28 de febrero de 2015

Su gloria es la nuestra. Al encuentro de la Luz.


Evangelio de Marcos 9, 2-10
En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.” Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo.” De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.
 
La Transfiguración de Jesús, Fra Angelico


En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente.

Col 2,9


La gloria que Cristo nos trajo era nuestra.
Él vino para que cayésemos en la cuenta.

Maestro Eckhart

            En la montaña, junto a Pedro, Juan y Santiago, somos testigos de la gloria de la resurrección. Jesús nos muestra su verdadera identidad como Hijo, para que conozcamos lo que le espera al que sea capaz de seguirle hasta otro monte, el Gólgota.
Nos enseña el camino de negación y renuncia a lo que no somos, pero que nos ha dominado durante demasiado tiempo. Camino estrecho, camino doloroso muchas veces, aunque mantengamos la serenidad y la apariencia de nuestra vida sea apacible y alegre.

            La batalla es necesaria dentro de cada uno, porque hemos ocultado lo que realmente somos bajo muchos disfraces, poses y prejuicios, detrás de máscaras tan pegadas a nuestra piel que arrancarlas cuesta y duele, a unos más que otros, a alguno tanto que es incapaz de reconocer que lleva máscara o disfraz.
            Pedro se equivoca al equiparar a Jesús con Moisés y con Elías, cuando propone hacer tres tiendas y quedarse los seis, tan a gusto, en la montaña (www.diasdegracia.blogspot.com ). Aún no se da cuenta de que Jesús es Único, no es comparable con los profetas. Es el mismo Dios quien hace callar a Pedro y nos permite oír Su voz: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo.”
             ¿Lo escuchamos realmente? ¿Dejamos que nos hable y nos toque para confortarnos y animarnos en nuestras vidas, a veces tan solitarias y tan vacías de sentido, tan alejadas, ay, a veces de lo esencial?
                     
El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14). Cristo encarnó; nosotros también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el Misterio. El que se ha hecho uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico (1Cor 12, 27), se alimenta de Su luz, el universo lo atraviesa y está completamente vivo.

Cuando lo interior se hace exterior y empezamos a vivir en el centro que somos, transmutando lo que nunca fuimos, la luz del Tabor se enciende como una llama, al principio pequeña, casi imperceptible, que poco a poco va creciendo, iluminándonos desde dentro y mostrando su fulgor a quienes han encendido también esa llama en su corazón. Entonces vivimos ya en la eternidad, llenos de gracia y de verdad, y la gloria del Padre, presente en el alma, nos hace comprender que la Transfiguración no es un relato pascual fuera de sitio, sino una auténtica experiencia a la que estamos llamados. Quien se mira en Dios para unirse a Él, no solo puede acceder a esa experiencia, sino que, en las dimensiones atemporales que la mística permite vislumbrar, está gozando ya, todo su ser transfigurado, de la Pascua eterna.

Somos hijos de la luz (Ef 5, 8). El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no se vive hoy, difícilmente nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12) y, con Él, somos la luz del mundo (Mt 5, 14).

Pedro, Santiago y Juan han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo, como se verá en los acontecimientos posteriores al del Tabor. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y los transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible.

La multiplicidad, sublimada e integrada en la Unidad; la dualidad, transfigurada y ascendida a la no-dualidad. A eso hemos venido, a elevar con Él y por Él lo contingente, a trascender y eternizar lo perecedero, a unificarlo todo en Él.

Cuando comprendes el sentido de tu existencia, lo aceptas y te pone manos a la obra con los ojos y el corazón fijos en Aquel que nos da el propósito y la misión, empiezas a reflejar en tu rostro la luz y los rasgos de Jesucristo, porque ya no eres un ego separado, que se afana, se defiende y acapara, sino Cristo, vida nuestra (Col 3, 4).
Porque la luz del Tabor es prefiguración del estado que espera a quienes siguen a Cristo en la cruz y en la resurrección. Así lo expresa San Agustín en las últimas líneas de La muerte no es el final:

Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás. AMÉN




Vértigo y Luz
Asomándome hoy a un nuevo abismo,
recuerdo: polvo eres,
y descubro la grieta
por donde se coló cierta mentira.

Ni polvo enamorado ni ceniza
con o sin sentido, somos vértigo
y la luz que ilumina y no deslumbra;
esa luz que ilumina y nos alumbra;

la que no ha de apagarse
cuando la transparencia haya borrado
los días que perdimos sin amar,
por miedo o por olvido.

Vértigo y luz,
la memoria despierta,
sosteniendo la vida
para la Vida.

21 de febrero de 2015

Desierto, antesala del Reino


Evangelio de Marcos 1, 12-15

En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre las fieras y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”.
 

                                            Jesús es servido por ángeles, Fra Angelico


                                                                 La llevaré al desierto y le hablaré al corazón.
                                                                                                                 Oseas, 2, 14
 
            Después de la Teofanía en el Jordán, Jesús necesitaba silencio y soledad, para poder mirar en lo más profundo de su ser, y discernir acerca del sentido de su misión. Se retiró al desierto y ayunó durante cuarenta días, sometiéndose a la gran prueba de la soledad. Allí fue tentado y, venciendo las tentaciones, nos abrió camino para que venzamos nosotros.
¿Sucedió realmente en el desierto? ¿Fueron realmente cuarenta días y cuarenta noches? ¿O se trata de uno de los muchos recursos literarios para transmitir verdades que utilizan los evangelistas? Es lo de menos; lo que importa es que Jesucristo, el Verbo encarnado, fue tentado en lo más esencial de su misión: su mesianismo.
Desierto: soledad, desvalimiento, aridez, espejismos, prueba, lucha interior, combate escatológico. El desierto es la desposesión absoluta, que nos enseña que dependemos de Dios. Cuánto desierto hay en cada uno, cuántos espacios yermos que esperan ser despertados y fertilizados en nuestras almas. Pero antes debemos descubrir las fuerzas malignas que nos habitan, para combatirlas y liberarnos de ellas. Porque en la soledad del desierto está el Espíritu Santo y también el espíritu no-santo, el adversario diabólico, el separador.
Qué es el desierto, sino el destierro, este mundo de aridez y rigores donde el hombre se hace consciente de su hambre y su sed esenciales, las que no sacia lo material, ni el poder ni la gloria de este mundo. Qué es el desierto, sino la búsqueda constante de la Fuente de donde mana el agua de la vida.
Atravesar el desierto es necesario para renacer o nacer por segunda vez, lo que a Nicodemo le costaba entender. Es el Espíritu quien llevó a Jesús al desierto, a ese estado de soledad e incertidumbre. Es también el Espíritu el que nos lleva al desierto y nos somete a las pruebas necesarias para purificarnos y hacernos renacer con una nueva comprensión, humildes y conscientes, valientes y libres.
Cuarenta días de ayuno permiten renacer. Jesús ayuna cuarenta días y cuarenta noches. Cuarenta: número de la totalidad, y también de la preparación. Cuarenta fueron los días que duró el diluvio y los años del éxodo de Egipto hacia la Tierra Prometida. Cuarenta días, tras la Resurrección, estuvo Jesucristo en la tierra antes de subir al Padre.
Mateo y Lucas mencionan las tres tentaciones primigenias y universales que, de un modo u otro, todos tenemos que superar. Las tres se orientan a poner a Jesús en la prueba de escoger entre su propia voluntad y la voluntad de Dios.
Según Dostoievski, las tres propuestas diabólicas, resumen toda la historia de la humanidad desde ese momento hasta hoy. Nos conoce bien, el adversario… Y, como señala el torrencial e incisivo Fabrice Hadjadj, se oponen a tres de las peticiones del Padrenuestro. Transformar las piedras en panes se opone a la petición del pan de cada día. Arrojarse desde el Templo, a Hágase tu voluntad. Todos los reinos de la tierra a cambio de adorar al tentador, es lo opuesto a Venga a nosotros tu reino.
Las tentaciones que nos acosan a lo largo de la vida nacen de estas tres grandes pruebas y se adaptan, según esa astucia diabólica, al nivel de ser y de comprensión espiritual de cada uno.
           Jesucristo es el Hombre Nuevo, que nos señala el camino de transformación. Porque la tentación no es mala en sí, al contrario, permite evolucionar, al vencer las fieras interiores y exteriores. Por eso, en el Padrenuestro, la oración por excelencia, no pedimos ser librados de la tentación, sino ayuda para vencerla.
Marcos sintetiza, conciso, abstracto, tan acorde con la nueva lógica convergente que estamos alumbrando. No  le hace falta concretar ni detallar; elige centrarse en el desenlace de esa cuarentena de fricción, esa aventura de transformación y revelación: el anuncio del Reino.
Se ha cumplido el plazo; hoy más que nunca estamos en el límite; se cierra la apertura temporal.
            Conversión: encuentro con la Versión Original (www.diasdegracia.blogspot.com ). Cambiamos o seguimos encadenados al olvido, transmutamos para regresar a Casa o preferimos seguir ad eternum dando al César lo suyo y lo de Dios.
  

 
La llevaré al desierto, Sor Tomasina 
  

14 de febrero de 2015

El verdadero milagro


Evangelio de Marcos 1, 40-45
En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio.” La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
 
Curación del leproso, Catedral Vieja de Salamanca. Retablo
                               Curación del leproso, Catedral Vieja de Salamanca

            Hace dos mil años, en Galilea, la lepra no era solo una enfermedad espantosa; significaba además una muerte social, un rechazo total de la persona, una exclusión inmisericorde.
            Frente a esa realidad que se arrastraba desde la antigüedad (primera lectura Levítico 13, 1-2.44-46), contemplamos de nuevo la misericordia de Dios manifestada en su Hijo, la Ley del amor, que trasciende los ritos y normas externos, haciendo posible la sanación real, que es mucho más que una carne limpia, es ver, saber, reconocer la Fuente de toda sanación.
            Es el milagro que te libera de creencias y percepciones falsas, te lleva a lo real, te permite reconocer a Dios en Cristo y te otorga su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer con Él nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). Porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.
            Arrodillarse, reconocer a Jesús, declarar que es Dios, es soltar pasado, programas y creencias para ponerse bajo la única influencia legítima, la del Ser y referenciarse a Él, soltando todo lo que no es.
Ve a presentarte al sacerdote, es lo que le encomienda Jesús, según estipula la ley, para ser readmitido en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley.
Este hombre es modelo de humildad y gratitud, como el único leproso de los diez que retrata Lucas (Lc 17, 11-19), el rechazado y excluido samaritano, el único que llega a la verdadera oración que ya no es súplica, sino acción de gracias y alabanza. Como Naamán el Sirio, (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.
No basta con saber realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llegan los pobres en el espíritu, los humildes, los que se atreven a negarse a sí mismos y por eso pasan del No Soy al Ser. En uno de los pasajes más inquietantes de los Evangelios, la higuera se secó porque no se pudo negar a sí misma (Mateo 21, 19).
Sanados, salvados, restaurados en nuestro Ser verdadero, podemos llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Entonces, no solo quedamos limpios, sanados en el cuerpo, sino liberados, íntegros, capaces. Es fruto de la fe verdadera, que es mucho más que creer, es ver. No necesito creer en Dios si conozco, reconozco y vivo a Dios.
 Como el leproso humilde, seguro del poder de Jesús, nos acercamos a Jesús, nos dejamos enamorar por la Palabra que sana y salva, que ama y se da por completo, sin condiciones, porque, la palabra de Dios no está encadenada (2 Tim 2, 8-13).
Ni siquiera sabemos si una vez sanado fue a presentarse al sacerdote, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo que se nos dice es que empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, ebrio de asombro y gratitud. Así debiéramos vivir; ebrios de amor y vida. Porque lo importante no es ser curado en lo físico y luego cumplir los rituales externos con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es la relación íntima con Jesucristo, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y transformarlo todo.
Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes. Porque el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de las cosas "como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25). El amor te eleva, te trasforma y como dice el Salmo 31 que hoy leemos: “te rodea de cantos de liberación.
            Las curaciones milagrosas que obra Jesús nos conectan con lo sensorial, lo sacramental, lo carnal… Seguir a Cristo, ser Cristo, no es espiritualizarse hasta el punto de perder de vista lo material, el cuerpo, sino iluminar la materia. Él ya lo hizo encarnando; encarnemos nosotros para ser Luz del mundo.
Si no confiamos en nosotros para lograrlo, no importa, confiemos en Jesús, nuestro Origen y Destino, declaremos que Él puede liberarnos y sanarnos. Ese es el milagro que hace posible la curación milagrosa. Milagros mayores haréis, nos dijo el Maestro, y el gran Milagro es verle, reconocerle, adorarle (ad-oro, convierto en oro), para que Él nos diga una y otra vez: “Quiero, queda limpio”.
Jesús  nos está mirando, hablando, curando, resucitando a todos y cada uno de nosotros ahora, si queremos verlo y reconocerlo, porque el Evangelio no es una crónica, sino palabra viva, siempre actual, de Aquel que es la Palabra.
 
 
                                                        El Milagro, Marcos Vidal
 

7 de febrero de 2015

Él sana, levanta, libera ahora

Evangelio de Marcos 1, 29-39    

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Y la fiebre la dejó y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar.  Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: Todo el mundo te busca”. Él les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.   



Todo el mundo le busca…, pero él no se distrae ni se dispersa, no confluye con lo irreal ni se identifica con lo efímero. Hace lo que ha de hacer, y lo hace sin reservas, en Sí, sin dispersión, sin distracción, sin distorsión. Tiene un Propósito; no hace por hacer, ni va por ir, como tantas veces nosotros, llevados por la inercia. Tiene la Meta presente y ora para que se haga la Voluntad de Dios en Él.
           En el inicio del pasaje de hoy, Jesús ora, y al final, también ora, siempre está en oración mientras atiende la necesidad del instante, sin crearse otras necesidades.
            La primera lectura (Job 7, 1-4.6-7) nos ofrece una imagen del hombre dormido, que se afana y se inquieta, se dispersa, se pierde en el mundo, en la experiencia, desconectado del Ser. Es el que se desespera por buscar fuera, fijándose en lo efímero, viendo solo lo que va a desaparecer, sin ver nada perdurable. El que solo proyecta y ve venganza, muerte, entropía y desolación.
            Jesús ve lo que Es, lo real, lo perdurable y hace lo que ha de hacer, sin condicionamientos, programas o inercias.
            Él se hizo débil para elevarnos y San Pablo también, débil con los débiles para ganar a los débiles, como recuerda en la segunda lectura (1 Cor 9, 16-19.22-23). Por eso, no necesitamos más ciencia ni más sabiduría que la de la Cruz, por la que Él salva, cura, levanta, fortalece y libera. En la Cruz, infinito vertical y horizontal, está todo, pues su centro es la fuente inagotable del Amor. Ese es el significado del Amor Hermoso, la hermosura siempre antigua y siempre nueva que canta San Agustín, Su mirada inocente y misericordiosa sobre cada uno de nosotros. Si conectamos con Jesucristo en lo atemporal, donde estamos ya, Él nos sana, nos completa, nos restaura, nos hace como Él.
Si logramos integrar y desactivar ese lado oscuro que precisa ser sanado y liberado (nuestra condición limitada, en la representación de este mundo que ya pasa), nos unificamos y vemos nuestra verdadera identidad, lo que Somos, por encima de los personajes y las máscaras, los binomios y las dualidades.
Por la distorsión y la debilidad propias del estado de seres dormidos, necesitamos ser tocados, levantados, liberados por Jesús, Cristo en nosotros.
           Entonces, dejamos de sentir ese deseo de entender, de conocer a Dios, de atrapar la Verdad, como algo que está fuera y necesito conseguir para calmar mi sentido de carencia o de inseguridad. Si cada día me miro en Aquel que es Camino, Verdad y Vida, y Le encuentro dentro de mí, ¿qué otra verdad puedo querer? Le digo: “Señor, que entienda lo que Tú quieres que entienda, si es que crees que hay algo que deba entender. Me basta Tu presencia y este silencio, tan lleno de sentido cuando suelto todo menos a Ti. Y a Ti también Te suelto cuando me lo pides, y me quedo colgada sobre un abismo que ya no temo, porque sé que si caigo, al fondo estarás Tú, siempre de nuevo”.
            Y comprendemos el valor y el poder sanador de la oración de intercesión, que extiende la misericordia y la sanación del Señor a cuantos lo necesitan. Como la meditación del amor y la compasión del budismo, con una gran diferencia: no es mi amor, ni mi compasión, tan pobres y limitados, lo que extiendo y reparto, sino los de Jesús en mí, el Hijo de Dios, que todo lo hace nuevo.
            “Sosiégate y sabe que Yo Soy Dios” (Salmo 46), mi mantra poderoso. Lograr la calma y conocer a Dios. No tenemos que hacer nada más que eso, como contemplábamos el domingo pasado. Ponerse a tono con la Mente Infinita, saber que Jesucristo es el Señor, vivir en Su Presencia nos sana y nos libera también ahora, como hace dos mil años en Galilea.
            Es cuestión de permitir y de entregar. Sosiégate y sabe que Yo Soy Dios es la clave para poder ser sanados; serenarse y saber que Jesús, el Señor, salva.
 
 
                                                     Sáname ahora, Berakah


      “Aquel que invoque el nombre del Señor será salvado.” El nombre es la persona misma. El nombre de Jesús salva, cura, arroja los espíritus impuros, purifica el corazón. Se trata de llevar constantemente en el corazón al muy dulce Jesús, de ser inflamado por el recuerdo incesante de su nombre bienamado y por un innegable amor hacia él.
                                                                                                       Paisij Velichkovsky