25 de abril de 2015

El Cordero Pastor


Evangelio de Juan 10, 11-18

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que al asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.


Para que nosotros, seres relativos, podamos volver al Absoluto, es preciso que el Absoluto descienda y nos tome. Ese descenso es justamente la encarnación del Verbo; ese tomarnos es Jesucristo, el Hijo único de Dios. He aquí el evangelio.

Paul Sédir

Jesucristo, el Cordero y el Buen Pastor, otra luminosa paradoja con la que lo inefable se nos acerca, para que comprendamos que lo Absoluto se nos hace concreto por amor. Buen Pastor, Cordero, Piedra angular, como dice la primera lectura (Hechos 4, 8-12), Camino, Verdad y Vida, Resurrección y Vida…  Todos los nombres, todos los colores, todos los matices, todos los silencios están contenidos en el nombre de Jesús. En las Escrituras Sagradas vamos encontrando, si estamos atentos, esos nombres, esa plenitud de significados que solo es posible en Aquel que es verdadero Dios y verdadero hombre, en Aquel que es todo.

José María Cabodevilla hace una síntesis de todos los nombres, facetas y colores que están en Jesucristo y que se encuentran repartidos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento:

Jesús es monte grande por su divinidad y monte pequeño por su humanidad desvalida; es piedrecilla que se hace monte (Dan 2, 44-45). Es estrella (Núm 24, 17) que se hace sol (Ap 21, 23). Es el fuerte (Is 9, 6) y el degollado (Ap 5, 9). Es un cedro frondoso (Ez 17, 23) y una humilde raíz de tierra seca (Is 53, 2). Es nuestro padre (Jn 13, 33), y nuestro hermano (Jn 20, 17), y nuestro esposo (Mt 9, 15). Es Padre del siglo futuro (Is 9, 6) y a la vez fue engendrado desde el principio (Miq 5, 2-4). Alfa y omega de la eternidad, alfa de un tiempo y omega de otro, circunferencia y centro. Vino, viene, vendrá y no se mueve. Es piedra de tropiezo (I Pe 2, 6) y piedra angular de la casa (Ef 2, 20). Es Señor de los ejércitos (Jer 2, 16) y es nuestra paz (Ef 2, 14). Es león (Is 31, 4) y cordero (Jn 1, 29). Es nuestro juez (Jn 5, 22) y nuestro abogado (1 Jn 2, 1).

Cristo lo es todo. Es el nuevo Noé que sobrevivió al diluvio y ha sido constituido padre de una nueva humanidad; es el arca donde hallamos refugio, es el pez de los anagramas, es el agua que quita toda sed. Es agua y vino que engendra vírgenes. Es el vino que santamente embriaga, es la uva pisada en el lagar del Calvario, es la cepa que vivifica los sarmientos, es la viña fértil que nunca da agraces, es el viñador que arranca las ramas secas y poda las fecundas. Es pasto y pastor, y puerta del redil y cordero. Cordero pastor: "el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará.” (Ap 7, 17) Es camino a recorrer, es nuestro guía para todo el camino, es el viático para el camino, es la patria adonde el camino conduce. Es la luz que veremos y la luz mediante la cual veremos la luz. Es el sembrador que arroja la simiente en nuestros pechos, y es la semilla que murió y produjo lozana espiga, y es la única tierra donde germina lo santo. Es el alimento y nuestro comensal. Es el templo y el que mora en el templo. Es el ungido y el óleo. Es el esposo y el vestido de bodas. Es el legislador y la ley. Es el que premia y el único premio que se goza. Es el que mide y es la medida de todo. Es el médico y la medicina. Es el maestro y la verdad. Es el rey y el reino. Es el sacerdote y la hostia.

Es la piedra preciosa que vale más que todas las haciendas y es la piedra blanca en que está escrito el nombre nuevo (Ap 2, 17). Y este nombre es Jesús.

Bartolomé E. Murillo. el Buen Pastor (Madrid, Museo del Prado). 1660.
El Buen Pastor Niño, Murillo

Desde otro "instante sagrado", más allá del tiempo y del espacio, el poeta José Miguel Ibáñez Langlois canta con precisión y belleza la esencia del camino del cristiano: que Jesucristo no es un maestro más ni un avatar, que Él es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.

Él no es un iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha descubierto ni a sí mismo.
Jesús de Nazaret, qué diantres,
con la voz de la infinita humildad, simplemente susurra antes de morir:
yo soy la resurrección y la vida,
yo soy la luz del mundo,
Yo Soy El Que Soy,
Yo Soy.

No tenemos que hacer un duro trabajo interior, solos, con pocas esperanzas y una meta lejana e incierta… Cristo ha hecho el trabajo por nosotros. Solo nos queda reconocerlo, creyendo en Él, y aceptar agradecidos tan alto don. Entonces, el cristiano actúa en consecuencia y, si es sincero, no teme nada porque el Buen Pastor, fiel a Su promesa, está con él todos los días hasta el fin del mundo. El cristiano no tiene que lograr un alma porque Él nos la ha regalado con todo Su Amor. El cristiano solo tiene que aceptar ese Amor y corresponder, glorificando a Dios con su vida.

Es el sentido de la pobreza de espíritu, la infancia espiritual consciente y libre. Hacerse como niños es ser capaces de lo que no logró el joven rico: renunciar a todo y seguir al Maestro, con la confianza del que se sabe guiado por el Buen Pastor, siempre atento y vigilante para que ninguno de los Suyos se pierda.

¿Somos de los Suyos? ¿Queremos serlo? Yo sí quiero serlo, con toda mi alma, hasta el punto de decir con Dostoievski: si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad.



                                                        Cara a cara, Marcos Vidal

18 de abril de 2015

Tenía que cumplirse


Evangelio de Lucas 24, 35-48

En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: “Paz a vosotros”. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: “¿Tenéis ahí algo que comer?” Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse”. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.



El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Como es el terreno, tales son los terrenos; como es el celestial, tales son los celestiales.   
                                                                                               1 Cor 15, 47-48

Desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si lo conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así.

                                                                                                 2 Cor 5, 16 

Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

                                                                                                         Apocalipsis 3, 20


Jesucristo resucitado vuelve a salir hoy a nuestro encuentro para mostrarnos la gloria de la resurrección, abrirnos el entendimiento y recordarnos que nuestra realidad y nuestro destino son los mismos que los suyos. “¿No está escrito en vuestra ley: Yo os digo: sois dioses"?" Juan 10, 34.

El Resucitado quiere que vivamos ya como resucitados, con la plenitud que su victoria frente a la muerte nos ofrece, en el mundo pero sabiendo que no somos del mundo. Los antiguos egipcios creían que un corazón pesado, que no ha sabido soltar ni perdonar ni desprenderse de lo viejo, se hundiría en el infierno, mientras que un corazón ligero y libre, desprendido, renacido, llevaría al alma hasta su morada celestial.

Si pretendemos seguir viviendo como hombres y mujeres “viejos”, exteriores (desdoblados, se diría en la “Perspectiva universal del desdoblamiento de los tiempos”), que se conforman con ir mejorando y ser cada vez más eficaces en la experiencia limitada del mundo, pero no se atreven a dejarlo todo y renacer, no podremos seguir al primer Hombre Nuevo el que, elevado sobre la tierra, quiere atraer a todos hacia Sí.

Porque, como dice Matta el Meskin: Cristo, en el momento de su muerte, portaba en su carne a la humanidad entera. Y Meister Eckhart nos anima a conectar con esa verdad que trasciende lo que la lógica del mundo abarca y el cerebro puede concebir: “¿Dónde está sentado Cristo? No está sentado en ninguna parte. Quien lo busca en algún lugar, no lo encuentra. Su parte menor se halla por doquier, su parte superior no está en ningún lugar.”

Pero ese Cristo abstracto, Verbo increado anterior a los tiempos, Alfa y Omega, se ha hecho concreto por amor. Por eso pide a sus discípulos: “palpadme” y come delante de ellos un trozo de pez, un trozo de Sí (Ichtys). El Indivisible, dividido para unificarnos, separado para integrarnos, aparentemente desdoblado, con la inefable unión hipostática, para que abandonemos tras Él la representación de este mundo que ya está pasando. Él es inicio y fin, pregunta y respuesta, misión cumplida, obra entregada. El que traspasaron nos traspasa, nos transforma, nos devuelve la semejanza, nos guía en el camino de retorno al Hogar del que venimos y habíamos olvidado.

Y sigue Meister Eckhart: “La señal de que alguien ha resucitado por completo con Cristo consiste en que busca a Dios por encima del tiempo. Busca a Dios por encima del tiempo quien busca sin tiempo.” Es el verdadero enfoque que da sentido a la existencia y permite crear una obra coherente, la obra que es cada uno de nosotros., la que hemos venido a real-izar y ofrecer. Esa es la referencia, la meta que nos hace darlo todo, incluso a nosotros mismos, sobre todo lo que considerábamos nuestra identidad y hoy lo estimamos en pérdida como dice San Pablo, identidad falsa, usurpación de nuestra esencia original. Como canta Vicentico en una canción "aparentemente" frívola, pero llena de verdadera inspiración, que escuchamos en el blog hermano, "aparentemente" más frívolo a veces www.díasdegracia.blogspot.com . En él miro el porqué de lo "aparente", el propósito de la existencia, las paradojas que nos abren el entendimiento, la luz que brilla entre las sombras, la presencia que precede y sucede a cada ausencia

Ya somos hombres nuevos, nueva creación. Hemos muerto y resucitado con Él. Solo tenemos que creer en Él, y creer en Él es imaginarle, presentirle, esperarle, recrearnos en Él. 

Es Él quien llama a la puerta y quien sale a nuestro encuentro. Esa es la maravilla del cristianismo: el ser humano ya no tiene que elevarse, realizarse, acumular méritos, porque Dios mismo viene, se hace presente, Es, en cada uno. Y nosotros… ¿somos en Él? Sí, pero solo cuando dejamos de ser nosotros. Es el, tantas veces repetido, en todas las tradiciones, morir a uno mismo, al pequeño ego, dormido y ciego.

Mientras vivimos, caminamos, hablamos, comentamos…, el propio Jesús se acerca. Arde nuestro corazón, como el de los discípulos de Emaús, porque es ahí, en el corazón, el centro del ser, donde se produce el verdadero encuentro, la verdadera experiencia de Dios. Como a ellos, el mismo Jesús nos explica las Escrituras hoy si abrimos el corazón y escuchamos. Entonces arden nuestros corazones; Él los abrasa sin quemar ni consumir, con la llama de amor viva que transforma.

Y, además de las Escrituras, la Eucaristía, el Pan de Vida, que sacia definitivamente nuestro hambre y sed esenciales, y nos va uniendo a Él, asimilándonos a Él. Porque, como dice San Juan de la Cruz, el mayor grado de perfección a que está llamado el ser humano en esta vida es transformarse en Dios.

Hemos reconocido a Cristo, el Origen y la Meta. Volvemos a la experiencia del mundo, pero de otro modo, sabiendo que regresamos a Casa, sin engancharnos en lo transitorio. Ya podemos vivir como resucitados porque reconociéndole a Él, creyendo en Él, somos con Él. Y, si vivimos como los resucitados que ya somos, iluminamos, como Él la materia. 

Antes de que Jesús se les aparezca, los discípulos están dormidos, en los afanes,  han salido de ese estado de vigilia y verdad que Jesús había despertado en ellos. Por eso tienen miedo y están desencantados y embotados. Sus mentes se han separado de Él y han vuelto a las creencias, a lo conocido, los hábitos cansinos, los prejuicios, la queja… Pero anhelan volver abrir su corazón, que camino de Emaús ha vuelto a arder. Reconocer al Maestro les devuelve su íntima unión -Comunión- con la Vida verdadera, siempre nueva. Se les han abierto los sentidos sutiles, la capacidad de asombro y los ojos que ven y los oídos que escuchan…



Estoy a la puerta y llamo, Jésed 

Una y otra vez, leo, escribo, canto la preciosa oración de San Agustín, que expresa el gozo desbordante de los sentidos sutiles, que hemos de entrenar para alimentarnos del Pan de Vida con la consciencia necesaria, esa atención vertical y plena que nos permite conectar con la verdad, la belleza y la bondad del Misterio: 

¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.

11 de abril de 2015

Creer es ser valiente


Evangelio de Juan 20, 19-31

 Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.



                               Cristo se aparece a los apóstoles, Duccio di Buoninsegna


El rasgo del apóstol Tomás que más ha calado a lo largo de los siglos es el que surge de la lectura del Evangelio de hoy: esa incredulidad desconfiada y tozuda. Tal vez la habría manifestado de igual forma cada uno de los apóstoles, de no estar presente en esa reunión en la que Tomás, por predestinación acaso, más que por casualidad, no estaba.

Escondidos, encerrados, asustados, así están los apóstoles tras la muerte del Maestro. No parecen recordar que Él había dicho que resucitaría al tercer día. Ni demuestra ninguno mucha fe, porque la fe supone valentía. Creer es ser valiente; tener fe es confiar, por eso, creyente es el que no teme.

Había sido Tomás el que, unos días antes, había dado una prueba evidente de coraje y lealtad. Cuando Jesús dijo que volvían a Jerusalén, donde su vida corría peligro, fue Tomás quien dijo: “Vamos también nosotros y muramos con él” (Jn 11, 16). Con el corazón arrebatado de amor y fidelidad, estaba dispuesto a morir con el Maestro. Qué diferente esta reacción, de la imagen de incrédulo obstinado.

Y, sin embargo, era valiente, y también sincero; cuando no entendía algo lo decía sin tapujos, como cuando preguntó: “Señor: no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? (Jn 14, 5). Y Jesús le respondió –nos respondió–  algo tan grande que la mente egoica no alcanza a concebir, solo el corazón puede acoger y comprender: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn 14, 6)
El Evangelio de hoy se sirve de Tomás, llamado el Mellizo (Judas Tomás Dídimo; Tomás: gemelo en arameo; Dídimo: gemelo en griego), para mostrarnos hacia dónde hemos de mirar para dar el salto valeroso de la fe. Nos señala el centro del corazón, o ese paisaje del alma en el que nunca hemos reparado y donde empezamos a comprender y a percibir con los sentidos sutiles, trascendiendo lo puramente físico. Nos dice: escucha ahí, justo ahí, al que está escuchando. Date cuenta de quién escucha, mírale escuchar, quédate en esa escucha. Y también nos dice: permanece ahí, justo en tu mirada y un poco más atrás, mira cómo mira, mírala mirar. Escuchar con oídos que oyen; mirar con ojos que ven, nos lo dice de tantas maneras... Parece sencillo, pero hace falta osadía, generosidad, soltar los traicioneros amarres de la lógica cartesiana, que nos hacen sentir falsamente seguros.
Vamos vislumbrando a qué se refiere Jesús cuando habla de nacer de nuevo. Tiene que ver, en principio, con una transformación interior que te hace percibir el mundo de forma nueva. Cambia, entonces, la forma de mirar, como si la mente se rindiera y nos liberara de su dictadura. Ya no miramos pensando, acomodando todo lo que vemos en una cuadrícula, como la que de niños dibujábamos en la tierra y luego recorríamos a saltitos. Así somos antes de ese cambio de mirada, niños saltando a la pata coja sobre un juego de rayuela que confundimos con la vida.

Y es que la fe no tiene nada que ver con las creencias. Estas proceden de la mente, de sus conceptos y clasificaciones limitadores. La fe, en cambio, es un don que recibe el que ha alcanzado un nivel de entrega y de conciencia que permite la intuición directa de lo Real. No es pensar, es sentir, con todos los centros integrados. Entonces se cree con el corazón, que es más, infinitamente más que creer: es saber. Y cada uno de nosotros puede decir: "creo", en los dos sentidos de la palabra: creer y crear, que, con Él y por Él, son el mismo.

            Solo entonces estamos preparados para recibir Su paz y el soplo del Espíritu Santo. Y, con ellos, el valor y la fuerza que Él nos otorga para seguir amando hasta el final.


Santo Tomás, El Greco


YO, QUE SIEMPRE CREÍ
  
Dirán que soy incrédulo; lo que soy es impaciente:
quiero ver al Señor, quiero abrazarlo;
no me basta que digan que no ha muerto.
¿Cómo iba a morir la misma Vida?
No me digáis que vive, eso lo sé;
Él me dio valentía de discípulo,
de creyente, que significa: el que no teme.
No me importa pasar a la historia
como el incrédulo, el desconfiado,
incapaz de dar el salto valeroso de la fe.
Él sabe que nunca dejé de creer,
pero quiso que representara ese papel ingrato.
Y hago como si no, como que quiero ver,
tocar para creer, mientras espero,
con el corazón henchido de certezas,
a Aquel que me escogió para seguirle.
Yo, que jamás dudé, acepto ser la duda
para que el mundo mire con los ojos del alma,
toque con los dedos del alma,
crea con la luz que el Espíritu
da a los valientes y los generosos.
Señor, acepto el cometido,
Tú y yo sabemos que nunca
dejé de creer, de sentir que eres la Vida,
que incluso “muerto” repartiste vida en los infiernos,
ese abismo de sombras donde la fe es un grito
desgarrado, de amor imposible.
Convirtamos mi amor en otro grito,
disfrazado de duda, el grito angustiado
del que no puede esperar para ver, oír, tocar
al Maestro, al Amigo, al Hermano.
  
Callaré lo que eres para mí:
Señor mío y Dios mío; hasta que vuelvas.
Haré bien mi papel: todos sabrán
que lo real está siempre más allá de los sentidos.
Tomás, el incrédulo, muy bien;
el desconfiado, si Tú quieres;
para el mundo que se resiste a verte
con los ojos del amor, como yo siempre te vi,
hasta querer morir contigo.
Hágase Tu voluntad,
yo, que siempre creí, seré la duda,
para que los incrédulos me recuerden,
metiendo el dedo, ay, en tus heridas,
y abran el corazón para creer.
Señor mío y Dios mío:
yo, Judas, Tomás, Dídimo,
que soy todo fe, seré la duda.
Escogiste al más parecido
a ti para alejarle tanto…
Sea, pues, mi Señor, como Tú quieres,
para que ellos crean y comprendan,
yo, que nunca dudé,
seré la duda.




4 de abril de 2015

Un sepulcro nuevo



                                          El entierro de Cristo, Caravaggio


               Cuando menos lo esperes, será la parte más oscura de la noche. No es nuestra súplica la que trae de regreso al Maestro; Él viene cuando ve que hemos completado nuestra preparación. El sufrimiento de esperar está en proporción al gozo de la resurrección.
                                                                                               Thomas Keating


Jesús es introducido en un sepulcro nuevo, como nuevo e intacto fue el vientre inmaculado, escogido para su primera concepción, pues el enterramiento de Cristo es el comienzo de una segunda, breve y maravillosa gestación.
El cuerpo de Jesús, su cadáver, se transforma milagrosamente en el cuerpo glorioso que aparecerá ante María Magdalena, y después ante el resto de los discípulos más cercanos.
A nosotros también nos espera esa gestación callada y prodigiosa. Precisamente cuando todo parezca haber acabado, comenzará lo nuevo, porque nuestra carne ha heredado, por Él, el mismo destino de transmutación en cuerpo glorioso, inmortal.
             En todos nosotros, seamos más o menos conscientes de ello, palpita un deseo de resurrección. Y para todos los que siguen a Jesucristo y quieren imitarle, la vida es un cortejo con la muerte. Vamos asumiéndola, afrontándola, venciéndola para alcanzar el alba de la Resurrección. Por Él y con Él, vamos aprendiendo a unir la Cruz, inevitable en este mundo de sombras y noches largas, con el anuncio alegre de la Pascua.

              Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, hace posible con su muerte y su resurrección el triunfo de la vida para toda la humanidad. Desde ese momento, verdaderamente actual, no vivimos sometidos al tiempo y la muerte, vivimos en Kairós, el tiempo de la gracia, y la muerte ya no tiene poder sobre nosotros. Sufrimos y morimos como una circunstancia temporal, sobre la que nos alzamos, para llegar a nuestro destino de seres creados para vivir eternamente.
              Así lo expresa San Pablo en la Primera Carta a los Corintios (1 Cor 36.42-44.51-55):

            Lo que tú siembras no revive si no muere. (...) Pues así en la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en vileza y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. (...) Voy a declararos un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al último toque de la trompeta -pues tocará la trompeta-, los muertos resucitarán incorruptos y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito:
            La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

                                          Diálogos Divinos. La Reina del Cielo 13

1 de abril de 2015

Aquella noche, esta noche. Amar hasta el extremo

  



              Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
                                                                                                          Juan 13, 1

                   
            Jueves Santo, la Santa Cena, aquella hora de amor infinito en que Jesucristo instituyó la Eucaristía. ¿Cómo escribir sobre tan sublime don? Que escriban y hablen los que han recibido, como otro don, la capacidad de comprender y transmitir la profundidad de este Misterio.
            A los demás nos basta con agradecerlo cada día, vivirlo, contemplarlo en el silencio para ir comprendiéndolo, y recibirlo con la pobreza del que sabe que nada de lo que tiene o pueda tener vale nada ante este tesoro que derrama infinitas gracias sobre quien se acerca a él.
            Que hablen ellos y nosotros escuchemos sus palabras y, sobre todo, la Palabra, la Luz que nos va transformando y haciéndonos capaces de entender.
            En www.diasdegracia.blogspot.com , intentamos adentrarnos en la Palabra de Dios a través de las escenas y personajes de la Pasión.
 
            Pero aquella noche sucedieron más cosas, más misterios, más maravillas. Una noche que se alarga hasta hoy, y nos ofrece infinitos motivos de reflexión y de contemplación. Una noche que es hoy, porque para Dios no hay tiempo, y para nosotros tampoco cuando recordamos nuestro origen y nuestro destino.

            Solo Jesús sabía que esa cena sería la última, y la ocasión propicia de preparar a sus apóstoles para enfrentarse al drama que estaba a punto de comenzar. ¿Con qué amor les miraría? ¿Con qué cuidado escogería cada frase, cada expresión, cada silencio? ¿Qué bendiciones calladas dirigiría a cada uno de aquellos jóvenes?
            En mitad de la Cena, Jesús se levantó y les lavó los pies, aun sabiendo que no estaban todavía preparados para entender ese gesto. Uno a uno, fue lavándoles los pies para que, más adelante, con la inspiración del Espíritu Santo, comprendieran que el verdadero discípulo ha de estar, como el Maestro, al servicio de los demás.

            Él ya sabía que, después de la deserción inicial, habrían de ser sus testigos, y fieles hasta el martirio casi todos. Conocía la traición de Judas, la triple negación de Pedro y la ausencia de todos en el Calvario.
            Sabía que Juan iba a ser el único que se atrevería a estar junto a la cruz, acompañando a la Madre y a las valerosas mujeres. Tal vez por ese valor y coherencia, el discípulo amado entendió como ninguno de los doce la profundidad del mensaje de su Maestro, y vivió para contárnoslo. Su Evangelio recoge el discurso de la cena, muy diferente del sermón del Monte.
            Dice Cabodevilla que, si pudiéramos compararlos, diríamos que este es "más compacto y más divagante, más íntimo y más oscuro, dicho en voz muy baja y con resonancia en el cielo de los cielos.” Tiene este discurso sabor de despedida y de amor, hacia el Padre y hacia sus amigos, que están a punto de traicionarle, negarle y desertar.

            Todo eso sabía Jesús y mucho más. Y nosotros conocemos, porque Él así lo ha querido, su infinita tristeza, su soledad, su amargura en Getsemaní, la dolorosa fricción entre sus dos voluntades, la humana y la divina, y su definitiva aceptación de la voluntad del Padre.
            A Él le confortaron los ángeles, porque el amor infinito de Dios permitió que su Hijo, en su naturaleza humana, tuviera las limitaciones de otros hombres. Y ahora Él nos acompaña y conforta a nosotros en los “getsemanís” que atravesamos, en esas horas de amargura y soledad, que todos antes o después vivimos, en que quisiéramos ser liberados de la angustia y la tristeza.

            Es la oración de Getsemaní la que nos prepara para entender el verdadero sentido de la Cruz, un cáliz tan amargo, tan difícil de aceptar por el sufrimiento físico y sobre todo moral, que el Hijo de Dios pidió ser librado de él, antes de aceptarlo por amor al Padre y a los hombres. El mismo amor que inspiró el lavatorio de los pies, que le hace quedarse con nosotros para siempre, y que hilvana los claroscuros del discurso de la Cena, tan hermoso como enigmático y lleno de infinitos significados, el testamento del Dios-Hombre.