27 de diciembre de 2014

La familia espiritual


Evangelio de Lucas 2, 22-40

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret, El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.


                            La Presentación en el Templo, Giovanni Battista Pittoni


                           Mirad hacia Él y quedaréis radiantes.
                                                                  Salmo 33,6


              Cuando se apague la lámpara de esta vida, brillará la luz de la vida que no se apagará jamás. Será para ti como la aparición del esplendor del mediodía en pleno atardecer. En el momento en que piensas que vas a extinguirte, te levantarás como la estrella de la mañana (Jb 11,17), y tus tinieblas se transformarán en luz de mediodía (Is 38,10).
                                                                      Beato Guerrico de Igny


En Malaquías 3, 1-4, aparece una prefiguración de Jesucristo como Salvador. Se nos dice que viene como fuego que purifica, como lejía que blanquea, como fundidor que refina y sutiliza… Podemos participar de esa Obra que Él hace en nosotros, si actuamos, pensamos sentimos en Él, porque Él transmuta todo, refina todo, purifica todo. Y como Él no viene con paños calientes ni algodones, nosotros hemos de ser también decididos y radicales en esta labor necesaria para que la ofrenda que somos pueda ser presentada.

El Verbo se hizo hombre para liberarnos, nos recuerda San Pablo en la Carta a los Hebreos 2, 14-18. Y como hombre, con muerte de hombre, venció al diablo, al separador,“y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos.” Se hizo hermano nuestro para elevarnos, y ha pasado voluntariamente por la prueba del dolor para “auxiliar a los que ahora pasan por ella.” Se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación definitiva del hombre es la unidad con el Único. Qué misterio grandioso para la mente…, solo el corazón vislumbra su grandeza.

En el versículo que precede inmediatamente al Evangelio de hoy, leemos: y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción (Lc 2, 21). Ese Nombre, que significa Salvador, es la mejor, más efectiva y poderosa bendición que podemos dar y darnos. Nombre nuevo y antiguo, Nombre eterno, que no separa ni divide como el resto de los nombres, sino que ilumina, transforma y da la Vida.

Cuarenta días después de su nacimiento, como establecía la ley de Moisés, María y José llevan al Niño Jesús al templo, con el fin de ofrecerlo al Señor. Con este ritual se llevaba a cabo la purificación de la madre y la ofrenda del primogénito a Dios. Otro ejemplo claro de que cuando Jesús irrumpe en la Historia, no abole las leyes, sino que las completa y perfecciona, las trasciende dentro de ellas.

Los dos pichones que llevan, la “tasa”de los pobres, son todo un símbolo, como su nacimiento en el portal de Belén, de la actitud que Jesús tendrá, y nos enseñará a tener, hacia las riquezas del mundo, y de quiénes son sus “preferidos”: los pobres, los últimos, los excluidos, los abandonados.

Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad. Porque Lo hemos “visto”, podemos, como Simeón, irnos en paz cuando llegue la hora, ya no hay miedo a la muerte, lo ha conjurado Jesús. Desde el principio, su existencia terrena es una purificación destinada a todos.

“Y a ti una espada te traspasará el alma”: es el anuncio del sufrimiento extremo de María, corredentora, como todos los que saben aceptar y entregar el sufrimiento consciente. A la Virgen María la espada del dolor le traspasó el alma, como vaticina hoy Simeón. Y ese dolor que no sufrió en el parto del Hijo, y sí en el parto espiritual de nosotros, también sus hijos, la hizo corredentora. Todo sufrimiento consciente, asumido con la mirada en esa Meta de Amor y de Unidad, hace de nosotros nuevos corredentores, luz del mundo, presencia de Dios.

En Ana de Fanuel vemos la constancia, la esperanza, la fidelidad, la coherencia, el servicio, la entrega generosa y entusiasta. Cuántas virtudes nos transmite Lucas, en apenas cinco líneas…

Fe y confianza, sin ellas no podríamos avanzar en el Camino. Simeón y Ana son nombres simbólicos: Simeón, “el señor ha escuchado” y, Ana, “regalo”. Dos profetas ancianos, sencillos y fieles, que se han preparado para poder reconocer la Luz y recibirla, que esperan y confían. Queda claro que en ese momento de revelación y anuncio, acaba el tiempo de la ley y comienza el tiempo del Espíritu, que les ha inspirado e impulsado.

La trayectoria y la actitud de Ana y Simeón nos recuerdan que, por nosotros mismos, podemos hacer muy poco, pero, si contamos con la luz y el apoyo de Dios, somos capaces de todo. Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia divina. Caminamos de su mano, junto a Él, enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad.

Jesús, el Salvador, la Luz del mundo es bandera discutida, como dice Simeón, porque la entrega a Él no admite medias tintas o ambigüedades: lo aceptamos o lo rechazamos; estamos con él o contra él. La radicalidad de su mensaje y su misión nos pide ser radicales también en las opciones

José y María cumplen con la ley y regresan a su casa, su trabajo, su cotidianeidad, en la que el Niño irá“creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.” Jesús, como hombre, ha de desarrollarse, vive un proceso de crecimiento exterior e interior, no nace sabio… Es la gracia de Dios, Su propia gracia, la que acompaña al ser humano que también es, y le permite desarrollarse en todos los sentidos hasta llegar a Su plenitud.



"Nunc dimittis", Cántico de Simeón, Taizé


Hoy, Solemnidad de la Sagrada Familia y memoria de los Santos Inocentes, asesinados por Herodes (www.diasdegracia.blogspot.com ), la Iglesia celebra la Jornada por la Familia y por la Vida

En la Carta a Filemón, San Pablo nos dice que los lazos espirituales son infinitamente superiores a los carnales. Porque la libertad a la que nos guía la Sabiduría fortalece la fraternidad; escuchar a Cristo y cumplir la voluntad del Padre es conectar con la verdadera familia (Lc 8, 21).

En claro paralelismo con la figura de Moisés, que condujo a su pueblo en el éxodo de Egipto hacia la tierra prometida, Jesucristo nos libera de la muerte y, además, de las esclavitudes a las que nosotros mismos nos sometemos, pues el Egipto opresor está dentro de nosotros, y la tierra prometida que mana leche y miel, también (Ex 3, 17).

Hacerse consciente, saberse prisionero, es el primer paso para abandonar Egipto, la tierra de la esclavitud y la inconsciencia, y darse la vuelta para regresar a Israel, tierra de la plenitud y la realización, de la consciencia y la libertad. Las diez plagas que asolaron Egipto antes de que los judíos emprendieran su camino por el desierto, son símbolo del proceso necesario para alcanzar la consciencia plena.


File:Raffaello Sanzio - La Sagrada Familia con un cordero.jpg

La Sagrada Familia del Cordero, Rafael


            La Sagrada Familia es modelo para todas las familias desde hace dos milenios; para las familias institucionalizadas o exteriores y, sobre todo, para la verdadera familia: la familia espiritual, unida por lazos eternos, la formada por aquellos que, en palabras del propio Jesús, escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8, 20). No es, por tanto, una familia según la carne o la sangre, sino en espíritu y en verdad.

             La familia como institución puede llegar a ser nociva y, de hecho, por mucho que gusten esas lindas imágenes de ofrendas al papa por familias exteriormente modélicas, hay mucho sueño, incoherencia y mecanicidad en casi todos los hogares, como los hay en uno mismo. La familia exterior es a menudo reflejo de la sociedad en que surge, y reproduce sus lacras: consumismo, hedonismo, competitividad, egoísmo, inercia…

              La verdadera familia es la espiritual, la que está más allá de la reproducción y el crecimiento de la especie… Ya Jesús mencionó, ensalzándolos sutilmente para el que puede entender, a quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos (Mt 19, 12). Y San Pablo escribió que si casarse es bueno, no casarse es mejor (1 Cor 7 7-9.27.37-38).

            Es la Palabra encarnada en cada uno la que hace posible la familia real y duradera como semilla del Cuerpo Místico, esa Iglesia interior que nos llama desde la Jerusalén celeste.

             Posponer al padre y a la madre, a la mujer y los hijos, a los hermanos y hermanas, es requisito ineludible para seguir a Jesús (Lc 14 26). ¿Queremos ser buenos, o perfectos como el Padre? ¿Conformarnos con obrar según la norma externa, como el joven rico, o, además, ser coherentes desde el centro del corazón (Mt 19, 16-23)? La perfección es seguir radicalmente al Jesucristo, el Maestro, que no tiene nada ni se apega a nada ni nadie que lo detenga y lo aleje de su Misión. Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 20).

            La familia según la carne puede incluso atacar a la que se forma con los lazos del espíritu, cuando cree que esos lazos, sutiles y firmes, amenazan el orden establecido, las costumbres y normas externas y los valores que priman hoy, tan alejados a veces de los que inspira la enseñanza de Jesús (Mt 10, Mateo 10, 21), revolucionaria como ninguna.

           Docilidad, desapego, generosidad, confianza, valores evangélicos tan olvidados en una sociedad competitiva y hedonista, donde afanarse, preocuparse, medrar, prosperar a costa de lo que sea o de quien sea, suele ser hasta bien visto.

             Pero la vida de Jesús, el Maestro, es lo más alejado de los afanes mundanos, la estabilidad, los placeres, las comodidades y los privilegios. El verdadero discípulo no se asienta ni se acomoda, no se establece ni se congela, no busca en el exterior un bienestar que le adormece. Al contrario, está siempre de pie, el corazón encendido, la cintura ceñida, dispuesto a reemprender el camino en medio de la noche.

             Por eso, la Sagrada Familia es ejemplo de actitud y de propósito. Van, vienen, cambian, crecen, evolucionan según la Voluntad del Padre, valientes y libres, confiados y generosos, sin apegarse a lugares o circunstancias. Un seguimiento radical como el suyo es imprescindible para el que no se conforma con ser “bueno” y decide trabajar por el Reino, que sufre violencia y los violentos lo arrebatan (Mt 11-12).

           ¿Qué tiene que ver esto con la estabilidad, el orden, el conformismo o el bienestar? Si aún nos cuesta responder a esta pregunta, o la respuesta va a ser titubeante; un “sí pero…”, un “bueno, pero esto está sacado de contexto…”, leamos a Lucas: “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres, estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra.” (Lc 12, 49-53).

            La Sagrada Familia es modelo para las familias físicas pero, sobre todo, para la familia espiritual. No en vano, el Padre de esta Familia es Dios Padre, el esposo, el Espíritu Santo y el Hijo es el Verbo. San José cumple la función de padre impecablemente, sin ser padre de carne, y María es hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo, lo que cada alma está llamada a ser siguiendo su guía.


                   Imágenes de El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini

              En rápida sucesión y al ritmo de Bach, una metáfora de la vida terrena de la Sagrada Familia, siempre en la inestabilidad material, en lo incómodo, en lo precario y amenazado por los poderes del mundo. Su centro de gravedad, sus apoyos, nunca estuvieron aquí, en lo transitorio, sino en la confianza depositada en lo Verdadero. Que su libertad, su desapego y generosidad sean nuestra inspiración.

24 de diciembre de 2014

"Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros"


Evangelio de Juan 1, 1-1

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tinieblas, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este era de quien yo dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado.




                                   Nacimiento de Jesús, Guido di Siena

Para que nosotros, seres relativos, podamos volver al Absoluto, es preciso que el Absoluto descienda y nos tome. Ese descenso es justamente la encarnación del Verbo; ese tomarnos es Jesucristo, el Hijo único de Dios. He aquí el evangelio.

                                                                                               Paul Sédir

La luz solo es bella si está encarnada.             
Françoise Cheng

El Concilio Vaticano II nos recuerda que, desde el principio de los tiempos, el Verbo ha estado iluminando a todos los que nacen en el mundo. Desde la primera Navidad, hace ya más de dos milenios, como dice William Johnston, podemos rezar íntimamente al Jesús que anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al tiempo que creemos por la fe que el mismo Jesús, cósmico y glorificado, se le revela a todos los hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión mística con Cristo, el Verbo encarnado.

Para que Él pueda llevar a cabo su obra y nacer en nosotros sin ningún obstáculo, hemos de vaciarnos de todo lo falso y accesorio… Por eso san Agustín nos dice: “Vacíate para que puedas ser llenado; sal para poder entrar”. Vaciándonos y guardando silencio, la Palabra podrá ser pronunciada en cada corazón y podremos escucharla. Vacíos, seremos llenados; callados, Él hablará (sobre este silencio necesario para vivir la Noche Santa: www.diasdegracia.blogspot.com ). El olvido de sí hará posible el Recuerdo de Sí, que nos lleva a la Fuente de lo Verdadero.
 Jesús, el Verbo encarnado, Dios y hombre: Dios que nos creó, hombre que nos recrea. En Él vemos la imagen de Dios que el conocimiento humano puede captar y asumir. De su mano caminamos hacia la Visión plena y definitiva. Porque si la creación del mundo es expresión del poder de Dios, la encarnación del Verbo es expresión de Su amor infinito.
En Él, la naturaleza humana es elevada de su estado condicionado y abocado a la muerte, para enraizarse en el Yo del Verbo, una ya con Él. Es la encarnación; la posibilidad de levantarnos gracias a Su venida. Somos Hijos si queremos, con un destino glorioso para los que se abren a esta luminosa “propuesta”.

Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud y eternidad que integra todo, incluidas las formas y los nombres. Pero si nos quedamos en lo temporal, no llegaremos a lo más sutil, lo sublime, lo absolutamente perfecto.
Qué misterio asombroso e inefable que Él se haya abajado, siendo lo único real, a tocar en la puerta de nuestros dormidos corazones, para que pueda encarnar en nosotros la Vida.
En su tratado Sobre la encarnación del Verbo, San Atanasio afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres hasta la Cruz, para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad.

Jesucristo, Señor del Tiempo, se insertó en la historia, se hizo uno de nosotros, limitándose a Sí mismo (kénosis: vaciamiento). Vivió cronológicamente, como un hombre mortal, para hacernos inmortales. Se adentró en el tiempo para hacerlo estallar y disolverlo con su triunfo sobre la muerte.

Desde entonces, no hay nada que hacer, según lo que el mundo entiende por "hacer", sino Ser. Solo Ser lo que se Es en Él. Porque nos ha abierto las  puertas a una eternidad donde seguir siendo.
            Dios, el verdadero no dualista, la Unidad primigenia, entra por amor en la multiplicidad. La no-forma se hace forma, lo absoluto entra en lo relativo, lo no manifestado en lo manifiesto, lo ilimitado se hace limitado, concreto, lo eterno, temporal, el Todopoderoso se vuelve vulnerable.
Si la venida de Cristo es el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto, bendita relatividad, bendita multiplicidad entonces, contemplada desde la esencia integral y unificada que nuestra condición de Hijos nos otorga.



                                               Puer natus in Bethlehem, J. S.Bach


Imitemos la humildad de Jesús, para recibir la Luz que viene con un corazón sencillo, como el de un niño, con la pureza esencial, la inocencia que permite reconocer el Misterio y aceptarlo. Él es el modelo de manifestación, porque encarnó por amor. Encarnemos conscientemente para amar sin medida, como Él. No hay un gozo mayor que el que nos brinda el Amor que podemos vivir a cada instante, en ese presente eterno donde somos uno con Él.

La Encarnación de Jesús se enfoca ya hacia la Pasión. Bien sabemos que nace para elevarnos, para morir por nosotros, caídos y condicionados; asume nuestra condición hasta el fin para liberarnos de ella.
              Vuelve a recordármelo una metáfora viviente que descubrí el año pasado, y este año contemplo de nuevo como si fuera la primera vez. Porque siempre es ahora, la primera, única vez.
             Se trata del precioso Belén de la Iglesia de San Ginés, en la calle Arenal.  Hay un lugar, que he vuelto a buscar, donde en el espejo barroco que está detrás de la Virgen, se refleja la imagen del Corazón de Jesús. La Virgen está todavía sin el Niño, con los brazos abiertos, esperándolo. Pero, detrás de ella, en el espejo, está su Hijo, ya adulto, resucitado y glorioso.
            Sincronía, atemporalidad, Kairós para el que tiene ojos que ven. Navidad y Pasión, nacer, morir y resucitar a la vez, porque no existe el tiempo para el que vive contemplando el Misterio, siempre actual.
              Y si te mueves un poco, hacia atrás, hasta que logras ver tu propia imagen en el espejo, descubres que eres uno más en la escena. Y quién vas a ser, sino otro recién nacido que la Madre espera en sus brazos abiertos. Otro Niño, el que Jesús quiere que seamos, hermanos Suyos, hijos de Su Madre, coherederos con Él del Reino al que todos estamos llamados.

Desde otro "instante sagrado", más allá del tiempo y del espacio, el poeta José Miguel Ibáñez Langlois canta con claridad y belleza el tesoro escondido de estos días: que Cristo no es un maestro más ni un avatar, que Él es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.

Él no es un iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha descubierto ni a sí mismo.
Jesús de Nazaret, qué diantres,
con la voz de la infinita humildad, simplemente susurra antes de morir:
yo soy la resurrección y la vida,
yo soy la luz del mundo,
Yo Soy El Que Soy,
Yo Soy.

20 de diciembre de 2014

Virginidad y maternidad espirituales


Evangelio de Lucas 1, 26-38

A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
The Annunciation, Simone Martini, 1333 O5HR207.jpg
                                              La Anunciación, Simone Martini


Virgen indica alguien que está vacío de toda imagen extraña, tan vacío como cuando todavía no era. (…) Si estuviera en el ahora, presente, libre y vacío, por amor de la voluntad divina, para cumplirla sin interrupción, entonces verdaderamente ninguna imagen se interpondría y yo sería, verdaderamente, virgen como lo era cuando todavía no era.
Maestro Eckhart



Oh tú, alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti al que está en ti, todo entero, de la manera más real y manifiesta? Y puesto que tú participas de la naturaleza divina, ¿qué te importan las cosas creadas y qué tienes que hacer con ellas?
                                                                                              San Agustín



Estamos a punto de celebrar la Navidad, la venida de la Luz, el Sol invicto, imagen de nuestro propio comienzo. Conmemorando el nacimiento de Jesús, nos disponemos a alumbrar en nosotros el Niño Divino. La Navidad proclama: no estás fatalmente encadenado por tu pasado, por el recuento de tus heridas, ni eres el resumen de tus fracasos ni de los sucesivos quebrantos sufridos en tu vida. Dios mismo festeja con nosotros un nuevo comienzo, naciendo en nosotros. Y, al nacer Dios en el corazón del ser humano, todo cambia y se transforma en Bien y en Bueno: el pesebre se ilumina, la pobreza es un tesoro, el abandonado se ve estrechado en un fuerte abrazo, el herido es sanado…

No es metáfora ni retórica, la Trinidad hace realmente morada en aquel que se ha desprendido de todo, ha renunciado a lo ilusorio y perecedero y está listo para experimentar el segundo nacimiento del que Jesús habló a Nicodemo. Nace así una nueva criatura, el antiguo “Adán” mortal se convierte en otro Cristo, resucitado e inmortal. Y todo, con el pecho inflamado en las llamas purificadoras de ese fuego sutil, el Amor, que nos transforma.

            Enmanuel, Dios con nosotros… La inmanencia es tan espiritual y profunda como la trascendencia. Dios no está más allá de nosotros, sino con nosotros, en nosotros. Ignorarlo es olvidar nuestra esencia, el Nombre que somos, que está en el fondo del alma y es trascendencia divina que se hace inmanente.

Volver al Nombre, hacer realidad el Yo Soy, como Jesús nos enseñó, es regresar al Paraíso antes de la Caída, y vivir ya en el Reino. Es recordar que lo femenino y lo masculino forman parte de cada ser humano, para celebrar los esponsales espirituales que nos hacen semejantes a Dios. Dioses sois, nos recordó el Maestro
            Es el femenino interior el encargado de la maternidad esencial, la que, para el Adán que somos, consiste en alumbrarse a sí mismo, dar nacimiento al hijo interior. Porque, según san Basilio, el hombre es una criatura que ha recibido la orden de convertirse en Dios. En el mismo sentido, san Cirilo de Alejandría dijo: si Dios se ha hecho hombre, el hombre se ha hecho Dios.

            Pero volver al Paraíso no es el Camino, es el sendero que nos lleva al inicio del Camino y nos pone en condiciones de emprenderlo. Es ahora cuando vamos hacia un estado en que ni ojo vio ni oído oyó. Porque la regeneración humana es una historia de amor inefable que el espíritu necesita expresar pero no puede, mientras siga confinado en este plano de límites y entropía. El Cantar de los Cantares es quizá el intento más logrado de cantar ese Amor divino, ese Dios con nosotros y en nosotros, que nos unifica y nos recrea, nuevos y libres.

No hay nada capaz de superar ese encuentro atemporal, no hay mayor tesoro, ni más digna ambición para el hombre y la mujer, nacidos para gestar dentro de sí mismos el verdadero Hombre y la verdadera Mujer, unidos indisolublemente por toda la eternidad, mientras las sombras pasan, mientras las sombras siguen pasando.

Immagine

                             Madonna del Parto, Piero della Francesca


            El Verbo encarnó; nosotros también hemos de encarnar en nuestro cuerpo, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el Misterio. Lo que nos conecta con el cuerpo sutil, llamado a perdurar cuando el polvo vuelva al polvo, es un mecanismo que a fuerza de no usarlo se nos ha oxidado y que tiene que ver con rendición, con apertura y acogida, con dejarse hacer, con inocencia esencial y confianza. Hay que “aceitarlo” para que funcione de nuevo y podamos unificarnos con lo Real que somos. Y, al volver a la Fuente de la Vida, es posible el alumbramiento de uno mismo a sí mismo a otros niveles de consciencia.

          Es en lo cotidiano, en el discurrir de la historia, donde lo trascendente se hace inmanente. Imitemos a María en su sencillez y su inocencia, en esa audacia libre de prejuicios y condicionamientos. Trabajemos para alcanzar la virginidad espiritual, que es apertura, disponibilidad de mente, corazón y cuerpo. Porque ser virgen significa ser nuevo, sin pasado, sin proyecciones, sin carga, sin lastre… Virginal es quien no se dispersa y aprende a conectar con una alegría que está más allá de los placeres mundanos, un gozo superior a cualquier goce, sin represión o rigidez, sin tristeza o cobardía, logrando ser cada vez más dueño de sí mismo para poder entregarse por entero (si no te tienes, no puedes darte) a Aquel que obra el gran milagro, Aquel que está viniendo si nosotros vamos hacia Él.
Porque la clave para vivir bien la Navidad es, además de la virginidad espiritual, la confianza. Somos conscientes de que solos no podemos hacer nada, nos abrimos y aceptamos que se haga Su Voluntad. Aprendemos a callar y a escuchar, para que en el silencio del corazón, libre ya de ruidos, de palabras inútiles, del bullicio de los vanos deseos, pueda encarnar la Palabra.



Ave Maria, Bach. Por Anne-Sophie Mutter

13 de diciembre de 2014

Testigos de la Luz


Evangelio de Juan 1,6-8. 19-28
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?” Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”. Le preguntaron: “Entonces ¿qué? ¿Eres tú Elías?” Él dijo: “No lo soy”. ¿Eres tú el Profeta? Respondió: No. Y le dijeron: ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo? Él contestó: Yo soy “la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor” (como dijo el profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta? Juan les respondió: Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.


                                            El Bautismo de Jesús, El Greco


Vosotros mismos sois testigos de que yo dije:
“Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él.”
(…) Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar.

 Juan 3, 28, 30

El mayor de los nacidos de mujer (Mt 11,11), la voz que clama en el desierto (Jn 1, 23), el precursor, Juan el Bautista, dice: "Yo no soy el Mesías" (Jn 1,20). Es necesario que Juan, el hombre, disminuya, para que el Hijo de Dios crezca.
Simbólica o realmente (en lo esencial, las fechas no importan), Juan nació en el solsticio de verano, momento a partir del cual los días comienzan a acortarse. Jesucristo, el Sol invicto, nace en el solsticio de invierno, desde el cual los días comienzan a crecer.
Hemos de disminuir, menguar, no de un modo morboso o masoquista, sino con el gozo del que sabe que su verdadera medida está más allá de lo que los sentidos perciben y que, menguando en su sí mismo temporal, vulnerable e imperfecto, está creciendo en las dimensiones que le acercan a la verdadera grandeza, su condición de Hijo, su naturaleza restaurada.
Lo humano es así la antesala de lo divino, lo temporal de lo eterno, la condición de hijos de mujer, frágiles y terrenales, de la condición de ciudadanos del reino de los cielos.
Es el sentido de la conversión que predica Juan, con la aspereza y rigor de su temperamento de asceta, necesario en aquel momento para el pueblo judío, que aún no conocía el poder transformador del amor que Jesús vino a predicar.
Conversión, metanoia, teshuvah, dejar de mirar solo lo temporal, lo material, las realidades perecederas del mundo para, con el simple gesto de dar media vuelta, que a veces cuesta sangre, sudor y lágrimas, mirar en la dirección contraria, hacia la realidades celestes, las del espíritu, seguras y eternas.

Todos somos nacidos de mujer, pero estamos llamados a participar en el Reino, haciendo nacer el Cristo interior, para ser, no ya solo imagen del Padre, sino también la semejanza perdida. Jesucristo abrió el camino. Todo el que le sigue puede entrar en el Reino y alcanzar la estatura, el tamaño, el nivel que su fe y su amor le permitan.

Juan responde: “No soy yo”. Descubre su propia identidad sin pretender apropiarse ni siquiera de una chispa de ese Sol que venía anunciando. Confesar la propia nada exige verdad y valor, honestidad y coherencia, ese hablar sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37) que enseña el Maestro. Y hay tanta palabrería vana, tanta verborrea en nuestras vidas, que a veces parece incluso hacernos olvidar ese puro desvalimiento que somos de uno en uno.

Es el camino del “no soy” que predica Johannes Tauler, el camino de la negación de uno mismo, del puro abandono, de reconocer la propia nada, con la humildad más absoluta. Dice Tauler: “Mientras te falte una partecita de verdadero abandono, mientras no la hayas adquirido de verdad, Dios ha de serte por siempre extraño y no sentirás la dicha suprema y más honda en este tiempo y en la eternidad.”
Lucifer quiso ser, Adán y Eva quisieron ser. Todas las guerras, los conflictos interiores y exteriores proceden del deseo compulsivo de ser, olvidando que no se puede ser sin morir a uno mismo. Juan el Bautista, el mayor de los nacidos de mujer, nos enseña a reconocer, sentir y decir con él: no soy Él, pues no soy nada, no soy.

El Evangelio está lleno de “no soy” asombrosos, expresión de una fe bien aquilatada con ese oro espiritual que es el mayor tesoro. La cananea y su constancia inquebrantable, a la que no le importa compararse con un perro, con tal de recibir la gracia de Jesús. El centurión, cuyo criado está al borde de la muerte, que no se siente digno de que el Maestro entre en su casa, en su vida, en su corazón, Dimas, el buen ladrón, que solo se atreve a pedir un recuerdo del Hijo de Dios cuando llegue a Su Reino.
“No soy”, está diciendo también la pecadora que se arrodilla a los pies de Jesús para lavarlos con sus lágrimas y secarlos con sus cabellos, aquella a la que tanto se le perdona, porque su negación de sí misma procede del amor. Y a quien mucho ama, mucho se le perdona (Lc 7, 47).

Nulidad, desvalimiento, reconocer que sin Él nada somos y nada podemos… El Camino del “no soy”, tan diferente en apariencia del “Yo Soy”, y tan coincidente en realidad, porque al “Yo Soy” se llega por la humildad del negarse a uno mismo. La soberbia solo lleva al “seréis como dioses” de la serpiente, y de tantos caminos que se basan en el ego, la autorrealización, la autoliberación, confiando solo en las propias fuerzas, lo que no es más que otra faceta de la diabólica separación.
Aquí está de nuevo la maravilla conciliadora e integradora del cristianismo: el “no soy” lleva implícito el “Yo Soy”. No soy en mí, por mí, para mí, pero lo Soy con Él, en Él, para Él, y con los demás por Aquel que nos conduce a los verdes prados del amor, la dicha y la libertad.

Claro que la meta es el "Yo Soy"; "Sois dioses" dice el Salmo 82 y nos recuerda el mismo Jesucristo (Jn 10, 34). Puede parecer que este “no soy” que hoy propongo de la mano de Tauler nos hace volver a la ilusión del dualismo, de la separación. Nada más lejos del cristianismo, el verdadero camino no-dual, que unifica, integra y trasciende todo.

Al “Yo Soy” se llega por el “no soy”: negarse a uno mismo, perder la vida, el mundo entero, para ganar el alma (Mt 16, 24-26). Y un ejemplo a seguir es Juan el Bautista, el precursor, voz que clama en el desierto y prepara el camino al Señor.
Es también el “caminito pequeño” de Santa Teresa del Niño Jesús, del poverello de Asís, de todos los místicos, anonadados en su enamoramiento, los Padres del Desierto, la Filocalia, el Hesicasmo, la Oración del Corazón, en todas sus poderosas y transformadoras variantes...

Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar… ¿Qué debe menguar y qué debe crecer en nosotros para dejar de ser ciudadanos del mundo, hijos de mujer, y llegar a ser ciudadanos del reino de los cielos?
Que mengüe lo que no somos, el ego, las máscaras, los frutos de la soberbia, y crezca nuestra verdadera realidad, el Cristo interior, que está deseando nacer y ya es hora de dar a luz. Porque el reino de los cielos no es una promesa, un premio venidero, sino una realidad, que es aquí y ahora o no es.
            Cada día, cada instante, podemos escoger entre ser solo hijos de mujer, de los que Juan el Bautista es el mayor, o ciudadanos del Reino, seguidores de Cristo y, por la gracia de su amor infinito, coherederos junto a Él, imagen y, por fin, semejanza.
 

                                                              Deus fit homo ut homo fieret Deus.

                          (Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.)

                                                                                             San Atanasio



Original versión de la cantata de Bach, Jesús, alegría de los hombres.
Muy apropiada para este Tercer Domingo de Adviento, Domingo "gaudete", de la alegría, en el que nos regocijamos y saltamos, como Juan el Bautista en el vientre de Isabel, al sentir la Presencia inminente del que siempre está viniendo, Jesús, el que salva.
Abrimos nuestros corazones para recibirlo, preparamos con alegría y esperanza el Camino al Señor, sin miedo a meguar para que él crezca. Porque disminuye lo que no somos y a la vez crece lo que estamos llamados a ser desde el inicio. Nos hacemos, como Juan, testigos de la Luz. Bendito Propósito, del que empezamos a ser conscientes y ante el que la existencia se rinde, se arrodilla, mengua hasta morir, para transformarse en Vida.

Otra forma de asomarse a este Misterio en www.diasdegracia.blogspot.com