25 de junio de 2016

Vuestra vocación es la libertad (Gál 5, 13)


Evangelio de Lucas 9, 51-62

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” El se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: “Te seguiré adonde vayas”. Jesús le respondió: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. A otro le dijo: “Sígueme”. El respondió: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Le contestó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Otro le dijo: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”.        
                                                

  Jesús y el joven rico, Hofmann


                                                    Como el agudo filo de una navaja es el sendero.
                           ¡Estrecho es, y difícil de seguir!

                                                                                            Katha Upanishad


           Bienaventurado es el hombre que ha llegado a recibir junto con el Hijo
           lo mismo de lo cual recibe el Hijo.
                                                                                              Maestro Eckhart

Las lecturas de hoy son un canto a la libertad, no como suele entenderla el mundo –una mera ausencia de normas, obstáculos y obligaciones–  sino como la vive el cristiano que ha logrado ser dueño de sí mismo, de sus egoísmos, apegos y pasiones, y por eso es responsable y consecuente con su esencia y su misión. Es el verdadero discípulo, capaz de entregarse sin reservas, porque sabe que, aunque haya de renunciar a afectos legítimos, ha decidido optar por la parte mejor, y no le será quitada (Lc 10, 42).

Jesús está subiendo a Jerusalén: camina hacia el cumplimiento de su misión redentora, para la que ha venido al mundo. Subamos con Él al encuentro de nuestra misión y destino, el sacrificio consciente en el que, como discípulos fieles, hemos de participar. Subamos a Jerusalén con la confianza del que sabe que le guía el Espíritu y que, por Él, ya no está bajo el dominio de la Ley. Avancemos con la misma actitud de Jesús, para que la voluntad del Padre se cumpla en nosotros plenamente. Entremos en Jerusalén sin miedo ni deseo, con la convicción del elegido, que hace lo que ha de hacer y no tiembla ni flaquea. Pero, mientras subimos, es necesario asumir el rechazo del mundo, recordando que Él fue rechazado antes, y que nos prometió una dicha verdadera: “Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5, 11-12).

Hay que estar dispuesto a renunciar a todo, incluso a lo bueno, por lo mejor. La contundencia radical de las palabras de Jesús en este pasaje, como en muchos otros, está orientada a que despertemos. Él, que vino a dar plenitud a la Ley (Mt, 5, 17), no está contradiciendo el cuarto mandamiento o las bellas palabras del Libro del Eclesiástico (Eclo 3, 1-18) sobre el respeto, cuidados y amor debidos a los padres.

Está claro que no se nos invita a abandonar al padre o a la madre ni a dejar sin enterrar a un muerto querido; la Divina Misericordia no nos impediría practicar misericordia; cómo iba a hacerlo Aquel que promulgó el mandamiento del amor. Se está refiriendo al “padre” (o madre o hijo o amiga o esposo) opresor que llevamos dentro, esos fantasmas creados por el egoísmo posesivo y excluyente. Y se refiere también a los muertos espirituales que nos habitan; ese corazón muerto de apego, enterrado ya junto con su tesoro perecedero, porque donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt 6, 21). Corazón de piedra que no sirve de nada cuando Jesús nos lo puede cambiar por un corazón de carne (Ez 36, 26). Porque Él resucita a los Suyos, nos devuelve una vida verdadera, para que podamos ser libres y sensibles a Su llamada.

De lo que se trata es de que nada nos esclavice ni nos impida trabajar para el Reino. El seguidor de Cristo no renuncia al amor, la ternura o la responsabilidad, pero ya no se ocupa de los demás de un modo egoísta y exclusivo, sino generoso y abierto. Y, cuando cuida a su hijo o a su esposa o a su padre, no lo hace en la cárcel egoica que cierra las puertas al amor universal, sino desde la verdadera fuente del Amor, ese Ágape ante el que los otros amores: eros, philia, se inclinan reverentes.

A lo que se nos pide que renunciemos es a los afectos condicionados y posesivos, disfrazados tantas veces de obligación. Solo así podemos seguir amando a la manera de Jesús, de un modo ya incondicionado, hasta el final. Porque en el fondo no se nos pide que renunciemos a lo bueno, sino que tomemos conciencia para no encadenarnos a ello.

Todo a lo que nos aferramos nos esclaviza, y un esclavo no es capaz de amar. Si renunciamos con el gesto interior que Jesucristo nos pide (en muchos casos, acompañado de un gesto exterior y eficaz) a posesiones, costumbres, ideas, comodidades, incluso a hijos, padres, esposos, amigos, seremos libres y veremos a cada persona que creíamos amar de un modo nuevo, sin el cristal deformante del apego, sin la ansiedad, preocupación y miedo que nuestra posesividad ponía entre ellos y nosotros. 

Sacudámonos la tibieza, la pereza, el egoísmo y la comodidad. Despertemos y seamos ya verdaderos discípulos, capaces de valorar las maravillas que Jesucristo hace en nosotros continuamente, y perseverar en Sus pruebas, recordando que estamos destinados a estar donde Él está(Jn 12, 26; Mt 19, 28 y Lc 22, 29).

¿Cómo vivir este proceso de renuncia y desprendimiento, evitando mirar hacia atrás? Con fe, pero no con la fe de la mente y sus conceptos limitadores, sino con la fe del que ha alcanzado un nivel de entrega y un nivel de ser que permite la intuición directa de lo Real. Y eso solo lo logran los audaces que han soltado todas las seguridades del mundo. Porque la fe no tiene nada que ver con las “creencias”. Es valentía, entrega, confianza, soltar todo, entregarlo todo y lanzarse. La experiencia de Dios confiere al discípulo una capacidad natural de dar prioridad al Reino sobre todo; es la consciencia y la coherencia, que dan peso, coraje y fortaleza.

Por eso, para adentrarnos con paso firme en el Camino, hace falta haber mirado cara a cara nuestros miedos y haberlos vencido. Creyente es el que no teme y un discípulo de Cristo ha de ser valiente, porque el miedo atenaza, paraliza, impide amar.

Creemos en Jesucristo y queremos ser sus discípulos, pero a casi todos nos falta un “empujón final”, una asignatura pendiente e imprescindible que nos permita comprender el mensaje del Maestro en toda su profundidad. Tenemos que mirarnos por dentro, sin excusas ni mentiras, implacablemente, y renunciar aunque cueste, aunque duela, a todo aquello que sobra, que estorba, que nos falsea y deforma, que endurece y cierra el corazón. Solo así podemos llegar a ser verdaderos discípulos, dispuestos a seguirle hasta la Cruz para experimentar la aurora de un nuevo día, el alba de la Resurrección.

Puede que uno de los más graves pecados consista en abandonar el Camino después de haber recibido la gracia de encontrarlo y haber dado los primeros pasos. Me pregunto si rechazar de este modo la guía del Espíritu tendrá que ver con el único pecado que no será perdonado (Mt 12, 31). ¿Qué hay más blasfemo que rechazar la vida eterna, de manos del Autor de la vida? Y ¿no es el infierno el rechazo consciente de la vida y del amor?

No se trata solo de renunciar al apego a esa persona sin la que crees que no puedes vivir, abandonar un trabajo que acaricia tu ego y te anestesia, liberarse de tantas comodidades, a veces tan sutilmente diabólicas. Hay que ir a la raíz de la entrega total, transformar las actitudes que nacen en el corazón y son las que pueden ensuciar o limpiar, oscurecer o iluminar nuestras vidas y las de los que nos rodean.
            Nos asusta salir de la tibia, segura y conocida mediocridad y así seguimos siendo esclavos de nuestros miedos, apegos y costumbres. Por eso, para no edificar sobre arena ni quedarnos a medias, antes de emprender el seguimiento hemos de considerar la grandeza de la obra que iniciamos, prever los obstáculos, desnudar el alma de ambiciones mundanas, apegos, consideraciones y falsas creencias.

Es necesario un descenso a lo más profundo del alma para experimentar el contraste entre nuestras sombras y miserias, nuestras limitaciones e incapacidades, nuestra fragilidad, y la luminosa, omnipotente presencia divina, que irrumpe en la vida de aquel que es escogido y llamado. Humildad y paciencia, generosidad, pobreza de espíritu y confianza, virtudes que hoy escasean y debemos adquirir para ser fieles a la vocación aceptada. Un discípulo está dispuesto a soltar cuanto lo mantiene apegado a su egoísmo, liberarse del lastre y caminar sin mirar atrás.

Jesucristo sigue esperando una respuesta libre de nosotros: que aceptemos entregarnos sin reservas y ser de los Suyos. Pero a veces no reparamos en que, para dar algo, hay que tenerlo, para darnos hemos de ser dueños de nosotros mismos. Entonces, ¿hay que realizar un largo y considerable trabajo interior antes de emprender el camino del discípulo? Sí y no. Hay que ser consciente, en primer lugar, de todo lo que nos esclaviza: pasiones, apegos, inercias, miedos… y estar dispuesto a soltarlo. Normalmente no se logra de un día para otro, pero la intención ya nos predispone, porque Dios mira el corazón y procura todo lo que le falta al hombre de buena voluntad. “Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12, 9), decía el Señor a San Pablo cada vez que su voluntad flaqueaba,  y nos lo dice a cada uno de nosotros, todos acosados por espinas diferentes, más o menos insidiosas. Por eso, también como Pablo, nos gloriamos en nuestra debilidad, y no permitimos que nuestras carencias y mediocridades nos frenen. Nos ponemos en camino como si ya fuéramos libres y capaces de todo, dando por descontado que Él es la fuente de nuestra libertad y nuestra fuerza.

Nos basta su gracia también hoy. Aunque nuestras fuerzas vacilen y las dudas nos quebranten, confiamos en una voluntad infinitamente superior, la de Jesucristo. Su Palabra es nuestra luz y nuestra entereza, la fuente de toda abundancia, siempre mucho más allá de lo esperado o lo previsible. El que pone el Reino en primer lugar se sorprende al ver la abundancia de lo que viene por añadidura (Mt 6, 33) y descubre que, no solo no ha perdido nada, sino que recibe cien veces más (Mt 19, 29).

Jesús continúa llamándonos, a cada uno por nuestro nombre; nos está diciendo: “Sígueme”, con una llamada personal y directa. Es Él quien nos busca, nos encuentra y nos llama, aunque pueda parecer lo contrario, que somos nosotros los buscadores.

Para responder con un “Sí” rotundo e incondicional, es necesario transformarse por dentro, hasta ser capaces de vivir de otra manera, pensar y sentir de forma radicalmente diferente. Metanoia, en griego, teshuvá en hebreo, conversión, arrepentimiento: ese gesto o cambio de mente y de corazón que permite mirar de un modo nuevo, no ya a la manera egoísta del mundo, sino a la manera generosa, abierta y libre de Jesús. Es el movimiento interior imprescindible que nos encamina hacia la muerte del ego. Cuando se está dispuesto a dar ese paso decisivo, cuando uno se atreve, en lo más recóndito de su ser, a desearse diferente y rechazar para siempre lo que le esclaviza, empieza a estar preparado para ser discípulo.



                               You are my inheritance, O Lord, Salmo 15 Davide Fossati

18 de junio de 2016

El que quiera seguirle


Evangelio de Lucas 9, 18-24

 Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”. El les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y, dirigiéndose a todos, dijo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará.”



Si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad. 
                                    Dostoievski

                         
            La trascendencia de lo que Jesús está preguntando se anuncia ya en el inicio de la escena. No están caminando ni charlando; no se trata de una conversación como cualquier otra: Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos. La cuestión surge de la oración, de la comunión con el Padre, y se dirige al corazón de los discípulos, a nuestro corazón.

En aquel momento, los apóstoles ya habían reconocido a Jesús como Mesías. Sin ir más lejos, después de que manifestara Su poder contra los elementos, al apaciguar la tempestad  Mt 14, 33. Pero la doble pregunta es planteada en un momento crítico, pues muchos discípulos han decidido no seguir, porque el camino les resulta demasiado duro e incomprensible. Son los que no han sido capaces de ver que solo Él tiene palabras de vida eterna. Además, han empezado a recrudecerse las hostilidades contra un Mesías tan incómodo para tantos.

Después de que Pedro responda con espontaneidad y contundencia, en nombre de los doce, Jesús les pide que no lo digan, que guarden silencio para que sigan ahondando en sus corazones hasta llegar al sentido último de esta respuesta, y también para que asimilen el nuevo anuncio de la pasión y las condiciones para ser verdadero discípulo.

Y ahora, callad para que todo se cumpla; y luego, hablad para que el mundo lo sepa. Los anuncios de su pasión y muerte son siempre privados, en la intimidad del grupo más cercano.
Ahora Pedro ha manifestado el sentimiento de los apóstoles, madurado en esa íntima cercanía con el Maestro, pero solo después de la Pasión y de la venida del Paráclito, tendrán un conocimiento total y profundo de Quién es Él.

             Jesús nos lleva a ahondar en nuestro propio corazón porque la experiencia del encuentro con Él es personal; de ahí que la pregunta vaya de lo exterior a lo interior.
             De la respuesta que demos, depende cómo sigamos el camino de discípulo, con qué entusiasmo, con qué compromiso.
           Y luego, en la segunda parte de este Evangelio, pone todas las cartas sobre la mesa para que el que decida seguirle sepa a qué se enfrenta.

Él no deja de interpelarnos: ¿Quién decís que soy? ¿Permanecéis en mí y mis palabras en vosotros? (Jn 15, 7) ¿Os sentís tan unidos a mí que vuestra tristeza se convierte en alegría? (Jn 16, 20) ¿Lográis recordar, en las luchas, que Yo he vencido al mundo? (Jn 16, 33)

Mirar a Jesucristo, contemplar su vida, escuchar su enseñanza, asistir a su sacrificio supremo, es la mejor vía para llegar a comprender qué es el reino de los cielos en la tierra. Porque en Él confluyen todos los caminos que hasta su nacimiento querían llegar hasta Dios. Y ya no es que Él sea un atajo, bien claro lo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Lo anterior a Jesucristo es promesa, anuncio; lo posterior es incorporación, unión con Él. Y el que se une a Cristo, se consagra a su seguimiento, vive ya en al reino de los cielos. Siendo uno con Él, lo que Él realizó nos pertenece, forma parte de nuestra nueva naturaleza.

Poco después, como respuesta a la confesión de fe de Pedro en nombre de todos los apóstoles, tres de ellos: el mismo Pedro, Juan y Santiago, serán testigos de la gloria de Jesús en el Tabor, que prefigura la luz pascual de la Resurrección.




            El “Yo Soy” se realiza en la Persona de Cristo: solo Él se ha revelado en “Yo Soy”, porque es el Hijo de Dios. En Él contemplamos la unión del cielo y de la tierra, del interior y del exterior y de todas las antinomias. Por eso decimos que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través de Su Hijo, en un sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro. Si miramos el misterio del Calvario y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el reino de los cielos es Jesucristo. Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor.

¿Qué buscaba Jesús planteando esta doble pregunta? ¿Qué resortes internos pretendía activar? De sobra sabe lo que dicen de Él, y conoce también lo que sienten los apóstoles. Siendo ellos débiles e inseguros, confesar la fe fortalecerá el compromiso necesario para la noche que se cierne sobre todos ellos; y sobre nosotros, habitantes del reino, exiliados en la gran tribulación.

Responder a la pregunta exige reacomodar mente, alma y corazón, para que, al manifestar Quién es para nosotros, podamos decirnos, a la vez, quiénes somos para Él. Supone salir de la tibieza que nos mantiene aletargados en la rutina muelle de nuestras comodidades. Responder es despertar, y bien sabe Jesús que para seguirle hay que estar despierto. Mientras uno no es capaz de plantearse para qué sigue a Cristo, en realidad no Le sigue, se deja llevar por la inercia, como en una manifestación masiva, en la que te ves arrastrado e incapaz de salir o de cambiar el rumbo.

Por eso me atraen y me inspiran los testimonios de los conversos, modelo de sinceridad y consciencia. Puestos a escoger, me quedo con el cardenal Newman, Chesterton y C. S. Lewis, y otros que irán apareciendo por aquí, como García Morente, Frossard o Paul Claudel ( www.diasdegracia.blogspot.com ). Por la misma razón, no me dejo llevar por la tristeza que me embarga cuando pienso en los años que pasé aparentemente lejos de Jesucristo. No solo porque sé que la decisión de volver a seguirle es lo mejor que he hecho, sino porque Él siempre acaba demostrándome que, en realidad, nunca estuvo lejos, que siempre permaneció su imagen luminosa, su cruz y su Palabra en el centro de mi vida, como raíz, como horizonte, como sentido y meta.

            Aquel proceso –no fue un instante, ni un día, aunque sí recuerdo un anochecer crucial, cénit inolvidable– que me llevó a plantearme Quién es Él para mí, me obligaba a averiguar quién soy yo. Y ahora la pregunta que me sigo haciendo para no volver a perderme es ¿quién soy yo para Él? Porque, si algo tengo claro después de tanto tiempo y tantos dones inmerecidos, es que sin Él no soy nada y con Él soy todo, así que mi destino es ser Suya y vivir por y para Él.

            Podríamos pasar toda una vida o mil vidas de sueño e indolencia sin preguntarnos por nuestra más profunda identidad. Hacernos la pregunta esencial ¿quién soy yo?, que sucede de forma natural a ¿Quién es Él?, supone despertar y prepararse para vivir en el Reino. Así saldremos de las casualidades, lo accidental, lo inconsciente y mecánico, para edificar sobre Roca una vida consciente y perdurable. Y no nos dejaremos arrastrar por la corriente, sino que seremos timoneles de nuestro destino.

Cuesta ahondar, claro que cuesta, por nuestra naturaleza caída, que se encadena a lo superficial a través de sensaciones, comodidades, seguridades… Pero antes o después hemos de tomar partido y escoger un sendero frente a otro. ¿Por qué no hacerlo ahora, que todavía hay luz? ¿Por qué no hacerlo antes de que sea demasiado tarde?
       
           Preguntando Su nombre, pues ese es el fondo del doble interrogante de hoy, nos está preguntando nuestro nombre. Él podría decírnoslo, pero no nos serviría. Es necesario un esfuerzo de introspección para despojarnos de esa piel muerta de serpiente que nos asfixia y nos confunde con lo que ya no somos. Jesús quiere escuchar la confesión sincera y desnuda de los apóstoles, para que ellos/nosotros la escuchemos y la aprendamos para siempre. Porque, al decir Quién es Él, decimos a la vez quién somos, nuestro nombre verdadero, el nombre interior que anima nuestro ser, y esa respuesta consciente fortalece e inspira, nos confirma en la Misión. Pronunciar nuestro nombre verdadero es negar el viejo nombre y renunciar a la vida para salvar la Vida.

            De igual modo, confesar Quién es Él conlleva coger la cruz cada día y seguirle, para amar como Él hasta el final y demostrar con las obras lo que hemos manifestado con la boca, con el pensamiento y con el corazón. No hay vuelta atrás para el que es sincero y consecuente; nuestra vida ya no nos pertenece, por eso nuestro cometido no es protegerla o conservarla, sino ofrecerla gratuitamente como Jesucristo.

           Cada sufrimiento, grande o pequeño, cada frustración, cada angustia, cada ausencia, cada traición, vividos con consciencia y compromiso, supone atravesar con Él uno de sus desiertos o acompañarle, velando, en Getsemaní.

Como cristianos, debemos “repensarnos” una y otra vez, ponernos en cuestión a nosotros mismos y las creencias y prejuicios que nos condicionan y nos alejan de la Luz que es Jesucristo. Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego, no podemos nacer por segunda vez para ser Sus discípulos.

 El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a negarse a sí mismo, a vencerse y transformarse, renunciando a lo que impide ser discípulo, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí" (Gál 2, 20). Solo entonces encontramos la fuerza necesaria para cargar cada día con nuestra cruz y seguirle. 


                                      Así lo expresan nuestros hermanos ortodoxos


En este diálogo entre blogs y tiempos, palabras que se renuevan por la Palabra que hace nuevas todas las cosas, miradas que se cruzan ante la Mirada que transfigura y salva, Pedro nos habla desde  www.diasdegracia.blogspot.com y nos contagia su asombro y su audacia, su humildad y su candor, libres, atemporales.


11 de junio de 2016

Silencio enamorado


Evangelio de Lucas 7, 36-50

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo: “Si éste fuera profeta, sabría quién es esa mujer que le está tocando, y lo que es: una pecadora”. Jesús tomó la palabra y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. El respondió: “Dímelo, maestro”. Jesús le dijo: “Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?” Simón contestó: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”. Jesús le dijo: “Has juzgado rectamente”. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama”. Y a ella le dijo: “Tus pecados están perdonados”. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: “¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?” Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.


Archivo:Christus im Hause des Pharisäers Jacopo Tintoretto.jpg
                                           Jesús en casa del fariseo, Tintoretto


Se levantaban de sus caídas con más ánimos para nuevos combates, hasta tal punto que, lejos de detenerles en sus caídas, sus faltas redoblaban su fervor.
                                                                                                          San Ambrosio


¿Quién sabe si delante de Dios esos años llorados no llegarán a ser más hermosos, más fecundos y más preciosos por la penitencia, que lo hubiesen sido por la inocencia?
                                                                                                           José Tissot


Aunque el enfoque histórico-crítico en el estudio del Nuevo Testamento nos dice que la mujer que unge a Jesús en casa de Simón, María Magdalena y María de Betania son tres mujeres diferentes, hay quienes prefieren contemplarlas como la misma mujer. ¿Qué más da? ¿Merece la pena perderse en disquisiciones sobre nombres y formas, lugares y momentos, cuando la verdad más profunda y útil es que el Evangelio está hablando de nosotros?  De ti, de mí, de un amor que salva y libera, que integra en sí todos los amores. Podemos ser María Magdalena, la hermana de Lázaro y la pecadora arrepentida. Podemos ser también las tres en una.

Hoy soy la que llora de amor y gratitud, a la que ha sido perdonado tanto, que no puede por menos que amar mucho. Y quiero aprender a amar más y mejor, para seguir correspondiendo al inmenso perdón que ha sido derramado sobre mí. Por eso todo que hago, cualquier proyecto en el que me embarque ha de apuntar a esa meta: crecer en amor, sabiendo que el resto viene siempre, si ha de venir, por añadidura.

Primero el Reino…, la consigna estaba clara, y aun así hemos seguido poniendo el corazón en la añadidura. Pero, como cantaba el rey David, gran pecador arrepentido (lo vemos en la primera lectura de hoy, 2 Sam 12, 7-10.13), el Señor restaura todo y hace irreprochable nuestro camino (2 Sam 22, 33). Si conseguimos alcanzar el silencio enamorado que la mujer postrada a los pies de Jesús nos enseña, descubriremos que, como decía Juliana de Norwich, todo está bien, por Su gracia, todo, definitivamente bien.

Una clave consiste, no ya en querer que se deshagan los nudos exteriores que nuestros errores y caídas han ido formando, algunos, ¡ay!, tan gruesos y apretados, sino en querer con toda el alma que nuestra vida interior crezca para poder amar de verdad, a pesar de los nudos, a veces gracias a ellos y al sufrimiento consciente que ocasionan. Entonces, habiendo realizado lo esencial, la añadidura vendrá sola, como algo natural que ya casi ni importa.

El Señor siempre acepta complacido cada manifestación de amor y responde sin medida, restaurando la inocencia en el alma humilde y enamorada. La vieja vida, marcada por el signo de la muerte, es reemplazada por una vida nueva que lleva impreso el signo del amor.

Sorprende cómo un personaje silencioso puede llenar de tal modo la escena. Nada le queda a esta mujer de la vida pasada, de sus pobres amores efímeros y falsos, de la vergüenza, de la angustia culpable. Ha nacido en su corazón un amor nuevo, como jamás pensó que pudiera existir, por eso se desborda en efusiones, se convierte en amor. No pide, no espera, es pura entrega. Porque esa comunión dichosa con el Amado nos hace generosos y fecundos, fuente de amor que mana inagotable, a imagen y semejanza Suya.

Cuando contemplábamos el personaje de San Juan Bautista, veíamos cómo confesar la propia nada exige verdad y valor, honestidad y coherencia, decir “sí” o “no” (Mt 5, 37). Y hay tanta palabrería vana, tanta verborrea en nuestras vidas, que a veces parece incluso hacernos olvidar esa nulidad que somos de uno en uno.

        Es el camino del “no soy” que predica Johannes Tauler, el de la negación de uno mismo, el puro abandono, reconocer la propia nada con la humildad más absoluta. Dice Tauler: “Mientras te falte una partecita de verdadero abandono, mientras no la hayas adquirido de verdad, Dios ha de serte por siempre extraño y no sentirás la dicha suprema y más honda en este tiempo y en la eternidad.”

Luzbel quiso ser, Adán y Eva quisieron ser. Todas las guerras, los conflictos interiores y exteriores proceden del deseo compulsivo, soberbio y egoísta de ser, olvidando que no se puede ser sin morir a uno mismo.

En cambio, el Evangelio está lleno de “no soy” ejemplares, expresión de una fe bien aquilatada con el oro espiritual, que es el mayor tesoro. La cananea y su tesón, a la que no le importa compararse con un perro, con tal de recibir la gracia de Jesús.(En el cuadro de Tintoretto que vemos arriba aparece un perrillo, tal vez para relacionar a dos mujeres humildes). El centurión, cuyo criado está al borde de la muerte, que no se siente digno de que el Maestro entre en su casa, en su vida, en su corazón. Dimas, el buen ladrón, que solo se atreve a pedir un recuerdo del Hijo de Dios cuando llegue a Su reino.

“No soy”, está diciendo también el corazón amante de esta mujer que se arrodilla a los pies de Jesús para lavarlos con sus lágrimas y secarlos con su pelo, aquella a la que tanto se le perdona, porque su negación de sí misma procede del amor.

Nulidad, desvalimiento, reconocer que sin Él nada somos y nada podemos… El Camino del “no soy”, tan diferente en apariencia del “yo soy”, y tan coincidente en realidad, porque al “yo soy” se llega por el amor y la humildad. La soberbia solo lleva al “seréis como dioses” de la serpiente, y de tantos caminos que se basan en el ego, la autorrealización, la autoliberación, confiando solo en las propias fuerzas, lo que no es más que otra faceta de la diabólica separación.

      Aquí está de nuevo la maravilla conciliadora e integradora del cristianismo: el “no soy” lleva implícito el “yo soy”. No soy nada en mi egoísmo, por mí, para mí, pero soy por amor, con Él, en Él, y con los demás, por Aquel que nos quiere a su lado, plenos, libres, reales.

     Porque ha amado mucho, se le perdona mucho, y porque se le perdona mucho, ama todavía mucho más. Amar y perdonar, por un lado, y aceptar ser amado y ser perdonado, por otro, constituyen la esencia del cristianismo, lo que se le pide al verdadero discípulo.

        Quien ha pecado mucho y se arrepiente es humilde y dócil, se presta a ser modelado de nuevo, como una vasija rota es renovada por el alfarero atento. La mujer que hoy contemplamos está entregando sus armas de seducción, al usar de ese modo su pelo, sus ojos, sus labios, sus manos, transformándolas en instrumentos de amor verdadero. Amor de contrición es el que la impulsa; y amor de gratitud el que nace de haber sido perdonada. San Agustín distingue entre amor pondus y amor proemium. Ninguno de estos dos amores, que en ella se superponen y completan, integrándose en un amor total, lo tiene Simón, el fariseo que se considera intachable, no necesitado del perdón de Jesús, infinitamente más poderoso que nuestro perdón, pues el Suyo es capaz de restaurar, rehacer, liberar y sanar a todo aquel que se reconoce roto, incompleto, esclavo, herido.

No es falsa humildad (orgullo disfrazado de humildad) lo que me lleva a identificarme con la pecadora arrepentida, sino objetividad. Ojalá fuera de los poquísimos inocentes esenciales, como Santa Teresa de Lisieux, que era consciente de que, si no había caído, era porque el amor de Dios la había preservado de caer. O San Agustín que, sin ser inocente, decía arrepentirse de los muchos pecados cometidos y también de los que por la gracia de Dios no había llegado a cometer. El verdadero inocente ama tanto como los pecadores arrepentidos.

Además, la mujer que entra en silencio en casa de Simón con su frasco de perfume, en el fondo no es pecadora, ha experimentado en su alma el proceso liberador y curativo de la conversión, y sabe que lo que buscaba en amores humanos era solo un pálido reflejo del amor verdadero que ha prendido en su corazón. Ya está perdonada por Aquel que puede leer los pensamientos y ver las almas.

Incapaz de hablar, por ese amor desbordante que la inunda y la rebosa, está hablando con sus gestos, con su cuerpo, con ese derramarse de todo su ser junto al perfume. Jamás sintió un amor tan profundo e intenso, tan lleno de matices. Tal vez piense: ¿quién quiere hacer el amor, pudiendo ser amor? Y sigue amando, transformándose en amor, mientras percibe cómo se está concibiendo en ella misma una nueva mujer, virgen de nuevo, casta por siempre, con la pureza intacta de la niña y una sabiduría nueva que el corazón amante destila en cada lágrima, perfume que se mezcla con el aroma de nardos.

          Aquí he hablado yo, en www.diasdegracia.blogspot.com  habla la pecadora arrepentida que unge los pies del Maestro. Aquí hablo yo, en el blog hermano habla la prostituta redimida, enamorada por primera vez del Amor de los amores... ¿O es al revés? ¿O es a la vez?   



                     Cantar de los cantares, versión hebrea por Mª Magdalena A. Scholz


4 de junio de 2016

A ti te lo digo


Evangelio de Lucas 7, 11-17

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!” El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”. Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.


                                   Jesús resucita al hijo de la viuda, Pierre Bouillon


            Pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande que ha pasado por la Humanidad…”
            Oh Renán, escucha: No ha pasado.
                                                                                                       L. Castellani


            Porque los hijos de la abandonada son más numerosos que los hijos de la casada, dice Yahvé.
                                   Isaías 54, 1


Esta mujer de Naín, una pequeña aldea entre Nazaret y Cafarnaún, ha sido golpeada dos veces por la muerte. La primera, con la pérdida del esposo; la segunda, con la del hijo único. Por eso llora con profunda tristeza; nunca se está tan solo como ante el dolor; y esta mujer está inmensamente sola.
Quien ha asistido al velatorio, entierro o funeral de un niño o un joven, y ha mirado el rostro de la madre, sabe que no hay sufrimiento comparable. Es un dolor que casi siempre se acerca a la locura, pues esa madre, aún atónita, está viva y muerta a la vez.

La viuda de Naín es “la madre”, todas las madres que han vivido la muerte de un hijo y un día lo recobrarán. Ha perdido todo lo que ama. ¿Cómo ve el mundo a través de ese velo oscuro de dolor? ¿Cómo siente el corazón, desgarrado hasta el grito imposible? ¿Cómo mira a las plañideras que lloran y gesticulan lo que ella es incapaz de expresar, bloqueada por la losa de la angustia?

Acompañan el cortejo fúnebre todos los vecinos de la aldea. Jesús no pregunta nada, se conmueve en las entrañas (esa es la traducción más literal) ante un dolor tan intenso, un vacío tan clamoroso, y decide remediarlo. Su compasión no es como la nuestra en estas situaciones, casi siempre azorada e impotente; la Suya es creadora y eficaz. Detiene a la triste comitiva y, con la autoridad que solo de Él emana, se dirige a la madre: “No llores”, e inmediatamente toca la camilla, más que ataúd, porque en aquella época y aquellas regiones, los cadáveres se llevaban en una especie de camillas, envueltos en sudarios. Tocarlo era por eso casi profanarlo y suponía, además, transgredir la ley judía sobre la impureza, al entrar en contacto con un muerto.

Muchos habrían dicho a la pobre madre que no llorara, pero nadie había hecho ese gesto de acercarse tanto al difunto. ¿Qué querrá ese rabbí? Pero antes de que les dé tiempo a preguntárselo, o incluso a indignarse ante tal atrevimiento contrario a los preceptos religiosos, Jesús se dirige al muerto: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”

            Como cuando se dirige a la hija de Jairo o a Lázaro, o al paralítico, al ciego, a los leprosos…, Jesús nos está hablando, curando, resucitando a todos y cada uno de nosotros, porque el Evangelio no es una crónica, sino palabra viva, siempre actual, de Aquel que es la Palabra.
Ya lo dice San Pablo, refiriéndose a los muertos espirituales que tantas veces somos: “Levántate, tú que duermes, y Cristo será tu luz” (Ef 5,14). Y San Agustín no deja lugar a dudas: “Ciertamente, todo hombre tiene ojos para ver resucitar a los muertos. Pero no todos pueden ver resucitar a los hombres que están muertos espiritualmente. Para ello hay que haber resucitado interiormente. Es una obra mayor resucitar a un hombre para que viva por siempre, que resucitar a alguien para que vuelva a morir más tarde."
Luego, sigue el Evangelio, se lo entrega a su madre. No es suficiente que una mujer dé a luz para que sea madre, al igual que se puede ser madre sin dar a luz. Ahora sí que es su hijo; el dolor y Jesús lo han hecho suyo. Por eso se lo devuelve, porque ha vuelto a dar a luz con el sufrimiento más hondo.

           Jesús nunca quiso hacer milagros como un fin en sí mismo. Cada signo, cada prodigio, cada curación, incluso las resurrecciones, son la parte visible de una realidad mucho más profunda y trascendente.

            Todos nos identificamos en algún momento con la viuda de Naín, la más descarnada imagen del dolor. Sola y desprotegida para siempre en un mundo que rechaza a las viudas, y más si pierden a su único hijo: el colmo de la desolación. Con tan tremendo castigo, esta viuda puede ser símbolo del alma que sufre, abandonada, separada del amor. Y toda la escena puede contemplarse como una alegoría del alma estéril, pues su único fruto ha muerto.

            Es ella la que está muerta y la que resucita ante nuestros ojos. Jesús se conmueve como nadie podría hacerlo. Él ha venido precisamente a liberarnos de la muerte; pero no de la muerte física, por la que todos hemos de pasar, sino de la verdadera muerte, la definitiva, la del espíritu. Es Su naturaleza divina la que, portadora de vida, detiene la muerte, anula su sentencia, inamovible para cualquier hombre que no sea el Hijo de Dios.

            Jesús, toca al muerto sin preocuparse de las normas sobre la impureza, porque Él está por encima de toda norma y de toda ley: Él es la Ley. Por eso una palabra Suya es capaz de sanar, de salvar, de perdonar todo y resucitar. El Sagrado Corazón ( www.diasdegracia.blogspot.com  ) derrama Su Amor y transforma el llanto en alegría, la muerte en Vida.

                                                                           ***

ME DICE QUE NO LLORE

Quién fuera polvo… Quién fuera ceniza… Quién fuera el humo que el polvo y la ceniza desprenden, al caer de esos puños mercenarios del dolor… Quién fuera nada…
Pero, si soy nada, ¿quién parió a este hijo que hoy la muerte me arrebata? ¿Quién besó tantas veces sus suaves mejillas? ¿Quién rió junto a él, mientras daba sus primeros pasos y aprendía sus primeras palabras, en este mundo que sin él me parece un desierto insoportable?
Me dice que no llore... Una voz diferente a todas las voces me está diciendo que no llore. Me lo han repetido otros, pero esta voz… ¿Quién es este hombre que ordenándome: “no llores”, está diciéndome mucho más, infinitamente más? Pero no logro entenderlo. Acaso sea un lenguaje nuevo que los desesperados como yo no podemos comprender… O es precisamente para nosotros este “no llores”, que lleva en su centro una semilla de esperanza, un bálsamo que suaviza el calor amargo, áspero de mi pecho… ¿Acaso fue creado para mí, para nosotros, este lenguaje nuevo que refresca y alivia, sostiene y consuela?
Pero ¿qué hace ahora...?, ¿qué le dice a mi niño que duerme? Sí, que duerme…, que dormía, pues lo veo incorporarse, despertando, al oír esa voz que es toda compasión y misericordia.
Ay Señor, me lo ha devuelto, aquí estoy abrazando el fruto de mi seno, la fuente de mi paz y mi alegría. No cabe más dicha en este pobre corazón, colmado como nunca. Más, mucho más aún que el día que fui bendecida con este niño mío, que es todo lo que tengo. Porque este nacimiento viene del vacío que me ha hecho conocer fibras ocultas de mi alma. Este segundo nacimiento de mi hijo, que es el mismo, aunque parece distinto, es el colmo de la dicha, la plenitud del amor, y me hace renacer a mí también.
Y ahora, ¿qué le digo yo a este hombre que parece llevar en el rostro y en las manos el secreto de la vida y de la muerte...?, ¿qué le doy a cambio...?, ¿qué recompensa podría bastar…?
Me está diciendo con los ojos que su recompensa es ser testigo de este abrazo, que todo pago viene de Ti, Señor, y que Tú se lo das a cada instante. Tú, que estás en Él, llenándole de amor, para darnos amor.

***

QUE ESPERE ABRAHÁN

No quiero, madre, ir al seno de Abrahán,
no todavía, si en él no he de encontrarte.

Dicen que allí solo hay paz y alegría,
que nadie echa de menos nunca a nadie;
pero yo quisiera quedarme a tu lado
para siempre, jamás dejarte sola.

Que me esperen Abrahán y todos los justos
que han merecido acogerse
en su seno, infinito y eterno.

Yo prefiero sin duda el seno bendito
que Yahvé escogió para formarme
y enseñarme antes de verte las palabras
de amor que nunca te dije,
tan pronto las olvidé...

Me las ha recordado este Rabbí
al decirme:
¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!

El mismo que ahora me lleva
de la mano hacia ti. Madre, he vuelto
del país de las sombras de la muerte,

para nacer de nuevo; esta vez
no de tu vientre, sino de tu tristeza
y de la compasión de un hombre
que es mucho más que un hombre.

Quién quiere ir al seno de Abrahán,
pudiendo renacer entre tus brazos
por la gracia misericordiosa
de Aquel que es Resurrección y Vida
y antes de Abrahán ya era.

Su amor y el tuyo son hoy mi paraíso.




En Tu Nombre, me levantaré. Son by four