25 de marzo de 2016

Mirad el árbol de la Cruz


Tomaron a Jesús, y cargando él mismo con la cruz, salió al sitio llamado "de la Calavera" (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: "Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos".
                                                                                                            Juan  19, 16-19

La Cruz: árbol de la vida, detalle 
del mosaico del ábside del siglo XII 
de la Basílica de San Clemente de Roma
                                   La Cruz: árbol de la vida, detalle del mosaico
                 del ábside del siglo XII de la Basílica de San Clemente de Roma



           Vedado está el arribo a este reino de aquel que no ve en Cristo, en la cruz, después y antes, al Dios vivo. Mas mira: muchos gritan “¡Cristo, Cristo!” que en el juicio serán menos cercanos a Él que alguno que no conoce a Cristo.
                                                                                                                Dante
                                                                                               Canto XIX del “Paraíso”
                      

Hoy contemplamos a un Rey crucificado, coronado de espinas, que agoniza entre dos ladrones por amor. En todo el universo, se escucha la antífona: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.
El único Sacrificio de Cristo ofrecido en el Gólgota, en el altar de la Cruz, se actualiza en cada Eucaristía por una misteriosa eficacia divina, y es ciertamente Su cuerpo entregado y Su sangre derramada por nosotros. Verdadero alimento que, en lugar de transformarse en nuestro cuerpo, como sucede con el alimento material, una vez ha sido asimilado, nos transforma en Él, nos va integrando en la divinidad de Cristo hasta que podamos decir con San Pablo: “Vivo, pero no yo: es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Hombres nuevos, nacidos de agua y espíritu, dispuestos a entregarse como Él.

          Estamos en el camino más sublime, el que integra todos los caminos. No lo desvirtuemos, ni lo convirtamos en un camino “descafeinado”. Sigamos a Aquel que no tenía dónde reposar la cabeza, el que pasó cuarenta días en el desierto y venció las tentaciones, el que recorría aldeas y caminos sin descanso, el que ayudaba, perdonaba y amaba hasta el extremo. El que, por amor y fidelidad, llego hasta la Cruz.
          Es tiempo de austeridad, de vigilar y estar alerta como nunca. Es hora de velar.



                                               Nadie te ama como yo, Martín Valverde


Sí, ha muerto… Nuestro Dios, nuestro hermano Jesús ha muerto…, es decir, estamos vivos, es decir, estamos salvados, es decir, ahora ya podemos con justicia y con derecho entrar eternamente en la casa de Dios. Estamos vivos para estar vivos, no para dormirnos, no para vivir un feto de cristianismo, no para ser mediocres, sino para estar vivos…
Por las llagas de Cristo, por la agonía de Cristo, ¡no hagamos inútil la Pasión del Señor, no malgastemos las siete palabras que él dijo para nosotros! ¡Por las llagas de Cristo, que cuando él vuelva no nos encuentre dormidos!
                                                                                    José Luis Martín Descalzo


A cambio del árbol que provocó la muerte,
crecido en medio del Paraíso,
llevaste sobre los hombros el árbol de la Cruz,
hasta el lugar llamado Gólgota.

Alivia mi alma, derribada en el pecado
y que lleva una carga tan pesada;
alíviala gracias al "yugo suave"
y gracias a la "carga ligera" de la Cruz.

El viernes, a las tres,
el día en que el primer hombre fue seducido,
fuiste clavado, Señor, sobre el madero,
al mismo tiempo que el ladrón criminal.

Tus manos, que habían creado la tierra,
las extendiste sobre la Cruz,
a cambio de las manos de Adán y de Eva que se habían extendido
hacia el árbol donde habían recogido la muerte.

Yo que pequé como ellos,
e incluso los sobrepasé…,
perdóname mi delito
como a ellos en la región en donde la esperanza está desterrada.

Subiste sobre la Santa Cruz,
eliminaste la transgresión de los hombres;
y al enemigo de nuestra naturaleza
lo clavaste allí.

Fortifícame bajo la protección
de este santo signo, siempre vencedor,
y cuando se levante en Oriente,
ilumíname con su luz.

Al ladrón que estaba a tu derecha
abriste la puerta del Paraíso;
acuérdate también de mí cuando vuelvas
con la realeza de tu Padre.

Que también yo pueda escuchar
la respuesta que hace exultar:
“¡hoy, estarás conmigo en el Edén,
en tu primera patria!"


                                                                                    San Nersés Snorhali

12 de marzo de 2016

Renovados


Evangelio de Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?” Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.


Rembrandt. Cristo y la mujer adúltera. Detalle  (Londres, National Gallery). 1644.

                                             Jesús y la mujer adúltera, Rembrandt


Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y le seducen.
Santiago 1, 14


Jesús, el Maestro, al lado de la adúltera le enseña con su silencio la belleza del amor, la armonía de la inocencia.

                                                                       José F. Moratiel

La mujer pública que, desde un lugar inmundo, siente a veces el oprobio en que vive, y cuya conciencia se espanta, está infinitamente más cerca de la verdad que el estoico que se regocija en medio de las llamas, a las que ha entregado su cuerpo para servir a su amor propio, este ídolo de virtud que se ha fabricado él mismo.
                                                                                              Conde Lopoukhine


La enseñanza de Jesús, de raíz oriental, es a menudo paradójica. A veces no hay otra forma de acercarse a la Verdad con nuestras mentes limitadas. Además, Él va escogiendo el modo más adecuado de transmitir el mensaje según las circunstancias, el momento y quienes le escuchan. En ocasiones, es tan discreto que parece indiferente o pasivo, como en la escena que hoy contemplamos, cuando están a punto de lapidar a una mujer sorprendida en adulterio y se limita a escribir en el suelo con el dedo, hasta que pronuncia la frase decisiva, tan ambigua como contundente. Otras veces, sobre todo con los más íntimos, exulta de gozo y entusiasmo, e inunda a cuantos le rodean de la gracia del Espíritu. A la humilde cananea, la compara con un perro, para que ella demuestre su fe. En cambio, en el templo, ante los mercaderes, sabe que es momento de mostrar la cólera sagrada y legítima.
Jesús llama a la adúltera “mujer”, como a Su madre en las Bodas de Caná y tres años después desde la Cruz. A la que quieren lapidar, Él le restaura la dignidad. Llamándola “mujer”, la está recreando, transformándola en una mujer nueva que surge de la mujer rota. Sin dejar de reconocer su pecado, le abre la puerta al arrepentimiento, que no es remordimiento masoquista, sino reconocimiento de la propia debilidad, con valentía, para poder ir hacia adelante, dejando atrás lo viejo, con un nuevo y decidido propósito de vida.

Precisamente la primera lectura de hoy, Isaías 43, 16-21, es un canto a la esperanza de una nueva vida, y prefigura el Apocalipsis, ese Libro prodigioso que a menudo hemos velado, considerándolo oscuro o amenazante (de ahí el adjetivo “apocalíptico”), cuando es un canto esperanzador, revelación luminosa para el que acoge a Cristo y se adhiere a Él, único capaz de hacer nuevas todas las cosas.

El Salmo 125 enlaza con este sentido de maravilla y renovación, confianza y alegría en el Dios de la misericordia, que nos hace misericordiosos para que dejemos de juzgar y condenar, para que perdonemos como él, sin medida.

San Pablo, en la Carta a los Filipenses (2ª Lectura, Fil 3, 8-14), nos anima a renunciar a todo lo que nos impide correr hacia nuestro destino de hombres y mujeres nuevos, resucitados en Cristo.

Y la escena que hoy contemplamos del Evangelio de San Juan, culmina este canto a la vida nueva, la verdadera, libres de pecado y de hipocresía, valientes para ver la propia miseria y mirar hacia lo alto, a Aquel que nos tiende la mano y nos devuelve la dignidad (www.diasdegracia.blogspot.com).

¿Qué nos impide renovarnos? ¿Por qué no nos transformamos después de tantos intentos, tantas cuaresmas, tantos propósitos incumplidos? Lo que nos mantiene en lo viejo, lo caduco, lo que no perdura es la idolatría. Y no solo es idólatra el que adora a otros dioses. Hay muchas formas de idolatría, y ese es el verdadero sentido del adulterio. Así lo expresa Jean Yves Leloup: “El adulterio en su sentido primigenio consiste en mentirse a sí mismo y confundir el reflejo con la luz. Esto tiene un nombre: idolatría.”
La mayoría de los contemporáneos de Jesús no pudieron ver Su luz, seguían amarrados a los reflejos, a sus ídolos de prejuicios, juicios, consideraciones internas que les impedían verse y conocerse. ¡Como hoy! Confiamos en cualquiera, nos dejamos llevar por costumbres, prejuicios e inercias, y, en el otro extremo, por novedades efímeras, falsas promesas de plenitud y dicha que nos imponen desde fuera. Muchas veces son propuestas buenas, pero, al ser absolutizadas y colocadas en el lugar de Dios, se convierten en ídolos.
La verdadera libertad del cristiano consiste en confiar en Jesús, en Quien vemos al Padre. Con Él como apoyo y guía, es posible imitarle, vivir transformados, amar con un corazón nuevo, de carne, pues el viejo corazón, de piedra, no conoce el amor, solo el apego.


                                       Jesús y la adúltera, Lucas Cranach, el Viejo.



VIA CRUCIS. Primera estación. I. Jesús es condenado a muerte.
El que no condena es condenado. Cada día, cada instante vuelve a ser condenado en Su Pasión, que se actualiza constantemente hasta el fin de los tiempos. ¿Quién Le condena hoy? ¿Pilato? ¿La muchedumbre enloquecida? ¿El silencio cobarde de los discípulos? ¿La triple negación del primer papa? Yo Le condeno, y tú también, y todos.
Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?  Y a ti, y a mí, ¿quién nos condena? Nadie puede, y el Único que puede no lo hace. Muchos son los llamados y pocos los escogidos (Mateo 22, 14). Uno se elige y uno se condena… Fuimos creados libres y nuestra libertad es respetada hasta ese extremo. Libres hasta el extremo, amados hasta el extremo. Dios, que te ha creado sin ti, no puede salvarte sin ti, dice San Agustín.
Nadie la condena. Nadie te condena. Nadie me condena. Nadie, sino uno mismo, se condena, pero todos condenamos al único justo. Jesús es condenado a muerte cada día, cada instante que me condeno a mí misma renegando de mi condición de redimida, mujer nueva en Él. Cuando no acepto Su misericordia y no vivo como hija, salvada, resucitada en Él.
Jesús es condenado a muerte con cada olvido, cada indiferencia, cada condescendencia con el hedonismo, cada vez que, en lugar de vivir como resucitados, malvivimos.
Él es condenado en cada una de nuestras condenas. Las hay brutales, como la de las cuatro Hermanas de la Caridad asesinadas hace pocos días. Y las hay menos evidentes, que pasan desapercibidas. Es esa condena sutil, callada y cruel de la indiferencia, peor que el rencor a veces, que nos mantiene replegados en nosotros mismos sin ver al otro, sin amar, sin vivir, condenados a muerte, sin saberlo.
Pero Él nos sigue diciendo: levántate y echa andar (Juan, 5,8); y san Pablo nos lo recuerda: despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (Efesios 5, 14). Me condeno cuando rechazo esa Voz, esa Luz. Me condeno cuando me niego a ver que estoy impedida, muerta, dormida, atada, y también cuando me pongo en manos de los que, en lugar de despertar, adormecen más, y, en lugar de desatar, siguen enmarañando con nudos inútiles y raros.
La Cruz libera, desata, salva, nos hace nuevos. Via Crucis, Via Lucis, Via Amoris.


                                                            Renew me, Avalon

5 de marzo de 2016

El Padre y el Tercer Hijo. El Camino de regreso al reino de la alegría.


Evangelio de Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.”  El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”.”


El regreso del hijo pródigo. Rembrandt

Detalle del cuadro El hijo pródigo, de Rembrandt, donde se aprecian las manos del Padre: una, femenina, y otra, masculina, porque Dios es Padre y Madre.


Mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón, manda delante, como un heraldo, la alegría.

                                                                                                          J. M. Cabodevilla

  
Si nos buscas, búscanos en la alegría, porque somos los habitantes del reino de la alegría.
                                                                                                                      Rumi


Llevo una semana releyendo, meditando y escribiendo sobre la parábola que acabamos de leer. Después de muchas páginas que, como tantas veces, me han servido para mirarme por dentro, creo que cada uno debe descubrir qué papel o qué papeles ha interpretado a lo largo de su vida y los que está interpretando hoy. Los personajes del drama se repiten de muchas maneras, con infinitos matices, en nuestras vidas, alternándose o fusionándose a veces, en uno mismo.


EL HIJO PRÓDIGO Y EL HIJO CUMPLIDOR

El hijo menor carece de malicia en su extravío. Es irresponsable, caprichoso e inmaduro, pero no tiene el corazón turbio ni el alma retorcida. En su decisión de volver, le mueve el hambre, pero sabe reconocer que ha hecho mal.

El otro hijo es cumplidor, de los del cumplimiento, “cumplo y miento”. Envidioso y resentido, no es capaz de amar ni de ver sus propias sombras. Nos hace recordar a tantas parejas de hermanos bíblicas en las que el amor brilla por su ausencia: Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, Absalón y Amnón, Salomón y Adonías.

El pequeño es soñador; por anhelo de aventuras abandona la vida real, pero acaba experimentando una conversión. Le queda mucho por trabajarse, está muy lejos de ser el hombre nuevo al que apuntan los Evangelios, pero ya está en el camino que lleva a la verdadera libertad.

El mayor, despectivo y soberbio, que parece haber imaginado con envidia concupiscente la vida de lujo y disipación del pequeño, tampoco es capaz de vivir en lo real, porque está aferrado a su propia idea del bien y del mal. No se da cuenta de que esa tendencia al juicio y la condena le tiene aprisionado. Ni siquiera es capaz de intuir que se puede mirar de otra forma, sentir de otra forma, vivir de otra forma.

El pródigo es arrastrado por un exceso de imaginación y un talante hedonista, aventurero, mujeriego o romántico, pero es suficientemente humilde para reconocer sus faltas y arrepentirse.
           
¡Ay del cumplidor sin corazón!, ¡ay del prudente por cobardía…!, me parece escuchar a Jesús.

Es fácil preferir al derrochón pero ingenuo hermano pequeño, frente al intolerante hermano mayor que nos recuerda a esos “justos” o “puros” que denuncia Jesús, que han perdido el verdadero sentido de la justicia y la pureza, y tienen el corazón cerrado, encogido, incapaz de perdonar y acoger.  
           
El pródigo es el que se arrepiente por el hambre, pero su alma ha sido acrisolada por la ausencia y la amargura. Reconoce su falta y se echa a los hombros la vergüenza y el escarnio. ¿Por hambre? Sí, y por soledad y ausencia. Su sufrimiento consciente y la valentía de regresar vale infinitamente más que el hipócrita, vano cumplimiento de las leyes.


EL PADRE Y EL TERCER HIJO

Como Cabodevilla, Martín Descalzo, Papini y tantos otros, necesitamos evocar a un tercer hijo para este padre, cuya alegría es capaz de borrar toda amargura, toda justificación, todo reproche, todas las lágrimas. El corazón se abre al presenciar esa alegría, el alma tiembla… Nos entristece pensar que un padre así no sea correspondido en su infinito amor.

El tercer hijo existe y es como el padre, puro amor, perdón, misericordia. El tercer hijo es el que nos está contando la parábola, Jesús. Lo es cada vez que abrimos el Evangelio por esa página y también cada vez que observamos en nosotros esa tendencia al desamor que nos hace ser como el pródigo o como el cumplidor.


Que cada uno mire cara a cara al hijo pródigo, despilfarrador e ingenuo, irresponsable, hedonista y capaz de arrepentirse que lleva dentro, y al hijo cumplidor, hipócrita, envidioso, de corazón endurecido que también lleva dentro. Que se observe implacablemente, hasta que sorprenda a uno u otro, con sus infinitos matices y variantes, en plena actuación, y vaya descubriendo qué puede hacer para ser solo amor incondicional, perdón infinito, alegría desbordante, como el Padre. O como ese Tercer Hijo que todos necesitamos evocar, el Único Hijo digno de tal Padre, la expresión más cierta del amor y la misericordia, Jesús de Nazaret.

Conscientes de que todos cargamos con un pródigo inmaduro y un cumplidor endurecido, miremos al Padre en Su rostro visible, Jesucristo, para aprender de Él a perdonar, acoger con alegría y amar sin condiciones. Mirarle a Él, mantenernos unidos a Él, nos va transformando en Él, que es todo gracia, luz, alegría desbordante.


EL REINO DE LA ALEGRÍA 

Se ha escrito tanto, y desde tantas perspectivas diferentes, sobre esta parábola, que me parece oportuno ponerle imágenes, para redescubrir de otra manera que los Evangelios están hablando de nosotros y para nosotros. Es un buen ejercicio recordar cuándo y cómo recibimos el abrazo de perdón, amor y alegría del Padre.

Veamos cómo lo recibe el que fue violento mercenario y traficante de esclavos, Rodrigo Mendoza, del padre Gabriel, de los guaraníes y de sí mismo, tras ser liberado de su brutal penitencia, autoimpuesta por haber matado en duelo a su hermano. 
                 
           


     La Misión, de Roland Joffé (1986), con Robert de Niro, Jeremy Irons y Liam Neeson.

Veo en Rodrigo Mendoza al hijo pródigo, de sangre caliente, esencia pura y corazón noble, pero también al hermano mayor, intolerante, duro, resentido. En el momento del perdón y la alegría, veo a los dos, despertando de un mal sueño, y veo, sobre todo, al Padre y al Tercer Hijo. Un buen ejemplo de cómo los personajes de la parábola pueden alternarse, fundirse, integrarse, para que cada uno de los que la leen, la escuchan, la recuerdan, despierte, abra el corazón y se transforme.


Si cometo todos los pecados, Tú me bastas como mérito.
Como objetivo de esta desgraciada vida, Tú solo me bastas.
Yo sé bien cómo será mi partida.
Dirán: “¿Qué méritos ha hecho?”
Tú me bastas como respuesta.

                       Rumi