5 de abril de 2014

La resurrección y la vida

Evangelio de Juan 11, 3-7.17.20-27.34-45
En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: "Señor, tu amigo está enfermo". Jesús, al oírlo, dijo: "Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: "Vamos otra vez a Judea". Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?" Ella contestó: "Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo". Jesús, muy conmovido, preguntó: "¿Dónde lo habéis enterrado?" Le contestaron: "Señor, ven a verlo". Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: "¡Cómo lo quería!" Pero algunos dijeron: "Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?" Jesús, sollozando de nuevo, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: "Quitad la losa". Marta, la hermana del muerto, le dice: "Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días". Jesús le dice: "¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?" Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea para que crean que tú me has enviado". Y dicho esto, gritó con voz potente: "Lázaro, ven afuera". El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: "Desatadlo y dejadlo andar". Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

 La Resurrección de Lázaro, Giotto
                                           

Cuántas veces somos como Lázaro, muertos que esperan una voz clara y poderosa para volver a la vida, auténticos zombis dominados por la inercia, los prejuicios y por ese enemigo sutil que adormece, aliena y mata: el exceso de comodidades, germen de pereza y hedonismo.

Sal afuera, nos dice Su voz; fuera de tus rutinas, tus mentiras y tus miedos; sal afuera del egoísmo, la ambición y la búsqueda de ventajas; fuera de esa casita de muñecas que confundes con lo real, mira que es un sepulcro oscuro y frío.

Cuántas veces, más muertos que Lázaro, nos quedamos en la "añadidura", olvidando lo esencial. Porque las palabras de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida", no son solo promesa de eternidad. Ya ahora, aquí, sin que el cuerpo haya muerto todavía, Él resucita lo que en nosotros estaba muerto, nos despierta y nos llama a una nueva vida, ese reino de amor, verdad y justicia que nos empeñamos en no ver, cuando está tan cerca, tan dentro.
Nos ayuda a reflexionar sobre esta ceguera y esta muerte en vida que nos acecha, y a despertar a nuestra verdadera esencia, el comentario de Enrique Martínez Lozano al Evangelio de hoy:


LO QUE SOMOS, NO MUERE

            Se trata de la séptima y última señal de Jesús, en el cuarto evangelio. Tal como la narración ha llegado a nosotros, aparece profundamente elaborada, a la vez que cargada de simbolismo y de mensaje teológico.  
            John Meier, de acuerdo con los exegetas más rigurosos, afirma que estamos ante un relato que habría sufrido muchas modificaciones en la tradición, a lo largo de las décadas transcurridas antes de que llegara al evangelista. Es probable que Juan haya reelaborado, y con mucha amplitud, un texto muy breve en su origen, que hablaría de la curación de alguien que se hallaba al borde de la muerte.
            Aparte del análisis del propio texto, en el que se aprecia la intervención de diversas manos, hay más datos que confirmarían la profunda reelaboración catequética o teológica que realizó el autor último del evangelio.
           
            La intencionalidad de este autor –el mensaje que busca transmitir-, si tenemos en cuenta el desarrollo del evangelio en su conjunto, parece evidente: Jesús es la resurrección y la vida del pueblo, representado en la figura de Lázaro (o Eleazar, de ´El ´Azar: “Dios ayuda”).
            Todo el relato gira en torno a esta frase, absolutamente central: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”.
            Parece que la comunidad joánica se reconocía en esa confesión de fe. Por eso se subraya especialmente frente a lo que era la creencia judía, que el autor había puesto en boca de Marta: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”.
            La larga historia del texto, a la que hacía alusión más arriba, junto con la profunda reelaboración última a manos del evangelista, nos aporta diferentes detalles: la presentación de la muerte como un “sueño”; la referencia a los “cuatro días”, según la idea de los rabinos, para quienes el “alma” seguía rondando al cuerpo durante tres días, a partir del cual no cabía ya ninguna esperanza de que el muerto volviera a la vida; la insistencia en el llanto de Jesús que, a la vez que revela su profunda sensibilidad, carecería de sentido en el caso de que fuera a devolver a Lázaro a la vida física; la descripción del sepulcro como una “cueva”, tapada con una losa; la presentación del difunto, con “los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario”; la orden que da Jesús –“desatadlo y dejadlo andar”-, que explica el sentido de la liberación que aporta, frente a una legislación y unas instituciones que ataban y paralizaban al pueblo; el mensaje que recorre el texto, desde su inicio, según el cual, todo lo ocurrido “servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado”; la constancia de que muchos judíos creyeron a partir de ahí…

            Más allá de todo ese conjunto de temas, el centro de la narración que ha llegado a nosotros es, como decía, la afirmación de Jesús como resurrección y vida. Dicho de otro modo: la resurrección es ya ahora. Esa parece que era la convicción de algún grupo cristiano, como expresa este texto de un evangelio apócrifo: “Quien dice: «primero se muere y después se resucita, se engaña». Si no se resucita mientras se está aún en vida, tras morir, no se resucita ya” (Evangelio de Felipe, 90).
            Esa afirmación resulta admirablemente coherente con lo que podemos apreciar desde un nivel de conciencia transpersonal. En niveles anteriores, el ego entendía la resurrección como la perpetuación y pervivencia “eterna” de su propia forma. Cuando descubrimos que ese yo no es realmente nuestra identidad, todo se ve modificado. Hasta el punto de que, con cierta ironía, pero con toda verdad, podría decirse que la resurrección consiste, no en la perpetuación del yo, sino justamente en la liberación de él.
            La muerte provoca miedo únicamente al yo, y a quien se ha identificado con él. En la medida en que, deshecha tal identificación, vamos experimentando nuestra identidad más profunda, vemos la muerte –como Jesús- como un “paso” o un “despertar”. Desaparece la forma, pero no muere lo que realmente somos.
Del mismo modo que, cada mañana, cuando salimos del sueño, muere el sujeto onírico y aparece la “nueva identidad” del yo vigílico, así ocurre en la muerte: muere el yo mental y “despierta” lo que realmente somos. Lo que ocurre es que solemos vivir tan identificados con el yo que estamos habitualmente “dormidos”.
Tiene razón el conocido dicho sufí: “Ahora estamos dormidos; cuando morimos, despertamos”.
El yo psicológico es sólo la “sombra” de lo que realmente somos. ¿Acaso sufres porque pisen tu sombra? Lo mismo pasa con el yo; vivimos tan identificados con él, que nos afligimos por su suerte: si lo “pisan”, si se deteriora y, sobre todo, si se muere…
Quizás sea eso lo que quieren expresar estos poemas de Eugenia Domínguez:
                       
                                      DOS FUEGOS

                        Dos fuegos hay en mí: uno se apaga
                        por cualquier golpe de viento;
                        el otro, invisible,
                        no dejará de arder
                        cuando yo me haya ido.

                        Hay dos fuegos en mí; uno es eterno
                        y observa compasivo cómo el otro
                        se consume tan lejos de la vida,
                        creyendo que es la vida quien lo inflama.

                        Dos fuegos hay en mí; uno artificio,
                        el otro llama que arde inextinguible,
                        con deseo de arder más
                        y más alto,
                        más hondo,
                        más real.


DESAMORDAZARME Y REGRESARME

¿Quién soy yo? Voy repitiendo
la pregunta año tras año.

Descarto lo que, sin duda,
sé que no soy.
Ni este cuerpo vulnerable
ni los enloquecidos pensamientos
ni los veleidosos sentimientos.

Como tantas veces, nada en mi cuerpo,
en mi mente, en mi corazón,
que pueda llamar yo, considerar yo
sin fisuras o incertezas.

Ni la mano que escribe
ni la boca que sonríe y besa
ni los ojos que miran.
Nada… nada…  ¿nada?

Quizá deba empezar de nuevo;
ir más allá de los ojos,
desamordazar los ojos,
deshacerlos, quedarme con su esencia…

Tal vez sea, en primer lugar,
la mirada que contempla,
que taladra y desvela,
que une lo observado y el que observa…

Acaso deba hacer así con todo;
desamordazar la boca,
que ríe, besa y alienta,
capaz de pronunciar
palabras que sanen o verdades…

Desamordazar la mano que escribe,
que nombra y silencia,
que pregunta y contesta
a la vez, mano que baila
porque oye en el temblor de una garganta
la voz del universo…

Acaso deba hacer así con todo;
ir siempre más allá de la apariencia,
desmontar las tramoyas, los telones,
y encontrar lo que soy,
creciendo libre.

No somos el yo que desaparecerá, sino la Vida que nunca muere. Tenía toda la razón Jesús cuando se definía a sí mismo diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Eso es lo que, en el nivel profundo, no-dual, somos todos.  


                                Salmo 129, De profundis clamavi, W. A. Mozart
                                                  Por Johann Joseph Fux