28 de mayo de 2016

Pan de Vida


Evangelio de Lucas 9, 11b-17

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde y los Doce se acercaron a decirle: “Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.” El les contestó: “Dadles vosotros de comer.” Ellos replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.” Porque eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: “Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.” Lo hicieron así y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron las sobras: doce cestos.

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                                      La multiplicación de los panes y los peces. Goya


El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Como es el terreno, tales son los terrenos; como es el celestial, tales son los celestiales.  

1 Cor 15, 47-48

Desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si lo conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así.
      2 Cor 5, 16

Cuanto más frecuente sea la Comunión, más abundantes serán las bendiciones. Por ello, si existieran dos hombres absolutamente iguales por su vida y uno de ellos hubiera recibido dignamente el cuerpo de Nuestro Señor una sola vez más que el otro, sería en comparación con ese otro como un sol fulgurante, y tendría una muy especial unión con Dios.
                                                                                        Maestro Eckhart


En los originales griegos del Evangelio, el pan que se pide en el Padrenuestro es calificado como ἐπιούσιος, epiusios, que tiene muchas traducciones, según los exégetas: “para el día de hoy”, “para el día de mañana”, “necesario”, “sustancial”… Al latín se tradujo de diferentes maneras, prevaleciendo panis quotidianum, aunque hay otras, como panis supersubstantialis; “sustancial”, o también “que está detrás de lo aparente”.

La expresión “pan sustancial” nos hace comprender a qué se refiere ese “pan nuestro de cada día”. No estamos pidiendo solo el alimento material, sino, sobre todo, el espiritual, ese Pan de Vida que contiene todo el poder del Verbo hecho Hombre por amor al hombre, capaz de alimentar a cinco mil discípulos con cinco panes y dos peces. Ese Hombre-Dios que sigue alimentándonos para que crezcamos hacia nuestra verdadera condición.

El Sacrificio único de Cristo ofrecido en el Gólgota, en el altar de la Cruz, se actualiza en cada Eucaristía por una misteriosa eficacia divina, y es ciertamente Su cuerpo entregado y Su sangre derramada por nosotros. Verdadero alimento que, en lugar de transformarse en nuestro cuerpo, como sucede con el alimento material una vez ha sido asimilado, nos transforma en Él, nos va integrando en la divinidad de Cristo hasta que podamos decir con San Pablo: “Vivo, pero no yo: es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Hombres nuevos, nacidos de agua y espíritu, dispuestos a darse como Él.

Vivir este sacramento en plenitud exige de nosotros, no solo la fe que permite reconocer Quién es el que ofrece realmente el Sacrificio, esta vez incruento, y es a la vez Cordero Pascual y Sacerdote eterno, sino también atención y reverencia para poder recibir y acoger y tan sublime Misterio.

El ser humano busca desde siempre una unión íntima y esencial, verdadera comunión, un Amor pleno que a menudo confundimos con amores falsos o pequeños, que nos hacen vivir a ratos una tibia ilusión de pertenencia. Benditos desengaños, los que permiten descubrir la falacia de esos afectos que no pueden llenar el vacío del corazón. Porque solo descubrir a Dios en nuestro interior logra colmar ese vacío, infinitamente más angustioso que el hambre o la sed del cuerpo.

Cómo no iban a sentirse saciados los cinco mil testigos de aquel signo inolvidable, la multiplicación de los panes y los peces, anuncio eucarístico que va mucho más allá de lo literal.
            Saciados como ellos, llenos de Él, no necesitamos verle con los ojos ni escucharle con los oídos, porque la Comunión trasciende los sentidos físicos y empezamos a vivir las realidades espirituales a las que estamos llamados. Dice San Agustín: “Si nuestro cuerpo tiene sus sentidos, ¿no los va a tener también el alma?”

Hay quien solo ve en la celebración eucarística una metáfora, un rito, un recuerdo… Pero la presencia sacramental y ontológica de Cristo en la Eucaristía es real. Y también es simbólica. Como el mismo Jesucristo, Dios y hombre verdadero, histórico, y a la vez símbolo del itinerario espiritual que el ser humano está llamado a recorrer. Realidad indiscutible y también símbolo, espejo, modelo, porque Él quiere ser todo en todos.

Al comulgar, es el mismo Jesucristo, en cuerpo, sangre, alma y divinidad, el que entra en nosotros para alimentar y vivificar todo nuestro ser, especialmente lo que no vemos. Y también es un símbolo nupcial de comunión eterna con el Esposo. La Eucaristía vivida conscientemente, como entrega y acogida mutua, verdadera compenetración, es la consumación del matrimonio místico, de las nupcias espirituales del alma con Cristo. Porque no solo recibimos Su cuerpo entregado, sino que nos entregamos nosotros por entero.

Él se da, se ofrece sin reservas, con Su cuerpo, Su sangre, Su alma, y Su divinidad; y yo me ofrezco sin reservas a Él, con mi cuerpo, mi sangre, mi alma y mis miserias, mi desvalimiento, mi trabajo, mi cansancio, mis sombras, mis anhelos. Y Él me acepta como soy, como aceptaba el Dios de Israel, eternamente fiel, a la esposa adúltera y prostituida.

El que se acerca así a la Eucaristía vive una vida eucarística, en comunión con los hermanos, especialmente con los más necesitados, compartiendo con ellos el pan material y el Pan de Vida. Hay muchos discípulos de Emaús a nuestro alrededor, que esperan que encendamos en sus corazones el fuego del Amor y les enseñemos a mirar de otra forma para poder ver. Hay multitud de hermanos con hambre y sed física que podemos saciar, y muchos más con esa hambre y sed de Justicia que solo el que se alimenta de Cristo puede ayudar a saciar.



Ave Verum Corpus, Mozart. Leonard Bernstein.
Concierto celebrado en abril de 1990 en la Iglesia de Waldsassen, Alemania.


Con motivo de la celebración del Corpus Christi, Mozart, como harían otros compositores, puso música al Ave Verum Corpus, himno eucarístico del siglo XIV, atribuido al papa Inocencio VI. Una hermosa y sencilla reflexión sobre la Redención y la presencia real de Cristo en la Eucaristía.


Dice san Alfonso María de Ligorio que, con una sola vez que comulgáramos con la disposición adecuada, podríamos alcanzar la santidad. ¿Qué nos falta? ¿Fe, atención, voluntad, gratitud, asombro? ¿Nos falta generosidad? ¿Nos falta amor? Necesitamos contemplar más y mejor el Misterio, pensarlo, sentirlo, meditarlo, guardarlo en el corazón. Es todo a veces tan mediocre, tan banal en nuestras vidas, que tendemos a banalizar hasta lo más sagrado.

            Comulgar es estar dispuesto a ser uno con Cristo. Por eso es necesario soltar todos los obstáculos que existen en el alma, el lastre que impide alcanzar esa Unidad y experimentar Su presencia, para que quien nos mire Lo vea porque hayamos llegado a vivir como Él vivió: amando, perdonando, sirviendo, dando a los demás de comer. Nunca es tarde para ese cambio sustancial de metas y actitudes que nos hace hombres y mujeres nuevos.

           No me canso de  releer y compartir este fragmento de las Confesiones de San Agustín, explosión jubilosa de amor, gozo desbordante de los sentidos sutiles, que hemos de entrenar para alimentarnos del Pan de Vida conscientemente, con esa atención vertical y plena que permite conectar con la verdad, la belleza y la bondad del Misterio:

¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.

7 de mayo de 2016

El triunfo de la Libertad


Evangelio de Lucas 24, 46-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Así estaba escrito: El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto”. Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.


La Ascensión de Jesucristo, Garofalo


Por el Espíritu Santo nos llega la espiritualización, la ascensión de los corazones y la deificación.  
                                                                                                                 San Basilio

Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y vuelta al Padre. La cortina de la carne, que se menciona en la primera lectura, el inicio de los Hechos de los Apóstoles, ya no le aprisiona; ha vencido los condicionamientos materiales.

Él ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Falta nos hace, porque toca caminar sin verle ni escucharle con los ojos y los oídos del cuerpo. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible, aunque realmente presente. Creemos que se ha quedado con nosotros para siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el “gusano” de Dios (Is 41, 14; Sal 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad.

“Eclipse de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del universo.

Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Jn 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirlo en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrenal.

Cristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la cruz.

La ascensión a la que Él nos llama es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las pasiones, los apegos, el egoísmo…, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia, de comunión con Cristo.

La plenitud de la gloria no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?

Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo.” (Col 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de los ángeles (Heb. 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Lc 22, 43); solo después de resucitar “fue constituido mayor que los ángeles.” (Heb. 1, 4)”

Porque por nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.

Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.

Los relatos de la Ascensión, de Hechos 1, 1-11 y Lucas 24, 46-53, que hoy leemos son una escenificación que elabora el evangelista para que entendamos. El Evangelio, en esta escena, como en otras muchas, incluye símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Lo esencial no es la forma en la que sucedió la Ascensión, el regreso de Jesucristo al Padre, sino su realidad ontológica

Y es que Jesús, que nunca perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es glorificado.

San Bernardo señala tres niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Mc 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda, el Padre no tiene…., el Padre Es.

En su vida terrena Jesús Es también verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne, con sus limitaciones, Le mantenía, en cierto modo, alejado de su verdadera gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de nuestra inmortalidad.

El Hijo se une al Padre y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.

Está en el Padre, está en la Eucaristía, está en el corazón del que vive en gracia… Es ahora cuando el verbo “estar”, como antes el verbo “tener”, sobra o, mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en el corazón! Ya no tenemos que mirar alelados el cielo, donde Lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia.

La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. Me refiero al tiempo cronológico, pues hay muchas otras dimensiones del tiempo que no nos encarcelan –al contrario– y de las que hablaremos otro día.

La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos esta maravilla con mirada de poeta y corazón de niño en diasdegracia.blogspot.com .

El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo. 


                                               Ascensión. Oratorio. J. S. Bach