16 de julio de 2016

"¡Qué hermosa es mi heredad!"(Sal 16, 6)


Evangelio de Lucas 10, 38-42

En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”. Pero el Señor le contestó: “Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no se la quitarán”.


                       Jesús en casa de Marta y María, Vermeer


Cuántas lecturas es posible realizar de cada escena de los Evangelios; y no se descartan unas a otras; se superponen armoniosamente, como las imágenes de un caleidoscopio al girarlo. Como siempre que nos asomamos a la profundidad de la Palabra del Señor, podemos situarnos en ese “espacio” atemporal donde lo que sucedió sigue sucediendo, y pedir a los personajes que nos dejen entrar y vivir junto a ellos esos acontecimientos históricos y alegóricos, simbólicos y reales a la vez, que nos abren las puertas de la libertad. Entremos de nuevo, mirémonos en ellos, seamos ellos, hasta sentir sus sentimientos, pensar sus pensamientos y pronunciar sus palabras.

La “parte mejor” que ensalza Jesús es mucho más que la capacidad de escuchar, orar o contemplar. Es el nivel de ser que permite saber que Jesucristo es la Resurrección y la Vida. Por eso será Marta la destinada a reconocerlo un poco más adelante, cuando Jesús se disponga a resucitar a Lázaro (Jn 11, 25-27).
María ya lo sabe en el fondo de su corazón, donde reside el verdadero conocimiento. Su actitud de escucha y entrega, de acogida total, es fruto de un amor sin medida, y el amor todo lo puede. Creer salva; pero el que ama cree con una certeza que está más allá de la fe, pues, como dice San Pablo, el amor es más excelente que la fe y que la esperanza (1 Cor 13, 13), porque es lo que perdurará cuando se hayan cumplido las promesas de la fe y de la esperanza. Por eso María, y la parte de nosotros que haya llegado al nivel de María, tiene la fe ya integrada, encarnada, trascendida.

Lo que nos enseña este pasaje es más profundo que el viejo debate "contemplación–acción" y que la síntesis conciliadora ora et labora. Esa “María” que hemos de ser es ofrenda desinteresada de sí misma y receptividad plena; un estado de conciencia, un nivel de ser que supera la dicotomía sobre actividad o inactividad. Quien lo ha alcanzado, siempre por la gracia de Dios, que es Quien elige y ama primero, puede hacer muchas cosas, incluso apresuradamente, como Abrahán en la primera Lectura de hoy, realmente trepidante (Génesis 18, 1-10a), sin dejarse atrapar por las preocupaciones ni “desangrarse” interiormente, sino, al contrario, dando fruto, creciendo, generando vida.
La “mejor parte”, más que contemplar, supone haber recibido el don más preciado: poder vivir en la Presencia del Señor, hacer del corazón Su morada para experimentar la Comunión con Él. Esa es la herencia inmejorable, el lote delicioso que mencionan los salmos (Sal 16,5-6; Sal 119,57).

Meister Eckhart considera que Marta ha alcanzado una madurez espiritual superior a la de su hermana María. En el sermón llamado “Marta y María”, ofrece una visión sobre la experiencia mística y la vida cotidiana. Dice que a María, en plena experiencia espiritual, aún no le es posible acción alguna, debe limitarse a la contemplación de lo que le está siendo revelado. Marta, en cambio, ya ha experimentado lo que vive María en ese momento, y lamenta su inactividad. Jesús estaría, en esta interpretación, pidiendo a Marta que comprenda y respete el momento de María, porque aún le queda el aprendizaje que ella ya ha obtenido: la contemplación llevada a la vida cotidiana.
Según Meister Eckhart, Marta habría llegado a esa plenitud de la vida espiritual que hace posible que cada instante, cada actividad, cada gesto, cada palabra o cada silencio sean oración viviente.

En mi humilde opinión, no se trata de descubrir cuál de las hermanas de Lázaro es más madura espiritualmente, porque las dos están ayudándonos a comprender, integrar y vivir el mensaje de Jesucristo. Creo que, si el Evangelio quisiera ensalzar la actitud de Marta frente a la de María en esta escena, no habría presentado a una Marta que se queja, ni Jesús hubiera calificado su actitud como “inquieta y nerviosa”.
            Será dentro de poco cuando, con el corazón desgarrado por la muerte de su hermano, Marta experimente el vértigo incomparable de reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios, el Salvador, y, rendidas ya las armas inútiles de la inquietud y la productividad, del falso control y la preocupación, se entregue plenamente, como María. 

El afanarse de acá para allá sin mantener la Presencia, la Comunión con el Señor que permite una actividad consciente y libre, es un actuar limitado y poco eficaz, esclavo del juicio, sometido a una mente discriminadora y estéril.
La verdadera contemplación cristiana, que, más que contemplar es dejarse contemplar, no se expresa en la pasividad, sino en acción fértil en las dimensiones de lo verdadero. Hay que disminuir el peso de la actividad en este mundo en el que estamos pero del que no somos (Jn 17, 16), para potenciar esa otra actividad que es contemplación, oración pura, fusión con lo Real. Evitando las falacias del “quietismo”, claro, porque en el fondo no se trata de hacer mucho o poco. Se puede correr y hacer una cosa tras otra, incluso simultáneamente, como Abrahán, y seguir manteniendo una actitud contemplativa, serena y libre. Y también se puede permanecer sentado, en aparente calma, y estar sometido a un maremágnum de pensamientos y emociones que impiden ser consciente de la propia existencia y, por tanto, impiden Ser.
            Porque esa es la clave del verdadero contemplativo: ha logrado ser dueño de sí mismo y por eso puede darse y también por eso puede hacer, pues lleva dentro el fuego que enciende la oración perfecta y la acción fructífera que de ella nace.

La enseñanza de este pasaje va, por tanto, más allá de escoger entre acción y contemplación y va también más allá de proponer una actitud integradora de ambas. Como tantas veces, las palabras se quedan cortas… Sería más bien hacer mirando o, mejor, mirar haciendo, pero con un “hacer” que nace del ser y este a su vez de ese reconocimiento del Camino, Verdad y Vida, que María ya tiene y Marta tendrá. La mejor parte sería esa capacidad de vivir en la Presencia, tanto en la acción como en la quietud, que comunica con las dimensiones más reales de nuestro ser, las que no están destinadas a desaparecer. Cuando el intelecto no llega, la poesía, la música, el arte pueden ayudar pues pasan por los centros sutiles de nuestro ser, tan adormecidos casi siempre por los afanes del mundo (  www.diasdegracia.blogspot.com ).

Intuyo que los ángeles y todos los miembros de la Iglesia Triunfante poseen una capacidad de acción inimaginable para los que seguimos en la “gran tribulación” (Ap 7, 14); pero no tendrá nada que ver con lo que entendemos por actividad en el mundo, casi siempre un activismo estéril y alienante. Podemos –debemos– aprender a actuar ya así, o al menos intentarlo, recordando que con Dios todo es posible y el que se une a Dios ha escogido la mejor parte, y puede hacer o no hacer, porque ya ha realizado el acto esencial, que es la entrega confiada a la voluntad del Señor, en Quien todo está hecho, todo se tiene, todo se siente, todo se cumple.
            Como dice San Juan Clímaco: “No hay arma más potente en la tierra y en los cielos que la oración. Es el acto más digno del espíritu.” No en vano, Jesús dijo a los apóstoles que cierta especie de demonios, la más recalcitrante, solo se vence con la oración (Mc 9, 29).



           Poema Nada te turbe, de Santa Teresa de Jesús. Comunidad de Taizé


“REPOSAR EN LA ACCIÓN ES LA VÍA DE LA SANTIDAD”

Que el pecado se acompaña de tumulto, y en el silencio está la humildad y la sabiduría del que busca una sola cosa. Aquella visión me enseñó a la bestia, pero también el camino de su derrota, que no es otro que la transformación de bestia en hombre y de hombre en ser angélico. Esta es la peregrinación del alma, el camino del ser angélico, la transformación que nos conduzca a la contemplación de Dios. Este era el milagro, que el lodo une a Dios con el hombre; que el corazón es el reino, el corazón es el templo, el corazón es un sepulcro viviente. El fruto es la belleza, una rosa mística que crece aquí y ahora y siempre, rodeada de espinas, sangrando sin marchitarse en las penas. El amor debe ser la senda y el epitafio, la llave para saber que nada es imperfecto, que una rana es tan bella como un ángel. Desde mi ordenación como sacerdote jesuita, mi vida se ha basado en la búsqueda contemplativa de Dios; reposar en la acción es la vía de la santidad. Me dediqué a escribir obras para educar en la fe, pero de todas las poesías de mi alma iluminada, me quedo con las ideas que tuvo mi corazón en su viaje hacia Dios, un viaje que toda alma debería hacer.

            Angelus Silesius

9 de julio de 2016

Amor perfecto


Evangelio de Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Él contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.” Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él contestó: “El que practicó la misericordia con él”. Jesús le dijo: “Anda, haz tú lo mismo”.


  
                                       El Buen Samaritano, Eugene Delacroix


La mejor manera de descubrir si tenemos el amor de Dios es ver si amamos a nuestro prójimo.
                                                                                              Santa Teresa de Jesús


¿Qué es un corazón compasivo? Es un corazón que arde por toda la creación, por todos los hombres, por los pájaros, por las bestias, por los demonios, por toda criatura. Tan intensa y violenta es su compasión, tan grande es su constancia, que su corazón se encoge y no puede soportar oír o presenciar el más mínimo daño o tristeza en el seno de la creación.
San Isaac el Sirio


Qué riqueza de símbolos y metáforas despliega Jesucristo en esta parábola. No me detengo en lo que se viene repitiendo desde los primeros Padres de la Iglesia: el Buen Samaritano es Jesús; el herido, la humanidad caída; el vino y el aceite, los sacramentos; la posada, la Iglesia; el posadero, los miembros de la Iglesia; los dos denarios, el Antiguo y el Nuevo Testamento; el día siguiente, la Resurrección; el regreso, la Parusía.

El Buen Samaritano no solo hace todo lo posible en el momento, con ternura y atención, con infinita misericordia, amando al otro como a sí mismo, sino que se compromete a seguir procurando los cuidados necesarios. Él paga siempre por anticipado, ama por anticipado, vela y preserva por anticipado.

Medio muertos al borde del camino, heridos, vapuleados, desangrándonos, estamos todos antes del encuentro con Jesucristo. Algunos conscientemente,  otros por inmadurez o ignorancia, casi todos volvimos a bajar de Jerusalén, a Jericó, de la luz, a la oscuridad, de la Ciudad celeste, al mundo, de la gracia, al pecado. ¿Cómo no caer en manos de bandidos? ¡Qué descenso tan largo y qué profundo a veces! Ya lo decía San Agustín: Toda la humanidad yace herida en el borde del camino en la persona de ese hombre, a quien el diablo y sus ángeles han despojado.

Pero Él vino a nuestro encuentro; no podíamos volver a subir solos, nadie puede por sí mismo. Es Él quien ha bajado en nuestra busca, para levantarnos y salvarnos la vida. No se limita a ejercer la caridad por compasión; la misericordia divina llega mucho más lejos que la compasión que proclaman todas las religiones y tradiciones. Él no solo se compadece, le duelen hasta las entrañas al vernos tan maltrechos, y por eso nos ofrece la curación total; porque Él no es otro mediador, sino el Hijo, el mismo Dios encarnado.

No nos ensañemos con el levita y el sacerdote; recordemos todas las ocasiones en que nos comportamos como ellos. A fin de cuentas, están cumpliendo la ley sobre la pureza de la religiosidad judía, dan un rodeo y pasan de largo. ¿A qué leyes o preceptos obedecemos nosotros? ¿Seguimos adaptándolos a nuestra conveniencia? ¿Somos fieles al Mandamiento del Amor que instituyó Jesucristo? ¿O solo alardeamos de conocerlo, y, en la práctica, nos limitamos a otros cumplimientos más cómodos y llevaderos? Más mezquinos al final, cumplimiento, cumplo y miento, alertaba San Josemaría. 

El ejemplo que nos pone Jesús, el Buen Samaritano, la metáfora de Sí mismo, es natural de Samaria, miembro, por tanto, de un pueblo de herejes, ancestralmente enfrentado con los judíos. Qué audaces tus lecciones, Señor, cuándo las asimilaremos en su plenitud transformadora…

Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín, no como rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al prójimo se sostienen toda la ley y los profetas (Mt 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más que las leyes y los dogmas, más fuerte que todo. Las normas, reglamentos, prohibiciones..., son necesarios para los que no han llegado, todavía, al amor y se rigen por la frialdad de la ley, la amenaza y el temor. Los que han dado el gran salto están en la plenitud de la ley (Rom. 13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al mandamiento del amor, que contiene y sostiene todo y a todos. En ese amor esencial que brota del alma del verdadero discípulo, que se reconoce amado y se reconoce como amor, encontramos el terreno fértil para el entendimiento, la armonía y la unidad.


                                             El Buen Samaritano, Pelegrín Clavé


No se puede amar a Dios sin amar a los demás. Del mismo modo que no se puede amar a los hermanos con un verdadero amor, más allá de los afectos sensibles, sin amar la fuente misma del amor, sin haber reconocido esa fuente en nosotros. Porque el Amor con que Dios nos ama y nos enseña a amar es un abrazo total, incondicionado, como el del Buen Samaritano. No se trata solo de sentir, sino, sobre todo, de expresar, encarnar, crear realidades de amor, como huellas firmes y seguras en el camino hacia la Vida. Si no se manifiesta en obras, la ley se queda en letra muerta, como le sucede al maestro de la ley que pregunta a Jesús con segundas y malévolas intenciones. No se da cuenta de que Jesús es el único Maestro de la Ley verdadera, la del Amor.

Ahí es donde debemos dirigir todas nuestras prácticas y esfuerzos, a aprender a amar, a encarnar en nuestras vidas la misericordia de Jesucristo, su amor universal e incondicionado. Esa es la esencia del camino del cristiano. 

Para detenerse ante un herido y socorrerle, hace falta compasión; pero, para curarle con tanta dedicación, llevarle a la posada y afrontar todos los gastos habidos y por haber, no basta con la limitada compasión humana, hace falta misericordia divina. Solos no podríamos alcanzar ese grado de amor; si Jesús nos dice: “anda haz lo mismo” es porque nos va a dar lo necesario para amar como Él. De hecho nos está enseñando constantemente con Sus propias palabras. Porque, como dice Klaus Berger, El Evangelio consiste en una única exhortación: dejad que el corazón se os derrita al sol de Dios. No somos capaces de amar sin condiciones ni reservas, a no ser que pongamos nuestro corazón bajo el sol de Dios, fuente del verdadero amor, infinito e incondicional. En  www.diasdegracia.blogspot.com  vemos cómo se derrite el corazón en amor por tanto Amor.

Porque el amor de Jesucristo es muy diferente de nuestra habitual benevolencia. La caridad a que nos llama no es la beneficencia ni la filantropía, siempre limitadas por la prudencia y la razonabilidad humanas. La caridad de Jesucristo es locura de amor. Él ve la imagen de Dios en cada uno de nosotros, heridos, vapuleados, terriblemente castigados por la vida, por el mundo y, tantas veces, por nosotros mismos. El amor con que Jesucristo nos ve, Su divina misericordia va mucho más allá de lo que se entiende por compasión. Es infinitamente más profundo que ser buenos a la manera del mundo; Él nos ve a la luz de Dios y nos invita a mirar así. Si lo logramos, nuestra mirada será tan amplia que abarcará el universo y no amaremos solo a aquellos que tenemos cerca sino que sentiremos amor universal, sin ningún tipo de exclusión ni condición. Dice San Máximo: Feliz el hombre que puede amar a todos los hombres del mismo modo.

Es el amor que ha creado el mundo, la fuente de todo bien, de toda belleza y que como dice Dante, mueve el sol y las estrellas. Pero, ¿quién ha logrado ya amar así siempre? ¿Quién ha alcanzado ese amor perfecto? Responde el Tao Te King: Un hombre, tal vez, en muchos miles. Para los que aún nos contamos entre esos miles, hay un recurso útil. Cuando nos cueste, cuando nos superen las emociones que se contraponen al amor: hacer como si ya lo hubiéramos logrado; mirar, hablar, escuchar, actuar como si ya ardiera en el corazón el fuego de ese amor divino. Entonces, un día, la perseverancia y la rectitud de intención darán fruto, y, cuando menos lo esperemos, sin proponérnoslo ya, nos sorprenderemos a nosotros mismos mirando al hermano con los ojos de Cristo, tratando al hermano con los gestos de Cristo, amando al hermano con el corazón de Cristo.

Y es que en el fondo solo se puede amar permaneciendo en Su amor y viendo al otro en Su amor. En Él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 28), y fuera de Él solo hay un sucedáneo de vida y sucedáneos de amor: afectos sensibles, emotividad o, en el peor de los casos, sensiblería, posesividad, cosificación del otro, cuando a lo que estamos llamados es a amar como Él.



                                        Nadie te ama como Yo, Martín Valverde

2 de julio de 2016

La razón de nuestra alegría


Evangelio de Lucas 10, 1-12.17-20

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que os pongan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: “Está cerca de vosotros el reino de Dios”. Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: “Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios”. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo”. Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. El les contestó: “Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”.

                                                   Del blog Lectio divina.

Nada es gratuito o casual en esta obra de arte sagrada que son los Evangelios, en los que siempre encontramos nuevos niveles de profundidad e innumerables símbolos y significados.
La cifra de setenta y dos nos remite al número de naciones gentiles del Génesis. Setenta y dos es múltiplo de doce, el número de los apóstoles, el de las tribus de Israel y el número de tribus que ha de ser restablecido al final de los tiempos (Rollo del templo de la cueva 11 de Qumrán).
Doce es número de perfección y setenta y dos es seis veces doce...; se me ocurre que algo le “falta” a esta misión para significar totalidad, plenitud, perfección. Le “faltaría”, en el terreno de lo simbólico, una séptima docena, pues siete es también número de perfección. Me atrevo a decir que nosotros somos esa docena: los nuevos doce apóstoles que se renuevan generación tras generación, en una Misión que ya es completa, porque, después de la resurrección de Jesucristo, el envío se universaliza, como vemos en Mc 16, 15 o Mt 28, 19.
También nosotros somos enviados “de dos en dos”, porque la comunidad es un tesoro, y si vamos de uno en uno corremos el riesgo de perdernos o desviarnos.

La misión que Jesús encomienda a los apóstoles en la escena que hoy contemplamos es aún limitada, con una serie de instrucciones muy concretas, como también vemos en Mt 10, 5-15.
¿Por qué les da un reglamento tan detallado, con tantas normas y precauciones en este momento? Porque no ha tenido lugar Su pasión, muerte y resurrección. Aún no está todo cumplido (Jn 19, 30) ni Jesús ha sido glorificado todavía.
            Antes de esa glorificación, los discípulos anunciaban la proximidad del Reino. Después, son testigos de Jesucristo, proclaman el Evangelio con hechos ya consumados, dan testimonio.

Esta escena es como un preludio o un ensayo de la verdadera misión a la que estamos llamados, nuevos apóstoles, testigos de Cristo.
Después de Su resurrección, reciben poderes mucho más elevados, de orden ya espiritual (Mt 18, 18). Es Su muerte y Su resurrección lo que marca la “frontera” divisoria entre una misión y otra.

Pero antes y después son / somos enviados sin apenas recursos materiales, a corazón descubierto, libres de apegos, con la libertad que Él nos otorga y la plena confianza en que no estamos solos ni desamparados, pues tenemos la paz y el amor del Señor. Por eso sabemos lo importante que es la actitud interior; las obras surgen a partir de esa actitud de entrega y confianza.

Jesús puede transmitir facultades a sus elegidos, porque Él es dueño y Señor de estas potencias y virtudes. Pero esos poderes no son lo esencial ni son duraderas, pues se ejercen en el mundo que pasará. Solo Sus Palabras no pasarán (Mt 24, 35); por eso nada del mundo es comparable a cumplir Su Palabra y ser Sus testigos. Todo lo demás es anecdótico, incluso vencer a los demonios. 

Las verdaderas señales de estar progresando en el Camino son la pureza de la intención y la sinceridad en la entrega. No pretendemos ser hechiceros, nada más lejos de la esencia del cristiano; el mismo Jesucristo quitaba importancia a los milagros y solo los realizaba para cubrir necesidades. Que Lázaro resucitara es infinitamente menos importante que el hecho de que el verdadero nombre de Lázaro esté inscrito en el Cielo.

Es bueno que sepamos cuáles son los riesgos de quedarnos en lo superficial o anecdótico, que puede estancar y confundir, cuando no hacer caer en la letal soberbia de espíritu.
El gran peligro de cada logro espiritual es que el ego siempre tiende a apropiárselo y a ponerse medallas. Por eso conviene repetirse lo de: “somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 10).
La contundencia del mensaje de Cristo y la constante llamada a la humildad, de la que Él es el mejor ejemplo, son nuestra salvaguarda. Porque, si el ego nos sabotea continuamente, cuando este ego se ha “espiritualizado”, el peligro es mayor aún. Y hay que ponerle en su sitio, para que no olvide que todo nos viene del único Todopoderoso.

Hemos de dar testimonio de palabra y con nuestra forma de vida, pero sin esperar resultado, como ese siervo que hace lo que tiene que hacer y eso le basta.
Y en esa tarea, la ilusión y la alegría humanos son buen estímulo; el mismo Jesús celebra los logros de sus enviados, pero en seguida les hace ver lo importante. Como un padre cuando el niño le dice: “¡Mira, papa, lo que hago!” Y el padre, aunque sea una tontería, muestra su aprobación: “¡Muy bien hijo!”.
Una tontería, algo anecdótico es que se nos sometan los espíritus, pisotear serpientes y escorpiones o ser inmunes al veneno (Mc 16, 18), si lo comparamos con el regalo inmenso de que nuestros nombres están inscritos en el cielo.
Porque todo lo que forma parte de la figura de este mundo está destinado a desaparecer, por muy loable que sea. Jesús quiere llevarnos mucho más lejos, nos quiere hacer sentir una alegría infinitamente superior a la que estamos acostumbrados, una dicha que no tiene que ver con lo externo o sensorial, sino con lo interior, lo esencial, lo imperecedero.
            Nuestros caminos no son Sus caminos, nuestros pequeños amores no tienen nada que ver con Su amor incondicionado y, de igual modo, la alegría que conocemos y a veces sentimos está muy lejos de la Alegría plena y duradera a la que estamos llamados.

Hemos de gloriarnos en nuestra debilidad, como dice San Pablo (2 Cor 12, 9-10). Por muy admirables que puedan parecer nuestras obras somos simple canal del poder de Dios y sin Él no somos nada. Nuestro único mérito es la adhesión a la cruz de nuestro Señor (Gál 6, 14) y la entrega incondicionada que nos permite ser cauce de la voluntad divina. Si se nos someten los espíritus, es por el poder del nombre de Jesús, ante el que toda rodilla se dobla en el cielo, en la tierra y en el abismo (Fil 2, 10).
Estamos llamados a fundirnos con Él, para que nos ampare y nos transforme, nos libere y proteja, nos fortalezca y defina, al oír cómo nos llama por nuestro nombre. No el que nos pusieron nuestros padres, sino el nombre verdadero, el que nos dio el Padre y hemos olvidado, el que nombra el ser nuevo que somos, a imagen y, por fin, también semejanza (1 Jn 3,2). Porque Él, que inscribió nuestros nombres en el cielo, nos ha de llevar a la dimensión más elevada de nosotros mismos. Esa es la razón de nuestra alegría: podemos entrar en comunión con Jesucristo a cada instante, y gozar de Su presencia en ese eterno presente donde ya somos uno con Él.

Como dice san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál 6, 14-18), lo que cuenta es la criatura nueva llamada a ser como Cristo, con Sus marcas de amor ilimitado en nuestro cuerpo, y el nuevo nombre con que Él nos une a Sí para siempre.
Esa es la fuente de la paz y de la alegría: saber que somos Suyos, que Él nos prepara un sitio a su lado, donde no habrá más confusión ni más cansancio ni más lágrimas. Porque la verdadera alegría del cristiano es el encuentro con Aquel que hace de nosotros hombres nuevos.
Y los demonios se esconden, impotentes y turbados, ante el poder invencible del Amor.


Laudate Dominum, Comunidad de Taizé