, anteponiendo la voluntad de Dios a la propia.
Como dice Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae: “La tentación que viene del enemigo se realiza a modo de sugerencia. Ahora bien, una sugerencia no se propone a todos de la misma forma: a cada uno se le presenta partiendo de aquello a lo que está apegado. Por eso, el demonio no tienta de primeras al hombre espiritual con pecados graves, sino que comienza con cosas ligeras para llevarlo más tarde a cosas graves.”
Cada uno de nosotros tiene un rasgo o defecto principal, un nudo gordiano de su carácter, la espina de Satanás que San Pablo decía tener clavada en la carne y le impedía hacer lo que quería y le instaba a hacer lo que no quería. Ahí es donde estas tentaciones primordiales se “especializarán”, para atacar a cada uno en su talón de Aquiles, que tiene que ver con su defecto o rasgo principal, donde más le duele a cada uno. Es necesario luchar contra los falsos “yoes”, que se aglutinan entorno a ese rasgo principal.

Según Dostoievski, las tres propuestas diabólicas, resumen toda la historia de la humanidad desde ese momento hasta hoy. Nos conoce bien, el adversario… Y, como señala el torrencial e incisivo Fabrice Hadjadj, se oponen a tres de las peticiones del Padrenuestro. Transformar las piedras en panes se opone a la petición del pan de cada día. Arrojarse desde el Templo, a Hágase tu voluntad. Todos los reinos de la tierra a cambio de adorar al tentador, es lo opuesto a Venga a nosotros tu reino.

            La astucia del diablo usa nuestras propias defensas y las vuelve en nuestra contra. Lo hace hasta con las Sagradas Escrituras, tergiversando su sentido. Qué manipulables son los textos sagrados si se acude a ellos sin contar con Dios. El "acusador", el "separador" los conoce y recita a la perfección con sus fines malévolos, en este combate escatológico que se sigue librando en nuestras almas. Pero tenemos la Palabra viviente para vencer a quien quiera manipularnos con la palabra escrita. ¿De qué nos sirve la vana palabrería, por muy erudita, sugerente o novedosa que pueda resultar, si nos separamos de la Palabra encarnada?
 
Mundo, codicia y vanagloria se disfrazan de pan, tierra, paz… Cómo me suena la demagogia de este seductor sibilino que camufla sus malas artes con un falso humanitarismo y una justicia limitada. El diablo presenta a Jesús posibilidades aparentemente buenas para él y para todos. Pero lo que busca es que haga algo por sí mismo, por su cuenta, prescindiendo de la voluntad de dios. Pan, tierra, paz, justicia para todos… ¡Claro!, sin olvidar que Jesús, el verdadero y más radical revolucionario, quiere darnos más, mucho más, no se queda solo en las realidades perecederas de este mundo, a las que todos tenemos derecho y debemos defender, sino que apunta a Lo Real y, por lo tanto, eterno.



                                   Jesús vence las tentaciones, William Hole


Jesús prefiere el desprecio de las masas, una muerte humillante, un fracaso aparente que abre las puertas a la Vida verdadera para todos, antes que un triunfo mundano y por tanto fallido. Por eso se negó a desafiar la voluntad del Padre, se negó a utilizar su propio poder y a realizar milagros innecesarios o exhibiciones vanas. Los valores de este mundo son sometidos por Aquel que nos muestra el camino. El nuevo Adán vence donde el viejo Adán cayó. No se dejó engañar por un mesianismo falso, terrenal, disfrazado de buenas intenciones.

            Él venció en el desierto para enseñarnos las virtudes de la humildad y de la confianza en Dios. Con las tentaciones sufridas en soledad, en ese combate “cuerpo a cuerpo”, el alma se fortalece, se vigoriza y se libera de lo que ya no le sirve, para seguir creciendo, elevándose hacia la mejor versión de sí misma. Pero creer que es uno mismo, por sus propios méritos, el que vence y se libera es volver a apostar por la gloria de este mundo, caer en sus redes de soberbia y vanidad.

            Jesucristo es el Hombre Nuevo, que nos señala el camino de transformación. Porque la tentación no es mala en sí, al contrario, permite evolucionar, al vencer las fieras (Mc 1, 13) interiores y exteriores. Por eso, en el Padrenuestro, la oración por excelencia, no pedimos ser librados de la tentación, sino ayuda para vencerla. Porque lo que propone Satanás son, como dice Fulton Sheen, los tres atajos para no pasar por la cruz. Vencer consiste en no tomarlos y seguir por el caminio estrecho que conduce a la Vida.

           Jesús vence por amor y, en lugar de aceptar milagros en su propio beneficio, decide seguir los caminos del Padre, aunque estos lleven al fracaso aparente y la muerte en cruz, y no los caminos de los hombres, de triunfo y gloria en el mundo. Él sabía que debía transformar a los hombres con el arma del amor, no con la espada o los milagros. La astuta dialéctica del diablo es vencida por la fuerza de la verdadera inteligencia, la que conecta con el corazón.



                                   Jesús es servido por ángeles, Fra Angelico


                                                                              Acostúmbrate, hijo, al desierto.

                                                                                                       Joseph Brodsky


El tentador no pudo doblegarle y se retiró hasta otra ocasión. Probablemente intuía que en la Cruz el Hijo de Dios volvería ser invencible; por eso ya nos estaba mirando a nosotros de soslayo, frotándose las manos. Diría: iré a por esos que, si quieren, en Él son invencibles, pero son débiles y les va a costar comprenderlo. Y ahí es donde se sutiliza al máximo su estratagema, con esa demagogia de“benefactor” que nos quiere vender a un Jesús más humano y asequible, más de“andar por casa”.
Las argucias diabólicas siguen siendo solapadas y difíciles de captar. Hoy se basan a menudo en ese postmoderno prescindir de Dios, tomando a Su Hijo por uno más o, como mucho por otro avatar, como si fuera solo una preciosa metáfora del itinerario que hemos de seguir, un simple manual, muy bien concebido, eso sí, de lo que hemos de hacer para realizarnos.
Una metáfora maravillosa, un símbolo prodigioso..., pero también, y sobre todo, el Camino, la Verdad y la Vida. Si perdemos la realidad del Verbo encarnado, esa Verdad plena y fecunda, si la soltamos, hipnotizados por tendencias, teorías, concepciones conciliadoras y relativistas, perdemos el sentido de nuestra vida y, ¡ay!, de nuestra muerte.

            Solo Dios basta, solo Dios Es, y Jesucristo es Dios. Lo saben aquellos a los que el Espíritu se lo revela. No se trata de quedarnos estancados en lo mágico o en lo mitológico, sino de cerrar el círculo, dando un salto infinito e integrador que nos hace infinitos y nos integra, porque nosotros, en Él, con Él y por Él, somos Uno. He ahí el verdadero no-dualismo, la Unidad. El mesianismo fácil que Jesucristo rechazó, por la perfección y pureza de su alma, puede calar muy fácilmente en nosotros, que tantas veces confundimos y pervertimos el sentido de lo religioso y lo espiritual. Caer en la tentación, y perder la vida, sería fabricarnos un Jesús a nuestra medida, según nos sugiere este adversario seductor.
 
Para los que se aferran a lo material tiene su amplio repertorio de tentaciones, de diferente grado de sutileza, desde lo más grosero a lo más refinado. Y, para los que han conectado con lo trascendente y aspiran a los valores imperecederos, es a quienes dirige ese arsenal tan perverso como astuto, lleno de ambigüedades y de mentiras sutilísimas que, solo respaldados por Aquel que es la Verdad, podemos desenmascarar. Entonces, cuando sintamos asomar su pezuña insidiosa, dentro o fuera, hay que afinar y mantener la guardia, recordando que sin Jesucristo no somos nada, y que Él venció al mundo.
 
Porque también para los que defienden la divinidad de Jesús, el adversario tiene sus artimañas embaucadoras. Ese creerse y sentirse superiores a los que no piensan, sienten, viven igual, olvidando aquello de “quien no está contra mí, está conmigo".
 
Jesús venció las tentaciones y nosotros las podemos vencer si nos mantenemos unidos a Él y reconocemos que todo lo bueno, lo real, nos viene de Su mano. Solo así podemos desenmascarar al tentador, que nos ofrece un Jesús falso, mostrándolo atractivo y fácil de seguir, con el fin de que perdamos las huellas del verdadero. Unas huellas que, le guste o no al ego, pasan inevitablemente por el camino del calvario y por la cruz, preámbulo de la resurrección.
 
No caigamos en la tentación de suavizar el Mensaje, ni hacer de Jesucristo una píldora fácil de tragar, evitando todo lo que tenga que ver con el sufrimiento o el sacrificio. Porque precisamente el Sacrificio de la Cruz venció al príncipe de este mundo, que aún intenta en vano, separarnos de la Vida y el Amor.