Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?". Él le dijo: “‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas".
Jesucristo, Hoffman
Amo porque amo. Amo para amar.
San Bernardo
La respuesta de Jesús a la pregunta
capciosa del doctor de la ley es clara y sencilla: el mandamiento principal,
que sostiene toda la Ley y los Profetas, consiste en amar a Dios con todo el
ser, sin reserva alguna, y al prójimo como a uno mismo. ¿Quién sabe amar con
todo su ser, sin reservarse nada? Solo somos capaces de amar de verdad, sin
condiciones, volviéndonos a la Fuente del Amor, uniendo nuestro corazón al de
Dios, descubriendo que Él es lo más íntimo de nosotros, intimior intimo meo, decía San Agustín. Los
dos mandamientos, los dos amores, están indisolublemente unidos y Jesús,
poco antes de dar Su vida por nosotros, los fundirá en un único mandamiento, el
Mandamiento del Amor.
Todos tenemos un vacío en el corazón
que solo puede ser llenado por esa unión íntima con Aquel que nos enseña a
amar. Vuelve a surgir esa diferencia entre los llamados y los elegidos que
veíamos hace dos domingos. Es elegido, y se elige a sí mismo, el que abre su
corazón al Dios del Amor. El camino es así un enamorarnos de Aquel que nos ama
infinitamente y nos enseña a amar, hasta que interiorizamos el sentido del Amor
auténtico, el que está más allá de la emoción (1 Corintios, 13, 1-13).
El Señor se revela a los pequeños y
sencillos que pueden reconocer, mucho más que los “sabios” del mundo, que no
sabemos ni podemos amar por nosotros mismos. Pero unidos a Él, somos capaces de
todo, nada nos parece imposible. Lo esencial es volver la mirada y el corazón hacia
Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora es incesante, y así
han de ser nuestra voluntad de amar. Jesús, el nuevo Moisés, nos presenta un
nuevo nivel de mandamientos y un nuevo nivel de cumplimiento, porque Él hace
nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21, 5). El amor que crece y se actualiza en
Jesús te va haciendo capaz de lo más difícil, perdonar al que te hiere, porque,
al unirte a Él, te enseña a crear y recrear, haciendo con Él y en Él nuevas
todas las cosas pues ya has sido regenerado por la Palabra que acogiste, como
dice la Segunda Lectura (1 Tesalonicenses 1, 5c-10).
Nada de medias tintas: perfección,
pero no como la del mundo, sino como la del Reino, basada en la coherencia, la
intención y la pureza de corazón. Porque es en el corazón donde nace todo: lo
bueno, lo malo, lo que mancha, lo que limpia.
Hasta que Jesús nos da el Mandamiento
Nuevo, la consigna era amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno
mismo. Bien lo sabía el doctor de ley que pregunta a Jesús. Pero antes de su
Pasión, en el discurso de despedida a los más cercanos, Jesús quiere que
vayamos mucho más allá, nos da un mandamiento nuevo, acorde con la nueva
creación que va a instaurar Su muerte y resurrección. Se nos pide que nos
amemos unos a otros como Él mismo nos ha amado. Solo Él sabe amar,
nosotros aprendemos mirándole y, de momento, deseando amar como Él. Amor de
voluntad, de intención, imperfecto e incompleto pero obediente y humilde.
Si queremos cumplir el mandamiento
principal, y ya que nuestro amor y también nuestra voluntad de amar son
limitados, empecemos amando la voluntad de Dios y renunciando a la nuestra, tantas
veces mezquina y utilitarista. Amar la divina voluntad en cada circunstancia, ya
no solo es ser consciente y estar atento, ni siquiera es, además, aceptar sin
rebelarse el momento como es. Hace falta ir mucho más allá: amar la divina
voluntad porque en ella está la salvación, confiando en que en esa aceptación
de los designios divinos, está todo lo que él quiere para nosotros y es
perfecto, necesario, lleno de bendiciones. Esa es nuestra misión: bendecir al
Señor y aceptar su bendición para nosotros. Nada que hacer, nada que ganar,
nada que merecer…, solo bendecir y ser bendecidos, ser amados y amar, mientras
el Señor hace su labor en nuestras almas, preparándolas para amar. Amaremos como
Él cuando seamos capaces de amar a Dios hasta la suma obediencia y a los
hermanos hasta el perdón y la entrega total. San Anselmo de Canterbury nos habla de esta unidad de voluntades en www.diasdegracia.blogspot.com
Entonces, podremos hablarle con la
confianza y frescura de los enamorados o con el candor y la naturalidad del
hijo que se atreve a pedir todo porque ha sentido la inmensidad del Amor del
Padre. Para amar, primero, saberse amado, y ahí empieza la voluntad de amar,
que ya es mucho, luego, crecer en amor, tras los pasos de Aquel que nos ama y
nos guía.
Así se expresa San Juan de la Cruz, tan
seguro de ser amado que deja su cuidado entre las azucenas olvidado y acomoda
así su cabeza en el pecho del Amado:
Oración
del alma enamorada:
¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis
pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu
voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y
serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio
concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras
aceptar, y hágase…
¿Quién
se podrá librar de los modos y términos bajos si no le levantas tú a ti en
pureza de amor, Dios mío? ¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y
criado en bajezas, si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste? No
me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en
que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré que no te tardarás si yo
espero.
¿Con
qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos
son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y
míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas
son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí
pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te
pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal
fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las
peticiones de tu corazón.
Y así lo canta San Agustín, dichoso
por haber encontrado la Belleza tan antigua y tan nueva:
Dame amor. Vida mía, diré a voces,
porque dándome amor, en él te goces.
Si tu poder inmenso me cedieras,
te daría, en mi amor, cuanto
quisieras.
Amarte quiero más, que no gozarte,
y gozarte tan solo por amarte.
Escoria soy, mi amor; mas, aunque
escoria,
un dios quisiera ser para tu gloria.
Pues si yo fuera Dios, tanto te amara
que para serlo Tú, yo renunciara.
Mas ¡ay, amado mío, yo me muero,
de ver que nunca te amo cuanto
quiero!
Úneme a ti, querido de mi vida:
será la nada en todo convertida.
Si pudiera, mi bien, algo robarte,
sólo amor te robara para amarte.
Mas si mi amor tu gloria deslustrara,
aunque pudiera amarte, no te amara.
Ámate, pues de amor eres abismo,
por ti, por mí, por todos, a ti
mismo.