29 de marzo de 2015

Pobre Jerusalén. Morir con Jesús para resucitar con Él

                   
                                   La entrada de Jesús en Jerusalén, Giotto


Domingo de Ramos. Hoy celebramos la entrada en Jerusalén de Jesús, aclamado y bendecido por hombres, mujeres y niños que agitan ramos de palmera, olivo, sauce y mirto.
Risas, cantos, olor a primavera, el sol en su apogeo, el cielo de un azul intenso, la vida esplendorosa, mientras Jesús avanza a lomos de un pollino de asna. En aquella época en Palestina, el asno era un animal hermoso y noble. Una montura nueva, a estrenar (Mc 11, 2; Lc 19,30), como símbolo sagrado, y en cumplimiento de la profecía de Zacarías (Zac 9, 9). Todo un signo mesiánico: el que entra en loor de multitudes es el Mesías, esperado durante siglos.

Le precede la fama de los milagros: ciegos que ven, sordos que oyen, paralíticos que andan, muertos que resucitan... Cómo no aclamarlo, cómo no esperar que sea el libertador, capaz de acabar con el yugo romano. Con ese entusiasmo popular y la belleza del día, debió de encenderse de nuevo la llama de la esperanza en el corazón de los discípulos que, aunque ya habían sido advertidos, por tres veces al menos, del fin dramático e inexorable que seguiría a tan efímero festejo, deseaban ver al Maestro convertido en un líder triunfante.

Que Jesús preparara el acontecimiento con tanto cuidado es una prueba más de su fortaleza moral. Cómo entrar alegre y prestarse a ser alabado, si camina hacia la muerte más infame, que será pedida a gritos por muchos de los que hoy le aclaman, agitando ramos y cantando “¡Hosanna! en las alturas”. Y Él lo sabía.




Vuelve a darnos un ejemplo de aceptación y serenidad. Si nos paramos a pensarlo, ¿cómo vivir un instante de paz y alegría cuando la muerte amenaza, si, en realidad, estamos muriendo desde que nacemos? Evocando la actitud de Jesucristo en su entrada en la Ciudad Santa, desenmascarando lo que hay detrás de la muerte, sabiendo que es un tránsito necesario, que Él también atravesó para abrirnos las puertas a la Vida.

Entrada triunfal y alabanzas en el mundo, traicionero y efímero. ¿Cómo lo viviría Jesús, sabiendo que esa alegre y festiva multitud va a exigir muy pronto su muerte? ¿Con qué ánimo sonreiría a las decenas o centenas de personas que agitaban sus ramos aclamándole, festejándole con sus “¡Hosanna!”, palabra hebrea que, más que su original “Libéranos, Señor”, significaba ya para los habitantes de la Palestina de entonces un sencillo y alegre “¡Viva!”.

El entusiasmo no logra evitar un presentimiento sombrío. Él era consciente de la fragilidad de esa acogida, de lo inconstante y veleidoso de aquel júbilo; pero, aun así, hace callar a los fariseos, porque sabe también que es un preludio al inminente drama y, a la vez, una escenificación, pobre pero esencialmente verídica, de su triunfo definitivo. Su agridulce entrada en la ciudad fue otra forma de acatar la voluntad del Padre, sometiendo su voluntad humana a la divina.

Porque la voluntad humana de Jesús debía de estar para pocas celebraciones. Pronto oiremos su lamento: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido”. (Mt 23, 37)



Esa entrada triunfal era necesaria para Aquel que no era un líder político ni religioso, sino el Salvador, el auténtico Libertador. Con cuánta precisión, con qué plenitud de sentido decían “¡Hosanna!” los que le aclamaban, sin saber que en aquel momento, ante un hombre sentado en un pollino, la palabra estaba recuperando su verdadero significado. Pocos, muy pocos de los que participaban en la escena, sabían que ese hombre era el Hijo de Dios, el Mesías que esperaban, al que no fueron capaces de reconocer mientras vivió entre ellos.
¿Lo reconocemos nosotros? Si es así, debemos aceptar que seguirle supone cargar con la cruz, aprender de Él a desprendernos de todo, perder, fracasar para el mundo, ser traicionados y abandonados, atravesar noches oscuras de soledad y angustia, morir. Quien está preparado para morir, sabe vivir, y, quien vive de verdad, va muriendo a lo falso.
            Sobre esta derrota aparente, tan estrepitosa  e inconcebible para el mundo, que es la pasión y muerte de Jesucristo, se reflexiona  hoy en el blog hermano: www.diasdegracia.blogspot.com . Un "fracaso" fecundo como ninguno, pues desemboca en la victoria definitiva sobre todo fracaso, toda pérdida, toda derrota: la Resurrección.
Tratemos de vernos hoy entre esas multitudes ávidas de milagros y algarabía y, dentro de muy poco, sedientas de tragedia y sangre. O veámonos entre los discípulos, queriendo aún aferrarnos a la gloria del mundo, de lo tangible, lo conocido.

              Imágenes de Jesús, triunfales o ensangrentadas, hieráticas o dolientes, recorren las calles en las procesiones y llenan la iconografía de los templos y de la memoria. Es una forma de devoción que brota de la piedad popular y ayuda a muchos, desde hace siglos, a conectar con los Misterios que nos disponemos a vivir.

Pero, más allá de las formas y expresiones que captan los sentidos y satisfacen a la mente, siempre ávida de conceptos, ¿somos capaces de sentir y de vivir al Jesús sereno y libre, discreto, humilde, obediente al Padre, atento a su Misión y no a la mirada del mundo?

¿Buscamos a ese Cristo real, Verbo encarnado, Palabra viviente, que experimenta hasta lo más hondo el Misterio de la Redención, y quiere que lo vivamos con Él? En esa hondura, ese trasfondo de realidad, no hay jolgorio ni triunfalismo, pero tampoco hay morbo ni sensiblería. Todo se interioriza, ya no hay emociones externas, sino sentimientos, auténticos y transformadores. Hay angustia y soledad, sí, la tristeza hasta la muerte de la naturaleza humana de Jesús; sombras que cubren momentáneamente la Luz. Un hombre que es Dios se prepara con un triunfo efímero para la muerte en cruz, la más absoluta derrota en el mundo, el preludio del triunfo verdadero, porque su reino no es de este mundo.

Vivamos en el mundo, sabiendo que no somos del mundo (Jn 17, 16), festejando y alegrándonos cuando es momento de alegría, sin olvidar las sombras que siempre acechan. Fijemos la mirada y el corazón en la Meta que trasciende este claroscuro efímero, tan familiar como frágil, escenario transitorio donde los dramas se suceden y donde, en cualquier momento, puede bajar el telón. Entonces seremos para siempre testigos de lo Real, súbditos del Reino en que la Luz no se apaga.


Me dijo una tarde
de la primavera:
Si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja.
Que el mismo albo lino
que te vista, sea
tu traje de duelo,
tu traje de fiesta.
Ama tu alegría
y ama tu tristeza,
si buscas caminos
en flor en la tierra.
Respondí a la tarde
de la primavera:
Tú has dicho el secreto
que en mi alma reza:
yo odio la alegría
por odio a la pena.
Mas antes que pise
tu florida senda,
quisiera traerte
muerta mi alma vieja.

                       Antonio Machado

              El poeta conoce bien la necesidad de morir para nacer de nuevo. Que, en la Semana Santa que comienza, seamos capaces de morir con Jesús, para poder resucitar con Él y alumbrar Vida; hombres y mujeres nuevos, despiertos y libres.  

28 de marzo de 2015

Via Crucis, Via Lucis, Via Amoris


Semana Santa, días de recordar de nuevo que somos polvo, pero polvo de estrellas, llamados desde el barro a la Luz por Aquel que, al ser elevado sobre la tierra, nos eleva con Él.
 
Voy a recuperar textos del año pasado, porque necesito silencio y quietud para poder vivirlo conectada con la Jerusalén Celeste, Pascua eterna. Por eso voy a intentar liberarme de ordenadores, móviles, televisores, compromisos que no sean esenciales, de la Esencia, cumplimiento de Promesa. 
 
Escojo la wifi verdadera, la conexión esencial, para adentrarme como nunca, como siempre, como ahora, en el Misterio. Para esto ha venido, he venido, hemos venido….Para seguirle en la Cruz, y de ella a la Luz: Resurrección que ya somos.

Esa es la Obra, el Retorno a la Casa del Padre, entregándolo todo: los viejos mundos, las viejas lógicas, los paradigmas que ya no sirven… Grano de trigo que muere para dar fruto, morir a sí mismo para renacer al Sí Mismo. Más allá de la experiencia, más allá de la existencia, más allá de la mente y sus dictados y mentiras, más allá de la energía de aquí abajo, que solo conduce a vidas que se agotan en sí mismas…

Vivir la Pasión, ser Él, morir con Él para resucitar con Él… Sí, es la Meta desde que recuerdo...; pero antes, miremos a las mujeres de la Pasión y la Resurrección… Que Él haga en ti, en mí, en nosotros lo que en ellas, de los siete demonios, el colmo de la distorsión, a la torsión suprema: ser en Él. Miremos a María Magdalena, la conversión por amor, y a todas las demás, espejos, ecos...: Verónica, Juana de Cusa, María de Santiago… Hasta Ziborea, la madre de Judas, de la que Khalil Gibran hace un precioso, dolorido, esperanzado semblante.

Antes de Ser alter Christus, tenemos que ser discípulos, apóstoles… Mirémonos otra vez en ellas, en su sufrimiento sereno y esperanzado, su aceptación, su entrega, y dejemos que la Madre inspire, guíe, acompañe. Porque, además de Madre, fue mujer, con el corazón atravesado por espadas de angustia.



 

La mujer humilde y valiente, fuerte y dócil, clara y misteriosa. Sin ella no hay Hijo que muera ni Hijo que resucite… Oh Piedad, en el regazo del dolor y la esperanza ponemos hoy nuestras vidas; centro perfecto desde donde elevarnos a la Vida que no acaba. Antes de intentar ser otro Cristo, mirarle a Él como Le miraban ellas, solo a Él, sin otros señores, sin otros salvadores. Seguirle es verle, mirarle, reconocerlo a cada instante. Pongamos en Su Cruz todo: los pecados, los errores, los olvidos, las ausencias, recordando que un Dios crucificado por Amor salva y que, como dice San Pablo, nosotros predicamos a Cristo crucificado, fuerza de Dios, sabiduría de Dios.
 
 


Este año como nunca, como siempre, como ahora, como Hoy, a vivirlo desde el centro de la cruz, dejando en Él nuestra nada, nuestra miseria, muriendo con Él para resucitar en Él. Iremos recuperando textos del año pasado, por si en algún momento necesitamos más inspiración que la que da cada día, cada hora si la vivimos aquí y ahora, sin pasado, sin futuro, sin creencias, sin programas, sin condicionamientos…

Porque cada día Él muere y resucita, y nosotros con Él. Lo he recordado en estos días de gracia vividos en un hospital, uno de los muchos escenarios donde hoy se escenifican Via Crucis de carne y sangre, sudor y lágrimas. Largos pasillos de asombro y esperanza, llenos de habitaciones donde yacen Cristos rotos, como diría Ramón Cue, caminando todos hacia la Cruz que es antesala de la Luz: Via Crucis, Via Lucis, Via Amoris.

Cruces de muchos tamaños y pesos, algunas tan ásperas que su solo tacto araña y desgarra. Una, dos, tres caídas…, todas las caídas del mundo… Angustia, estupor, Verónicas que enjugan rostros doloridos con su mirada serena, sin saber que su consuelo es milagroso y graba, conserva, hace eterno cada gesto de amor… Ascensores llenos que siempre tardan, donde suben y bajan y suben mujeres de Jerusalén que ya no lloran por Él, pues saben (aunque aún no saben  que saben) que han de llorar por ellas mismas, porque el llanto es siempre por uno mismo. Marías que esperan desoladas a la puerta de un sepulcro, mientras la noche se retira para dar paso al alba de la Resurrección.

 

14 de marzo de 2015

Realizar la verdad


Evangelio de Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.


Mosaico absidal SXII Basílica sup. de San Clemente en Roma. El simbolismo del árbol asociado a la tradición de la Cruz, de su base sale una mata de hojas de acanto que da origen a espirales que ocupan la semiesfera, a sus pies los 4 rios del Paraiso.
                                    Mosaico absidal, Basílica de San Clemente, Roma


En el camino de vuelta a Casa, anhelo vertical del que pocas veces somos conscientes, hemos de estar siempre dispuestos a soltar todo lo que nos condiciona y nos mantiene en el mundo, del que no somos, alejados de la Luz esencial.

Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego y sus obras de distorsión y ceguera, no podemos nacer por segunda vez. Pero, si uno se observa y se cuestiona a sí mismo, empieza a ver sus programas inconscientes, sus inercias, esa lógica absurda de divergencia y separación que le ha impedido ser libre, feliz, real, Ser.

Entonces, va aprendiendo que, para nacer de agua y espíritu, como dijo Jesús a Nicodemo, ha de aprender las cualidades del agua y del espíritu: transparencia, libertad, flexibilidad, ductilidad... Ante la tormenta –y casi todo es tormenta en este desdoblamiento de entidades virtuales, mentira y caos – es más fuerte el junco humilde, que se inclina, que el orgulloso, rígido roble.

En los niveles que la comprensión del ser humano puede alcanzar en este mundo, la verdad es paradójica. Antes de llegar donde ni ojo vio ni oído oyó, nos movemos en lo limitado. El lenguaje mismo es puro límite. Las categorías mentales son incapaces de alcanzar lo inefable, lo absoluto. Por eso Jesucristo nos guía hacia la Verdad, una, eterna, inamovible, que es Él mismo. Es la Verdad la que nos ilumina y nos hace libres, y cuando somos libres no hay contradicción.

No se trata de ser cambiante, veleta o inseguro, los valores y los principios esenciales son necesarios, pero siempre hacia la Luz, nunca en referencia al mundo y sus vanidades o a nosotros mismos y las nuestras. El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a renunciar a sí mismo, a vencerse y doblegarse, a morir a sí mismo, a las tinieblas de lo que no somos, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí".

Con esa voluntad de renunciar a lo falso y lo temporal, a todo lo que nos mantiene en  las tinieblas del olvido, la inconsciencia y la ignorancia, somos capaces de conectar con la Esencia, la Verdad que hace libre. Y las contradicciones o distancias aparentes se esfuman ante la Luz, como desaparece la bruma cuando el sol la ilumina. De ahí que Bede Griffiths, el benedictino que sintió la llamada de la India y comprendió que Dios es el mismo para el cristiano, para el budista, para el hindú…, pudiera decir con alegría transparente, al final de su larga vida:

“Cuando exclamo “Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, pienso en Jesús como el Verbo de Dios, que abarca el cielo y la tierra y se revela a toda la humanidad en modos distintos y con distintos nombres y formas. Yo considero que su Palabra ilumina a todos los que vienen a este mundo, y aunque es posible que no se reconozca así, está presente en todo ser humano en las profundidades de sus almas. Más allá de palabras y pensamientos, más allá de señales y símbolos, este Verbo habla en secreto en todos los corazones en todo tiempo y lugar. Creo que el Verbo se encarnó en Jesús de Nazaret y que en él podemos encontrar una forma personal del Verbo a quien rezar y en quien confiar.”

William Johnston celebra y apoya esta comprensión: “Desde el principio de los tiempos el Verbo ha estado iluminando a todos los que nacen en el mundo. Podemos rezar íntimamente al Jesús que anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al mismo tiempo que creemos por la fe que el mismo Jesús, cósmico y glorificado, se le revela a todos los hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión mística con Cristo, el Verbo encarnado.

Apostemos por la coherencia, que las obras respondan a lo que hay en el corazón. No hacen falta gestos heroicos o evidentes; es tan sutil como reconocer el Origen, la Esencia donde somos, y soltar, enfocarnos hacia Él en vertical, anhelando esa Comunión que nace del Amor y genera más Amor.

Integremos las sombras, convirtiéndolas en luz y todo será luminoso, justo y limpio, ligero y libre dentro y fuera. Eso es realizar la verdad, acercarse a fieles a la Luz que es nuestra guía y nuestra meta, hasta descubrir que no solo está allá arriba, a lo lejos sino también dentro en el centro desde donde nos eleva, nos iza, nos real-iza.

Hace unos días, intentando espabilar a mi lado más tibio, me sumergí en el inquietante libro de Charles Arminjon, El fin del mundo y los misterios de la vida futura, donde leí:

“¡Pobres almas! No tienen más que una pasión, un afán, un deseo, superar el obstáculo que les impide lanzarse hacia Dios, que les llama y les atrae con toda la fuerza de su belleza, de su misericordia y de su amor sin límites. (…) Es imprescindible que sean echadas a un crisol devorador, para que se desprendan de la herrumbre de las imperfecciones humanas, para que, a semejanza del carbón negro y vil, salgan con la forma de un diamante precioso y transparente; es necesario que su ser se haga sutil, se depure de cualquier resto de sombras y de tinieblas, que se vuelva apto para recibir sin obstáculos los rayos y los esplendores de la gloria divina que, fluyendo un día a ellas a borbotones, las llenará como a un río sin orillas y sin fondo.”

Y sentí que la Meta es vivir ya esa pureza, esa gloria, ese arrobamiento que nos causa el fuego de Su amor. Es desechar ya todo lo que nos aparta de ese amor puro e inmenso que brota del corazón cuando el Verbo encarnado ocupa su centro, y desde ahí nos eleva. La Jerusalén celeste ya, aquí, en una tierra renovada. Él te llama y te atrae con toda la fuerza de Su belleza, Su misericordia y Su amor sin límites.
¡Todo está a la vista! El Reino de los cielos está aquí. Jesucristo Es, y eso es mucho más que estar aquí o allí. Es otro nivel, otra cualidad, otra sutileza. Y yo soy, tú eres, somos cuando Le entregamos todo y nos entregamos por completo a Él.






A cambio del árbol que provocó la muerte,
crecido en medio del Paraíso,
llevaste sobre los hombros el árbol de la Cruz,
hasta el lugar llamado Gólgota.

Alivia mi alma, derribada en el pecado
y que lleva una carga tan pesada;
alíviala gracias al "yugo suave"
y gracias a la "carga ligera" de la Cruz.

El viernes, a las tres,
el día en que el primer hombre fue seducido,
fuiste clavado, Señor, sobre el madero,
al mismo tiempo que el ladrón criminal.

Tus manos, que habían creado la tierra,
las extendiste sobre la Cruz,
a cambio de las manos de Adán y de Eva que se habían extendido
hacia el árbol donde habían recogido la muerte.

Yo que pequé como ellos,
e incluso los sobrepasé…,
perdóname mi delito
como a ellos en la región en donde la esperanza está desterrada.

Subiste sobre la Santa Cruz,
eliminaste la transgresión de los hombres;
y al enemigo de nuestra naturaleza
lo clavaste allí.

Fortifícame bajo la protección
de este santo signo, siempre vencedor,
y cuando se levante en Oriente,
ilumíname con su luz.

Al ladrón que estaba a tu derecha
abriste la puerta del Paraíso;
acuérdate también de mi cuando vuelvas
con la realeza de tu Padre.

Que también yo pueda escuchar
la respuesta que hace exultar:
“¡hoy, estarás conmigo en el Edén,
en tu primera patria!"

 
                                                                      San Nersés Snorhali


6 de marzo de 2015

¿Mercados o templos? ¿Muertos o resucitados?


Evangelio de Juan 2, 13-22
 
Como ya estaba próxima la fiesta judía de la pascua, Jesús fue a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.” Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”. Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?” Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús. 

                             Jesús expulsa a los mercaderes del templo, Carl Bloch


No vi santuario en la ciudad, pues el Señor todopoderoso y el Cordero, eran su santuario. 
      Apocalipsis, 21, 22
 

Quedarán en el olvido
las angustias pasadas;
desaparecerán de mi vista
pues voy a crear un cielo nuevo
y una tierra nueva;
lo pasado no se recordará
ni se volverá a pensar en ello,
sino que habrá alegría y gozo perpetuo
por lo que voy a crear.

Isaías 65, 16-18

            La escena en que Jesús expresa lo que se ha llamado “cólera sagrada” hacia los mercaderes del templo es narrada por los cuatro evangelistas. Mateo, Marcos y Lucas narran el episodio al final, poco antes del apresamiento. Se entiende así en el marco de un conflicto creciente entre Jesús y las autoridades religiosas judías. En cambio, Juan lo narra al inicio de la vida pública del Maestro, con la muy probable intención de insistir en la radicalidad del mensaje de Aquel que vino a hacer nuevas todas las cosas, manifestándolo con este gesto profético.

Como tantas veces con el Evangelio, hay que ir mucho más allá de lo literal, profundizar en esos niveles de lectura que vamos alcanzando a medida que lo leemos, lo interiorizamos, lo encarnamos. La cólera sagrada no se dirige precisamente a los vendedores y cambistas por su función, que realmente era necesaria para la actividad del templo. Los animales que se vendían allí eran los que se destinaban a los sacrifi­cios. Y los cambistas hacían posible cumplir uno de los múltiples preceptos de la religión judía: que el dinero para la ofrenda fuera acuñado por el propio templo. Las monedas griegas o romanas eran allí cambiadas, como una forma de “purificarlas”.
 
Jesús va siempre más lejos y más alto de lo que puede parecer con una primera y superficial lectura. Ya había hecho suyas las palabras de Oseas: "Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios". Amor, eso es lo que Él quiere, y no sacrificios, ni rigidez, ni intercambio, ni preceptos vacíos, ni hipocresía, ni miedos, ni búsqueda obsesiva de seguridades…

Si hilamos fino comprenderemos que lo que estaba detrás de aquella actividad de mercado, sacrificio, óbolo y cumplimiento de reglas, es la inseguridad, la necesidad que aún hoy pervive de sentir que somos buenos, fieles cumplidores, dignos de recompensa, merecedores del premio que un Dios juez ha preparado para los que no fallan…

Pero ¿quién no falla?, ¿quién es realmente bueno?, ¿qué es ser bueno? Si solo Dios es santo, si solo Dios es bueno, tal vez lo único que podamos hacer sea recordarlo y permitir que Él haga en nosotros. El olvido de sí para el Recuerdo de Sí, el camino descendente. De nuevo se nos invita a pasar del viejo paradigma del comparar, competir, separar, defender, controlar, cumplir preceptos…, de una religión exterior, al nuevo paradigma del compartir, soltar, renunciar, dejar ir, unir, integrar, amar…

De la palabra a la Palabra, el Verbo que existía antes de todos los tiempos, del templo externo al Templo que es Jesucristo y, en Él, con Él, cada uno de nosotros, del hacer al Hacer, del fabricar al crear, de la piedra al agua, del agua al vino, de la vida a la Vida, entregando el fruto de los talentos que cada uno ha de desarrollar para cumplirse. Porque no se trata de cumplir sino de cumplirse, realizar (real – izar) esa Obra que nos haga decir “todo se ha cumplido”.

                  El Evangelio de hoy nos brinda una nueva oportunidad de comprender a qué se refería Jesucristo cuando decía “buscad primero el Reino de Dios y su justicia y el resto se os dará por añadidura.” Si reflexionamos sobre las metas que nos han preocupado y nos han movido a lo largo de la vida, comprobaremos que muchas de ellas son cortas, tibias, mediocres, referenciadas a lo efímero. Y en cambio, la meta que ya vislumbramos, ese permitir que la Voluntad de Dios se cumpla en cada uno, tiene resonancias eternas, como diría Maximo Decimo Meridio, en Gladiator, "tiene eco en la eternidad".

Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”, dice hoy Jesús, anunciando su propia muerte y su resurrección. Sus discípulos queremos imitar la valentía y coherencia del Maestro dejando que los muertos entierren a los muertos, y viviendo ya como resucitados. Sin miedo, sin tibieza, sin ambigüedades ni medias tintas, sin trapicheos con el Padre, pues todas estas actitudes son las que Jesús denuncia con la contundencia del azote de cordeles, volcando las mesas de los cambistas.

Los que siguen desviviéndose con los asuntos del César (no se limita su ámbito solo a lo material sino a todo “lo que se quemará”), son los muertos o los dormidos, los de fuera y también los de dentro de cada uno. Despertemos, vivamos ya el Reino, convirtámonos en despertadores para los que aún duermen dentro y fuera (ay, como siempre, mota y viga, viga y mota…). 

Todo lo que impide una verdadera conversión del corazón ha de ser volcado y derribado dentro de cada uno de nosotros. Lo que nos impide ser conscientes y reales, lo que nos hace querer ser de los “buenecitos”, de los del cumplimiento (cumplo y miento), lo que traiciona la esencia del Mensaje de Jesús, libre y radical, contundente y claro, “sí, sí, no, no…” Todo fuera, volcado, derribado, para que Él vuelva a hacer nuevas todas las cosas. Porque  quien no recoge con Él, desparrama, quien no se atreve a tomar decisiones valientes y definitivas como Él, desparrama, desperdicia, pierde la vida que nos dieron para Ser y para Amar.


POBRE YORICK

Quien no recoge conmigo,
desparrama,
dijo hace dos mil años
Aquel que volcó las mesas
de los cambistas y expulsó
a los mercaderes del templo,
la casa de su Padre, nuestro Padre.
 
Desparramar o recoger con Él,
azotando y expulsando si hace falta
a los tibios y los falsos, los oportunistas,
hipócritas que enturbian y confunden
desde dentro, muy dentro, en cada uno…
 
Recoger con Él o desparramar,
que es darle al César lo suyo y lo de Dios,
perder los días
que nos dieron para amar,
con el corazón cerrado,
o encogido o asfixiado
por los afanes del mundo
y sus metas mediocres.
 
Desparramar es querer
que el mundo nos dé una gloria
efímera, tan falsa
como las máscaras
que cubren calaveras, pobre Yorick…
 
Pobres todos,
él es testigo mudo,
símbolo de tanta
vanidad de vanidades,
pobre Yorick,
desparramó también,
como todos, cada uno a su manera.
 
Pobre Yorick, fiel espejo
de lo que llevamos dentro,
oculto por la carne condenada
a desaparecer o transformarse.
 
Pobre Yorick,
pobre de mí,
y pobre de ti también
que te miras al espejo complacido
y te conformas
con la ilusión de sentirte
aprobado, reconocido, valorado,
te con-formas
con la ilusión...,
la forma de la forma,
ese creerte de los buenos, los limpios,
los que van a salvarse
por sus propios méritos,
vanitas, vanitatis,
y sales a la calle
con paso firme y la cabeza alta,
sin saber o querer reconocer
que en ese caminar altivo estás desparramando,
en ese olvido del Ser estás desparramando,
en ese creer que te bastas
a ti mismo estás de
                                    s
                                                    parra
                                                                      ma
                                                         ndo
                                                           .

 
 
                       Kevin Kline, en el papel de Hamlet, con la calavera de Yorick, el bufón



            Las intenciones, las palabras y las acciones son buenas o malas según el espíritu del que procedan, y del que quedan impregnadas.
            El publicano arrepentido está más cerca del Reino de Dios que el fariseo que pretende realizar sus obras. La mujer pública que desde un lugar inmundo siente a veces el oprobio en que vive, y cuya conciencia se espanta, está infinitamente más cerca de la verdad que el estoico que se regocija en medio de las llamas a las que ha entregado su cuerpo para servir a su amor propio, este ídolo de virtud que se ha fabricado él mismo.

                                                                                               Conde Lopoukhine


 
            Oh almas, Hermana Glenda cantando el poema de San Juan de la Cruz