27 de enero de 2018

Jesucristo es el Señor


Evangelio según San Marcos 1, 21-28 

Llegó Jesús a Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y lo obedecen”. Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.  

                                             Jesús sana a un endemoniado

                                          Jamás ha hablado nadie como ese hombre.  

                                                                            Jn 7, 46

El verdadero dogma central del cristianismo es la unión íntima y
completa de lo divino y lo humano, sin confusión ni separación. 

Vladimir Soloviov 


“Descansa solo en Dios, alma mía”, dice el Salmo 62… Si descansas en Él, si haces de Él el centro de tu vida, dejas de estar disperso, sin control, sin centro, sin autoridad. Si descansamos en Él y hacemos de Él el centro, seremos, en Él, fuertes, poderosos, sabios y libres de cualquier esclavitud.            

Si fuéramos conscientes de que con Él podemos todo y sin Él nada, no nos desviviríamos en afanes del mundo. Esa dispersión que nos confunde y nos ciega, haciéndonos olvidar quiénes somos y hacia dónde vamos nace del miedo a la muerte, que menciona la primera lectura (Deuteronomio 18, 15-20).

Se acabó la confusión, el andar divididos de que nos previene la segunda lectura (1 Corintios 7, 32-35), el dejar muchas opciones abiertas, que descentran y generan agotamiento, pues nacen de aquella tentación primordial, junto al Árbol del Bien y del Mal. Si vives en el centro, que es Cristo, la única y verdadera opción, no hay dispersión, sino concentración, luz, inmortalidad… Mucho más…, resurrección, pues no queremos ser inmortales, sino resucitados, la materia iluminada, el retorno a la Esencia.

Acaparar o soltar... Hay quien cree que el egoísmo y la codicia está en acumular "monedas" materiales, dinero, posesiones... Pero hay una codicia más sutil que lleva a quererlo todo y vivir como poseídos, esclavizados por pequeños ídolos. Es esa "red" diabólica de miedos, deseos, proyecciones, auto justificaciones y expectativas que vamos tejiendo todos alrededor como arañas ciegas. www.diasdegracia.blogspot.com

Pero quien mantiene su atención en Cristo no se deja dominar por nada ni por nadie, porque sabe Quién es el Señor. Cuando soltamos tanta añadidura y morimos a nosotros mismos, renacemos en Él con su autoridad, su hablar sí cuando es sí, no cuando es no, su poder, su Palabra de vida eterna. 

La palabra “autoridad” proviene del verbo latino “augere”, que significa aumentar, hacer crecer, elevar. Jesús habla con autoridad porque hace crecer al que le escucha. Él tiene autoridad y nosotros también cuando vivimos en Él. Porque la vida en Cristo unifica, integra, transforma.            

El propio Marcos, un poco más adelante, nos cuenta el encuentro con Jesús de otro endemoniado (Marcos 5, 1-20). Muestra cómo vive un hombre que no es dueño de sí ni se ha puesto bajo la influencia del Señor. “Vivía entre los sepulcros”, entre recuerdos, afanes que no llevan a la vida, sino a la muerte, corrupción, esclavitud, miseria espiritual… “Cepos y cadenas”; “gritando e  hiriéndose con piedras”… Así vivimos tantas veces, sobre todo cuando estamos en la queja, somos ruidosos, estamos descentrados, poseídos por nuestras pasiones…, pero también por nuestros miedos, angustias e inseguridades. Lo bueno es que vemos a Jesús y lo reconocemos, y también somos capaces de reconocer lo lamentable de nuestro estado. Y ¡a veces queremos seguir así!; somos capaces de lo que sea, con tal de no renunciar a ese estado de posesión y dependencia. 

Pero si reconocemos al Señor, dejamos el descontrol, la esclavitud y la separación; morimos a las tinieblas de lo que no somos, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí". Y si es Cristo quien vive en mí, puedo hablar, actuar, callar y ser como Él, con la autoridad verdadera, la que no viene del mundo, sino del Reino. Porque la Verdad no es una idea o un concepto, ni siquiera un estado o nivel de conciencia que haya que buscar, encontrar o alcanzar. La Verdad es una Persona, Jesucristo, que te llama, te busca y te encuentra; una Persona en la que, por Amor, ya somos Uno.

Hace años leí un libro que recomiendo: La fe de los demonios, del converso Fabrice Hadjadj. En el Evangelio de hoy vemos, como en otros pasajes, que los demonios creen en Dios. ¿Quién tiene más fe, nosotros o los espíritus inmundos? Ellos han visto a Dios, reconocen que Cristo es el Santo de Dios. No se trata de más o menos fe, como tantas veces no se trata de cantidad, sino de calidad. Algo diferencia nuestra fe de la de los espíritus inmundos: ellos no quieren reconocer que Cristo es el Señor. Si confiesas que Cristo es el Señor con los labios y crees con el corazón que el Padre le levantó de entre los muertos, estás salvado. 

Por eso, cuando decimos que la fe salva, no hablamos de la fe intelectual, capaz solo de reconocer en Jesús al Hijo de Dios, como hacen los demonios, voluntariamente condenados para siempre. La fe que salva es la que reconoce en Jesús al Kyrios, el Señor, ante el que toda rodilla se dobla. Creer en Jesús salva si confesamos que Cristo es el Señor y a la fe le unimos el Serviam que Lucifer rechazó.

Los diablos separan, corrompen y destruyen porque están separados, corrompidos, destruidos desde que rechazaron la autoridad amorosa del Creador. Por eso queremos ser fieles a nuestra misión que es dar gloria a Dios y no permitimos que nuestras carencias y mediocridades nos frenen, porque Jesús nos libera. Su Palabra es nuestra luz y nuestra entereza, la fuente de toda autoridad. Sosegarse y saber que Él es Dios, como canta el Salmo 46, vivir en Su Presencia, cumplir Su voluntad para que el Padre y Él hagan morada en nosotros y Su autoridad nos transforme y nos realice.

                                     "Ordet", La Palabra, C. T. Dreyer (1955)

En la película de Dreyer, Johannes pasa de loco a cuerdo, de despreciado y compadecido, a hombre sano, íntegro, capaz de hablar con autoridad y obrar milagros, porque se pone bajo la Única autoridad legítima, la de Jesucristo, Nombre sobre todo nombre.

20 de enero de 2018

Pescadores de hombres


Evangelio según San Marcos 1, 14-20
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed la Buena Noticia”. Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.


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Vocación de Pedro y Andrés, Duccio di Buoninsegna


La escena a la que hoy nos asomamos del Evangelio es inmediatamente posterior a las tentaciones del desierto. Jesús, acrisolada su alma por los cuarenta días de ayuno y oración en el desierto, tras haber vencido al Adversario, deja Nazaret, su infancia y su juventud, para empezar su misión junto al Mar de Galilea. Inicia su actividad pública con estas palabras: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed la Buena Noticia”. Es continuador del mensaje de Juan el Bautista, predicando la conversión. Pero Jesús lo hará de un modo nuevo: no ya por miedo o amenaza, sino por anuncio y promesa, para el Reino que se acerca. 

No sabemos cuánto tardaron los primeros apóstoles en decir sí a la llamada. Ya conocían a Jesús, lo leímos el domingo pasado narrado por Juan. Primero lo conocieron Andrés y el propio Juan, discípulos del Bautista. Él les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos respondieron: “Maestro, ¿dónde vives?” Y Él les dijo: “Venid y veréis”. Qué diálogo tan profundo en su aparente sencillez, qué riqueza de significados para el alma del discípulo. No se puede decir más con menos palabras.

Luego vino esa larga e íntima conversación que el Evangelio de Juan esboza, conciso y sutil. Después, como en una danza de alegre generosidad, fue aumentando el grupo de los escogidos para seguir a Jesús. Andrés y Juan (siempre discreto cuando habla de sí mismo, como vimos el domingo pasado) se lo dijeron a sus respectivos hermanos mayores: Simón y Santiago (Juan 1, 40-42). Luego vino el cándido Felipe (Juan 1, 43), Natanael (Juan 1,47) y, más tarde, los demás.

Podemos suponer que ya habían tenido tiempo para madurar la decisión. Por eso, cuando Jesús los invita a seguirlo y compartir su misión, no preguntan nada, dejan todo y lo siguen, porque la semilla ya estaba creciendo en su corazón desde el primer encuentro.

Si los apóstoles se fiaron de aquel rabbí, cómo no fiarnos de Quien nos ha dado la mayor prueba de amor con su muerte y, con su resurrección, nos ha logrado la vida eterna. Creemos sin ver, es cierto, y somos dichosos por ello, pero tenemos las pruebas que aquellos primeros discípulos no tuvieron: que Él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte.

La vocación de estos cuatro apóstoles es un ejemplo de disponibilidad, porque la decisión de aceptar la vocación supone una entrega y un seguimiento incondicionales. ¿Qué hacían Pedro, Andrés, Santiago y Juan cuando Jesús pasó junto a ellos y los llamó? Trabajaban en su oficio, atentos, porque si estuvieran dispersos, distraídos, en proyecciones vanas e ilusorias, como andamos casi siempre, no se habrían dado cuenta de Quién les llamaba y para qué. Eso es velar, hacer lo que hay que hacer, atender la necesidad del momento, serenos, atentos, a la espera de la llamada. Pero qué poco estamos hoy a lo que hemos de estar; tantas veces en el pasado muerto o el futuro ilusorio, en lo irreal, sin atender al presente, al afán de cada día…

Ellos eran ya capaces de soltar las redes materiales, todo lo que separa y aísla, y cambiarlo por la entrega y el servicio. Y también están preparados para dejar la barca, soltar todo lo que ata, para entregarse sin reservas y ser verdaderos discípulos. Tienen el corazón dispuesto para la compasión y la paciencia, tan necesaria para un seguidor de Aquel que no tiene donde reposar la cabeza. Por eso Él les hablará a ellos en privado, de un modo especial, diferente al que emplea cuando enseña en público, porque han dejado los valores materiales en favor de los espirituales.

La metáfora de la pesca aparece a menudo en el Evangelio (Mateo 4, 18-22; Marcos 1, 16-20) y también en el Antiguo Testamento (Ezequiel 47, 10; Habacuc 1, 14-15). El símbolo del pez, usado por los primeros cristianos para reconocerse, contiene la esencia de la Revelación. Las letras de la palabra pez en griego, Ichthys son las letras iniciales de la frase: "Jesús, el Cristo, Hijo de Dios, Salvador". 

Pescadores, hombres sencillos y humildes, escogidos para seguir a Jesús, el Cristo, el Mesías, y ayudarle a extender la buena nueva. Dejan todo por Él y su mensaje. Como dice Giovanni Papini, “el pescador es el hombre que sabe esperar, el hombre paciente que no tiene prisa, que echa su red y confía en Dios.” Humildad y paciencia, generosidad, pobreza de espíritu y confianza, virtudes que hoy escasean y debemos adquirir para ser fieles a la vocación aceptada. 

Para escuchar la llamada de Jesús hay que estar atento. Si nos dispersamos o distraemos, el mismo Jesús puede pasar a nuestro lado hoy y no lo veremos. Porque Él continúa llamándonos, a cada uno por nuestro nombre; nos está diciendo: “sígueme”, con una llamada personal y directa. Es Él quien nos busca, nos encuentra y nos llama, aunque pueda parecer lo contrario, que somos nosotros los buscadores.

Para pronunciar un “Sí” rotundo e incondicional y mantenerlo con coherencia a pesar de los obstáculos que siempre encontraremos, es necesario transformarse por dentro, hasta ser capaces pensar, sentir, vivir de forma diferente. Esa es la conversión a la que Jesús nos llama hoy, la Metanoia: del griego, volverse, dar la vuelta, movimiento interior de transformación de mente y corazón; cambio de los significados y sentidos de la vida. En hebreo, Teshuvá: conversión, arrepentimiento; ese gesto o cambio interior que permite mirar de un modo nuevo, no ya a la manera egoísta del mundo, sino a la manera generosa, abierta y libre de Jesús. Cuando se está dispuesto a dar ese paso decisivo, cuando uno se atreve a cambiar y rechazar para siempre lo que le esclaviza, empieza a estar preparado para ser discípulo.
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Jesucristo sigue esperando nuestra respuesta: que aceptemos entregarnos sin reservas y ser de los Suyos. Pero a veces no reparamos en que, para dar algo, hay que tenerlo, para darnos, hemos de ser dueños de nosotros mismos. Entonces, ¿hay que realizar un largo y considerable trabajo interior antes de emprender el camino del discípulo? Sí y no. Hay que ser consciente, en primer lugar, de todo lo que nos esclaviza: pasiones, apegos, inercias, miedos… y estar dispuesto a soltarlo. Normalmente no se logra de un día para otro, pero la intención ya nos predispone, porque Dios mira el corazón y procura todo lo que le falta al hombre de buena voluntad.

“Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12, 9), decía el Señor a San Pablo cada vez que su voluntad flaqueaba, y nos lo dice a cada uno de nosotros, todos acosados por espinas diferentes, más o menos insidiosas. Por eso, también como Pablo, nos gloriamos en nuestra debilidad, y no permitimos que nuestras carencias y mediocridades nos frenen. Nos ponemos en camino como si ya fuéramos libres y capaces de todo, dando por descontado que Él es la fuente de nuestra libertad y nuestra fortaleza.


                                    Quien pierda su vida por mí, Hermana Glenda

13 de enero de 2018

Venid y veréis


Evangelio según San Juan 1, 35-42

En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: “Este es el cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Él les dijo: “Venid y veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”. Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)”.

                           Mosaico de la Catedral de la Almudena, Marko Ivan Rupnik


      A tres semanas de haber renacido con el Niño, en Belén, después de haber recordado su Bautismo en el Jordán y nuestro propio bautismo, hoy sentimos la llamada a ser discípulos de Jesús y nos fijamos en Juan y Andrés, dos de los que oyeron al Bautista y siguieron al Maestro. No hay mejor manera de avanzar en el camino del cristiano que remitirnos a Jesús y Su Palabra. El Evangelio "sin glosa", decía preferir San Francisco. El Mensaje desnudo es el crisol que nos transforma y nos prepara para seguirle e imitarle.

         Venid y veréis, dice Jesús a Andrés y Juan, al inicio del Evangelio del discípulo  amado. Ve a mis hermanos y diles…, dice a María Magdalena, al final de este mismo Evangelio (Juan 20, 17).
            Venid y veréis, id a mis hermanos y decidles, nos invita a todos en esos dos momentos; id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación, nos encomienda al final del Evangelio de Marcos (Marcos 16, 15).

Saber dónde vive es necesario para conocer el propósito de nuestra existencia, porque saber dónde vive es vivir con Él,  hacerse como Él, ser en Él.
        Cuando decimos con San Pablo: no vivo yo, sino Cristo que vive en mí, ya hemos vuelto a Casa, sabemos dónde vive y podemos vivir y ser con Él www.diasdegracia.blogspot.com

Creemos porque vemos con los ojos del corazón, porque confiamos en el testimonio de aquellos que vieron y, sobre todo, confiamos en el verdadero Testigo del Padre, Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Él vive en el Padre, en la Gracia, en el Reino y, por amor a nosotros, en el mundo sin ser del mundo, como hemos de vivir nosotros.

            Lo sepamos o no, nuestro anhelo más profundo es vivir en gracia, en la Casa de la Gracia, que es el mismo Jesucristo. Y para eso, el camino más directo es escucharle, mirarle, contemplarle donde está: en la Eucaristía, en las Sagradas Escrituras, en nuestro corazón que se abre a Él en la oración, que, como dice Santa Teresa, es tratar de amistad con aquel que sabemos que nos ama. Tratarle así para que el Niño que hemos adorado en el pesebre, sea tan íntimo, tan amigo, tan tú, que Lo encuentres en el día que hayas de dejar esta vida que es solo la antesala de la Vida verdadera.

Porque si la Gracia y la Verdad encarnan en nosotros, el cuerpo ya no está destinado a la corrupción y la muerte definitiva, sino que es materia lista para ser glorificada y vivir eternamente. Por eso, como nos recuerda San Pablo en la segunda lectura (Corintios 6, 13c-15a. 17-20), damos gloria a Dios con nuestro cuerpo, comprado a precio de Sangre, evitando que la tiniebla del pecado entre en él, para que la gracia nos inunde y nos transforme. Eso es escuchar y obedecer, cuya raíz etimológica es ob-audire: oír atentamente. No es sumisión ni sometimiento. Es respuesta, interacción con el Otro, el interlocutor esencial del ser humano. 

Samuel, en la primera lectura (1 Samuel, 3, 3b-10.19) aprende y nos enseña a escuchar y obedecer, a oír atentamente para asumir la vocación, la respuesta a la llamada que nos hace nuevos. Mirarle, obedecerle, tratarle de amistad, es así como trabajamos por el Reino, dejando que Él haga, para que el hombre nuevo se imponga sobre el viejo. Llevar Su ley en las entrañas (Salmo 39) solo es posible si le conoces y te dejas conocer por él, que nos ha predestinado desde antes de todos los siglos. 

Juan y Andrés eran discípulos del Bautista, que generosamente les muestra al único Maestro. Juan es uno de los dos que abren el camino a los demás y no se menciona a sí mismo; porque se siente amado no necesita otro reconocimiento. Como la Virgen María, Juan guarda en su corazón la enseñanza, convertida en un latido eterno de amor, el que escuchó en el pecho de Jesús en la Última Cena, la noche del amor supremo. Por eso, el discípulo amado menciona a Andrés y Simón con sus nombres y el suyo no lo pronuncia porque no hace falta; lo lleva en las entrañas, en el corazón. Su nombre ya está escrito en el cielo, como el de todos los que aceptan a Jesús, y Juan lo sabe. 

Y tú... Le has seguido, a veces con entusiasmo, a veces a regañadientes, tantas veces pensando y afanándote en otras cosas…; pero le has seguido durante años. Él te pregunta a menudo ¿qué buscas? Y tú le has preguntado muchas veces ¿dónde vives? Ven y lo verás, te ha dicho, te dice día tras día, ven y lo verás. Ya es hora de que vayas y lo veas y te quedes con Él, en Él, y dejes que Él se quede a vivir para siempre en tu corazón y tu cuerpo, que son Su templo.

            Haz de Él tu vida, tu forma de ser y estar en el mundo, tu mente que dispersa los pensamientos mezquinos, vanos o inútiles, tu corazón que te libera de emociones vanas. Él, también  tu cuerpo, que te vivifica y te restaura en lo que tienes de mortal, el Cuerpo glorioso que va modelando el tuyo para el día en que puedas, en Él, expresar este amor que contiene todo amor.

 
Maestro, ¿dónde vives?, Hermana Glenda

5 de enero de 2018

Somos hijos amados en el Hijo


Evangelio según San Marcos 1, 7-11

En aquel tiempo, predicaba Juan diciendo: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo». Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a Él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco».

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                                             El Bautismo de Jesús, Perugino

                                            La bienaventuranza que nos trajo era nuestra.

                                                                                          Maestro Eckhart


Todas las lecturas de hoy hablan de libertad y vigilancia, de confianza y gratitud, de fidelidad y amor, del Bien que Jesucristo nos anuncia y nos regala. Ese el sentido de la verdadera Bendición, fuente de paz y de alegría. Es lo que estamos escogiendo: la Vida, frente a la vida.

A la Verdad original, en la que todos somos Uno, es hacia donde nos dirigimos para dejar de repetir los patrones de sufrimiento y egoísmo, esos “programas” de una “Matrix” cada vez más evidente, y más inofensiva, gracias a Aquel que vino a vencerla para que venciéramos con Él.

De esta victoria frente al mundo que Él viene a ofrecernos, hablan la primera y la segunda lectura (Isaías 42, 1-4.6-7 y Hechos 10, 34-38) y también el Salmo 28. Abrir los ojos a los ciegos, liberar a los cautivos y curar a los oprimidos por el diablo significa despertar a los que se creen separados, llevarlos a la Unidad, allí donde somos herederos del Reino, en los que el Padre se complace. Él nos ha escogido como hijos amados y predilectos desde siempre. Ya merecemos ese honor, esa dignidad, ese amor.

El Evangelio de hoy se centra en la Teofanía del Jordán, el bautismo de Jesús por Juan. Y está refiriéndose indirectamente a nuestro propio bautismo, siempre actual, porque cada instante de consciencia vivido en el amor y la unidad, podemos renovar las promesas bautismales. Hoy escuchamos las palabras del Padre, dirigidas a cada uno de nosotros.

            El Bautismo es volver a la Fuente, donde somos conscientes de la Unidad. En su Agua viva nos renovamos, nos regeneramos para una Vida que no acaba. Porque esas palabras del Padre a cada uno, ¡del Padre en cada uno!, no solo se escuchan en nuestro bautismo, sino cada vez que recordamos nuestro origen y nuestro destino, renunciamos a lo que no somos, y reconocemos nuestro verdadero nombre, el que Él pronunció antes de todos los tiempos.

           Cristo desciende al Río Jordán, se hace uno más entre el grupo de los pecadores que piden ser bautizados.También nosotros bajamos para subir, experimentamos esta vida material, con sus cruces y sus sombras, para morir y resucitar, iluminando la materia, elevándola con Él.

            El bautismo es así un renacimiento: nacemos al descubrimiento de nuestra verdadera identidad, despertamos del sueño que nos hacía identificarnos con una persona (del griego, máscara) mortal y reconocemos quiénes somos realmente.

A veces hemos pretendido adulterar y rebajar la verdadera religión, cuya esencia es el intercambio, la comunicación y la unión del Espíritu de Dios con el espíritu del hombre, reduciéndola a fórmulas y ritos, a menudo vacíos por la superficialidad con que se viven. Esto ha separado a muchos de la Verdad y la Vida que se nos han manifestado en Jesucristo.

          Los que no han caído en las redes de una falsa religión externa, sin contenido, y siguen a Jesucristo en Espíritu y en Verdad, son vivificados por el Agua de Vida y el Fuego del Espíritu Santo que crea y regenera. Estos no han perdido el entusiasmo de estar llenos de la presencia de Dios y actúan movidos por la inocencia y la libertad del Amor que nació en Belén, se manifestó ante los Magos, y se volvió a manifestar en el Jordán, cuando la Paloma bajó hacia Él y la Voz del Padre reveló su filiación divina.

Después de la Teofanía en el Jordán, Jesús necesitaba silencio y soledad, para poder mirar en lo más profundo de su ser, y reflexionar sobre el sentido de su misión. Busquemos también nosotros ese espacio solitario y silencioso donde discernir cuál es nuestra misión y prepararnos para ella.


 
 Me dice que me ama, Jesús Adrían Romero


"Cada hombre al nacer, recibe un nombre humano. Pero ya antes de que eso ocurra, posee ya un nombre divino: el nombre con el cual Dios, el Padre, le conoce y le ama desde siempre y para siempre. ¡Ningún hombre es anónimo para Dios! A sus ojos, todos tienen el mismo valor: todos son diferentes, pero todos iguales, todos llamados a ser hijos en el Hijo."                                                                                   
                                                                                   San Juan Pablo II

La gracia es el regalo


Evangelio según San Mateo 2, 1-12

Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: "¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo". Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: "En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: «Y tú, Belén, tierra de Judea, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judea, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel»." Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén diciéndoles: "Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo". Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.

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Adoración de los Magos, David Jean


La gracia es el regalo. Jesús es la Gracia y viene a colmarnos de gracia y bendiciones. Solo Él puede responder a los anhelos más hondos del corazón.

La gente se afana comprando, vendiendo, intercambiando, deseando, regalando cosas materiales que siempre dejan un poso de amargura porque nunca se tiene bastante de lo que no se quiere realmente y el verdadero deseo del corazón es Dios. Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti, dice San Agustín.

El sermón que leemos a continuación, también de San Agustín, nos ayuda a profundizar en el Misterio del Verbo encarnado, valorar todos los dones y gracias que de Él proceden, y lo que contemplamos en las dos  celebraciones que este año litúrgico se suceden: La Epifanía o la Adoración al Niño de los Magos y la Teofanía o el Bautismo de Jesús en el Jordán.



                  La fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo. 

Despiértate: Dios se ha hecho hombre por ti. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz. Por ti precisamente, Dios se ha hecho hombre.

Hubieses muerto para siempre si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado, si él no hubiera aceptado la semejanza de la carne del pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido.

Celebremos con alegría el advenimiento de nuestra salvación y redención. Celebremos el día afortunado en el que quien era el inmenso y eterno día, que procedía del inmenso y eterno día, descendió hasta este día nuestro, tan breve y temporal. Este se convirtió para nosotros en justicia, santificación y redención: y así -como dice la Escritura-: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.

Pues la verdad brota de la tierra: Cristo, que dijo: Yo soy la verdad, nació de una virgen. Y la justicia mira desde el cielo: puesto que, al creer en el que ha nacido, el hombre no se ha encontrado justificado por sí mismo, sino por Dios.

La verdad brota de la tierra: porque la Palabra se hizo carne. Y la justicia mira desde el cielo: porque todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba. La verdad brota de la tierra: la carne, de María. Y la justicia mira desde el cielo: porque el hombre no puede recibir nada, si no se lo dan desde el cielo.

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, porque la justicia y la paz se besan. Por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque la verdad brota de la tierra. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. No dice: “Nuestra gloria”, sino: La gloria de Dios; porque la justicia no procede de nosotros, sino que mira desde el cielo. Por tanto, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, y no en sí mismo.

Por eso, después que la Virgen dio a luz al Señor, el pregón de las voces angélicas fue así “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. ¿Por qué la paz en la tierra, sino porque la verdad brota de la tierra, o sea, Cristo ha nacido de la carne? Y él es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa: para que fuésemos hombres que ama el Señor, unidos suavemente con vínculos de unidad.

Alegrémonos, por tanto, con esta gracia, para que el testimonio de nuestra conciencia constituya nuestra gloria: y no nos gloriemos en nosotros mismos, sino en Dios. Por eso se ha dicho: Tú eres mi gloria, tú mantienes alto mi cabeza. ¿Pues qué gracia de Dios pudo brillar más intensamente para nosotros que esta: teniendo un Hijo unigénito, hacerlo hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo del hombre hijo de Dios? Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia.
                                                                                     San Agustín. Sermón 185


                              Salmo 84 (85), La Misericordia y la Verdad se encuentran