25 de febrero de 2017

La confianza de los Hijos


Evangelio de Mateo 6, 24-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos."

 
 
                          El Sermón de la Montaña, Carl Bloch


Job era rico; se servía del dinero, pero no servía al dinero, era el dueño y no el adorador. Consideraba su bien como si hubiera sido de otro. Se consideraba como el dispensador y no como el propietario. Por eso no se afligió cuando lo perdió.
San Juan Crisóstomo
 

Si desnudo se nace, desnudo se renace. Sólo quien se ha despojado de riquezas, de ambiciones, de poderes, de falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá seguir esa nueva palabra creadora que le introducirá en el Reino.                                               
                                                                                               J. L. Martín Descalzo

  
            El pasaje de hoy es un canto a la confianza, la actitud que Jesús quería para sus seguidores, sus amigos, sus hermanos. Así lo expresa el que comprendió esta lección como nadie, Juan, el discípulo amado, el que recostaba la cabeza en el costado del Señor y nos representó a todos como Hijos, a los pies de la Cruz: “No os inquietéis. Confiad en Dios y confiad también en mí” (Juan 14,1). “Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os puede dar. ¡No os inquietéis ni tengáis miedo!” (Juan 14,27). “En el mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero tened ánimo, yo he vencido al mundo” (Juan 16,33)
           El agobio y la preocupación surgen cuando se vive en la proyección, fuera del presente, que es lo único real. El que vive agobiado no vive, se desvive, proyectando miedo e inseguridad hacia el futuro.
            "Hoy", es la palabra para designar tiempo más usada en los Evangelios; porque es en el presente atemporal donde se hace realidad el Reino. En él somos conscientes de nuestra verdadera esencia y nos sabemos invulnerables, pues lo que Es no puede dejar de Ser. Vivimos libres y confiados porque no hay nada que proteger, nada que asegurar.
          El cristiano “vende” todo alegremente para comprar la perla de gran valor, porque sabe que no hay nada comparable a ella. Y, consciente de que el Reino es aquí, ahora, no busca más, pues el que se distrae con hipótesis o proyecciones se pierde lo real, lo que Es. Cada día su propio afán, siempre el mismo: ser o no ser, saber que se es o seguir durmiendo hasta que Su voz nos despierte.

           Lo triste es que muy a menudo nos olvidamos de este camino, tan sencillo y seguro, de la confianza. Entonces, el ser humano, creado a imagen de Dios, se entretiene rebuscando entre el lodo y vende su herencia por un plato de lentejas. Renuncia a su misión de realizar el Reino, para adorar el mundo y a sus ídolos.
Es hora de darnos cuenta, con todo nuestro ser, de que la Luz ha venido al mundo, para acogerla definitivamente, renunciando a las tinieblas y sus consecuencias: miedo, inseguridad, culpa y separación.

Cuando se comprende la verdadera dimensión de la confianza, se comprende también que sin confiar no puede haber amor, porque la desconfianza lleva al miedo, que nos convierte en títeres incapaces de amar, muñecos a merced del tiempo y de la muerte, que todo lo encogen, lo dividen y separan, lo contraen.

            Confiar es soltar, reconocerse como hijos de Dios, que vela por nosotros y nos da siempre todo cuanto necesitamos. Ya no hay que controlar ni buscar aprobación o seguridad; ya no hay que defenderse, porque todo cuanto necesitamos nos viene dado por nuestro Padre. ¿Qué mejor fuente, qué mejor guía, qué mejor guardián, protector o defensor podríamos soñar? (www.diasdegracia.blogspot.com).
Confiando en Él, reconocemos lo que somos por herencia: lucidez, valor, fortaleza, generosidad, libertad, perseverancia, amor. Y nos desprendemos con alegría de todo lo que no somos: miedo, ambición, codicia, pereza, soberbia, inseguridad, ira, intransigencia. 
            Ocupémonos de lo esencial, lo que va a durar para siempre. Mucho de lo que hoy nos preocupa, nos ocupa, nos absorbe, no es más que una brizna de polvo frente a la eternidad. Confiemos en Dios, que es Padre y Madre, y no se olvida de nosotros ni un instante. Cómo iba a hacerlo, si somos en Él...

Entonces descubriremos que no hay nada que hacer, ningún sitio al que llegar, ningún bien que conseguir, guardar, proteger o acumular. Sólo hay que Ser, vivir lo que somos, soltando los condicionamientos, los agobios y obsesiones, que no son nada.

            Primero el Reino, que es Él, su amor infinito que nos llena, nos transforma y nos salva. Primero el Reino, y lo demás, lo que haga falta, siempre vendrá por añadidura, porque todo lo bueno y necesario viene de Su amor.

            El reino ya ha venido, está aquí, en tu corazón despierto. Y comprendes que ya no se trata de hacer las cosas bien o mal; se trata de hacerlo todo con Él, consciente de Él, sabiendo que, incluso cuando Le olvidas, Él nunca se olvida de ti y sigue a tu lado, esperando que vuelvas a prestarle atención. En eso consiste la vocación del cristiano: en caminar consciente de Su presencia a tu lado, dentro de ti y alrededor.

             Si te cierras es por miedo; temes a la vida y crees que en ese “paraíso” artificial, mustio y perecedero que has creado estás a salvo. Con tus rutinas, con tus inercias, con tus manías, con tus falsos silencios... Porque la voz del miedo nunca calla, ni se callan las voces de la obsesión o la ignorancia. No nos salvan ni nos protegen las jaulitas de oro; nos salva Jesucristo. Y Él es apertura, disponibilidad, libertad, confianza, amor desinteresado y sin medida.

             Para acostumbrarnos a vivir en Su presencia, conviene cambiar los pensamientos mezquinos, de escasez y carencia, por pensamientos de abundancia, prosperidad, libertad, expansión, altura de miras.
            Mirando todo a lo grande, como Jesucristo, así es y así vive el verdadero discípulo: corazón abierto, grande y generoso, mirada elevada y con gran perspectiva, mente magnánima y abierta, espíritu sereno y libre.




            Este es el testimonio de Santa Teresa de Lisieux sobre la confianza del verdadero discípulo:
            Y entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y queriendo saber, Dios mío, lo que harías con el que pequeñito que responda a tu llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que encontré: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os meceré (Is 66,13).  Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más. Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias (Sal. 88,2).

18 de febrero de 2017

Amor incondicional


Evangelio de Mateo 5, 38-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Yo, en cambio os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y a quien te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.


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  El Sermón de la Montaña, Cosimo Rosselli


Como vemos en la primera lectura de hoy (Lv 19, 1-2, 17-18), ya estaba recogido en el Libro del Levítico el Mandamiento del Amor. Con Jesús, todo será nuevo porque Él encarna la Ley, la Ley, la Verdad y la Justicia se manifiestan en una Persona pero con una evidente continuidad.

La segunda lectura (1 Corintios, 3, 16-23) nos recuerda la importancia de ser humildes. Es la forma más rápida y efectiva de alcanzar la verdadera sabiduría. También nos recuerda que somos templo del Espíritu de Dios, por eso no podemos seguir en la inercia del odio o la venganza, sino que hemos de conectar con la nueva lógica que nos hace ser como Él es: compasivo y misericordioso (Salmo 102). Que sean la sabiduría y la Ley de Jesucristo las que guíen nuestros pasos, y no nos gloriaremos en los hombres, sino en nuestra pertenencia a Cristo y, por Él, a Dios.

El pasaje del Evangelio retoma la primera lectura, exhortándonos a ser perfectos como el Padre. Es la gran novedad: Cristo nos restaura la Filiación, somos Hijos y, desde Él, por Él, tenemos la capacidad de ser como nuestro Padre.

La implacable “Ley del Talión” a la que se refiere Jesús en esta pasaje, se recoge así en el Antiguo Testamento: “Si alguno causa una lesión a su prójimo, como él hizo, así se le hará: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; se le hará la misma lesión que él haya causado a otro” (Lv 24,19-20).

            Pero la lógica y la sabiduría de Jesús no se basan en los parámetros limitados del mundo, que instan a la compensación, la autodefensa, la supervivencia y la revancha, sino que se cimenta en la comprensión, la misericordia y el perdón. Cuando la semilla del amor, sembrada en el corazón del ser humano desde siempre, germina y somos capaces de vernos en el otro, el perdón resulta natural y la venganza no tiene sentido.

            Desde esa nueva lógica, la del amor, aprendemos a mirar a los demás con los ojos misericordiosos de Dios, capaces de pasar por alto cualquier agravio, porque toda ofensa y todo conflicto nacen de la ignorancia, del “no saber lo que se hace”.

            La violencia engendra violencia, y, en la lógica de Jesucristo, el amor engendra amor, misericordia, compasión y unidad.
Por eso, el evangelista Lucas no nos exhortará a ser perfectos sino a ser “misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36).
El adjetivo “perfecto” en Mateo, además, no tendría nada que ver con el concepto de perfección dualista, que conduce a la obsesión del perfeccionismo y la competitividad, sino con una perfección en actitudes e intenciones, que lleva a ser completos, enteros, integrados, buscando la propia unificación que lleva a la Unidad.

            Nunca nos hemos separado del amor del Padre, aunque nos hayamos vivido o soñado lejos de Él durante años. Incluso en ese sueño de separación y desamor, siempre quedaba un leve recuerdo más o menos consciente de nuestra verdadera identidad.
            Parecía que nuestros conflictos eran con otros seres humanos y en realidad eran siempre con uno mismo y con Dios. Cuando nos cansemos del fruto, al final siempre amargo, del Árbol del Bien y del Mal, aparecerá ante nosotros, en nosotros, el Árbol de la Vida y no habrá más conflicto ni separación, solo amor, perdón, compasión, vida eterna.

Ama y haz lo que quieras, dice San Agustín, no como rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al prójimo se sostienen toda la ley y los profetas (Mateo 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más que las leyes y los dogmas, más fuerte que todo. Las normas, reglamentos, prohibiciones..., son necesarios para los que no han llegado, todavía, al amor y se rigen por la frialdad de la ley, la amenaza y el temor. Los que han dado el gran salto están en la plenitud de la ley (Romanos 13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al mandamiento del amor, que contiene y sostiene todo y a todos. En ese amor esencial que brota del alma del verdadero discípulo, que se reconoce amado y se reconoce como amor, encontramos el terreno fértil para el entendimiento, la armonía y la unidad.

Aquellos que han sentido con más intensidad y verdad la presencia amorosa de Dios coinciden en señalar la pureza de ese amor sin condiciones, que va más allá de lo “razonable”.
Porque cuando uno encuentra a Dios en su corazón, se encuentra también consigo mismo, su auténtico Sí mismo, y con los otros, por y para ellos. Descubre, como Dostoievsky, que el infierno es el tormento de la imposibilidad de amar.

La gran clave de las lecturas de hoy es la reconciliación, que permite perdonar siempre, setenta veces siete. Perdonarse también y en primer lugar a uno mismo, cada día, haciendo del pasado un “combustible” para el camino de regreso a la casa del Padre.
Porque, si ya estamos reconciliados con Dios y no lo vemos como un juez implacable o un enemigo, queda reconciliarnos entre nosotros y, lo que resulta más difícil, cada uno consigo mismo; porque ahí radica, nunca mejor dicho, la raíz del mal, en esa división interior que se refleja dramáticamente en el exterior.

La más sublime manifestación del perdón la contemplamos en la Pasión de Jesucristo, vendido, negado, traicionado, abandonado por sus propios discípulos y amigos. Su primer mensaje, la primera Palabra desde la Cruz, es la oración del perdón: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
Los verdaderos discípulos imitan al Maestro en el perdón, que es consecuencia del amor desbordante e incondicionado que solo las almas espiritualmente maduras son capaces de sentir  (www.diasdegracia.blogspot.com).

Porque el centro de la enseñanza de Jesús es el amor (1 Juan 4, 16). Un amor incondicional, que no busca recompensa ni intercambio, un amor que nos transforma y nos restaura, que nos devuelve la semejanza perdida, nos libera del egoísmo y de las ataduras de lo material, lo perecedero, y nos eleva a la dignidad nueva y antigua de Hijos de un Padre que es Amor.

Solo con ese amor sin condiciones, el verdadero, se puede amar a los enemigos. Si Cristo nos ha reconciliado con el Padre, hemos de hacer lo mismo con los demás y con nosotros mismos, para que todo lo que hacemos, decimos, pensamos, lo haga en nosotros Su amor. Solo así podemos seguir amando hasta el final como Él nos enseñó, libres y serenos, entregados y humildes, como niños que no se quedan en el juego de ayer, porque siempre hay nuevos juegos que iniciar.


                                                         Bless the Lord, Taizè


Creo tener la certeza de que no lograré la claridad y la sinceridad interiores, a menos que empiece a actuar consecuentemente con el Sermón de la Montaña. Y es que hay cosas por las que merece la pena comprometerse del todo. Y me parece que la paz y la justicia, o sea Cristo, lo merecen.
Dietrich Bonhoeffer


Antes de tachar de cobarde al hombre que tiende la mano al que lo ha injuriado, haría falta que supiéramos que con esa misma mano ha querido estrangularlo y que le ha sido precisa una virilidad poco común para olvidar que su honor había sido escarnecido. El perdón es un acto de fortaleza; pero la fortaleza no es la dureza.
La vida presente es corta y os trae ya los suficientes fastidios para que les añadáis unas penas inútiles. Olvidad, sonreíd y gustad una de las mejores alegrías de la tierra: la alegría de haber perdonado.
                                                                                    Georges Chevrot


11 de febrero de 2017

La Ley escrita en el corazón


Evangelio de Mateo 5, 17-37

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el reino de los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la gehenna del fuego.  Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo. Habéis oído el mandamiento “no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su interior. Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echando entero en el abismo. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al abismo. Está mandado: “El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio”. Pues yo os digo: el que se divorcie de su mujer –no hablo de unión ilegítima– la induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio. Sabéis que se mandó a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus juramentos al Señor”. Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro uno solo de tus cabellos. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.”

 Sermon de Fra Angelico

                                          El Sermón de la Montaña, Fra Angelico



Quiso dar, ante todo, a quienes le escuchaban, la idea de que el verdadero Reino de Dios se abría en el temblor del alma y en la voluntad de perfeccionamiento.

                                                                                                  Daniel Rops


¿En qué consiste el órgano de percepción de la verdad? ¿Qué hace al hombre capaz de recibirla? La simplicidad de corazón; pues la simplicidad sitúa el corazón en una posición adecuada para recibir, con pureza, el rayo de la razón, que organiza el corazón para recibir la luz.  
               Karl von Eckartshausen


Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras.

William Shakespeare


     Después de proclamar las Bienaventuranzas y proponernos ser “sal” que da sabor y “luz” que alumbre a todos, Jesús sigue ofreciendo la enseñanza del Sermón de la Montaña, cuyo centro es la sinceridad, la coherencia y la pureza de corazón que permite amar. Comprendemos cómo es más importante la voluntad de perfeccionarse que la propia perfección.

            La primera lectura de hoy (Eclesiástico 15, 16-21), subraya la libertad de elección que Dios nos otorga, y deja claro que lo que Él detesta es la falsedad (ni deja impunes a los mentirosos), la perversión del corazón. Cuando dice que los ojos de Dios lo ven todo, no está amenazándomos, sino proponiendo el camino de la sencillez y la coherencia.

            Por eso, el Salmo 118 canta: dichoso el que camina en la voluntad del Señor. Sobre este caminar junto a Él, dice David Steindl-Rast: “Podríamos haber esperado que Dios dijera “ponte de pie” o "arrodíllate” o “póstrate delante de mí”. No; “camina” es la palabra. El caminar demanda más confianza, más valor. Caminar implica riesgo, y la fe crece con el riesgo.”

            Caminar en la presencia o voluntad del Señor exige equilibrio, constancia, fidelidad, deseo de llegar a la Meta y amor por el camino. La audacia en el corazón es fundamental, unida a la confianza, una actitud limpia y un propósito claro.

            La segunda lectura (1 Corintios 2, 6-10) muestra cómo los príncipes de este mundo quedan desvanecidos, porque su sabiduría es falsa, son tinieblas que no reciben la luz, están en la separación, pues han rechazado ellos mismos el amor. Para los sinceros, de corazón puro, de actitud clara, que caminan en la voluntad del Señor, está predestinada la sabiduría divina, la maravilla inefable.

            Estamos ante dos lógicas o paradigmas. Si nos quedaba algo de temor después de la primera lectura, San Pablo hace que se esfume, recordándonos que Dios ha dispuesto todo para nuestra gloria antes de los siglos y que es inimaginable lo que ha preparado para los que le aman. Porque el verdadero mandamiento: el amor, supone un requisito previo: no temer, pues amor y temor nunca van unidos.

Amar a Dios… ¿Cómo se Le ama? Acabamos de verlo: cumpliendo Su voluntad, caminando en Su presencia, confiando en Él. Ese amor que se extiende a los hermanos se traduce en un cumplimiento radical de la Ley del Amor, que incluye y trasciende todos los mandamientos, con la sutileza y perfección del corazón. Es la sabiduría del Reino, no la falsa sabiduría del mundo y sus triquiñuelas.

En el Evangelio que hoy contemplamos, Jesús se nos muestra con una autoridad nunca antes vista, superior a la propia Ley. Con esta autoridad incontestable, quiere sacudir nuestras falsas creencias, prejuicios y rutinas, y lo hace con contundencia a través de las famosas antítesis que, basadas en la hipérbole, propia del pensamiento oriental, provocan, sacuden conciencias y enfatizan la esencia de la enseñanza.

            Profundiza en el mandamiento No matarás” (Éx 20, 13 y Dt 5, 17), para subrayar el respeto y el amor que nos debemos unos a otros. Quiere que entendamos que ese amor está por encima de todo reglamento y prescripción, por encima incluso de la religiosidad oficial y exterior.

El ojo y a la mano que son “ocasión de pecado” simbolizan los deseos torcidos, las intenciones perversas, que hay que extirpar implacablemente del corazón. 

Sobre el antiguo precepto de no jurar, Jesús quiere subrayar la necesidad de ser sinceros, transparentes y fieles a la verdad. El hombre que camina en presencia de Dios no tiene que justificarse ni defenderse de nada ni de nadie, por eso no tiene que utilizar el lenguaje como una excusa o un medio de protección de su propia imagen. Camina en la Verdad, y la Verdad le hace libre y le asienta en su identidad profunda.

           Frente a prescripciones, normas huecas, reglamentos tantas veces vacíos de contenido, Jesús nos propone el discernimiento basado en el amor y la sinceridad,  la búsqueda de la Ley interior, que es la del corazón.

            Antes de Él, se nos hablaba de prohibiciones, cumplimientos y reglas externas, Jesús hablará de la transformación interior necesaria y previa para poder cumplir la Ley fundamental, el mandamiento del amor.

La ley del Antiguo Testamento es el cimiento firme y necesario de la religión, que se plasma en preceptos, ritos y fórmulas. El peligro consiste en no ver más allá, quedarse a ras de suelo sin profundizar ni avanzar.

              Porque estamos llamados a vivir desde nuestra verdadera esencia, y eso nos permite soltar los condicionamientos y la rigidez de ciertas reglas, para asomarnos a una vida espiritual más coherente, con más contenido y más compromiso interior. Entonces descubrimos el sentido del verdadero seguimiento y nos convertimos en discípulos, con todo lo que ello implica.

              La relación con Dios y con nuestra identidad inmortal va haciéndose más real, trascendiendo ritos, formas e intermediarios, viendo en ellos un instrumento útil, imprescindible para muchos, pero sin confundirlos con el fin. Comprendemos el sentido de la verdadera oración (Mt 6, 5-8) y lo que significa adorar en espíritu y en verdad (Jn 4, 23-24). Se trata de interiorizar esa unión y vivir conforme al mandamiento nuevo, el Mandamiento del Amor.

Alcanzar este nivel, el de la vida, la alegría y el amor, supone tener la semilla enraizada y haber conectado con ese nivel de nosotros mismos donde sabemos que somos eternos. Desde ahí podemos vivir con verdad y valor, honestidad y coherencia, y logramos eso tan difícil para un mundo de justificaciones, pretextos, autodefensa y verborrea: decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37). Hay tanta palabrería vana, tanta dispersión dialéctica en nuestras vidas, que a veces parece incluso hacernos olvidar hacia dónde caminamos.

Jesús, el nuevo Moisés, nos presenta un nuevo nivel de mandamientos y un nuevo nivel de cumplimiento, en consonancia con la nueva “lógica” que instaura, porque Él hace nuevas todas las cosas. Nada de medias tintas: radicalidad, perfección, pero no como la del mundo, sino como la del Reino, basada en la coherencia y la actitud, la intención y la pureza de corazón. Porque es en el corazón donde nace todo: lo bueno, lo malo, lo que mancha, lo que limpia... Se acabaron las mediocridades y la hipocresía; la religión del amor no es menos exigente o más “sensiblera”; es impecable, como Aquel que la inicia.

De ahí lo de no saltarse ni una letra ni una tilde. Se nos pide un cumplimiento total, pero no en la forma, vacía tantas veces de contenido, sino en el fondo, donde brota la fuente del amor. Por eso ya no son necesarias las justificaciones, y nos basta decir sí o no. Todo lo demás viene del maligno, del embaucador, del incoherente, del mentiroso, del separador… Y es dentro de cada uno donde se le vence, aunque a veces nos parezca verle fuera, otra forma de seguir justificándonos.

             Decir "sí" o "no", sin ambigüedades ni malos entendidos, sin proyecciones ni falsas creencias, valientes y libres, consecuentes con nuestra esencia y nuestra voluntad de perfeccionamiento.
            Como San Pablo, gloriémonos en nuestra debilidad, con la alegría y la confianza del que sabe que hay Alguien que completa, restaura, perfecciona todo, toma las distorsiones e incoherencias del pasado y las transforma en coherencia y propósito puro, claro, lleno de sentido.

          Solo Él tiene Palabras de Vida; alimentémonos de ellas, soltando el ruido vano de la palabrería vana, que confunde y entretiene, impidiéndonos caminar en Su voluntad, Su presencia, Su verdad, que es Amor. Y recordando siempre que el imperativo que más a menudo aparece en los Evangelios en boca de Jesús es: "No tengáis miedo".


 
Blessed are They, Mark Haas


              ¿Por qué la primera Ley, escrita por el dedo de Dios (Ex 31,18), no dio este socorro tan necesario de la gracia? Porque fue escrita sobre tablas de piedra, y no sobre tablas de carne, que son nuestros corazones (2Co 3,3).
              Es el Espíritu Santo el que escribe, no sobre la piedra, sino en el corazón; "la Ley del Espíritu de vida", escrita en el corazón y no sobre la piedra, esta Ley del Espíritu de vida que está en Jesucristo en el que la Pascua ha sido celebrada con toda verdad (1Co 5,7-8), os ha librado de la ley del pecado y de la muerte.
              ¿Queréis una prueba de la diferencia evidente y cierta que separa el Antiguo Testamento del Nuevo?... Escuchad lo que el Señor dijo por boca del profeta: "Grabaré mis leyes en vuestras entrañas, y la escribiré en vuestros corazones" (Jr 31,33). Si la Ley de Dios está escrita en tu corazón, no produce miedo (como en el Sinaí), sino que inunda tu alma de una dulzura secreta.
                                                                          
                                                                                                                            San Agustín

4 de febrero de 2017

Somos la sal de la tierra y la luz del mundo


Evangelio de Mateo 5, 13-16

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.”

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La luz del mundo, William Holman

           El jueves pasado celebramos la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo y la Purificación de María. Fiesta de la humildad, pues la Purísima no necesitaba purificarse ni el Hijo de Dios ser presentado en el Templo. El post que contemplaba este Misterio en www.diasdegracia.blogspot.com termina con una cita del Beato Guerrico de Igny que sintetiza la vocación del cristiano: convertirnos en antorcha, ser luz para iluminar a todos y llegar un día a ser la luz inextinguible de un mediodía eterno.

 La luz es el amor que damos, y es también lo que somos y para lo que trabajamos. Tierra y cielo unidos en el propósito y por una respuesta valiente a la opción radical que exige el seguimiento de Cristo, porque la tibieza es penumbra.

El amor hace brotar la luz, lo vemos en la primera lectura de hoy (Isaías 58, 7-10). La caridad lleva a la luz y a la unidad, por eso dice Isaías: “no te cierres a tu propia carne”, cuando se refiere a las obras de misericordia hacia los hermanos. La oscuridad es replegarse sobre uno mismo, cerrarse a los demás. La “justicia”, esto es, el amor, es lo que brilla en las tinieblas, como subraya el salmo 111.
           Jesús es para nosotros modelo de caridad. Mirando con sus ojos, hablando con su voz, tocando con sus manos, alumbramos como Él, y la oscuridad de la separación, del egoísmo, del individualismo, se vuelve luz.

Si el Maestro nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano, sus discípulos debemos compartir las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas, con amor y coherencia. Seamos luz tras su luz, amor inextinguible, tras sus huellas.



             Podemos ser la sal de la tierra que se diluye, humilde, y da sabor a la vida, como quiere Jesús.
              Pero también podemos ser sal que se ha vuelto sosa e inútil, o, ¡ay! podemos ser la sal muerta de la mujer de Lot y de todos aquellos que, mirando el pasado, se solidifican, se endurecen  y se pierden el presente, la vida que nos dieron para amar.

              La opción es clara: amor o miedo, alegría o dolor inútil, muerte o vida, sabor o sucedáneo, sueño o camino de regreso a casa. ¿Qué sal queremos ser?




            Como hay varios tipos de sal, también hay diferentes tipos de luz. Hay luces de neón, falsas, artificiales. Hay también luces buenas, que alumbran pero en seguida se apagan. 
              Y hay una luz que refleja la Luz de Dios y que no siempre se manifiesta como la claridad que los ojos ven. Porque la noche oscura del alma es el preludio de la luz verdadera, luz viva y transmisora de vida, que no se apaga nunca.

              Estamos acostumbrados a simbolizar lo divino con la luz, que vence a la oscuridad de la ignorancia, el pecado y la muerte. Pero, como bien saben los místicos, a veces el Encuentro se produce en la profundidad de esa noche oscura, camino iniciático y solitario del alma que se ha atrevido a adentrarse en la espesura de su propio corazón para descubrir la esencia que allí late. Son muchos los demonios, tentaciones y fantasmas que acechan en el trayecto…   

            No se puede ser luz sin haber atravesado la tiniebla. Si acaso, luz tenue o efímera.  Pero estamos llamados a ser luz inextinguible, llama de amor viva.
El que persevera en este duro caminar por la muerte de los sentidos es el que ve cómo su tiniebla se convierte en mediodía eterno, tras el encuentro con Jesucristo, la Luz del mundo, en el centro del Ser.

Ya nada  nos separará de Aquel en el que somos Luz, sin tener que renunciar a lo que somos como individuos. Luz individualizada (de indiviso) en la Unidad, puro amor, pura luz, increada junto al Verbo, parte suya para siempre, plenitud esencial en lo Uno.

              El Miserere (Salmo 51) y el Magnificat (Lucas 1, 46-55), que recitamos cada tarde, evocan la sombra y la luz, porque también a oscuras se puede amar, mejor a veces, como Cristo en el Gólgota, con la soledad y el desamparo que preceden al alba de la Resurrección.

Ser luz del mundo, reflejando la Luz de Jesús, que ilumina con su presencia y muestra el camino a los que están atentos a su llamada. El que la escucha, y responde con un sí incondicional a sus propuestas, ve cómo se enciende una llama incandescente e inextinguible en el corazón, aunque sea de noche, pues casi siempre es de noche en la gran tribulación.
Ser luz es acomodar la propia voluntad a la voluntad de Dios. Porque, cuando no lo hacemos, vivimos en tinieblas. Cuando lo hacemos a medias o con reservas, vivimos en penumbra, y esa penumbra tenebrosa es estéril, no tiene nada que ver con la fecunda noche oscura del alma, que antecede a la aurora.
              Vivir en la Luz es ser Uno con el Padre, aceptar Su voluntad con ese Fiat total e incondicional que nos permite ser perfectos, a pesar de las sombras, los errores y limitaciones de nuestra condición humana. Perfectos en el Sí, todo lo demás es anecdótico. 
           Cuando se ha aceptado la voluntad del Padre, se puede resucitar y hacer propio el sentido del Magnificat, que canta la única que no tenía que resucitar.

La sal y la luz…, ¿Qué sal y qué luz? ¿El sodio solidificado del que solo mira al pasado y el neón que aturde y solivianta, que excita y confunde; o la opción de "los de Cristo": ser sal viva y luz real? La sal viva da sabor para nutrir; la luz real enciende más luz. ¿Muertos que entierran muertos o trabajadores del Reino? De nuevo, la opción radical. Dualismo para la Unidad; extremos que concilian, porque, si se es libre, se supera toda contradicción, toda dicotomía.

Somos sal viva y luz verdadera si amamos y manifestamos ese amor con obras. Porque entonces reflejamos, como Jesús, la Luz infinita y atemporal del Padre, que es Amor.


 Beatus Vir, Vivaldi 
  
            La sal sosa no sirve, la luz escondida no sirve..., dice el Evangelio hoy. Nuestro propósito es servir para que todos descubran el Reino del Amor en sus corazones. Y para ello, hemos de ser humildes y generosos, como la sal, que se diluye, como la luz que alumbra sin condiciones.

Cristo encarnó; nosotros también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el Amor incondicional que Él nos enseña. El que se ha hecho uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico (1Cor 12, 27), se alimenta de Su luz, el universo lo atraviesa y está completamente vivo.
Somos hijos de la luz (Ef 5, 8). El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no se vive hoy, difícilmente nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12) y, con Él, somos la luz del mundo.