26 de noviembre de 2016

Viene el Hijo del Hombre


Evangelio de Mateo 24, 37-44

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del Hombre. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre. Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre".

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                                                  El juicio final, Miguel Ángel


Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.

Efesios 5, 14

El amor nunca acabará. Las profecías serán eliminadas, las lenguas cesarán, el conocimiento será eliminado. Porque conocemos a medias, profetizamos a medias; cuando llegue lo perfecto, lo parcial será eliminado.
                                                                                                              1 Corintios 13, 8-10


El Hijo del Hombre viene a liberarnos, y viene ya, ahora, porque el día que caerá como un lazo sobre los habitantes de la tierra (Lucas, 21, 35) es hoy, siempre hoy.

Hoy, ahora, todos podemos percibir los signos en el sol, la luna y las estrellas que llevamos dentro y hemos recordado en las lecturas de los últimos días. Angustia, locura, miedo, temblor, amenaza de abismos insondables, de finales catastróficos... La liturgia no pretende atemorizarnos, sino espabilarnos. Es una llamada universal a despertar, vigilar, estar atentos, de pie, la cabeza levantada, el ánimo resuelto, porque el Libertador, el que era, el que es, el que viene (Apocalipsis 1, 8; 4, 8), está viniendo ahora para todos.

Es Quien nos salva, nos transforma y perfecciona para que estemos preparados. La visión que describía el propio Maestro en el Evangelio del jueves pasado (Lucas 21, 20-28) y la clara advertencia que nos hace hoy son consecuencia de la distorsión que hemos creado, por nuestra ceguera, soberbia y egoísmo. Pero si despertamos, nos levantamos y estamos atentos, podemos eliminar la dis-torsión con la torsión, ese infinito vertical que se nos muestra en la Cruz de Cristo, la que nos levanta y nos eleva. Dejamos de validar el error-horror-terror. Ya no vemos el horror, o lo vemos sin horror, porque nuestra mirada está fija en el Hijo del Hombre que vino, viene, vendrá, como nos recuerda abajo San Bernardo.

Las profecías no asustan ni inquietan si se vive todo con peso de eternidad.¿Cómo va a temer quien se sabe habitado por el Espíritu Santo, y siente su fuerza y su poder? El que vive con esa consciencia, confiado y libre, no tiene miedo. Está informado de lo que sucede fuera, pero sabe que lo más importante es lo que sucede dentro. Atendemos a los cataclismos interiores, a las fuerzas interiores y las sometemos para hacer realidad los nuevos cielos y la nueva tierra.

Hoy empieza el Adviento, tiempo de espera y también tiempo de realización. Podemos vivir la vida de Jesús desde el Nacimiento en nuestras propias vidas. Preparémonos para recibirle y acompañarle hasta la Resurrección, recordando que es vida nuestra, vida tuya, vida mía, la vida que hemos venido vivir. Comienza la historia de amor, fusión, comunión de las aguas, con Aquel que es la Fuente de agua viva en nuestro corazón, surtidor que mana hasta la vida eterna.

El Reino ya está aquí, dentro de cada uno. Y todos los fenómenos, crisis, dones y gracias que lo hacen posible, también. O hacemos real el Reino ya aquí, o no lo hacemos. ¿Por qué preocuparnos de escatologías más o menos cercanas, si tenemos el maravilloso momento presente, listo para elevarnos y evolucionar? El Reino ya ha venido, está aquí, en tu corazón, en mi corazón, despiertos.



                                    Rorate Coeli, Canto gregoriano de Adviento
                                   

REFLEXIÓN DE SAN BERNARDO SOBRE LAS TRES VENIDAS DEL SEÑOR

Justo es, hermanos, que celebréis con toda devoción el Adviento del Señor, deleitados por tanta consolación, asombrados por tanta dignación, inflamados con tanta dilección. Pero no penséis únicamente en la primera venida, cuando el Señor viene a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10), sino también en la segunda, cuando volverá y nos llevará consigo. ¡Ojalá hagáis objeto de vuestras continuas meditaciones estas dos venidas, rumiando en vuestros corazones cuánto nos dio en la primera y cuánto nos ha prometido en la segunda!

Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres (Ba 3,38)…; En la última, “todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron” (Lc 3,6; Is 40,5)… La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. 


De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y en la última, en gloria y majestad.


Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.


19 de noviembre de 2016

Acuérdate de mí


Evangelio de Lucas 23, 35-43

En aquel tiempo, las autoridades y hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.




              Celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Coincide con la clausura del Año de la Misericordia, que proclamó el papa Francisco. Dimas, cuyo nombre conocemos por los evangelios apócrifos,  uno de los protagonistas del evangelio que hoy contemplamos, el primer santo y el único “canonizado” por el propio Jesucristo es, además de maestro de oración, ejemplo de cómo acoger la misericordia de Dios.

            En  www.diasdegracia.blogspot.com otra mirada, otra contemplación del Misterio de un Dios que escoge, por amor, un patíbulo como trono. Es lo bueno de escribir en dos blogs; son como dos hermanos, diferentes en apariencia, con personalidades distintas, pero con la misma sangre, la misma tinta, que quisiera ser digna de alabar al Rey del universo.

             “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.

             En el Gólgota fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y el amor. Jesucristo, Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)

             Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos queramos reconocer Su majestad.

            El primer súbdito fue un ladrón, un "malhechor", muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros, (Mc 10, 31). Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de seguir a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)

             Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del centro está clavado el Rey del universo.
             A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del abismo, y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
             A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón que, pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir desde la nulidad, desde la más absoluta vulnerabilidad.

             Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”, no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad y la confianza. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.

             Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey y, colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.

“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz” (Juan 12, 35-36).

            Elijamos ahora, hoy, sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y anunció que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida con que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.

              Él no vino a mejorar a los hombres, sino a crear un hombre nuevo. Era revolucionario, sí, cómo si no iba a decir que cada hombre debía volver a nacer de nuevo, pensando diferente, actuando diferente, mirando diferente, dirigiendo su ser hacia una nueva dirección. Y no estaba hablando de la muerte y después. No hablaba de la otra vida, sino de esta, en este mundo, el único donde el reino puede ser instaurado. Aquí, en el corazón de todos y cada uno de los hombres, renovados para hacer realidad un nuevo mundo, más libre y más justo, más real. “El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: “Está aquí o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros.” (Lc 17, 20b-21)”

La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37) mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar al Maestro hasta la cruz.
            La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras no vale nada, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.

             Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años, o acaso solo un instante de gracia. ¿Cómo no iba a recibir gracia el testigo más cercano de la Salvación?

Y Gestas, el mal ladrón, la oveja aparentemente perdida sin remedio, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón mientras su sangre se mezclaba a los pies de las tres cruces con la bendita sangre de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?

             “El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos” 1 Cor 15, 26.28.


                                                        La Pasión, Mel Gibson


DIMAS, MAESTRO DE ORACIÓN

 San Dimas, enséñanos a pedir. O, mejor, a no pedir, pues la madurez de la oración consiste en contemplar y ser contemplado, sin pedir nada ni esperar nada, pura confianza ante la plenitud de Lo Que Es.
            Pedimos tantas cosas concretas, ventajosas, buenas a los ojos de este mundo material y perecedero…
            Algunas veces nos sentimos “elevados”, y pedimos cosas más sutiles, más dignas, más loables. Bien claras las expresamos, con sus verbos y adjetivos.
            Si aprendiéramos de ti… Solo anhelabas que aquel crucificado, moribundo como tú, al que reconociste Rey antes que nadie, antes incluso que Pedro, piedra y llave, se acordara de ti. No suplicaste que te librara del suplicio y te liberara, ni siquiera que acelerara tu muerte, para dejar de sufrir. Tampoco esperabas, ejemplo de humildad, que te dejara entrar en Su reino. Tú, que Lo reconocías ya como Salvador, por la lucidez que el Espíritu Santo te infundió en aquella hora, no te sentías digno de ser salvado y pediste apenas un recuerdo. Y Jesucristo, el Rey, te lo dio todo sin que lo pidieras, y fuiste el primero.
El buen ladrón nos precede y nos indica el camino: reconocer que el crucificado es Rey y confiar en que se acuerde de nosotros, que tan poco nos hemos acordado de Él.

17 de noviembre de 2016

Confianza


Evangelio de Lucas 21, 5-19

En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Ellos le preguntaron: Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está por suceder? El contestó: “Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien “el momento está cerca”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá enseguida.” Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambres. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa: porque yo os daré palabras y sabiduría a la que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.


                               Destrucción del Templo de Jerusalén, Nicolás Poussin


Adivinación, augurios y sueños no tienen sentido,
como imaginaciones de mujer en parto.
A menos que vengan de parte del Altísimo,
no hagas caso de ellos.
Porque  a muchos les engañaron los sueños:
fracasaron por fiarse de ellos.

                                                                                   Eclesiástico 34, 5-7

  

¿Por qué te preocupas por el futuro?
Ni siquiera conoces lo bastante el presente.
Ocúpate del presente, el futuro se ocupará de sí mismo.
                
                                                                                               Ramana Maharshi


            Hemos llegado casi al final del camino hacia Jerusalén, momento en el que se suceden los mensajes proféticos y apocalípticos, que subrayan el conflicto entre el mundo y el Reino. Confrontación cuyo nudo gordiano está llegando a su clímax: la muerte y resurrección del Hijo de Dios, sublime referente desde entonces para quien sea consciente de ese conflicto dentro de sí mismo, y quiera vencer al mundo junto a Aquel que ya lo venció por nosotros. 

En esa lucha interior, hay infinidad de enemigos. Uno de ellos es la curiosidad malsana, que confunde y entretiene, aleja del camino. A muchos que se creían sinceros buscadores de la Verdad, les perdió ese afán de dar continuamente “cuerda” a su pensamiento, persiguiendo interpretaciones cada vez más sofisticadas del Absoluto y del universo. Este tipo de búsqueda es infructuosa desde la raíz, porque olvida que Dios revela sus misterios a los pequeños, los sencillos y humildes.

            También quienes están aparentemente centrados corren ese riesgo, pues las trampas y los cantos de sirena están siempre al acecho. Los que descuidan sus su entrega, entreteniéndose en actividades que alimentan esa tendencia a “picotear” y curiosear, en algunos tan acentuada, pueden perderse o quedarse a mitad de camino.
            Es absurdo perder tiempo y energía con mensajes proféticos, sin darse cuenta de que todas las profecías verdaderas están en el Apocalipsis, y de que la Luz que nos puede transformar está en la Palabra del Señor.

Porque aún no hemos aprendido, o no del todo, a leer el Evangelio. Es hora de asomarnos a él de un modo diferente a como leemos otros libros. O acaso de la forma en que deberíamos hacer todo: como si una luz iluminara cada párrafo, cada versículo, cada línea... Porque cada palabra “significa”; son signos, milagros de lucidez, ventanas a la conciencia y la comprensión. Escritura santa, enseñanza viviente, tan alejada de aquellos que hablan con énfasis y ahuecando la voz.

            La Parábola de la semilla que cae al borde del camino, entre piedras, entre zarzas o en buena tierra (Mt 13, 1-9; Mc 4, 1-9; Lc 8, 4-8) es muy clarificadora sobre esa actitud de curiosidad malsana que encubre pereza y superficialidad.
Los que se entretienen con multitud de mensajes son como la tierra junto al camino. No pueden acoger la enseñanza, de tan distraídos, y va el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. También son como terreno pedregoso: escuchan la palabra y la aceptan en seguida con alegría; pero no tienen raíces, son inconstantes.

            Conviene recordar también la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30). Todos llevamos cizaña dentro; los que se obsesionan con las profecías y los mensajes la tienen en la obsesión de prestar atención a muchos falsos profetas, que es síntoma de desconfianza en el Profeta verdadero.

            Una tercera alusión a las parábolas que pueden ilustrar esta actitud: el obsesionado por las profecías no vende todo cuanto tiene para comprar la perla de gran valor (Mt 13, 45-46), porque sigue siendo rico de espíritu, no se ha vaciado para que entre la buena nueva.
Pereza, desidia, irresponsabilidad, incoherencia que combate San Pablo en la segunda lectura de hoy (2 Tesalonicenses 3, 7-12).
Esos, de los que habla la primera lectura (Malaquías 3, 19-20a), son los que por ser paja serán quemados, y no verán el sol de justicia: los tibios, los perezosos los que no ponen a trabajar sus talentos.
Recordemos que la justicia del hombre no tiene nada que ver con la de Dios, y lo que el hombre considera trabajo y rendimiento no es el verdadero Trabajo, que da un fruto duradero.

El hombre que es del mundo identifica el trabajo con inversión material, provecho, bienestar, orden, ventaja, seguridad…, conceptos tan “correctos” como tibios y cobardes… Lo más alejado del mensaje evangélico, porque  Jesús vino a traer la espada y a encender fuego en la tierra y en los corazones. Él, que no tenía dónde apoyar la cabeza, nos pide que le imitemos también en esa valentía de apostar a lo grande, y preferir el Reino a cualquier añadidura, por muy “adecuada, provechosa, razonable” que pueda resultar.


dresden bombing

 Dresden, 1945

  
Nunca me he sentido tan cerca de Jesucristo, tan libre y despierta, como en los momentos de incertidumbre y precariedad, esas crisis totales que hacen perder el suelo bajo los pies y enseñan a vivir sin muletas ni apoyos externos.

Qué auténtico y poderoso es el amor cuando brota de ese desvalimiento y de la entrega confiada a lo Real, de la conversión ineludible a la que nos llevan el desengaño, el fracaso, la quiebra de las ilusiones.

Porque las crisis o los dramas personales pueden endurecer el corazón o abrirlo. Si eres consciente de que la batalla se libra siempre, en primer lugar, dentro, tarde o temprano acontece la rendición de esos personajes que ya no podemos seguir interpretando y el corazón se libera de escudos y armaduras, inútiles al fin. Y se alza la bandera de la confianza en Jesucristo, nuestra verdadera seguridad, el único que nos da palabras de Vida, frente a tanto charlatán y falso maestro, ciegos que guían a otros ciegos.

            O hacemos real el Reino ahora, o no lo hacemos nunca. ¿Para qué preocuparnos de escatologías más o menos cercanas o lejanas, si tenemos el maravilloso momento presente, el único donde podemos elevarnos y evolucionar? El Reino ya ha venido, está aquí, en nuestro corazón despierto y abierto.

            Las profecías sobre el final de los tiempos de los primeros cristianos, y de algunos cristianos hoy, aun basándose en la Verdad, no deberían alterar o inquietar a quienes ya viven trascendiendo el tiempo cronológico, sub specie aeternitatis, en la “tempiternidad” de la que habla Raimon Panikkar.

            Debemos atender a las guerras y los cataclismos interiores, a las fuerzas de dentro de uno mismo y someterlas, para hacer realidad ahora los nuevos cielos y la nueva tierra.
            ¿Cómo va a temer quien ya vive en Él, quien se sabe habitado por el Espíritu Santo y recibe conscientemente Su valentía y Su inspiración?

El que camina en esa Compañía, confiado y libre, no tiene miedo. Se informa sobre lo que sucede fuera, pero sabe que lo más importante para la salvación es lo que sucede dentro. Por eso puede perseverar y seguir amando y dando testimonio valeroso y decidido hasta el final, porque sabe que toda defensa y toda sabiduría vienen del Señor.

            Es absurdo pretender saber cuándo moriremos o cuándo será el fin del mundo. Sin embargo, debemos aprender a interpretar los signos de los tiempos, tan evidentes para el que tiene ojos que ven y oídos que oyen, y vivir en consecuencia

            ¿Qué significa para ti cada uno de los acontecimientos exteriores? ¿Qué reflejo tienen en tu interior? ¿Cómo resuenan en lo más profundo de nuestros corazones?

El Reino se realiza en cada uno de nosotros cuando vivimos velando, atentos, vigilantes, con el único “equipaje” necesario siempre listo: confiar en Jesucristo y seguirle, cumpliendo la voluntad del Padre.


                                             O fortuna. Carl Off. Carmina Burana


Jesús nunca mostró admiración de esa inteligencia que es solo inteligencia de cosas abstractas y memoria de frases; los puramente sistemáticos y metafísicos, los sofistas, los escudriñadores de la naturaleza, los devoradores de libros no hubieran hallado gracia ante sus ojos. Pero la inteligencia, el poder entender los signos de lo por venir y el sentido de los símbolos –la inteligencia iluminante y profética, adueñamiento amoroso de la verdad–, era también un don a sus ojos, y muchas veces se lamentó de que tan poca demostrasen sus oyentes y sus discípulos. La suprema inteligencia consistía para él en comprender que la inteligencia sola no basta, que es menester dar el alma para obtener la felicidad –porque la felicidad no es sueño absurdo, sino siempre posible y al alcance de la mano– pero que la inteligencia debe ayudarnos en esa total transmutación.
                                                                                               Giovanni Papini

5 de noviembre de 2016

La vida eterna es ahora


Evangelio de Lucas 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. Jesús les contestó: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. 




No nos basta con ser liberados de la muerte y ser rehechos espíritus libres en Dios. Deseamos por encima de todo resucitar en el glorioso cuerpo del Señor de vida.
                                                                                              Louis Cattiaux


No cortejéis a la muerte en el extravío de vuestras vidas,
ni os atraigáis la ruina con las obras de vuestras manos,
porque Dios no hizo la muerte,
ni se regocija con la perdición de los vivos;
ya que todo lo creó para que existiera.
(…) Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad
y le hizo imagen de su mismo ser,
pero por envidia del diablo se introdujo la muerte en el mundo,
y tienen experiencia de ella los que son de su ámbito.

                                                                  Sabiduría 1, 12-15. 2, 23-25


Los saduceos eran un grupo político-religioso del pueblo judío. Élite poderosa y conservadora que, a diferencia de los fariseos, los esenios y los zelotes, no creía en la resurrección y solo se atenía al Pentateuco como Escrituras Sagradas, aunque no rechazaban algunos de los libros proféticos.

En la escena que hoy contemplamos, pretenden, en vano, atrapar a Jesús en una encerrona dialéctica como tantas veces hacen los fariseos a lo largo del Evangelio. Su hipótesis sobre la mujer que entierra siete maridos sucesivos, todos hermanos y sin descendencia, es una falacia que roza lo absurdo y lo grotesco.
Se refieren a la ley del levirato (Deut 25,5-6), por la cual, si un hombre moría sin hijos, uno de sus hermanos debía casarse con la viuda, con el fin de asegurar la descendencia. Así creían los saduceos que se perpetuaba el ser humano, a través de la procreación, una inmortalidad tan relativa y precaria como la que se busca hoy, casi siempre inconscientemente, en la fama, el prestigio, el éxito, y también en el dinero y el poder, que pasan de generación en generación.
La respuesta de Jesús es clara, y logra esquivar limpiamente la trampa saducea. Nos muestra cómo seremos y actuaremos en la eternidad, y nos libera de falsas expectativas. Al mismo tiempo, para los que pueden entenderlo, tiende un puente entre las dos formas de existencia: la temporal, sometida a la entropía y la muerte y la vida eterna. Nos permite conectar el mundo de las tres dimensiones, evidente para todos, y el Reino, que no viene cronológicamente después, como un premio o un descanso, sino que ya Es para el que tiene ojos que ven y oídos que oyen (otra mirada sobre esta maravilla, que tanto nos cuesta aceptar, en   www.diasdegracia.blogspot.com ).

En referencia a la cuestión planteada torpemente por los saduceos, sobre las relaciones conyugales antes y después de la resurrección, ese puente consistiría en vivir ya aquí las relaciones entre hombre y mujer de una forma total e integradora, trascendiendo la pura sexualidad, destinada a procrear y a la felicidad de los cónyuges, según señala el catecismo. Porque esa “felicidad” que puede proporcionar la unión física es un pálido reflejo de lo que anhela el corazón humano, lo que perdurará en la resurrección de la carne glorificada, y lo que podemos vivir ya aquí.

El abrazo de los cuerpos es siempre un amago, un "quiero y no puedo", de lo que el amor reclama y el corazón anhela. Los cuerpos materiales son la sombra de lo que serán los cuerpos gloriosos, por eso se convierten en muro para el espíritu, que busca fundirse con su amado y aquí no lo logra, nunca.

“El encuentro promete más de lo que el abrazo puede cumplir”, dice Hugo von Hofmannsthal en La Carta de Lord Chandos. Una sola carne es lo que promete el matrimonio, pero el ser humano integral que somos no se conforma con una sola carne, busca la unidad duradera de las almas en un solo espíritu, un solo ser. Si fuéramos capaces de conseguir esa unión, la real, la que buscan sin saberlo incluso los más lascivos, el sexo dejaría de ser la trampa que engancha, confunde y desgasta, que lastra y degenera cuando se abusa o cuando se convierte en una obsesión o en un sucedáneo del amor. Ese amor insustituible que no perderemos con la muerte física, sino que viviremos en plenitud porque es reflejo del amor de Dios. "Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti", dice San Agustín.

Entonces seremos como ángeles, porque no habrá necesidad de reproducción para perpetuar la especie, como no habrá nutrición, porque los cuerpos no estarán ya sometidos a la entropía. El hambre, la sed, el cansancio o el deseo sexual habrán desaparecido; así que no creo que nadie eche de menos satisfacer una necesidad o un deseo que ya no existe. Quedará ese anhelo de infinito, de unión completa, de Amor verdadero, que será continuamente colmado en plenitud. 

Para poder asimilar la dimensión de la resurrección a la que estamos llamados, y empezar a experimentarla ya, ahora, con su poder transformador, necesitamos haber atravesado la muerte previa a la muerte física, la que hace posible el segundo nacimiento del que Jesús habló a Nicodemo. Tenemos que mirarnos por dentro, sin excusas ni mentiras, implacablemente, y renunciar, aunque cueste, aunque duela, a todo aquello que sobra, que estorba, que nos falsea y deforma, que endurece y cierra el corazón.

Si para la inmortalidad, según la concebían los filósofos griegos, no era necesario morir, para resucitar, es imprescindible. Y muriendo ya, antes de la muerte física, podemos vivir como los resucitados que somos, en este mundo de formas y apariencias, que es figura del otro, el verdadero.
Inmanencia y trascendencia integradas, alineando en vertical al ser humano nuevo que ya somos, mientras esperamos la Resurrección definitiva.

Como el cadáver de Jesús se transformó en el cuerpo glorioso que apareció ante María Magdalena, y después ante el resto de los discípulos, a nosotros también nos espera esa gestación prodigiosa. Precisamente cuando todo parezca haber acabado, comenzará lo nuevo, porque nuestra carne ha heredado, por Él, el mismo destino de cuerpo glorioso.

En todos nosotros, seamos más o menos conscientes de ello, palpita un deseo de eternidad. La buena noticia es que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, hace posible con su muerte y su resurrección el triunfo de la vida para toda la humanidad.
Desde ese momento, verdaderamente actual, no vivimos sometidos al tiempo y la muerte, vivimos en Kairós, el tiempo de la gracia, y la muerte ya no tiene poder sobre nosotros. Sufrimos y morimos como una circunstancia temporal sobre la que nos alzamos (Jesús nos elevó, al ser elevado en la cruz y después resucitar), a fin de alcanzar nuestro destino de seres creados para vivir eternamente.
Así lo expresa San Pablo en la Primera Carta a los Corintios (1 Cor 55): La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
En esa epístola también se explica cómo la resurrección nos transformará, de corruptibles, en incorruptibles; no seremos espíritus puros como los ángeles, sino que seremos espiritualizados (1 Cor 15), cuerpo glorioso, alma y espíritu, plenitud del ser humano que Dios creó para la Vida.

            La Resurrección es un proceso que escapa a nuestra comprensión porque es el paso a un nuevo modo de vida. En este plano, el espíritu está sometido a la materia y sus leyes, limitado por las dimensiones del espacio y el tiempo, condicionado por su unión con la materia en una única realidad personal. En la resurrección, se intercambian los papeles: el espíritu da a la materia su propio modo de existir, sin limitaciones espacio-temporales ni leyes físicas.           
            Por eso las fuerzas que condicionan la materia ya no influyen en ese cuerpo. La realidad humana total viviendo con la libertad propia del espíritu y cumpliendo lo que Cristo dijo: los que son hijos de la resurrección serán como los ángeles de Dios. La materia permanecerá, glorificada, porque cuerpo y alma forman la realidad humana ahora y para siempre.
            En el nuevo modo de existir, la materia no será impenetrable, podrá estar en varios lugares a la vez, no necesitará fuentes de energía externa ni ocupar un espacio, y no cambiará con el tiempo, porque estará en ese no-tiempo que a veces somos capaces de experimentar aquí.
Todo esto acontecerá porque Jesucristo es fiel a Su promesa, y somos hijos de la promesa, no de la ley. La ley puede ser trasgredida, mientras que la Promesa permanece. Cuando el hombre muere, perdura el alma, pero no es el hombre completo; falta la restitución o reintegración del cuerpo, de la materia. Confiamos en Su Palabra de vida eterna y sabemos que todos resucitaremos con nuestro cuerpo glorioso.
 Nuestra misión es ser consecuentes con esa promesa atemporal, actuar ya como seres resucitados, pues el hombre nuevo es la Resurrección, que se puede vivir antes de haber atravesado la puerta que es la muerte física.

Porque hemos muerto con Cristo y hemos resucitado con Él. A veces me sorprende el vértigo de tan inefable don, como si fuera la primera vez que caigo en la cuenta. Dios se ha hecho hombre para salvarnos de la muerte eterna, ha pagado un rescate infinito por nosotros, ha muerto en nuestro lugar para, resucitando, resucitarnos.
Ya hemos recibido el cuerpo del hombre nuevo, ya hemos resucitado y estamos junto a Él en el Padre, aunque aún tengamos que simultanear esa dicha inmensa con la travesía por aguas turbulentas de la gran tribulación.

            ¿Cómo vivir cuando has logrado ser consciente de que has sido rescatado del mundo de muerte y destrucción por Jesucristo? ¿Puedes, entonces, volver a molestarte por tonterías? ¿Puedes ser superficial o hacer las cosas con desgana? ¿Puedes ser áspero con alguien? ¿Puedes recrearte, hedonista o caprichoso, compulsivo o mecánico, en los placeres físicos? ¿Puedes obsesionarte con problemas que la mente agiganta? ¿Puedes, sabiéndote rescatado del mundo, poner el corazón en las cosas del mundo? ¿Puedes seguir desperdiciando la vida verdadera, los días que te dieron para amar, a cambio de una ensoñación o de un triunfo mundano y, por tanto, efímero? ¿Puedes desesperarte por las tragedias que acontecen, cuando sabes que, si das la vuelta a la alfombra, no son tales, sino purificaciones, victorias de combates invisibles, días de y para la Salvación? ¿Puedes perder el tiempo evocando momentos del pasado y desperdiciar la Vida, que siempre es ahora?
           Y la Vida, solo se puede apreciar, acoger y transmitir, viviéndola como los resucitados que ya somos, con todos los sentidos, los físicos y los sutiles, abiertos, despiertos, verticales.



                             Jesús, mi vida, viviendo en mí, Dietrich Buxtehude


Se trata, pues, de vencer la muerte, hoy mismo.
El cielo no está allí: está aquí;
el más allá no está detrás de las nubes,
está por dentro.
El más allá está por dentro,
como el cielo está aquí, ahora.
Es hoy que la vida debe eternizarse,
es hoy que somos llamados
a vencer la muerte, a volvernos fuente y origen,
a recoger la historia, para que
a través de nosotros empiece de nuevo.
Hoy, tenemos que dar
a cualquier realidad una dimensión humana
para que el mundo sea habitable,
digno de nosotros y digno de Dios.

                                                                                   Maurice Zundel