30 de abril de 2016

Somos templos


Evangelio de Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”


                                                 De El Juicio final, Giotto


Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros, y que habéis recibido de Dios. Glorificad, pues, a Dios con vuestro cuerpo.
                                                                           1 Cor, 6, 19-20
                                                                                                   
Como nos dice el Libro de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura de hoy (Hechos 15, 1-2.22-29), la señal de los discípulos de Cristo no es la circuncisión, señal externa que identificaba a los judíos, sino el amor. Jesús es nuestra Tradición, no hay otra. Seguirle es aceptar una carga ligera(Mateo, 11, 30), que nos ayuda a sobrellevar las pesadas cargas del mundo, del que, como Él, no somos (Juan 17, 16).

En el Salmo 66, recordamos que nuestra misión es alabar, dar gloria a Dios, cantar sus misericordias eternamente, pues la muerte ya ha sido vencida por Jesucristo, que nos ha convertido en morada Suya. ¿Cómo va a estar destinado a la muerte el que está habitado por el mismo Dios? Es el fruto de la Pascua, que seguimos celebrando, el amor del Padre y el Hijo, con el Espíritu Santo, en eterna Comunión, la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma que está en gracia.

Lo que vemos, tocamos, percibimos…, todo es instrumento de alabanza por ese Triunfo total e indiscutible del Amor y de la Vida. Nuestra vocación es ser instrumento de alabanza. Incluso la muerte, como supo ver San Francisco, ya no es enemiga, sino que es instrumento de alabanza. Nueva Creación en la que todo es transmutado y transformado, purificado y afinado, para entonar el Cántico de las Criaturas del santo de Asís, del profeta Daniel, de todos los humildes y sencillos a los que Dios se revela, como veíamos en el Evangelio del viernes (Mateo 11, 25-30). Cada uno, una nota, cada uno, un instrumento en la perfecta sinfonía de belleza inefable que ha inaugurado el Cordero. Por eso, como dice el Apocalipsis –esa ráfaga de luz que se lee con el corazón– en la segunda lectura (Ap 21, 10-14.22-23), ya no hace falta sol ni luna que alumbre a la Jerusalén eterna, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

Si asimilamos ese Mensaje eterno con todo nuestro ser, no solo con la mente limitada, podemos construir puentes de verdadera comprensión y unidad, que implican, no solo compasión, donde se detiene la lógica del mundo, sino, además, misericordia divina, que es verdad, justicia y dicha: La misericordia y la verdad se han encontrado. La justicia y la dicha se besan (Salmo 85, 11-12). El amor es la argamasa necesaria para construir esos puentes; amor consciente de aquellos que han renunciado a su identidad en el mundo, para identificarse con Cristo, nuestra verdadera identidad para la vida eterna. Pues la meta del discípulo es decir con San Pablo: Vivo, pero ya no soy yo, sino Cristo, que vive en mí (Gálatas 2, 20).

Cuando conoces el sentido de tu existencia y te pones en camino, con los ojos y el corazón fijos en Aquel que nos guía, consciente de que habita en ti, empiezas a reflejar en tu rostro Su luz, porque ya no eres un ego separado, que se afana y se defiende, sino Cristo, vida nuestra (Col 3, 4).

Es hora de vivir conforme a los criterios de Jesús, Amor eterno, Vida nuestra, alejar los temores y poner nuestra confianza en Él, único apoyo firme y verdadero. No somos del mundo, leíamos ayer (Juan 15, 18-21). Estamos en el mundo para transformarlo y elevarlo, como Cristo nos transforma y eleva, pero nuestro hogar definitivo no está aquí, en este mundo exterior y transitorio, horizontal, sino en lo alto y profundo, en lo duradero. Vivamos en vertical, sigamos al Maestro hacia la Vida verdadera. Podemos abandonar ya, ahora, este erial de muerte, que no es el maravilloso mundo que Dios creó, sino el que hemos inventado al separarnos de Él. Lo abandonamos si vivimos ajenos a sus obras de destrucción y mentira, de pie, avanzando hacia la meta que Él nos señaló cuando fue levantado en alto (Jn 8, 27).

Amor como el Suyo…, paz, como la Suya…, Dios cercano, Dios con nosotros, más íntimo a mí que yo mismo, decía San Agustín y hemos de sentir cada uno. Porque Dios mora en el corazón de quienes viven en gracia. ¿Se puede concebir mayor tesoro?

Nuestra misión es vivir desde Cristo, conscientes de esa Presencia misteriosa que nos ensalza y transforma, de ese amor que es comunión plena y cumplimiento recíproco. No basta con decir que amamos a Cristo, para que haga morada en el alma. Él mismo lo dice: el que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él. Jesús es fiel a Sus promesas pero nos pide que lo seamos también. Amarle, guardar su palabra, supone coherencia y voluntad de ser como Él, de ser Él. Vivo pero no yo, sino Cristo que vive en mí…, que dulce consigna. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Hemos de ser diferentes al mundo, que no nos acompleje, ni bloquee esta diferencia…

El Mensaje del Evangelio es amar como Él nos ha amado: hasta el extremo, sin condiciones, sin circunstancias, sin distinciones, ¡sin tiempo!, como Dios Padre ama al Hijo antes de la creación…, inconcebible para la mente. Por eso, el amor no se enseña, dice San Basilio y recordábamos la semana pasada en www.diasdegracia.blogspot.com . Para salir fortalecidos y mirando hacia delante de esta crisis que atraviesa la Iglesia (ver último post), una de las claves es, precisamente, dejar de intentar, en vano, encajonar el Mensaje en los parámetros de la lógica del mundo, renunciar a entender según los criterios limitados y limitadores del mundo, no pretender bajar lo Absoluto a lo horizontal.

En la Cruz todo fue elevado, lo horizontal, lo temporal, lo inmediato, lo circunstancial… Todo se concentró en el instante infinito de la muerte del Hijo de Dios, dentro del Corazón de Su Divina Misericordia. Todo fue transformado en Amor infinito y eterno, como el del Padre y el Hijo.

El amor de Dios no consiste en amar lo inmediato y efímero, sino lo esencial y perdurable de cada uno, en lo que lo inmediato queda integrado y transformado… Porque Él no nos ama para un tiempo, sino para la eternidad y desde la eternidad…

El amor no se explica, recordábamos, inspirados por San Basilio… Hoy, inspirada por San Luis María Grignion de Monfort, cuyos ejercicios para la Consagración estoy siguiendo, voy asimilando con el corazón que, para amar de verdad, sin condiciones, como pide el mensaje evangélico, hace falta ser humilde como la Santísima Virgen María, porque el amor es la asignatura esencial del programa del cristiano, ese programa, cuyo aprendizaje lleva toda la vida y que solo “aprueban” los sencillos, a los que el Señor les revela todo…

Los humildes y sencillos, los pobres de corazón saben que el verdadero amor no implica posesión, sino donación. Amor inefable, tan diferente del amor del mundo. No caigamos en la sutil trampa de equiparar el amor al que estamos llamados con los afectos humanos, tan condicionados y tendentes a veces al apego, la sensiblería, el egoísmo. Dioses sois (Juan 10, 34), nos recuerda el Maestro, llamados a vivir y transmitir este amor divino, como el que Dios tenía antes del tiempo.

Vivimos para la eternidad, no para el mundo. El cuerpo será glorificado, para la Vida eterna o para la condenación (Juan 5, 29; Mateo 25, 46; Daniel 12, 2). Si fuéramos conscientes de que Dios nos habita, viviríamos conforme a Sus criterios y nos trataríamos unos a otros como los templos que hemos de ser. Templos que perdurarán, para alabar eternamente (Salmo 66) cuando no hagan falta más santuarios (Apocalipsis 21, 22-23), pues seremos iluminados por la lámpara que es Jesucristo, nuestro Cordero-Pastor.


         Hermano Sol, hermana Luna, Donovan, de la película de Zeffirelli (1972).

Entrando a la Iglesia durante el servicio divino, entráis en algo semejante a otro mundo; el templo parece desaparecer ante vosotros y la eternidad parece comenzar… Todo sobre la tierra es imagen y sombra de lo que se hace en el cielo. Así la forma litúrgica del servicio divino sobre la tierra es una imagen del servicio divino en el cielo; la belleza de las iglesias es una imagen de la belleza del templo celestial; la luz, una imagen de la inaccesible gloria de Dios en el cielo; el olor agradable del incienso, una imagen del inefable perfume de la santidad; el canto de aquí abajo, un eco del inefable canto de las alabanzas angélicas allí arriba.

                                                                                               San Juan de Cronstadt

23 de abril de 2016

Sé de Quién me he fiado


Evangelio de Juan 13, 31-33a.34-35

Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.

                                                         La última cena, Tintoretto


     ¿Quieres ser totalmente? Ama totalmente.

                                     San Antonio de Padua
                                                                

             Que sea vuestro hablar sí, sí; no, no. Lo que pase de ahí procede del Maligno.

                                                                                                                  Mateo 5, 37


El Mandamiento Nuevo, nuestro gran tesoro, se ha contemplado en estos blogs varias veces. Hoy me gustaría centrar la reflexión en dos claves.

La primera, el amor como Camino, que da título a este blog. Jesús es el Amor de Dios manifestado y es el Camino. No un camino más, no un camino entre varios, es el Camino. Y hoy, como nunca, hace falta decirlo como lo haría el Maestro, con la transparencia de decir sí, cuando es sí, y no, cuando es no.

Y ahí aparece la segunda clave, por la que han discurrido mis reflexiones estos días. Si el amor es “sí, sí, no, no”; no admite interpretaciones. Si hay mucho que explicar, justificar o interpretar, algo falla. Jesús es el Camino, igual para todos, sin casuísticas ni subjetividades. Al joven rico le pidió entrega total en el amor, no tomó su caso particular para darle una “solución personalizada, basada en el diálogo y la comprensión”. Se lo dijo con claridad diáfana, porque le amaba. Parecía un hombre “bueno” ese chico... Hoy en día, por lo visto, se habría estudiado su caso de manera específica, su situación personal, sus circunstancias familiares…, y en vez de decirle, "déjalo todo y sígueme" , le darían una larga y prolija argumentación que le pondría muy contento, en lugar de hacerle alejarse cabizbajo… Muy contento..., pero confundido, equivocado, incapaz de imaginar siquiera la verdadera riqueza a la que estamos llamados. ¿Por qué no se habla hoy con la claridad con que habla el Maestro? ¿Será que no se cree en esa riqueza que trasciende lo inmediato pues tiene vocación de eternidad?

Hasta que Jesús nos da el Mandamiento Nuevo, la consigna era amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Bien lo sabía el escriba que preguntó a Jesús sin malicia en otra escena del Evangelio. Pero antes de su Pasión, en el discurso de despedida a los más cercanos, con palabras claras y definitivas que, como dijo Unamuno, habría que leer de rodillas, Jesús quiere que vayamos mucho más allá, nos da un mandamiento nuevo, acorde con la nueva creación que va a instaurar Su muerte y resurrección. Se nos pide que nos amemos unos a otros como Él mismo nos ha amado.

A menudo no nos amamos ni siquiera a nosotros mismos. Si amáramos a los demás como a nosotros, ¡qué desastre! Pero si los amamos como Jesús, ¡qué maravillosa exigencia! Hasta el extremo, dando la vida, sin condiciones. Es el Camino, radical y maravilloso; por eso hay que huir de tibiezas y ambigüedades. Jesús es sí, sí, no, no y nos pide que vivamos y actuemos con esa claridad. Cuánto cuesta explicar algo cuando no nace de la Verdad… (el que tenga oídos para oír que oiga). Como Él nos ha amado…, ¿obra titánica?, ¿“demasiado”? Imposible para nosotros, incluso para los santos, pero posible por Él y con Él (ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí. Te basta mi gracia).

Antes de empezar este post, y en mis reflexiones de estos días, me decía: si yo fuera obispo, si fuera al menos sacerdote, diría lo que pienso sobre lo que está viviendo la Iglesia y no recogen los medios de comunicación (crisis profunda, división, conflictos, recelos, lo más contrario al mensaje de Jesús, que es mensaje de Amor). Intentaría decirlo con honestidad y sencillez, sin contemporizar y sin mirar para otro lado. Pero soy solo poeta…, ¿cómo voy a manifestar, entre tantos teólogos, lo que siento y percibo en esta locura de confusión e interpretación de lo interpretado, este galimatías que algunos fomentan y otros camuflan?

Soy solo poeta…, una escritora ignorante... ¡Pero también soy sacerdote!, ¡y profeta!, todos lo somos en Cristo, miembros de Su Cuerpo místico. Así que mi deber como discípula Suya es dar testimonio de lo que el Maestro me ha enseñado y decirlo desde la azotea, luz en el candelero. Y no me hace falta decirlo en voz alta, ni siquiera dar nombres o detalles, lo puedo decir en esencia y en voz baja, sin amargura, con la reverencia del centurión manifestando su fe (Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una Palabra tuya bastará...).

En voz baja y reverente, pero claro y sin tapujos: sé de Quién me he fiado, sé a Quién sigo y nada ni nadie me confundirá ni me separará de Él y de su Buena Nueva. Todo está dicho en el Evangelio por Aquel que hace nuevas todas las cosas. Toda novedad nace de Él y a Él vuelve. Toda la sabiduría y la verdad se encuentra en Su Mensaje, que no cambia ni una coma ni una tilde de la Ley, sino que la completa y la perfecciona, la eleva y le da sentido de eternidad.

Y su mensaje es Amor, Vida, Luz, tan lejos de tibiezas y ambigüedades…. El Señor se revela a los pequeños y sencillos. En la humildad nace la capacidad de amar como Él nos ha amado, porque la humildad permite reconocer que no sabemos ni podemos amar por nosotros mismos. Pero unidos a Él, somos capaces de todo, nada nos parece imposible. De ahí que la esencia de la oración sacerdotal de Jesús (Juan 17), al final del discurso de despedida, cuyo inicio hoy contemplamos, se pueda resumir en dos de las palabras que se repiten en este discurso y que llenan muchas de mis reflexiones últimamente: menein (mutua inmanencia, morar en, permanecer en, unidos) y pro eis (por ellos). Yo confío plenamente en Aquel que hace todo por nosotros (pro eis) y manifiesta la Unidad que salva y eterniza (menein).

Malabares dialécticos, ambigüedades, retruécanos, hipocresía de unos y de otros, interpretaciones complicadas, explicaciones de explicaciones, coro de aduladores sin criterio... Alguien ha dicho acertadamente que esta diatriba de teólogos le recuerda la figura retórica llamada calambur (juego de palabras que consiste en modificar el significado de una palabra o frase, agrupando de distinta formas sus sílabas). Yo solo sé que Jesús es directo, sencillo y claro en Su enseñanza, que Él es la Verdad y la Vida y que Su Palabra no pasa.

El que prefiera otras palabras que no sean las de Cristo, que escoja con responsabilidad, y que lo diga abiertamente si hay quienes dependen de su magisterio, pero que sepa que está renunciando a la Palabra de Vida eterna. Y quienes, por inercia o desidia, por ambición, conveniencia personal o por ir al sol que más calienta, se estén alejando del Sol Invicto, que recuerden el destino de los ciegos que guían a otros ciegos.

Perpleja y entristecida, por quienes jamás pensé que llegarían a entristecernos, así asisto a estos debates entre bambalinas. Pero Aquel que hace nuevas todas las cosas me ayuda a ver claro, más allá del humo de tanta dialéctica inútil, para no dejarme engañar por los que están en el engaño. Por Él y en Él, me siento fiel como nunca, caiga quien caiga, firme en la fe, sabiendo de Quién me he fiado.



Yo no soy tonto..., sé de Quién me he fiado.
Campaña de los PP. Reparadores


Para hablar de las palabras de Jesús es preciso conservar sus palabras o su eco. Yo no tengo sus palabras ni su eco. Os pido que me perdonéis por empezar una historia que no puedo acabar. Pero el final aún no ha llegado a mis labios. Es todavía una canción de amor en el viento.
                                                                                             Khalil Gibran

16 de abril de 2016

Nadie nos arrebatará de Su mano


Evangelio de Juan 10, 27-30


En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.

Resultado de imagen de el buen pastor catacumba domitila
El Buen Pastor, Catacumbas de Priscila

                                    
Alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti lo que está en ti todo entero y del modo más verdadero y manifiesto? 

                                                                                   San Agustín


Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
y tú en mí, para que sean completamente uno.

Juan, 17, 22-23


El cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, podemos participar de la unión divina.

Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en argumentos que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre, por defender un no-dualismo que no pasa de ser una idea, una abstracción, si no ha sido realmente vivido y encarnado?

Por nuestra incorporación a Cristo y nuestra participación en el Misterio Pascual, alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación definitiva del hombre es la unidad con el Único.

Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió.

De ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10); Aunque sin Jesucristo no podemos nada, con Él lo podemos todo. Através de Él, vamos llegando a niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones sensoriales.

Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora; junto a Él, enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad. Con Él no nos disolvemos ni desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos; solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no somos, para ser de verdad y amar de verdad. No se trata de un apego a la propia individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente, de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse con nosotros.

Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él.

Creer en Él nos da la vida eterna, nos libera de ciclos y de leyes. Porque el Verbo se hizo carne, se hizo debilidad, vulnerabilidad, para ser uno de nosotros y poder elevarnos con Él. Dios se abaja para elevarnos, por amor. Ya no somos solo carne, destino mortal, porque Él ha glorificado la carne, ha hecho del ser humano algo más que el cuerpo frágil y el alma adormecida, consecuencia de la caída. Él nos ha elevado, nos ha transformado y nos ha otorgado la dignidad de los Hijos de Dios. 

Desde entonces es fácil aceptar la multiplicidad, como una de las dos caras de la única moneda. Si, como dice Frithjof Schuon, la venida de Cristo es el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto, bendita relatividad, bendita multiplicidad, contemplada desde la esencia integral y unificada que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga. Porque seguir al Buen Pastor, reconocer con Pedro que bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos, nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni coordenadas en la que todas las cosas y todos los seres mueren y renacen en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres ante el único Nombre, que siempre está viniendo.

De la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino, sin dejar de ser individuos. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.

Jesús, que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos –qué preciosa palabra, in-corpore-mos– totalmente en Él.

Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más sublime, lo absolutamente perfecto.

“Yo y mi Padre somos uno”; es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, permanecemos unidos a Jesucristo a través de los sacramentos (no concibo unión más grande en este mundo, que la que nos ofrece continuamente la Eucaristía), la oración y la lectura constante de Su Palabra. En el Evangelio escuchamos, real y actualmente, a Jesucristo. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz que transforma y eleva.

Quien acude conscientemente a los sacramentos, ora como Él nos enseñó y lee el Evangelio recibe la gracia que permite cumplir Su Palabra, y es capaz de encontrar y reconocer al Señor en todos y cada uno de los hermanos, porque el mismo Jesús vive en su corazón, lo llena y rebosa.



                                        Quién te separará de Mí, Hermana Glenda

9 de abril de 2016

Saberse amado


Evangelio de Juan 21, 1-19

Algún tiempo después, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos. Simón Pedro les dice: “Me voy a pescar”. Ellos contestan: “Vamos también nosotros contigo”. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no consiguieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: “Muchachos, ¿tenéis pescado?” Ellos contestaron: “No”. El les dice: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La echaron y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: “Es el Señor”. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: “Traed ahora algunos de los peces que habéis pescado”. Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: “Vamos, almorzad”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis corderos.» Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Él le dice: «Pastorea mis ovejas.» Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.» Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme.»


                                              La pesca milagrosa, Rafael Sanzio


Acabamos de leer parte del Epílogo del cuarto Evangelio, una especie de añadido, donde se relata la tercera aparición de Jesús a los apóstoles después de haber resucitado.

Ha sido una noche oscura, en la que no han sido capaces de pescar ni un solo pez. Pero, con la claridad de la alborada, el nuevo día que es Cristo, y siguiendo Sus instrucciones, los apóstoles (siete en esta ocasión, símbolo de totalidad) pescan ciento cincuenta y tres peces.      

Recuerda otra escena de pesca milagrosa, la de Lucas 5, 1-11. De nuevo abundancia y plenitud para el que confía en el Señor y renuncia a la lógica y a los prejuicios. Jesús está preparando a la Iglesia, instruyéndola en su misión: pescar hombres, rescatar hombres con el anzuelo del amor.

Avanzado el relato, el discípulo amado reconoce a Jesús. Juan no se precipita al agua como Pedro, al encuentro del Maestro, porque Jesús ya está en él; eso es lo que significa ser el discípulo querido. Muchos exégetas dicen que Pedro ocupa el centro del relato, como primado de la Iglesia, simbolizada por la barca. Creo que el centro es la afirmación: “Es el Señor”, de quien, sabiéndose amado, puede reconocer al Maestro.

En esa mañana luminosa junto al lago estamos también nosotros. “Es el Señor”, dice Juan. ¿Podemos decirlo? ¿Reconocemos al Señor entre nosotros, dentro de nosotros? Abundancia, comunión, alimento compartido en compañía de Jesucristo. Esa es la meta a la que estamos llamados, y a la que nos lleva la entrega confiada a Aquel que es Pan de Vida.

San Jerónimo dice que la cifra ciento cincuenta y tres es símbolo de totalidad, porque es el número de las especies de peces. En el Evangelio apócrifo de los Hebreos, se dice que cien es número de la abundancia, y cincuenta y tres los milagros que hizo Jesús. Por eso, ciento cincuenta y tres significa plenitud absoluta.

            La metáfora de la pesca aparece a menudo en el Evangelio (Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20) y también en el Antiguo Testamento (Ezeq 47, 10; Hab 1, 14-15). El símbolo del pez, usado por los primeros cristianos para reconocerse, contiene la esencia de la Revelación. Las letras de la palabra pez en griego, Ichthys, como vemos abajo, son las letras iniciales de la frase: "Jesús, el Cristo, Hijo de Dios, Salvador".                                          


La cifra de ciento cincuenta y tres peces es simbólica, aunque eso no excluye que sea también literal, pues los evangelios son, y esta es la maravilla, históricos y simbólicos a la vez. La desnudez de Pedro, fuera literal o no, es esencialmente simbólica. Cuando Juan señala la presencia del Señor, Pedro, el que negó porque no había alcanzado el nivel de comprensión que nace de un corazón totalmente abierto y entregado, se reviste de la vestidura de la fe, que fortalece e integra, confiere la firmeza necesaria para hacer lo que hay que hacer y afrontar con coherencia y determinación la Misión encomendada: pescar hombres, rescatarlos del mar turbulento y oscuro de la ignorancia y el egoísmo, para, habiéndoles mostrado el rostro de la Verdad, guiarlos hacia encuentro definitivo.

            Pedro, noble e impulsivo, concreto y lógico, se creía fuerte y es tan débil... Solo es fuerte y audaz, solo acierta, cuando le inspira el Espíritu Santo, como cuando reconoció que Jesús es el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16).

Todos somos Pedro, de diferentes formas. Qué débil mi fe, qué inconsistente ante las pruebas, qué cobarde, Señor, si me falta Tu Presencia. Pero qué fuerte y valiente puedo llegar a ser cuando Tú me sostienes y me inspiras. ¿Quién quiere contar consigo mismo, pobre criatura desvalida, incapaz y atribulada, pudiendo contar con la ayuda, la fuerza, el poder de Aquel que es Dios y por amor se hizo hombre?

También estamos llamados a ser Juan, aunque a veces nos cueste experimentar su entrega, su confianza, su fidelidad. Él es siempre más rápido, no porque sea más joven, lo que solo le daría una velocidad física. Llegó a la tumba antes que Pedro, y ahora es el que dice: “Es el Señor”. Su “rapidez” emocional, fruto de la fe verdadera, le dio la valentía de estar junto a la cruz, mientras Pedro había negado tres veces, esto es, totalmente.

El discípulo a quien Jesús tanto quería… No es que a Pedro o a los demás los quisiera menos; es que Juan estaba preparado para recibir, aceptar, conservar ese amor, como vemos en www.diasdegracia.blogspot.com  . Ese es el mérito de Juan, bendito mérito a nuestro alcance: ser tan puro y sencillo como para vaciarse de sí mismo y poder recibir los méritos infinitos de Aquel que nos amó primero y nos ama para siempre. Ser amados por Jesús: esa es nuestra esencia, nuestra grandeza y dignidad.

Por eso, la triple pregunta a Pedro: “¿me amas?”, en Juan 21, 15-19, es una oportunidad para reparar por tres veces, esto es, totalmente, la triple negación, y poder asumir la Misión. Porque amar al Señor es, en primer lugar, ser capaz de recibir Su amor, porque Él nos amó primero.

Si fuéramos realmente conscientes del amor que Cristo nos tiene, seríamos fuertes, coherentes e inmensamente felices. Acaso no creemos merecerlo… Pero aceptar ese amor nos hace ya merecedores de él, porque, como dice San Bernardo, nuestros méritos son los que vienen de Jesucristo, por eso son tan valiosos.

            Es Juan quien habla de sí mismo en varias ocasiones como el discípulo al que Jesús tanto quería. Él sabe que Jesús lo quería como a los demás, pero ese “tanto” procede de la conciencia de ser amado. Juan, en su pureza y limpieza de corazón arquetípicas, está preparado para recibir el amor de Cristo y, además, para saberse querido. El que se sabe amado no puede hacer otra cosa que amar, porque no estamos hablando del amor humano, limitado, condicionado, con sus contrapartidas e intercambios. Estamos hablando de la Fuente original, inagotable, del Amor.

            Por eso, Pedro es el primado de la Iglesia visible, y Juan –y los que siguen su escuela de consciencia, confianza y fidelidad–, pionero de esa Iglesia interior, agrupada en torno a Cristo, que no todos son capaces de captar, ni siquiera de concebir. En esa Iglesia interior, humilde y desapercibida, puro servicio, pura entrega, cada uno desempeña un papel, una función, una nota en la maravillosa sinfonía de la Comunión de los Santos.

            El centro de la enseñanza de Jesús, y por tanto el sólido fundamento de su Iglesia, es el amor (1 Jn 4, 16). El amor sin condiciones, que no busca recompensa ni intercambio; el amor al que se refiere San Agustín cuando dice: "Ama y haz lo que quieras", porque, quien así ama, solo puede hacer el bien; el amor que nos transforma y nos restaura, que nos devuelve la semejanza perdida, que nos libera del egoísmo y de las ataduras de lo material, lo perecedero, y nos eleva a la dignidad nueva y antigua de Hijos de un Padre que es Amor.

            Es el amor, personificado en Juan –y en cada uno de nosotros, si queremos– , el que dirige a la Iglesia y también a su primado. Juan reconoce al Maestro y lo manifiesta; la Iglesia puede emprender la Misión.

En otra escena en el lago de Tiberíades (Jn 6, 16-21), cuando Jesús caminó sobre las aguas, fue Él quien dio testimonio de Sí mismo: “Soy yo, no temáis”. Ahora nos toca a nosotros, a ejemplo de Juan, reconocer al Señor y manifestarlo sin miedo ni dudas. Nos toca ser testigos y dar testimonio, como hacen los apóstoles en la primera lectura de hoy (Hechos 5, 27b-32.40b-41) y como hará toda criatura cuando llegue el momento, según anuncia el Apocalipsis en la segunda lectura (Ap 5, 11-14).

El que apoya su cabeza en el pecho del Señor es quien llega primero al sepulcro vacío, al signo de la Resurrección, aunque, luego, la humildad propia del amor le hace esperar a que entre el llamado a ser la Piedra sobre la que se construye la Iglesia visible. No necesita mandar ni figurar quien se recuesta en el pecho del Único que tiene poder, aquel que ya es uno con Él.

El que ha sido capaz de vivir como nadie el amor del Maestro, y por eso estuvo ante la cruz y recibió también a la Madre en nuestro nombre, es quien reconoce al Maestro y le dice a Pedro: “Es el Señor”. Solo cuando Juan ha comprendido y expresado su reconocimiento de Jesús, Pedro se “viste” y se lanza al agua para ir hacia Él. Después, los otros cinco apóstoles que aparecen en la escena saben también que es el Señor.

Sigue siendo el amor recibido y aceptado, el que nos hace decir: “Es el Señor”, cada vez que reconocemos su Presencia a nuestro lado, entre nosotros, en el centro de la Misión a la que todos somos llamados.

Pedro es la acción, la concreción, Juan es la contemplación y la pura acogida del amor, porque, como María de Betania y María Magdalena (¿la misma María?, ¿dos Marías?; dos y la misma, poco importa), él había escogido la mejor parte y nadie se la quitaría. Es Juan el que siempre confirma a Pedro en su función y se somete a su autoridad. Es el amor el que guía a Pedro hacia su misión, para extender el Reino a todos, sin distinción ni fronteras, en una red que no se rompe.

El mismo Jesucristo descarta con firmeza cualquier rivalidad entre Pedro y Juan, como vemos en la escena que se narra en la continuación del Evangelio de hoy (Jn 21, 20-23) y sobre la que reflexionamos en www.diasdegracia.blogspot.com



                                           Tú sabes que te amo, Hermana Glenda