27 de octubre de 2017

Amar para amar

 
Mateo 22, 34-40

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?". Él le dijo: “‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas".


Jesucristo, Hoffman
 
                                                                  Amo porque amo. Amo para amar.
                                                        
                                                                                                San Bernardo

La respuesta de Jesús a la pregunta capciosa del doctor de la ley es clara y sencilla: el mandamiento principal, que sostiene toda la Ley y los Profetas, consiste en amar a Dios con todo el ser, sin reserva alguna, y al prójimo como a uno mismo. ¿Quién sabe amar con todo su ser, sin reservarse nada? Solo somos capaces de amar de verdad, sin condiciones, volviéndonos a la Fuente del Amor, uniendo nuestro corazón al de Dios, descubriendo que Él es lo más íntimo de nosotros, intimior intimo meo, decía San Agustín. Los dos mandamientos, los dos amores, están indisolublemente unidos y Jesús, poco antes de dar Su vida por nosotros, los fundirá en un único mandamiento, el Mandamiento del Amor. 

Todos tenemos un vacío en el corazón que solo puede ser llenado por esa unión íntima con Aquel que nos enseña a amar. Vuelve a surgir esa diferencia entre los llamados y los elegidos que veíamos hace dos domingos. Es elegido, y se elige a sí mismo, el que abre su corazón al Dios del Amor. El camino es así un enamorarnos de Aquel que nos ama infinitamente y nos enseña a amar, hasta que interiorizamos el sentido del Amor auténtico, el que está más allá de la emoción (1 Corintios, 13, 1-13).

El Señor se revela a los pequeños y sencillos que pueden reconocer, mucho más que los “sabios” del mundo, que no sabemos ni podemos amar por nosotros mismos. Pero unidos a Él, somos capaces de todo, nada nos parece imposible. Lo esencial es volver la mirada y el corazón hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora es incesante, y así han de ser nuestra voluntad de amar. Jesús, el nuevo Moisés, nos presenta un nuevo nivel de mandamientos y un nuevo nivel de cumplimiento, porque Él hace nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21, 5). El amor que crece y se actualiza en Jesús te va haciendo capaz de lo más difícil, perdonar al que te hiere, porque, al unirte a Él, te enseña a crear y recrear, haciendo con Él y en Él nuevas todas las cosas pues ya has sido regenerado por la Palabra que acogiste, como dice la Segunda Lectura (1 Tesalonicenses 1, 5c-10).

Nada de medias tintas: perfección, pero no como la del mundo, sino como la del Reino, basada en la coherencia, la intención y la pureza de corazón. Porque es en el corazón donde nace todo: lo bueno, lo malo, lo que mancha, lo que limpia.

Hasta que Jesús nos da el Mandamiento Nuevo, la consigna era amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Bien lo sabía el doctor de ley que pregunta a Jesús. Pero antes de su Pasión, en el discurso de despedida a los más cercanos, Jesús quiere que vayamos mucho más allá, nos da un mandamiento nuevo, acorde con la nueva creación que va a instaurar Su muerte y resurrección. Se nos pide que nos amemos unos a otros como Él mismo nos ha amado. Solo Él sabe amar, nosotros aprendemos mirándole y, de momento, deseando amar como Él. Amor de voluntad, de intención, imperfecto e incompleto pero obediente y humilde.

Si queremos cumplir el mandamiento principal, y ya que nuestro amor y también nuestra voluntad de amar son limitados, empecemos amando la voluntad de Dios y renunciando a la nuestra, tantas veces mezquina y utilitarista. Amar la divina voluntad en cada circunstancia, ya no solo es ser consciente y estar atento, ni siquiera es, además, aceptar sin rebelarse el momento como es. Hace falta ir mucho más allá: amar la divina voluntad porque en ella está la salvación, confiando en que en esa aceptación de los designios divinos, está todo lo que él quiere para nosotros y es perfecto, necesario, lleno de bendiciones. Esa es nuestra misión: bendecir al Señor y aceptar su bendición para nosotros. Nada que hacer, nada que ganar, nada que merecer…, solo bendecir y ser bendecidos, ser amados y amar, mientras el Señor hace su labor en nuestras almas, preparándolas para amar. Amaremos como Él cuando seamos capaces de amar a Dios hasta la suma obediencia y a los hermanos hasta el perdón y la entrega total. San Anselmo de Canterbury nos habla de esta unidad de voluntades en  www.diasdegracia.blogspot.com

Entonces, podremos hablarle con la confianza y frescura de los enamorados o con el candor y la naturalidad del hijo que se atreve a pedir todo porque ha sentido la inmensidad del Amor del Padre. Para amar, primero, saberse amado, y ahí empieza la voluntad de amar, que ya es mucho, luego, crecer en amor, tras los pasos de Aquel que nos ama y nos guía.

Así se expresa San Juan de la Cruz, tan seguro de ser amado que deja su cuidado entre las azucenas olvidado y acomoda así su cabeza en el pecho del Amado:

Oración del alma enamorada:
¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase…
¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío? ¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas, si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste? No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.
¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón.
                                                                                         
Y así lo canta San Agustín, dichoso por haber encontrado la Belleza tan antigua y tan nueva:
Dame amor. Vida mía, diré a voces,
porque dándome amor, en él te goces.
Si tu poder inmenso me cedieras,
te daría, en mi amor, cuanto quisieras.
Amarte quiero más, que no gozarte,
y gozarte tan solo por amarte.
Escoria soy, mi amor; mas, aunque escoria,
un dios quisiera ser para tu gloria.
Pues si yo fuera Dios, tanto te amara
que para serlo Tú, yo renunciara.
Mas ¡ay, amado mío, yo me muero,
de ver que nunca te amo cuanto quiero!
Úneme a ti, querido de mi vida:
será la nada en todo convertida.
Si pudiera, mi bien, algo robarte,
sólo amor te robara para amarte.
Mas si mi amor tu gloria deslustrara,
aunque pudiera amarte, no te amara.
Ámate, pues de amor eres abismo,
por ti, por mí, por todos, a ti mismo.



                                             No puedo vivir sin ti, Hermana Glenda

21 de octubre de 2017

A Dios lo que es de Dios


Evangelio de Mateo 22, 15-21

En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?” Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: “¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.” Le presentaron un denario. Él les preguntó: “¿De quién es esta cara y esta inscripción?” Le respondieron: “Del César.” Entonces les replicó: “Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.”


                                         El tributo al César, Valentín de Boulogne


Lo que solemos llamar nuestra vida es una cosa tan circunstancial, tan determinada, tan improbable, que sólo es como un vestido que se pusiera el alma a cada instante.                                                             
                                                                                              Juan Ramón Jiménez

                        ¿Dónde estás cuando no estás contigo?
Y después de haber discurrido por todas las cosas, ¿qué has ganado, si de ti te olvidaste?
                                                                                                Thomas de Kempis


Los fariseos vuelven a desplegar sus malas artes, sibilinas e hipócritas, para intentar acorralar a Jesús, pero el Maestro aprovecha la ocasión para desenmascararlos una vez más, y para invitarnos a crecer en coherencia.

Nos anima a ser valientes y decididos en ese anhelo de Bondad, Verdad y Belleza que alberga el corazón humano. Ya no se trata de escoger algo y soltar algo, sino de soltar todo para escoger Todo, renunciar a la falsa imagen que no somos, la del César, y asumir lo que Somos: la imagen de Dios. Lo expresa mejor San Antonio de Padua en el blog hermano www.diasdegracia.blogspot.com

Porque lo real, lo que Es, lo de Dios…, no está en el “qué”, sino en el “cómo”. Lo que hacemos, como expresión externa de la vida, es insignificante frente a lo que Somos, que se manifiesta en cómo hacemos, decimos, pensamos, sentimos… Atendiendo al “cómo”, todo puede ser del César o de Dios. Limpiar, comer, orar en el templo, reír, ayunar, bailar, dar limosna, jugar…; nada es sagrado, nada es mundano por sí mismo, sino por la actitud con que lo hagamos.

¿Cuál es la mejor actitud, el mejor “cómo”, nuestro “Cómo”?  Con Jesucristo, en Él y Él en cada uno. Con Cristo, como Cristo, Uno con el Padre, salimos de la mentira de lo que creemos que somos, para entrar en la Verdad, lo que Somos realmente. Es el Camino de retorno a Casa.

Todos acumulamos y nos aferramos a falsas monedas, visibles e invisibles, por miedo e inseguridad, pero el miedo es una fantasía nacida de la ignorancia, que nos impide recordar que, como veíamos el domingo pasado, nuestro traje de fiesta es amor. Miedo y deseo, dos notas falsas que entonan la melodía desafinada de nuestra vida, hasta que descubrimos nuestra verdadera nota, limpia, clara, y la ponemos al servicio de la sinfonía de la Vida. Es hora de invertir valores y poner nuestra confianza y seguridad en Dios, el único apoyo firme, el único verdadero. Realicemos el Reino en la tierra, para vivir ya como hijos de Dios, los seres infinitos y eternos que somos.

Hoy Jesús vuelve a recordarnos que no somos del mundo, aunque estemos en el mundo; no somos del César, sino de Dios. Nuestro "lugar" no está aquí abajo, en lo limitado y horizontal, en lo que pasa..., sino arriba, en lo alto y profundo, en lo interior. Vivamos en vertical, demos a Dios lo que es de Dios: nosotros mismos, que somos imagen Suya, nuestra esencia original. Solo así alcanzaremos la semejanza perdida.

            Cuando no somos, buscamos nuestra identidad fuera, en cosas, personas, proyectos, circunstancias..., en el César y sus aliados… No solo los bienes materiales nos hipnotizan y nos esclavizan; hay en el ser humano dos inercias que atan: la de buscar experiencias y la de buscar seguridad. Todo se disfraza y se distorsiona por esas tendencias compulsivas a acumular experiencias (tantas veces inútiles) y seguridades (casi siempre ilusorias). Nos escudamos en proyectos nobles, ambiciones loables o altruistas, pero en el fondo es todo producto del  miedo y el deseo. 

            Acaparar o soltar... Hay quien cree que el egoísmo y la codicia está en acaparar "monedas" materiales, dinero, posesiones... Pero hay una codicia más sutil que lleva a acaparar todo. Jesús se refiere a lo material, pero también y sobre todo a esa red o matriz de miedos, deseos, proyecciones, auto justificaciones y expectativas que vamos tejiendo todos alrededor como arañas ciegas. Hay quien acumula monedas de oro con la esfinge del César y quien va acuñando monedas invisibles que enmarañan su alma e impiden que entre la luz. Y al final, muchas veces nos comportamos como niños inconscientes y caprichosos, perdidos en un bosque en mitad de la noche, mientras los lobos aúllan, las sombras crecen y el corazón se encoge, vacío, cerrado todavía.

Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No hay mejor manera de expresar esta dialéctica que condiciona nuestras vidas. Es otra expresión del cielo y el infierno que todos llevamos dentro, o de la vida y la muerte como opción primordial. Quedarnos en lo material, en lo falso, en lo que no somos, en el César y su mundo, que nos encanta como las sirenas a Ulises, es atender únicamente a lo que muere. Descubrir los trucos del César, su impostura tramposa e intuir la Verdad es optar por la vida y hacer realidad el Reino aquí, ahora, en nosotros.

Demos al César lo suyo: lo falso, lo efímero, el miedo, lo separado, lo que se quemará, lo que no es, la nada de plata que no nos pertenece; y demos a Dios lo verdadero, lo consciente, lo perdurable, lo que Somos: Suyos.



Que seas mi universo, Jesús Adrián Romero


La fuerza de César está en el sueño de los hombres, en la enfermedad de los pueblos. Pero ha llegado el que despierta a los durmientes, el que abre los ojos a los ciegos, el que restituye la fuerza a los débiles. Cuando todo se haya cumplido y se haya fundado el Reino –un Reino que no ha menester de soldados, jueces, esclavos ni moneda, sino únicamente de almas nuevas y amantes– el imperio de César se desvanecerá como un montón de cenizas bajo el hálito victorioso del viento.
Mientras dure su apariencia podremos darle lo que es suyo. El dinero, para los hombres nuevos no es nada. Demos a César, prometido a la nada, esa nada de plata que no nos pertenece.
                                                                                              Giovanni Papini


Ha habido demasiados lutos por resistirnos a los Romanos. Al César yo le daría lo que nos pide. A nosotros nos queda la inmensidad de nuestro Único y Solo, que ellos no pueden conocer. Elevan a los altares a un emperador, un trozo de sangre y carne que no tardará en ser pasto de los gusanos. Démosle a ese César lo suyo y quedémonos con lo que no puede quitarnos.
                                                                        Erri de Luca
                                                                                   En el nombre de la madre

14 de octubre de 2017

Vestirse de fiesta


Mateo 22, 1-14

En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: "El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda." Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los elegidos."


                                                     Las Bodas de Caná, Veronés


                                      Dios, que es mi baluarte poderoso,
hizo irreprochable mi camino.

                                        2 Samuel 22, 33


Sumérgete en ese Océano de dulzura,
y deja que todos los errores
de la vida y de la muerte te abandonen.

                                     Kabir
                                                                                                           

El pueblo judío rechazó la invitación a la celebración del Amor que Dios les ofrecía. No supieron reconocer en Jesús al Mesías, el Hijo de Dios. Y nosotros... ¿Lo reconocemos? A pesar de que el banquete ya está preparado y de que todos estamos invitados, porque el anfitrión es infinitamente magnánimo, muchas veces seguimos rechazando la invitación a la gran fiesta de la gracia, la dicha y la unidad.

Buenos o malos, justos o pecadores, ricos o pobres, brillantes o mediocres..., al Rey que nos invita no le importa nuestra condición, solo nos pide que aceptemos la invitación, reconociendo a su Hijo como el esposo y el salvador que instaura el Reino definitivo. Y con qué paciencia sigue invitándonos para llenar la sala del banquete. Espera el tiempo necesario para que dejemos nuestros afanes mezquinos e intereses individuales y optemos por lo esencial, la plenitud del Ser eterno, la única verdadera Referencia que salva y transforma. Espera y nos da la libertad para aceptar o no. Por eso, aunque muchos son los llamados, pocos los elegidos, porque es uno mismo el que elige, como vemos en   diasdegracia.blogspot.com

Pero, si aceptamos la invitación, se nos pide algo más: que nos pongamos el traje de fiesta, el vestido blanco con el que hemos de presentarnos a la celebración de los esponsales. Hace falta haber dejado atrás las vestiduras lúgubres de la soberbia, la mentira, el egoísmo y la tibieza.

¿Cómo pudo alguien colarse en la fiesta sin vestir el traje necesario? Tal vez se valió de algún medio ilícito, alguna estratagema propia de tramposos. Son muchos los que creen que hay atajos o puertas ocultas para acceder al Reino donde se celebra el banquete. Son aquellos que se consideran especiales, mejores que los demás, más cumplidores, y también los que se creen capaces de dominar ciertas técnicas que permitan avanzar más rápidamente, saltándose las Leyes sagradas que Cristo ya perfeccionó y simplificó en la Ley del amor. Ese es el vestido de fiesta; el amor. No el amor emocional o sensiblero, claro, sino el amor de la voluntad, de la intención, el amor que ha pasado la prueba que lleva al grado más excelso de amor, el que permite perdonar de corazón.

Esa es la vestidura nupcial que Jesucristo, el Maestro, el Esposo nos regala si queremos. No hay más vestido ni más invitación que los que Él nos brinda, y tampoco hay más atajo o puerta escondida, porque Él es el Camino y la Puerta, el ojo de aguja... Vistámonos de fiesta, aunque tardemos en conseguir el tejido impecable que no se deshilacha ni se ensucia ni se transforma en harapos, como le sucedió a Cenicienta después de las doce. En realidad, ya es nuestro, lo llevamos puesto bajo los disfraces de escasez, fealdad, pobreza o dudas.
       
¿De qué sirven los esfuerzos personales del que no acepta que todo es gracia, derroche generoso, abundancia, don gratuito de Dios? ¿Cuánto tardarán en ser desenmascarados los que han pretendido saltarse las Leyes para intentar igualarse a Dios, como hicieron Adán y Eva en el Paraíso? 

Son la humildad y la pureza de corazón las que van desnudándonos de harapos y vestidos sucios, inapropiados para una boda, las que van descubriendo el albo lino que nos viste de fiesta. Si recuperamos la inocencia esencial, nuestro será el derecho a participar en el banquete eterno, aunque hayamos sido grandes pecadores. No en vano, Jesús relató en otra ocasión la parábola del fariseo y del publicano, para hacernos ver quiénes serán los elegidos entre los muchos llamados.

Los soberbios, los vanidosos, los tibios y los que se valen de trampas y artificios para pretender colarse en la fiesta no están preparados para disfrutar del banquete y sus  manjares. Los que se saltan la Ley del Amor, que incluye todas las demás, serán expulsados de la mesa del Rey del Universo.

En cambio, los que se han desnudado de seguridades, vanidad, falsas creencias y prejuicios, los que lucen con garbo y prestancia el vestido de la sencillez y la coherencia verán cómo su pasado, todo lo que un día les afeaba o les hacía sentirse indignos de tal celebración, desaparece o se transforma en elegancia, dignidad, belleza transfigurada, como las del Hijo del Rey.

No volvamos a rechazar la invitación. Acudamos al banquete, desnudos de los harapos de impostores, vestidos con la túnica que nos espera desde antes de todos los tiempos. Y, como dice el Salmo 23, que hoy recitamos: habitaremos en la casa del Señor, nuestro verdadero hogar, por años sin término.

            

                                                               Salmo 23


EL TRAJE DE FIESTA

No es fracaso,
sino el extremo de un lazo
que habrá de unir en tu historia
lo malo y lo bueno,
lo oscuro y lo claro,
lo tuyo y lo ajeno,
en un todo orgánico,
plenitud esencial
del alma restaurada
que ha dicho sí
y ha aceptado ponerse
el vestido de fiesta necesario
para el banquete eterno
al que hemos sido,
todos, invitados.

7 de octubre de 2017

La piedra angular


Evangelio de Mateo 21, 33-43

Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevos otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: “Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia”. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?” Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo.” Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.”


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Parábola de los viñadores homicidas, Diego Quispe Tito

                             
Sobre todo, tened entre vosotros un ferviente amor, porque el amor cubre una multitud de pecados.

             1 Pedro, 4, 8

En la parábola de los viñadores homicidas, se resume de forma poética la historia del pueblo judío que, no solo no dio fruto, sino que persiguió a los profetas y enviados de Dios, matando finalmente a Su propio Hijo. Los cristianos, nuevo pueblo elegido, sabemos que Jesucristo, despreciado, humillado, crucificado, es la piedra angular, (Salmo 118), el único sostén firme y seguro, el centro de nuestra fe y de nuestras vidas.

Aun así, cuántas veces volvemos a matar al Hijo hoy… Lo hacemos cada vez que damos prioridad a nuestros pequeños intereses personales y egoístas, la búsqueda de beneficio y ventaja, esa atención a lo material y lo efímero, olvidando que Cristo es la fuente de todo lo bueno, bello y verdadero. Por eso matamos, morimos, nos suicidamos; creyendo aprovechar la vida, despreciamos la Vida verdadera.

Imitemos a San Francisco de Borja, que, ante el cadáver putrefacto de su señora, la bella emperatriz Isabel de Portugal, dijo: no serviré a señor que se me pueda morir. Porque a menudo servimos a cadáveres, fantasmas, moribundos, dentro y fuera de nosotros. Recuerdos, proyectos, fantasías, afanes mezquinos, intereses vanos…; idólatras vestidos de personas cumplidoras y respetables. Cómo dar fruto así, cómo mantenernos siquiera vivos. Matamos y morimos porque hemos renunciado a la mejor parte, lo primero, lo Único en realidad.

No es de extrañar, entonces, lo que leemos en la prensa y vemos en los telediarios: violencia, secesiones, opiniones contaminadas, conflictos, manipulación, bandos… El príncipe de la mentira, que hostiga y encizaña, nos incita a tomar partido. Si uno se empeña, es capaz de encontrar algo de razón en todos, según cómo se mire y desde dónde se mire. Parece vencer el relativismo y, a la vez, el partidismo y el fanatismo, porque se vive bajo los parámetros del príncipe de este mundo, el separador, que nos seduce con las divergencias, lo diverso, pues forma parte de su malévola di-versión. Pero si estamos atentos y le desenmascaramos, podemos elegir la unidad, la conversión, la versión original que nos espera a los que seguimos a Cristo. 



                     Converso, trailer de la película de David Arratibel


¿Quién quiere tomar partido en un mundo sin el Señor? Yo no quiero servir a señores que se me puedan morir, ni tomo partido en la representación de este mundo que ya pasa. No tomo lo partido, lo roto, lo podrido o lo muerto… No tomo partido porque lo quiero Todo, como decía Santa Teresita de Lisieux. Y la única forma de tenerlo todo es no teniendo nada, o eligiendo al Todo, Jesucristo, el Verbo, la fuente de la Verdad y la Vida.

Él es el fruto que hemos de dar: fruto del vientre inmaculado de María y fruto nuestro, si Le damos a luz en el corazón. El Espíritu Santo, que hizo que María concibiera a Jesús, te hace concebirle si te vacías de los afanes de este mundo y te dejas inundar por Él. Porque el fruto es siempre Cristo; en el regazo de María, en el árbol de la cruz, en el sepulcro vacío, en nuestro corazón si lo preparamos con humildad, inocencia, pureza, disponibilidad y amor.

Si el fruto es siempre Cristo, poco podemos hacer, sino acogerlo con temor y temblor, corazón abierto y disponible, para que Él, fruto de amor y vida verdadera, nos revitalice y nos enseñe a amar como Él. 

El Amor no es amado, dijo San Francisco de Asís y así nos va… No dar fruto es tener un corazón cerrado y desagradecido, rechazar la voluntad del Dios-Amor, elegir la soberbia de los que se creen libres y son esclavos de sí mismos y sus prejuicios, ideas, vanidades. Dos jóvenes, aparentemente triunfadoras en el mundo, se han quitado la vida hace poco. No son las únicas, cada vez se oyen más noticias de suicidios. Es el fruto amargo de una sociedad que ha expulsado a Dios y anda a ciegas, fragmentada, rota, acelerada hacia el abismo de la muerte.

Matar al Hijo y robar al Señor es lo que hacemos tantas veces, no solo por la locura que conduce a esos dramas impactantes y demoledores, sino con pequeños gestos y actitudes, prejuicios e inercias que abonan esa ceguera, ese olvido de lo esencial. El fruto es amargo, puro agrazón: angustia, confusión, sinsentido…, porque no queremos recibir la luz que surge de reconocer a Dios, acoger a Su Hijo y aceptar Su voluntad. En  diasdegracia.blogspot.com lo expresa con otras palabras San Juan de la Cruz.

Busquemos un centro de gravedad permanente, como cantaba Battiato, pero no cualquier centro. Solo Jesús, el único Nombre, la piedra angular, fuente de amor y de esa forma más excelsa de amor que es el perdón. Él es el heredero que quiere compartir su herencia con los que Le aceptan. Seamos coherentes para poder coheredar los bienes infinitos que nos ofrece. Reconcíliate con todos, contigo mismo y con Cristo, Señor de tu vida. Aprende de Él que, si amas, no hay muerte ni desolación; no hay nada que robar, compensar, acumular, porque todo es don y el supremo don es el perdón. Perdonemos a los viñadores homicidas que hemos sido y acojamos al Hijo, el Fruto bendito del vientre de María y del Árbol de la Cruz. Reconozcamos a Cristo como Señor nuestro que viene a darnos Vida verdadera.



                         El que muere por mí, Pioneros de Schoenstatt