29 de octubre de 2016

La verdadera estatura


Evangelio de Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. El bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

                                       Conversión de Zaqueo, Bernardo Strozzi

           
             Se entra desnudo en la vida. Se entrará desnudo en el reino de los cielos, pues si desnudo se nace, desnudo se renace. Solo quien se ha despojado de riquezas, de ambiciones, de poderes, de falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá seguir esa nueva palabra creadora que le introducirá en el Reino. Pues es cierto que Jesús no viene a empobrecer al hombre, pero sí a sustituir una riqueza pasajera por la gran riqueza de Dios.                                                                          
                                                                                          J. L. Martín Descalzo


Jesús está a punto de entrar en Jerusalén y afrontar su destino. Acaba de devolver la vista a Bartimeo, por eso la gente se arremolina para ver al autor del milagro.
Atraviesa la ciudad, Jericó, que significa luna; y en la Sagradas Escrituras, la luna es el símbolo de la carne, destinada a desaparecer. Para eso ha venido, para caminar por nuestra miseria y nuestra esclavitud.
El que atravesaron nos atraviesa, para inundarnos de luz. El que se hizo carne por amor, atraviesa la carne, la materia, para elevarla consigo y trascenderla.

Zaqueo no solo es publicano, recaudador de impuestos, sino jefe de estos implacables, despiadados traidores a su pueblo. El colmo del pecado: no solo ladrones, sino, además, colaboracionistas.
Los recaudadores de impuestos eran realmente crueles, además de "vender" a sus propios compatriotas a los romanos, torturaban a los que escapaban sin pagar los cuantiosos tributos. No eran unos pecadores sin más, sino pecadores recalcitrantes, odiados por sus crímenes.

Muerto durante años, con el lastre de tantos y tan graves pecados, Zaqueo, gran pecador, fue capaz de hacer lo que el joven rico no pudo. En un instante, soltó su apego al dinero y al poder, y pudo convertirse. Se vació de sí mismo, para llenarse del mensaje de Jesús, de ahí su contento y su infinita generosidad.
Porque lo que Jesucristo condena es la riqueza de espíritu. Y Zaqueo ha pasado por alto los prejuicios, el qué dirán, ha vuelto a ser como un niño, como nos pide una y otra vez el Maestro

            El jefe de publicanos, de baja estatura, se crece por dentro cuando siente la mirada del Señor. Se deja enamorar y adquiere una dignidad que jamás había soñado, su verdadera altura, su talla espiritual.
Entonces, poniendo al descubierto su esencia, inocente y espontánea, audaz y limpia, se apresura, baja, emprende el camino descendente (no condescendiente) que es el camino del discípulo de Jesús, y Lo recibe en su casa, muy contento. Condescendemos con tantas cosas y personas...Pero descender con Jesús y hacia Jesús es otra cosa. Es un abajamiento por amor, que eleva y dignifica.
Por eso, Zaqueo no se conforma con hospedarlo alegremente, y agasajarlo ese día. Experimenta una conversión radical, profunda y definitiva, que demuestra con obras, desde ese encuentro decisivo, en adelante.

Nuevo chasco para los fariseos. ¿Tanto se lo merecen? Muchos son irreprochables, fieles seguidores de la doctrina y los reglamentos… No matan ni roban, no explotan a nadie, cumplen los preceptos… Pero son los más fieles servidores del príncipe de este mundo, que es el príncipe de la mentira. Por eso, Jesús nos repite una y otra vez que los pecadores, los publicanos y las prostitutas están más cerca del Reino que los hipócritas y soberbios.

La ley decía que el ladrón debía de restituir lo robado más un quinto más. Zaqueo que, siendo mirado por Jesús, ha aprendido a mirar, ver y sentir como Él, decide restituir cuatro veces más, después de dar la mitad de sus bienes a los pobres. El que es capaz de pecar mucho, es capaz de amar mucho.
No es nada tibio este bajito, que sabe que ha encontrado el verdadero tesoro. Necesita corresponder como sea al amor que está recibiendo, y es consciente de que no basta con compensar, con reparar justamente. Hace falta un gesto tan radical como el que Jesús ha tenido escogiéndole y llevando la salvación a su casa.

Qué diferente la respuesta de Zaqueo, de la del justo, irreprochable joven rico (Mt 19, 16-30; Lc 18, 18-30; Mc 10, 17-30). Los dos son ricos, y Zaqueo, además, un pecador empedernido, pero tan valiente y limpio de corazón como para mirar su miseria y convertirse en un pobre de espíritu. El rico cumplidor se escuda en su trayectoria, impecable, sí, libre de pecado evidente, pero tibia, cobarde, mediocre.

             
        Escena de El Evangelio según San Mateo ( 1963), de Pier Paolo Pasolini


Con su actitud confiada y humilde, sin defensas, excusas o palabras vanas, Zaqueo alcanza la verdadera riqueza, los tesoros imperecederos, la salvación, el tesoro del amor, que es la fuente de la alegría que no nos quitarán.

Ver la propia miseria es un valioso  regalo que nos hace humildes y disponibles. Nos saca del anestesiante amor propio, nos desbloquea y nos prepara para la conversión.
Porque Jesucristo ha venido a buscar lo perdido. Los “perdidos” tal vez han purgado ya con sufrimiento todos sus errores, esos pecados que los "justos" tal vez habrían cometido si no fueran cobardes. Como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que parece envidiar las andanzas que vivió el segundo hermano antes de caer en la pobreza.
Zaqueo reconoce su pequeñez, pero es Jesús quien desencadena su conversión, acercándose a él, mirándole, pronunciando su nombre. No hay conversión sin humildad; el jefe de publicanos ha sido avaro e injusto, egoísta e inseguro, pero se deja transformar, alcanza su verdadera estatura espiritual y emprende una nueva vida.
            Se da cuenta de que el Maestro tiene todo lo que ha buscado siempre, y también todo lo que ha echado de menos en sí mismo. Por eso no duda, tan evidentes son la fuerza y la convicción de ese rabbí. Es el primer hombre auténtico que conoce. No es el colmo de la dulzura ni el colmo de la solemnidad; es el colmo de Sí mismo, en su humanidad incontestable y perfecta.
Eso ha de ser Jesús para ti y para mí: Aquel que te muestra la versión más perfecta de ti mismo, esa a la que tal vez nunca llegues, pero anhelas con todo tu corazón porque sabes que es la única dirección hacia la que ya puedes caminar. Entonces, Él pondrá lo que falte, completará la Obra en cada uno.

Vivamos esa alegría liberadora de Zaqueo, desapegándonos de lo que tanto nos ha esclavizado y nos ha cegado. Él solo quería ver a ese famoso rabbí; solo verle, nada más y nada menos.
¿Queremos ver a Jesús? ¿Hacemos todo lo posible, incluso lo que para muchos tibios o prejuiciosos puede resultar ridículo, con tal de verle? ¿Qué multitudes nos impiden ver a Jesús? Suelen ser, sobre todo, "multitudes" interiores... O puede que sea una sola persona, a la que te apegas, o un proyecto, un prejuicio, una actitud que te cierra y te ciega.
Escogió a Zaqueo  porque este se había ya escogido a sí mismo, tratando de verle. Si hacemos todo lo posible por ver al Señor, Él se invitará a nuestra casa, nuestro corazón, y hará morada en él.

¿Por qué yo? ¿Por qué no otro? Seguro que se preguntó Zaqueo muchas veces, después de aquel encuentro. Es una pregunta parecida a la que hace Judas Tadeo (cuya memoria, con su compañero Simón, celebrábamos ayer) en la Cena (Jn 14, 22). Y la respuesta a la pregunta de Zaqueo sería la misma que la respuesta a San Judas: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23).
Porque Zaqueo ya amaba a Jesús solo por buscarle, por hacer todo lo necesario con tal de verle, por ponerse con esfuerzo y sin prejuicios en Su camino para que el Maestro pueda encontrarle, para que tenga lugar ese cruce de miradas capaz de transformar un alma y una vida.
Y en ese encuentro trascendental, el publicano, de esencia limpia y libre, no necesita largos sermones o catequesis, ni ir asimilando poco a poco la enseñanza. Su sed es tal, que se la bebe de un trago, la recibe y la hace suya en un instante que vale por toda una vida.

Cómo no estar contento y expresarlo ante tal don… Porque Jesús quiere que su alegría esté en nosotros y llegue a su plenitud (Jn 15, 11). Una alegría instantánea si acogemos el mensaje con inocencia, una alegría capaz de disipar toda tristeza (Jn 16, 20), una alegría tan auténtica y profunda que nadie nos la quitará (Jn 16 22).
El que conoce esta alegría atemporal, completa, deja de apegarse a las seguridades, placeres, privilegios de este mundo. Ha cambiado de tal modo su actitud, su escala de valores, su visión de sí mismo y de la vida que no necesita atrincherarse frente al sufrimiento o la penuria porque es ya habitante del Reino de la Alegría y se dispone a vivir como tal. 

Seamos como este "bajito", sin amor propio ni prejuicios, que corre a subirse al árbol por ver a Jesús, y también se apresura a bajarse, para obedecer a Jesús.
Sin miedo al qué dirán, sin excusas ni recelos, seamos Zaqueo, dejemos que el Maestro pronuncie nuestro nombre, alegrémonos como niños, porque Él quiere encontrarnos hoy, mirarnos hoy, hospedarse en nuestra casa hoy, transformar nuestras vidas por completo, hoy.


                             Hoy ha venido la Salvación a esta casa, Alexandre Bida


UN HOMBRE NUEVO

            Él me hizo comprender en un instante lo que muchos tardan años en entender, lo que muy pocos llegan a asimilar del todo.
Soy Zaqueo y fui jefe de publicanos. Durante años ejercí el peor de los trabajos, recaudaba los tributos de mi pueblo para las arcas romanas. Fui repudiado por mis compatriotas por traidor y usurero. También me repudiaba a mí mismo, porque en el fondo amaba a mi patria. No sé cómo pude saquear a quienes menos tenían.
Fui un traidor repulsivo hasta que aquel hombre me miró, cuando yo estaba subido al sicómoro para verle. Entonces no dudé; yo, que hasta ese momento había medido cada paso, cada decisión, cada amistad, por el interés, confié en él totalmente, y le entregué mi voluntad definitivamente.
Fue su mirada, o tal vez su voz, quizá la sencillez de una propuesta que resonó en mi corazón como si esperara ese momento desde siempre.
Lo cierto es que de algún modo anhelaba ese encuentro. No que me llamara, no que me escogiera, jamás imaginé que se fijaría en mí. Pero ya le había oído hablar algunas veces, desde lejos, sin atreverme nunca a decir nada, ni siquiera a quienes iban con él. 
Desde el día en que pronunció mi nombre y quiso hospedarse en mi casa, dejé de ser un traidor, un publicano usurero, para ser el hombre que él quiso hacer de mí.
Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa, me dijo, y fue la invitación más generosa que me han hecho o me pueda nadie hacer, entonces o en 2016, o en todos los siglos llenos de almas anhelantes de encontrarse con Él, para mirar y hablar como Él. Para ser en Él.



              Para quien es rico no hay más que un camino para llegar a serlo de veras: tornarse no sabedor de su riqueza, hacerse pobre; el camino del pájaro es el más corto, el del cristiano, el más feliz. Según la doctrina del cristianismo, solamente hay un rico: el cristiano; quien no lo sea, es pobre, tanto el pobre como el rico. Un hombre nunca está más sano que cuando ni siquiera nota que tiene cuerpo, y un rico también está sano cuando, sano como el pájaro, no sabe absolutamente nada de su riqueza terrena.

                                                                                              S. Kierkegaard

22 de octubre de 2016

Sin Él, soy nada. Con Él, soy todo.


Evangelio de Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola. “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.”

       
LA SAGRADA ESCRITURA EN CUADROS DE ROBERTO LEINWEBER - EL FARISEO Y EL PUBLICANO - SERIE VIII /C4 (Postales - Postales Temáticas - Religiosas y Recordatorios)
Fariseo y publicano, Robert Leinweber
 
Cuando una persona está llena de sí misma, no se da cuenta del hueco interior de su vida. El ego llena todos los recovecos y, de este modo, impide que se instale en el corazón de la persona la esencia, que es amor. Su personalidad falsifica expresiones de amor, pero le impide vivir la autenticidad del mismo.
        Lluis Serra Llansana


Es sobre todo en tu intimidad donde se libra la principal lucha liberadora: rectifica incesantemente las intenciones: que solo Dios sea la única causa móvil de tu quehacer.
                                                                                               Ignacio Larrañaga


El domingo pasado veíamos la necesidad de perseverar en la oración y comprendíamos que ser insistente no significa que haya de llenarse de palabras. Muchas veces, si la actitud del que ora no es sincera ni humilde, la oración vocal puede transformarse en declamación, presuntuosa o inconsciente, que da vueltas en torno a sí misma. 

Vacíate para que puedas ser llenado; sal para que se pueda entrar, dice San Agustín. Y es que para comunicarnos con Dios, no podemos permanecer en nuestro nivel de conciencia habitual, esa vigilia falsa, somnolienta y distraída, que gira en torno al ego y nos hace ser muertos que entierran muertos. Para hablar con Dios y hacer de esa oración un estado habitual, hay que despertar y mantenerse despiertos, vigilantes, a la escucha, como Samuel (1 Sam 3, 3-18). Con ese gesto, esa postura interior de apertura y acogida, podemos taladrar los obstáculos que nos separan de Dios.

¿Quién reza?, ¿cómo?, ¿desde dónde?… Solo si la oración es sincera, persistente y humilde, es escuchada, porque Dios no atiende a hipócritas, a tibios ni a soberbios… Mejor dicho, son estos los que no atienden a Dios, sino a sí mismos y a sus ídolos. Por eso no oran, sino que cantan la misma canción narcisista una y otra vez.

Para alcanzar la pureza interior que capacita para orar, hay que observar en uno mismo la sombra que proyectan esos pensamientos y emociones sobre el propio mérito, el valor y la bondad que nos atribuimos, consciente o inconscientemente, y nos llevan a juzgar a los demás y considerarlos inferiores.

Si tenemos el valor de atravesar toda esta maraña ilusoria de pensamientos acerca de nosotros, para mirar de frente nuestra nada ante Dios, si reconocemos nuestra miseria y debilidad, podemos conectar con la Fuente de todo y orar de verdad, seguros de ser escuchados, atendidos, salvados.

Comprender la parábola del publicano y el fariseo, que viene a continuación de la de la viuda (Lc 18, 1-8), y lograr ver ambos personajes en uno mismo, es muy revelador. El fariseo no es justificado (salvado), porque no está hablando con Dios, sino con la imagen de Dios que ha construido –su ídolo– sobre la inestable base de su propia vanidad. En cambio, la oración del publicano es sincera porque está reconociendo su desvalimiento, su impotencia ante el Todopoderoso. En el publicano humilde, está orando su esencia, su ser verdadero, el hombre interior; mientras que en el fariseo no hay oración, sino pose, engolamiento, hipocresía, soberbia; es el hombre exterior, que aún ha de morir para nacer de nuevo.

            Estos dos hombres subieron al Templo; "subir", para intentar conectar con lo Superior. El Templo, esa habitación interior donde hemos de orar, donde Dios mora si queremos. Allí es donde entran y cierran la puerta los dos hombres (o mujeres) que somos cada uno: el hombre exterior y el hombre interior. El fariseo que, por fin, se ha atrevido a mirar su absurda complacencia, su corazón lleno de sí mismo, es decir, vacío, y lo ha desenmascarado, reconociendo que era un disfraz de su inseguridad, sus complejos y sus miedos, ha visto la enorme viga de su ojo y ha olvidado la mota en el ojo de su hermano, ha dejado de sentirse superior, separado. Y sube también a ese Templo del alma el hombre interior, que se sabe nada, cuya sincera humildad lo eleva y perfecciona, hasta  ponerle en conexión con lo absoluto, lo perfecto, lo real. Ambos hombres se unen, se integran en el único ser que eran sin recordarlo, y pueden finalmente orar y elegir ser salvados.

Si nos mantenemos en guardia, vigilantes, veremos cuándo el fariseo que llevamos dentro, olvida su ser esencial y vuelve a querer llenarse de sí mismo y sentirse superior.

Si en la oración te estás buscando a ti, al ídolo que de ti mismo has forjado, no estás orando. Hay que atreverse a soltar la imagen ilusoria de quien creemos ser. Y también hemos de soltar cualquier imagen que nos hayamos hecho de Dios, conscientes de que es imposible hacernos una imagen de Quien Es todo.

Porque el fariseo no está rezando a Dios sino a la imagen que de Él se ha hecho. Lo ha pretendido convertir en un contable al que hay que rendir cuentas de los propios méritos y ante el que hay que ganar ventaja frente a los demás.

Lo importante es que sepamos ver en nosotros estas actitudes farisaicas, a veces tan camufladas que resulta muy difícil identificarlas, y que encontremos también a ese hombre interior humilde y sincero, desapropiado de todo, que es capaz de orar.

Seguir el modelo de oración del Maestro es nuevamente la clave. ¿Cómo oró Jesús? Nunca manifestó deseos personales. Su oración fue de alabanza, acción de gracias y comunión. Cuando pedía por los demás, era para mayor gloria de Dios y salvación de los hombres. Si Dios sabe lo que necesitamos, ¿qué vamos a pedir?

En el Padrenuestro, la oración vocal por excelencia, no hay deseos egoístas, sino una entrega real al Padre, un ponerse bajo Su influencia para hacer Su voluntad. La oración sencilla, sin jactancia, sin complacencia ni  servilismo, directa y clara; ruegos tan auténticos y esenciales que no pueden por menos que ser atendidos, si el que reza ha alcanzado ese nivel de pureza y sinceridad.

Jesús es el único que no tiene que negarse a sí mismo porque es el Sí mismo y, al mismo tiempo, la humildad absoluta. Bienaventurado el que no se escandalice de mí (Mt 11, 6). Para no escandalizarse de Él hay que estar dispuesto a aceptar y cumplir su Palabra totalmente, no solo en lo que nos resulta fácil porque no toca nuestra imagen o nuestra miserable "casita de muñecas". Y asumir su Palabra y hacerla vida en nosotros, exige un cambio radical. Los que se empeñan en defender su posición, su falsas creencias, o tal vez solo esos prejuicios que les hacen despreciar a los demás, seguirán escandalizándose de Aquel que no hace acepción de personas porque viene a salvar a todos, no solo a un grupo de escogidos, Aquel que frecuenta a pecadores, publicanos y prostitutas y denuncia la hipocresía de escribas y fariseos.

¿De qué sirven los esfuerzos personales y los méritos aparentes del que no puede aceptar que todo es gracia, derroche generoso, don gratuito de Dios? Si recuperamos la inocencia esencial, nuestro será el derecho a participar en el banquete eterno, aunque hayamos sido grandes pecadores. No en vano, Jesús relató la parábola del fariseo y del publicano, para hacernos ver quiénes serán los elegidos entre los muchos llamados. Porque es uno mismo el que se elige, vaciándose de sí mismo, dejado atrás las vestiduras oscuras de la soberbia, la mentira, el egoísmo y la tibieza, para poder llenarse del Sí mismo.


                                                           Los que fabrican ídolos son inútiles;
                                                           nada valen sus obras tan estimadas,
                                                           ciegos e insensatos
                                                           son quienes los adoran,
                                                           por eso quedarán en ridículo.

                                                                                              Isaías 44, 9


Cuando el hombre se humilla, Dios en su bondad, no puede menos que descender y verterse en ese hombre humilde, y al más modesto se le comunica más que a ningún otro y se le entrega por completo. Lo que da Dios es su esencia y su esencia es su bondad y su bondad es su amor. Toda la pena y toda la alegría provienen del amor.

                  Maestro Eckhart


            SEPARACIÓN
                                               Donde existe el ego, todo es infierno.
                                               Y allí donde no existe el ego, todo es paraíso.

                                                                                             Abu Sa’id
Aprende la lección,                                                        
apréndela ahora,
antes de que la olvides y te creas
el mayor o el mejor;
antes de que el destino con sus leyes
te apunte, en la fatídica
página roja de su libro gris,         
un saldo deudor,
una cita pendiente.




Bendito sea el Señor, Sergei Rachmaninov 

15 de octubre de 2016

Orar siempre


Evangelio de Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Por algún tiempo se negó; pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».” Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.



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                                        La Creación (detalle), Miguel Ángel


                           Yo te invoco, oh Dios, porque tú me respondes.

            Salmo 17,6
  

            Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad, y se os abrirá.

             Lc 11, 9


Después de enseñar el Padrenuestro a sus discípulos, Jesús subraya la necesidad de perseverar en la oración, con otra parábola muy semejante a la que leemos hoy, la del amigo inoportuno (Lc 11, 5-13).

La actitud del juez hacia la viuda es la contrapuesta a las entrañas de misericordia del Padre. Con estas dos parábolas, Jesús nos muestra cómo funcionamos en el mundo, para que comprendamos que el Reino no tiene nada que ver con nuestros afanes mezquinos y egoístas.

Los Evangelios nos ofrecen muchos ejemplos personales de esa insistencia necesaria, como la cananea, modelo de fe, perseverancia y humildad. (Mt, 15, 28); o como el centurión, claro y directo en su petición y en la expresión de fe que la sostiene (Lc 7, 1-10).

El sentido más profundo de esa constancia no es que Dios sea reticente o indiferente. El sentido tiene que ver contigo y conmigo. Si tenemos en cuenta solo a Dios, las súplicas que Le dirigimos no tendrían ninguna razón de ser porque Él sabe lo que necesitamos mejor que nosotros mismos (Mt 6, 8), y porque no podemos sobornarlo, manipularlo o transformar Su voluntad.

Si soy capaz de confiar a Dios todo lo que me inquieta o anhelo, lo estoy ya transformando en mí, porque orando me elevo y sublimo lo que pido, siento, espero, lo pongo en comunicación con lo Verdadero, donde germina la respuesta ante la mirada misericordiosa del Padre, que es todo lo contrario del juez de la parábola.

La oración perseverante no es útil o necesaria para Dios, pero sí para el ser humano. Es ponernos bajo Su voluntad y entregar la nuestra, tan pobre e inútil. Añadir: “no se haga mi voluntad, sino la Tuya” (Lc 22, 42), como nos enseña Jesús, legitima cualquier petición sincera, confiada y humilde.

La insistencia en la oración no se refiere, por tanto, a repetir una y mil veces las peticiones, como si Dios fuera sordo o indiferente a nuestras necesidades, sino a la necesidad de orar siempre, vivir en estado de oración, esto es, de comunión continua con Dios. Esa es la meta, vivir en oración, vigilantes, con la mano en alto, como vemos que hace Moisés en la primera lectura (Éx 17, 8-13). Con la oración continua, acabas convirtiéndote en lo que oras, como en el precioso relato de El Peregrino ruso.

Cuando se llega a la unión total, si es necesaria una oración de petición (por uno mismo, como hemos visto, no por Dios), bastaría decirlo una vez, porque se está en la Palabra.
           Entonces, si basta pedirlo una vez con absoluta confianza, sinceridad y pureza, ¿para qué insistir? Porque llevamos tesoros en vasijas de barro y, aunque a veces consigamos esa plenitud que solo puede dar la unión con Dios, volvemos a caer.
Nos lastran el mundo y sus reclamos y tantas sombras interiores que aún no hemos logrado iluminar permanentemente. De ahí la importancia de ser fieles y constantes, orar siempre, hacer de la vida oración, intentando permanecer en ese estado de Comunión.

            Este vivir velando no es igual para todos. Dependiendo del nivel de ser y de conciencia, así será la oración y así será lo recibido, como veíamos el domingo pasado.
            El que ha alcanzado la purificación y lucidez necesarias para caminar junto al Maestro y es consciente de esa comunión, ¿qué va a pedir? Todo lo considera pérdida o basura, con tal de ganar a Cristo (Filp 3, 3-8).
            Porque lo mejor, lo que da el Padre, lo que hay que pedir es el Espíritu Santo (Lc 11, 11-13).  Todo ruego ha de vincularse a este bien supremo. Primero el Reino, que es Él, su amor infinito que nos llena, nos transforma y nos salva. Primero el Reino y lo demás siempre vendrá por añadidura, porque todo lo bueno y necesario viene de Su amor.

Toda forma de plegaria es, entonces, válida si está adaptada a cada uno y al momento que atraviesa. Hay formas y niveles de oración que no son todavía adecuados para muchos.
            Existe un nivel superior de oración, que Jesucristo no podía enseñar a todos con las parábolas, que enseñó a los apóstoles, y que Juan, recostado en su pecho, comprendió como ninguno (Jn 16, 23-27). Solo desde ese amor integrado se puede realmente pedir en Su Nombre, porque se vive en Él, y Él mora en el corazón del verdadero discípulo.
Los que viven en esta oración de comunión, de amor perfecto, no conciben otra petición que el fiat, hágase en mí Tu voluntad y si, como el mismo Jesús, a veces piden por aquellos que aman (Jn 17, 9, 24), es en el marco de esta sumisión voluntaria y gozosa a la voluntad del Padre.

Por eso la oración sincera siempre es atendida. Que las peticiones son escuchadas queda bien subrayado en los evangelios (Mt 21, 21, Lc 17, 6, Mc 11, 24, Mc 9, 23, Jn 15, 7).
            ¿Cómo pedir para recibir? ¿Cómo llamar para que nos abran? ¿Cómo buscar para hallar? (Lc 11, 9) ¿Con qué actitud? ¿Desde dónde? ¿En qué estado?
            Sosiégate y sabe que Yo soy Dios (Salmo 46, 11). Cuando logras que el significado de esta frase se haga vida en tu interior, permites que Él se exprese en ti y en tu vida, que actúe a través de ti.
            Sin embargo, cuando tratamos de manipular o utilizar a Dios, no estamos hablando con Él, sino con uno de esos ídolos que nos alejan de Su gracia.

Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno (Dt 6, 4). Es el hombre el que tiene que prestar atención, vigilar y escuchar, mantenerse siempre atento y receptivo, consciente de Dios, evitando las dispersiones, los cantos de sirena del Adversario, que está siempre dispuesto a confundirnos y distraernos de lo esencial.
            Por eso es necesario orar siempre, perseverar en la oración, no para que Dios capte nuestro mensaje y nos dé "acuse de recibo" de nuestra solicitud, sino para que nos mantengamos en guardia frente a lo que nos aparta de Él, verticales, con la mirada y el corazón hacia la meta, que es la Unión definitiva.

Porque toda oración de petición sincera acaba desembocando en la única petición necesaria: que se haga en mí Su voluntad, que yo sea capaz de permitirle hacer Su obra en mí, sin interferencias, sin deseos mundanos, sin reservas ni búsquedas que no sean la única búsqueda legítima, como diría Tauler, la búsqueda pura y simple de Dios.



Salmo 120 (121), Sorin Goleanu


                  ¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro deseo de paz es, sin duda, auténtico y sincero. Pero, ¿nace de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente “en el nombre de Jesús”, es decir, no solo con el nombre de Jesús en la boca, sino en el espíritu y en el sentir de Jesús, buscando la gloria del Padre y no la propia? El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón, tendremos también nosotras poder ilimitado sobre el suyo.
                                                                                              Edith Stein


8 de octubre de 2016

Volver al Corazón. Se salva el que recuerda


Evangelio de Lucas 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.



            Jesús cura a un leproso, Icono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia


Uno puede frecuentar a los leprosos sin coger la lepra o a los apestados sin contagiarse, pero ¿se puede frecuentar a los mediocres y a los muertos sin morir?

                                                                                               Louis Cattiaux


            Dios mío, si Te he adorado por miedo al Infierno, quémame en su fuego. Si es por deseo del Paraíso, prohíbemelo. Pero si Te he adorado solo por Ti, entonces no me prohíbas ver Tu rostro.
Rabi’a al’Adawiyya

La curación de los leprosos tiene lugar mientras Jesús y los apóstoles van camino de Jerusalén; hacia su destino de cruz, sacrificio y salvación. Entre Samaría y Galilea, territorio de nadie, territorio de todos, nuestro territorio, porque Jesucristo ya está en todo lugar y en todo tiempo.
Son diez leprosos, no uno como en Mateo (Mt 8, 1-4), en Marcos (Mc 1, 40-45), o también en otro pasaje de Lucas (Lc 5, 12-16), sino diez: la totalidad de lo caído, lo perdido, lo abocado a la corrupción y a la muerte, lo impuro, lo sucio, lo rechazado. Se paran a lo lejos y piden compasión a gritos. Los diez cumplen la ley, manteniéndose a distancia, y adoptan una actitud de petición, de súplica, de oración.
Id a presentaros a los sacerdotes, es lo que les encomienda Jesús, según estipula la ley para ser readmitidos en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley.
Mientras están en camino, cumpliendo la ley, su fe y la palabra de Jesús los sana, los limpia corporalmente. Pero solo uno siente un profundo agradecimiento y necesita expresarlo. Precisamente el no judío, el rechazado, el aparentemente infiel, es modelo de fidelidad y gratitud. Como Naamán el Sirio, de la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.

Los diez supieron realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llega el samaritano. E intuyo que una vez salvado por Jesús en cuerpo, alma y espíritu, será capaz de llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Por eso, no solo quedó limpio, sanado en el cuerpo, sino también elevado (levántate), libre (vete) y salvado por su fe verdadera, cualitativamente muy superior a la fe interesada de los nueve judíos que no volvieron. 
Estos son soberbios y desagradecidos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo. Creen que por cumplir la ley ya son dignos de ser curados. No entienden de gratuidad ni de misericordia. Cuántos viven con esta actitud hoy en el seno de la Iglesia…, y cuántas veces también nosotros nos comportamos así…
Los nueve se rigen por la ley, fría e implacable. El décimo se deja enamorar por la Palabra que sana y salva, que se compadece y se da por completo, sin condiciones, porque, como dice San Pablo en la segunda lectura (2 Tim 2, 8-13), la palabra de Dios no está encadenada.
            Ni siquiera sabemos si luego fue hasta los sacerdotes, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo esencial es que se volvió a medio camino, porque lo importante era el reencuentro con el Salvador, al que ha reconocido. ¿Lo reconocemos?

                                      Los diez leprosos, Autor desconocido


Hace años conocí a un “impecable” católico, cumplidor como pocos y fiel a los ritos, las indulgencias, las coronillas y las novenas, que me dejó tristemente sorprendida cuando me dijo, con total convicción: “yo soy católico y discípulo de la Iglesia, antes que cristiano y discípulo de Cristo”. Y no es una excepción, aunque no todos los que viven como él su religión sean conscientes de ese tremendo error de base, de esta inversión diabólica. He ahí el colmo de la alienación a la que puede llevar una religión puramente externa, ritual, institucional, que no te permite re-conocer a la Persona. Y el que no re-conoce no es capaz de sentir agradecimiento, que es la expresión del reconocimiento.

Porque lo importante no es ser curado en lo físico, recibir bienes en el mundo y luego cumplir los rituales externos con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es esa relación íntima con Jesucristo, a Quien reconocemos como el Hijo de Dios, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y de transformarlo todo.  Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes.
El mismo Jesús les ha pedido que vayan a dar testimonio a los sacerdotes. En teoría, los nueve están cumpliendo su deber, están haciendo lo que "tienen que" hacer, impecablemente. Pero es que el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de "las cosas como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25).
La Ley del amor siempre es desbordante, no calcula ni mide, no negocia, y te conecta con lo que está más allá de la figura, del símbolo. Te lleva a lo real, te sitúa en el mismo nivel del Amado, digno al fin de Él, y te confiere su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.

El samaritano no tiene que cumplir con la ley de los judíos. Al sentirse libre de los “corsés” externos, puede brotar en él la gratitud y la necesidad de cumplir la Ley verdadera, la que completa y perfecciona la ley. Él no tiene el corazón cerrado por el cumplimiento, tantas veces pura inercia.

Lo esencial, la única cosa importante, es volver siempre hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora hacia nosotros es incesante, y así han de ser nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito.
Volver es recordar (de "cordis", volver al corazón) y escoger la mejor parte, lo duradero, la Palabra de vida eterna, que no solo sana el cuerpo, sino que salva a todo el ser. Volver es vivir con alegría las renuncias a lo efímero, y, con esa actitud, dejar todo, el resto, la añadidura. Volver es hacerse discípulo y entregar la vida para ganar el alma. Volver es orar y ad-orar, en ese tercer nivel de oración al que pocos llegan, el de la Comunión, la fusión en Aquel que nos sana ahora, siempre ahora...

Es el reencuentro en la libertad. El primer encuentro del pasaje de hoy no era libre, estaba condicionado por la necesidad, era interesado. Por eso, los nueve solo recuperan la salud del cuerpo, mientras que el samaritano, que ha sabido ir más allá del interés y ha entrado en la dinámica de la gratuidad recíproca que lleva a la unidad, es, además, sanado en su alma y su espíritu, salvado por su fe, libremente, creativamente expresada en agradecimiento y alabanza.
Bendita incorrección, bendito discernimiento el que le hace posponer la ley por la Ley del amor.

No basta tener fe para ser salvado, o no basta cualquier fe, pues los diez demostraron tenerla, pero solo uno tenía esa calidad de fe que abre el corazón y permite reconocer de dónde, de Quién procede la sanación. Los nueve, incapaces de reconocerlo, sanaron el cuerpo, lo que se quemará (1 Cor 3, 13-15), solo se curaron temporalmente, no para la eternidad.
          Otra mirada sobre este pasaje en  www.diasdegracia.blogspot.com .

El samaritano agradecido es, además, una metáfora de todos nosotros. Cuántas vidas pudriéndose pueden limpiarse y liberarse, solo por entrar en contacto con la Vida que es Cristo. Cuánta marca, mancha e impureza nos ha de ir limpiando aún, una vez entregados a Él. Pero también tenemos que vernos reflejados en los nueve desagradecidos, de fe superficial, porque a menudo seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo Sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola.

            Así es como hemos de leer las Sagradas Escrituras. Buscándonos, viéndonos en todos y cada uno de los personajes, incluso en los más detestables, hasta que integrando la propia sombra, terrible a veces, logremos reconocernos en los personajes más dignos, valientes, generosos, y, un día, en la Persona de Jesucristo, vida nuestra.  

Antiguo y Nuevo Testamento, no son novela, discurso ni ensayo, son Palabra de Dios y, como Dios está más allá del tiempo, su Palabra también, y el que la lee entra en una dimensión capaz de trascender el tiempo y el espacio. Es como ajustar una lente o un binóculo: a veces basta un pequeño gesto o movimiento, otras veces, hace falta un gran esfuerzo interior. Depende de la persona y de su estado, del nivel de ser que haya alcanzado y también del nivel de conciencia que tenga en ese momento, de la "frecuencia" en la que esté vibrando y con la que pueda sintonizar. Asomarse a la Palabra, ponerse en situación de leerla, es ya todo un trabajo sobre uno mismo. Como dice San Ignacio de Antioquia: “Me acerco al Evangelio como a la carne de Cristo”.

Me acerco a la Fuente de toda energía e inspiración, me acerco al alimento, me acerco a cuanto de digno, real y duradero hay en el mundo y en mí. Porque sin Él todo estaría condenado, sería enfermedad, podredumbre, lepra, muerte en potencia. Solo con Él es posible vivir, sanos y libres, y vivir para siempre.



     Wake me up, Avicii

1 de octubre de 2016

"Non nobis, Domine"


Evangelio de Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú”? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.”


File:The Mulberry Tree by Vincent van Gogh.jpg
                                                La morera, Vincent van Gogh


Todas las virtudes pueden reducirse a la caridad o amor, porque la fe no es otra cosa que el amor que cree; y la esperanza, el amor que aguarda; y la paciencia, el amor que sufre; y la prudencia, el amor que reflexiona; y la justicia, el amor que da a cada uno lo que es suyo; y la fortaleza, el amor generoso y valiente que vence.
                                                                                              San Agustín


Nuestros conceptos crean ídolos, solo el “sobrecogimiento” presiente algo más de la realidad. 
                                                                                 San Gregorio Nacianceno


            Si tuvierais fe como un granito de mostaza… ¿Es que no la tenemos? Nosotros, que tan orgullosos estamos de nuestras creencias…
Ahí están dos de los obstáculos de la fe: el orgullo y las creencias. Una cosa es la fe, que hemos de encontrar a través del amor, como dice San Agustín, y nos dice la propia experiencia, y algo muy diferente, casi antagónico, las creencias.
Para amar y tener fe, amor que cree, hay que ser humilde, pues el orgulloso solo se ama a sí mismo. Por eso las creencias son propias de los soberbios, los que se bastan a sí mismos y confían en sus criterios, los ricos de espíritu, las “almas hinchadas” de las que habla la primera lectura (Hab 1, 2-3; 2, 2-4).

            La fe es un tesoro que no todos han encontrado o recibido, porque es un don; las creencias, en cambio, son puro lastre. Más vale perderlas para que, en el corazón libre y disponible, pueda echar raíces esa fe que es el fermento del reino de los cielos en la tierra. Los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, porque ellos ya saben que la fe es un don.

La disponibilidad, el corazón abierto, el “vaso” vacío, preparado para recibir, nos hace merecedores de tal don. La “visión”, de la que también habla la segunda lectura (2 Tim 1,6-8.13-14), que abre, ablanda el corazón y lo dispone para amar y creer, se nos da en su momento; Dios sabe cuándo a cada uno; a veces hay que esperar mucho, otros, la reciben en seguida…

Somos siervos que hacen lo que tienen que hacer, sin exigir, solo dando, con paciencia y humildad. Si no reconocemos nuestra incapacidad, nuestra impotencia, no podemos adherirnos a Dios para, con Su poder, ser capaces de todo. Porque sin Él no somos nada ni podemos nada, mientras que con Él lo somos todo y podemos todo.

Dice San Juan de la Cruz: “Para que dos se unan, tiene que haber semejanza entre ellos y por eso, por ser Dios simple y puro, el alma tiene que volverse también simple y pura y no atada a ningún conocimiento particular.”                                     
Simpleza y pureza como las de Dios, para unirnos de tal modo que sea Él quien actúe en nosotros (Is 26, 12). La fe verdadera que trasciende las creencias pide ese salto valiente y confiado que nos sitúa en un nivel de consciencia superior. Nos desapropiamos, soltamos, saltamos al vacío por amor, y entonces llega la visión, y sabemos que Él es Dios (Salmo 46, 11) y vemos, reconocemos Su presencia en nosotros. Ya no hacen falta creencias, “cajoncitos” mentales, seguridades vanas, porque amando, viendo, creyendo, somos capaces de todo, pues es Cristo que vive y actúa en nosotros (Gál 2, 20).

Libres de conceptos, renacidos en el Silencio, podemos encontrarle y, cuando nos unimos a Él, comprendemos que el reino es perfecto, infinito e ilimitado y en Él todo es posible.
Se puede vivir ya en esa conciencia de armonía y plenitud, haciendo realidad el cielo en la tierra. Cuando vivimos, pensamos, sentimos y obramos así, podemos mover montañas o hacer que una morera nos obedezca. Aunque entonces no necesitaremos ni nos preocupará mover montañas o la obediencia de nada ni de nadie, porque habremos encontrado el manantial inagotable de donde fluyen la Vida y la libertad. ¿Quién necesita signos, símbolos o milagros cuando se ha unido con la Sustancia, la Esencia, lo Real? 

La separación es impotencia, debilidad, dispersión, disolución, mientras que la verdadera unión con Dios, abrirle el corazón para que habite en Él y permanezca, es fuente de poder, unidad, integración, armonía y plenitud. Esta es la fe del que ha alcanzado un nivel de entrega que le permite la intuición directa de lo Real. La mente y sus conceptos limitadores son superados, porque ya no se trata de pensar, sino de sentir, creer con el corazón, que es más que creer, es saber.
Y comprendemos cómo hemos de vivir: en armonía con el Espíritu, sin tensión ni agotamiento, en unidad con la Perfecta Sustancia o Fuente Creadora de la que ha surgido todo.

Si vivimos unidos a Dios, trascendemos los límites y realizamos la armonía, la verdad, las potencias que él depositó en nosotros y tanto hemos despreciado.
Allí donde ya somos reales y plenos, en Cristo, es donde hemos de encontrar la fuerza capaz de mover montañas, pero, a ese no-lugar infinito, solo se accede por el camino estrecho, por el ojo de aguja del desapego y la humildad. Para ser grandes, hemos de ser pequeños, para ser primeros y poder mirar el rostro de Dios, hemos de ser últimos, para ser herederos del Reino hemos de ser siervos que hacen lo que han de hacer.

La fe es la condición necesaria en todos los milagros de Jesús. A la única que no le pide una demostración de fe, es a la viuda de Naím; la misericordia de Jesús ante el dolor más desgarrado pasa por alto esa ausencia de “prueba”.
A muchos les incomoda pensar que Jesús hiciera realmente milagros. Son personas centradas en lo puramente intelectual, que solo creen lo que ven. Ni siquiera los descubrimientos de la física cuántica y saber que lo que vemos es un cuatro por ciento (o menos) de lo real, acaso menos, les hace apearse de ese razonamiento limitado y limitador.

Pero podemos acceder a niveles superiores de nosotros mismos, porque en nuestro interior está el cielo y la tierra. Desde esos niveles, la oración persistente realizada desde la más sincera humildad da resultado.

Quién reza en nosotros, cómo reza, desde dónde reza…, esas son las claves. La oración sincera, desnuda y humilde puede entrar en contacto con ese nivel superior de uno mismo que es capaz de conectar con Dios. Es ahí donde los últimos son primeros. Solo sintiendo el propio desvalimiento, la propia pequeñez, nos elevamos lo suficiente como para que Dios nos escuche. Mientras quede en nosotros una pequeña parte, por mínima que sea, de soberbia, de creer que podemos ser capaces de algo por nuestras propias fuerzas, la oración será tan inútil como la del fariseo que minusvaloraba al humilde y sincero publicano. Todo lo que es vanidad y presunción seca la fuente de los bienes que podemos conseguir con la oración

El pasaje de hoy tiene lugar después de ese otro en el que se nos cuenta el fracaso de los apóstoles al tratar de sanar al niño lunático (Lc 9, 38-43). No lo consiguieron por su falta fe, en cantidad y, sobre todo, en calidad. Porque la verdadera y profunda fe proviene de haber nacido de lo alto, ese segundo nacimiento que permite ver el reino de los cielos, con todas sus potencialidades, dentro de uno mismo.
Justo antes de la liberación del niño, había tenido lugar el episodio del Tabor. Han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y les transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible.

Porque tener fe en Jesucristo es estar unido a Él. Crecer en fe consistiría entonces en mantenerse unido a Cristo y hacerlo todo en Su nombre. Pero, para hacer en Su nombre, no basta con pronunciarlo, es necesario sintonizar con Él, vibrar en Su misma “frecuencia”, alcanzar un nivel de ser que haga posible ese encuentro y esa unión en lo Real, no en lo conceptual. Hacia ahí nos dirigimos; y tenemos modelos fieles y eficaces: la Virgen María, San José, la cananea, el centurión…

Precisamente en el pasaje del centurión (Lc 7, 1-10) se muestran, para el que tiene oídos que oyen, todas estas claves: los niveles de seres humanos, los niveles en cada ser humano, la jerarquía que es transmutada e invertida por amor, la humildad, la confianza, el servicio.
            La palabra griega para designar “digno” significa “mismo nivel”. Se nos está hablando ya de esos niveles de comprensión y de servicio, de esa jerarquía dinámica y ordenada que existe dentro y fuera de nosotros. Es esa verticalidad conscientemente asumida la que nos hace conectar con los rangos superiores a los que humilde y voluntariamente nos sometemos, hasta llegar al mismo Jesucristo, que nos invitará al banquete donde lo imposible se hace posible y nos dirá: “Amigo, ven, sube más arriba”.
El centurión es consciente de no estar al nivel de Jesús y ese reconocimiento le une a Cristo y hace posible el milagro. Y Jesús lo señala como ejemplo inigualable de fe, porque el ser humano tiene que lograr, en primer lugar, someter las partes inferiores que hay en sí mismo, para después, integrado, dueño de sí, poder darse y someterse a una autoridad superior. Ese trabajo ya lo ha realizado el centurión y los que son como él.
Los milagros no buscan despertar la fe de los apóstoles. Jesús rehuía todo triunfalismo y la mejor prueba de ello fue su muerte en cruz, la más deshonrosa de la época.

Porque hay dos tipos o niveles de fe. El primero es lo que comúnmente se suele entender por fe, que no supera el nivel del entendimiento. La mente es capaz de concebir la existencia de Dios, de integrar esa creencia en la vida cotidiana, disertar sobre ella compartirla… Es a este nivel inferior de fe al que pueden llevar los signos y los milagros.
Y luego está otro nivel superior de fe, la profunda, la que Jesús quiere despertar en nosotros. Y esta no necesita evidencias sensibles, porque se instala en el nivel espiritual, donde somos capaces de intuir verdades superiores y experimentar sentimientos genuinos, más allá de lo puramente emocional.
Ahí se siente la presencia de Dios en el corazón, y la unión se hace efectiva. Ya no es la mente, el intelecto, el que cree, ni falta que hace, porque el conocimiento se hace existencial, viviente, sin los filtros de las creencias y los conceptos. Jesucristo viene al corazón, hace morada en él y todo se hace secundario ante el inmenso tesoro de vivir unido a Cristo (1 Jn 1, 3; 1 Cor 6, 17).

 No es algo estático sino un proceso dinámico, una relación continua que nos hace ir progresando, creciendo en fe, esto es, en amor, en unión e intimidad con Aquel que hace posible todo, y que ha abrazado al pobre siervo que somos, con un amor tan grande que lo ha transformado en Sí mismo.

Esa es la verdadera fe que mueve montañas vivir en comunión con Él. Ruysbroeck llamaba esta experiencia la “vida viviente”. Ninguna catequesis, ningún doctorado en teología, ninguna brillante carrera eclesial puede otorgar esta experiencia. Solo pueden ayudarnos: el amor que nace de un corazón que se ha vaciado de sí mismo, la pureza y la humildad de la renuncia consciente a la propia persona (persona, del griego, significa máscara), el  abandono verdadero y gozoso a esa Presencia que es la fuente de la que renacemos, capaces y libres, transformados.

Si la fe verdadera nace del verdadero amor, creciendo en amor, nuestra fe será aumentada sin límite. Libres del ego, que no puede creer porque no puede amar ni conocer, podemos ser llenados de Verdad y Vida, para que todo nos vaya siendo revelado.  
Porque fe, pistis, significa otro nivel, otra profundidad de pensamiento. Crecer en fe es pasar de una comprensión literal a otra más profunda y trascendente, que supera los límites del intelecto y permite conectar con lo no manifestado, la fuente que nos vivifica (Heb 11, 3).

Es la entrega a Cristo lo que nos permite unirnos a Él y que sea Él quien piense, sienta, haga en nosotros. Y cuando es Cristo quien vive en ti, en mí, somos capaces de hacer las obras que Él hizo e incluso mayores (Jn 14, 12). Pero lo importante no son las obras, los milagros, los imposibles realizados, sino la comunión con Aquel que nos guía hacia el Padre. Por eso nos declaramos siervos inútiles tras haber cumplido nuestro deber, porque nos miramos en el primer Siervo y no queremos otra cosa que ser como Él, almas ligeras, sin pasado, sin futuro, pura Vida que brota de Aquel que hace nuevas todas las cosas. Y lo vivimos con asombro y gratitud cada día, cada instante, compartiendo esta certeza, a veces en silencio, a veces con palabras que evocan la Palabra, como en  www.diasdegracia.blogspot.com .

Tener fe es cumplir, amar, Ser en lo Que Es. La santificación del momento presente, la oración continua, que tiene el poder de cambiar la realidad. Y hacemos nuestro el canto y el lema de los templarios (Non nobis, Domine), orden injustamente difamada, cuyo nombre original es Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. No eran herejes, sino pobres siervos, como hemos de ser todos, como la pequeña-gran Santa Teresita del Niño Jesús, cuya memoria honramos hoy. 



Non nobis, Domine
Himno inspirado por el Salmo 113:9 . San Bernardo de Claraval, primer padre espiritual de
la Orden de los Caballeros Templarios, se lo impuso como lema.


¡Oh tú que tanta información posees!
¡Tú que eres capaz de explicar tantos misterios!
¡Tú que has revelado tantos secretos!
¡Calla y escucha!
El silencio te pondrá a salvo de muchísimos errores.
Se te ha creado para un fin, ¿acaso no lo entiendes?
¡Despierta!, pues corres el riesgo de pastar entre los corderos.

                              Aforismo sufí


Toma el trigo, no la medida que lo contiene.
Bebe el vino, no la copa que lo esconde.
Imprégnate de la Sabiduría, no de las palabras que la envuelven.
¿Cuándo dejarás de adorar al recipiente?
¿Cuándo comenzarás a buscar el agua?

                                                                                                Aforismo sufí