27 de mayo de 2017

El triunfo de la libertad


Evangelio de Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.  Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

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Ascensión de Cristo, Garofalo

Por el Espíritu Santo nos llega la espiritualización, la ascensión de los corazones y la deificación.  
                                                                                                                 San Basilio

Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y vuelta al Padre. La cortina de la carne, que se menciona en la primera lectura, el inicio de los Hechos de los Apóstoles, ya no le aprisiona; ha vencido los límites de la materia.

Él ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Falta nos hace para caminar sin verle ni escucharle con los ojos y los oídos del cuerpo. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible, aunque realmente presente. Creemos que se ha quedado con nosotros para siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el “gusano” de Dios (Is 41, 14; Sal 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad.

“Eclipse de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del universo.

Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Jn 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirle en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrena.

Cristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la cruz.

La ascensión a la que Él nos llama es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las pasiones, los apegos, el egoísmo…, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia, de comunión con Cristo.

La plenitud de la gloria no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?

Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo.” (Col 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de los ángeles (Heb. 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Lc 22, 43); solo después de resucitar “fue constituido mayor que los ángeles.” (Heb. 1, 4)”

Porque por nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.

Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.

El pasaje que hoy contemplamos de Mateo es mucho más sobrio al mencionar la ascensión que el relato de Hechos de los Apóstoles 1, 1-11, que también leemos hoy y que es una escenificación que elabora Lucas para que entendamos. También en su Evangelio, Lucas 24, 46-53, como en otras muchas escenas del Nuevo Testamento, incluye símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Lo esencial no es la forma en la que sucedió la Ascensión, el regreso de Jesucristo al Padre, sino su realidad ontológica.

Y es que Jesús, que nunca perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es glorificado.

San Bernardo señala tres niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Mc 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda, el Padre no tiene…., el Padre Es.

En su vida terrena Jesús Es también verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne, con sus limitaciones, Le mantenía, en cierto modo, alejado de su verdadera gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de nuestra inmortalidad.

El Hijo se une al Padre y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.

Está en el Padre, está en la Eucaristía, está en el corazón del que vive en gracia… Es ahora cuando el verbo “estar”, como antes el verbo “tener”, sobra o, mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en el corazón! Ya no tenemos que mirar alelados el cielo, donde Lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia.

La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. Me refiero al tiempo cronológico, pues hay muchas otras dimensiones del tiempo que no nos encarcelan –al contrario– y de las que hablaremos otro día.

La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos esta maravilla con mirada de poeta y corazón de niño en diasdegracia.blogspot.com .

El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo. 


                                               Ascensión. Oratorio. J. S. Bach

13 de mayo de 2017

"Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí"


Evangelio de Juan 14, 1-12 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Jesús le responde: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre”.

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                                                       Cristo Resucitado, Giotto


El verdadero dogma central del cristianismo es la unión íntima y completa de lo divino y lo humano, sin confusión ni separación.
                                                                                             Vladimir Soloviov


Creer en Jesucristo nos transforma completamente y transforma nuestra vida. ¿Qué es creer en Él? ¿Qué supone creer? ¿Creemos de verdad que Jesús es el Hijo de Dios, el Salvador? Él mismo nos lo pregunta hoy, a través de Felipe, y muchas otras veces en otros pasajes del Evangelio. Porque hay dos tipos o niveles de fe. El primero no supera el nivel del entendimiento; la mente es capaz de concebir la existencia de Dios, de integrar esa creencia en la vida cotidiana, disertar sobre ella, compartirla… Es a este nivel inferior de fe al que pueden llevar los signos y los milagros.

Y luego está otro nivel superior de fe, la profunda, la que Jesús quiere despertar en nosotros. Y esta no necesita evidencias sensibles, porque se instala en el nivel espiritual, donde somos capaces de intuir verdades superiores y experimentar sentimientos genuinos, más allá de lo emocional.

Ahí se siente la presencia de Dios en el corazón, y ya no es la mente la que cree, ni falta que hace, porque el conocimiento se hace viviente, sin los filtros de las creencias y los conceptos. Jesucristo viene al corazón, hace morada en él y todo se hace secundario ante el inmenso tesoro de vivir unido a Cristo (1 Juan 1-3; 1 Corintios 6, 17).

No es algo estático sino un proceso dinámico, una relación continua que nos hace ir progresando, creciendo en fe, esto es, en amor, en intimidad con Aquel que hace posible todo, y que ha abrazado al pobre siervo que somos, con un amor tan grande que lo ha transformado en Sí mismo.

Esa es la fe que mueve montañas: vivir en comunión con Él. Ruysbroeck llamaba esta experiencia la “vida viviente”. Ninguna catequesis, ningún doctorado en teología, ninguna brillante carrera eclesial puede otorgar esta experiencia. Solo pueden ayudarnos el amor que nace de un corazón vacío de sí mismo, la pureza y la humildad, la renuncia consciente a la propia persona (del griego, máscara), el  abandono gozoso a esa Presencia que es la fuente de la que renacemos, capaces y libres, transformados.

Si la fe verdadera nace del verdadero amor, creciendo en amor, nuestra fe será aumentada sin límite. Libres del ego, que no puede creer porque no puede amar ni conocer, podemos ser llenados de Verdad y Vida, para que todo nos vaya siendo revelado en el Camino.  

Porque fe, pistis, significa otra profundidad de pensamiento. Crecer en fe es pasar de una comprensión literal a otra más honda y trascendente, que supera los límites del intelecto y permite conectar con lo no manifestado, la fuente que nos vivifica (Hebreos 11, 3).

Es la entrega a Cristo, Camino, Verdad y Vida, lo que nos permite unirnos a Él y que sea Él quien piense, sienta, haga en nosotros. Y cuando es Cristo quien vive en ti, en mí, somos capaces de hacer las obras que Él hizo e incluso mayores, como dice el Evangelio de hoy. Pero lo importante no son las obras, los milagros, los imposibles realizados, sino la comunión con Aquel que nos guía hacia el Padre. Por eso nos declaramos siervos inútiles tras haber cumplido nuestro deber, porque nos miramos en el primer Siervo y no queremos otra cosa que ser como Él, almas ligeras, sin pasado, sin futuro, pura Vida que brota de Aquel que hace nuevas todas las cosas. Y lo vivimos con asombro y gratitud cada día, cada instante, compartiendo esta certeza, a veces en silencio, a veces con palabras que evocan la Palabra.

Hacemos nuestro el canto y el lema de los templarios (Non nobis domine), orden injustamente difamada, cuyo nombre original es Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. No eran herejes, sino pobres siervos, como hemos de ser todos, como Santa Jacinta y San Francisco Marto, que acaban de ser canonizados.



Non nobis, Domine


Himno inspirado por el Salmo 113:9 . San Bernardo de Claraval, primer padre espiritual de
la Orden de los Caballeros Templarios, se lo impuso como lema.

Resultado de imagen de evangelio domingo 14 de mayo 2017

Soy en Dios por Su gracia.
Me pierdo en Su abrazo infinito
y soy gota de agua,
fundida con Su Sangre
que recrea los mundos
y recuerda los nombres
que nosotros aún
no recordamos.

Él, más íntimo a ti que tú mismo, como decía San Agustín, no te deja un instante. Ya te ha dicho: “Eres mío, te quiero hasta el extremo, levántate, deja de buscarme afuera. Yo soy tu caricia sutil, tan sutil que estoy en tu piel y en tu carne. Búscame en ti, piénsame en ti, siénteme en ti, hasta que puedas mirarme cara a cara y saber que mi mirada nunca te ha faltado. Aunque tus ojos de carne no puedan verla, acostúmbrate a sentirla, con la certeza de que estoy contigo, más cerca que nadie porque estoy en ti. Yo soy la culminación de todos los caminos que has seguido y que no te han alejado de mí, de ti, de esta unidad que somos. Vívela, aunque los sentidos, abotargados en este mundo de sombras e ilusión, a veces tengan que retirarse para dejar paso a esos otros sentidos más sutiles y afinados, más cercanos a la experiencia de comunión y amor infinito. Yo soy el Camino que recorres, la Verdad que buscas, la Vida que te da la existencia”.

6 de mayo de 2017

Puerta, Pastor y Cordero


Evangelio de Juan 10, 1-10

En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”. Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos, pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

                                       El Buen Pastor, Catacumba de Priscila, Roma


Alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti lo que está en ti todo entero y del modo más verdadero y manifiesto?

San Agustín

Jesucristo aúna, concilia, integra todo, incluso para los que aún no han declarado su adhesión al cristianismo, o ni siquiera han oído hablar de Él, pero, gracias a la pureza de su corazón y la sinceridad de su búsqueda, logran conectar con Aquel que es el Camino, la Verdad, la Vida, y se preparan para seguirle.

Cuántos buscadores de diferentes tradiciones, muchos incluso de los que se dicen cristianos, se quedan en el Yo seré de Moisés. Aún no se dan cuenta de que, aceptando a Jesucristo, uniéndose a Él o descubriendo que somos Uno en Él, estarían en el Yo Soy. Porque Él nos perfecciona en Sí, nos purifica y trasciende nuestras limitaciones, nos da el alimento espiritual que precisamos para ir alcanzando la Semejanza, como hemos recordado estos días releyendo el Discurso del Pan de Vida.

            Escogiéndole, adhiriéndose a Él, no hay nada que hacer, ningún sitio al que llegar, solo hay que vivir lo que ya somos en Él, aprendiendo a superar los condicionamientos, los pensamientos repetitivos e inútiles, la inercia que nos inclina al egoísmo y la separación.

            El Evangelio nos ofrece un camino de transformación que integra cuerpo, mente, corazón, alma y espíritu, y nos da la clave que muchos han buscado en vano. Creer en Él, aceptar su amor incondicional y redentor, es el verdadero "atajo". Jesucristo nos abre la puerta, ¡es la Puerta!, nos pone en el camino, ¡es el Camino!, y, cuando queramos darnos cuenta, nos encontraremos a menos distancia de la meta que del inicio. Es Su fuerza, Su impulso, que nos lleva como en volandas.

            Dichoso el que crea sin haber visto, es, como estamos recordando estos días de Pascua, la bienaventuranza de los hombres de hoy. Y, si nos fijamos bien, en ella están contenidas todas las demás. Si creemos de verdad, sin necesidad de apoyos sensibles, no con la mera “creencia” conformista, interesada, rutinaria de la mente, sino con la voluntad que nace de un corazón generoso, nos sentiremos siempre unidos a Jesucristo, y esa conciencia luminosa y transformadora nos llevará de regreso a Casa, porque Él nos dará la gracia necesaria para seguir amando hasta el final. Y el amor es mucho más que la fe, más que las obras y más que la fe con obras.

Simeón, el Nuevo Teólogo, distingue entre el Hijo, que es la puerta (Jn 10, 7.9), el Espíritu Santo, la llave de la puerta (Jn 20, 22-23) y el Padre, la casa (Jn 14, 2). Pero estos son solo unos de los infinitos símbolos, de las innumerables metáforas que pueden ayudarnos a intuir el Misterio.

Todos los nombres, todos los colores, todos los matices, todos los silencios están contenidos en el nombre de Jesús. En las Escrituras Sagradas vamos encontrando, si estamos atentos, esos nombres, esa plenitud de significados que solo es posible en Aquel que es verdadero Dios y verdadero hombre, en Aquel que es todo. José María Cabodevilla, en Cristo Vivo, hace una síntesis de todos los nombres, facetas y colores que están en Jesucristo y que se encuentran repartidos en las Escrituras. Entre decenas de apelativos y atributos, se encuentran también los que hoy contemplamos a la luz de Evangelio: “Es pasto y pastor, y puerta del redil y cordero. Cordero pastor: "el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará.” (Ap 7, 17)”

Jesús no es un maestro más, no es un avatar más. Si es Camino, Verdad y Vida, Pan Vivo, Puerta y Pastor, Cordero y Rey, es porque es el Hijo de Dios. Por eso, él no tiene que "evolucionar", como pretenden tantos falsos “maestros”, Él, al contrario, tuvo que involucionar, abajarse, descender para elevarnos. No se trata por tanto de un hombre más adelantado, sino del Hombre, el Verbo encarnado por amor, para obedecer todas las leyes que Él mismo había creado. Su humanidad, voluntariamente asumida, sí tuvo que aprender y crecer, pasando por todas las etapas que atraviesa un ser humano.

Los cristianos no tenemos por qué hacer un duro trabajo interior, solos, con pocas esperanzas y una meta lejana… Cristo ha hecho el trabajo por nosotros. Solo nos queda reconocerlo, creyendo en Él, y aceptar agradecidos tan alto don. Entonces, somos coherentes y no tememos porque el Buen Pastor, fiel a Su promesa, nos acompaña todos los días hasta el fin del mundo. Solo hemos de aceptar ese Amor y corresponder, con coherencia y gratitud.

Los ricos de espíritu no pueden pasar por la «puerta estrecha», ese umbral invisible, que da acceso al Reino, ese acceso escondido para los sabios y entendidos del mundo porque no pertenece a este mundo. La pobreza de espíritu, en cambio, es el camino de retorno, desde el exilio al Paraíso, a nuestra esencia original, anterior a la Caída que la soberbia provocó.

Los ricos de espíritu no pueden reconocer la supremacía divina sobre lo creado y, escogiendo la separación, el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, caen en la eterna tentación de Adán y Eva, alejándose de la Sabiduría. La pobreza espiritual nos hace reconocer la voz del Buen Pastor y la Puerta que lleva a los verdes pastos en cuyo centro está el Árbol de la Vida.

El verdadero pobre de espíritu no solo se ha desapegado de bienes materiales, sino, en escala ascendente, o descendente, se ha liberado también de las cadenas de la mente, que se disfrazan de conocimientos, saberes, ideologías…, ha soltado incluso la necesidad de hacer y de saber. Es la muerte del ego, el renunciar al mundo para ganar el alma, el perder la vida para ganar la Vida, el morir a uno mismo para nacer al Sí mismo.

            La pobreza de espíritu es la infancia espiritual, consciente y libre. Hacerse como niños es haber sido capaz de lo que no logró el joven rico: renunciar a todo y seguirle, con la confianza del que se sabe guiado por el Buen Pastor, atento y amoroso.



The Lord is my shepherd
  

Es más, si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad.
                                                                           Dostoievski

José Miguel Ibáñez Langlois canta con precisión y belleza la esencia del camino del cristiano: que Jesucristo no es un maestro más ni un avatar, que Él es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.

Él no es un iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha descubierto ni a sí mismo.

Jesús de Nazaret, qué diantres,
con la voz de la infinita humildad,
simplemente susurra antes de morir:
yo soy la resurrección y la vida,
yo soy la luz del mundo,
Yo Soy El Que Soy,
Yo Soy.


                                     
                                               Tú eres mi pastor, Salomé Arricibita