24 de marzo de 2018

Subamos a Jerusalén


Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 14, 1–15, 47

C. Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y los letrados pretendían prender a Jesús a traición y darle muerte. Pero decían:
S. –No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo.
C. Estando Jesús en Betania, en casa de Simón, el leproso, sentado a la mesa, llegó una mujer con un frasco de perfume muy caro, de nardo puro; quebró el frasco y se lo derramó en la cabeza. Algunos comentaban indignados:
S. –¿A qué viene este derroche de perfume? Se podía haber vendido por más de trescientos denarios para dárselo a los pobres.
C. Y regañaban a la mujer. Pero Jesús replicó:
J. –Dejadla, ¿por qué la molestáis? Lo que ha hecho conmigo está bien. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre. Ella ha hecho lo que podía: se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Os aseguro que, en cualquier parte del mundo donde se proclame el Evangelio, se recordará también lo que ha hecho ésta.
C. Judas Iscariote, uno de los Doce, se presentó a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús. Al oírlo, se alegraron y le prometieron dinero. El andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:
S. –¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
C. –El envió a dos discípulos diciéndoles:
J. –Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?» Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.
C. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Al atardecer fue él con los Doce. Estando a la mesa comiendo dijo Jesús:
J. –Os aseguro, que uno de vosotros me va a entregar: uno que está comiendo conmigo.
C. –Ellos, consternados, empezaron a preguntarle uno tras otro:
S. –¿Seré yo?
C. Respondió:
J. –Uno de los Doce, el que está mojando en la misma fuente que yo. El Hijo del Hombre se va, como está escrito; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!; ¡más le valdría no haber nacido!
C. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronuncio la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:
J. –Tomad, esto es mi cuerpo.
C. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron.
Y les dijo:
J. –Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro, que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.
C. Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos. Jesús les dijo:
J. –Todos vais a caer, como está escrito: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas.» Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea.
C. Pedro replicó:
S. –Aunque todos caigan, yo no.
C. Jesús le contestó:
J. –Te aseguro, que tú hoy, esta noche, antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres.
C. Pero él insistía:
S. –Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.
C. Y los demás decían lo mismo. Fueron a una finca, que llaman Getsemaní y dijo a sus discípulos:
J. –Sentaos aquí mientras voy a orar.
C. Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir terror y angustia, y les dijo:
J. –Me muero de tristeza: quedaos aquí velando.
C. Y, adelantándose un poco, se postró en tierra pidiendo que, si era posible, se alejase de él aquella hora; y dijo:
J. –¡Abba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mi ese cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.
C. Volvió, y al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro:
J. –Simón, ¿duermes?, ¿no has podido velar ni una hora? Velad y orad, para no caer en la tentación; el espíritu es decidido, pero la carne es débil.
C. De nuevo se apartó y oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió, y los encontró otra vez dormidos, porque tenían los ojos cargados. Y no sabían qué contestarle. Volvió y les dijo:
J. –Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora; mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega.
C. Todavía estaba hablando, cuando se presentó Judas, uno de los doce, y con él gente con espadas y palos, mandada por los sumos sacerdotes, los letrados y los ancianos. El traidor les había dado una contraseña, diciéndoles:
S. –Al que yo bese, es él: prendedlo y conducidlo bien sujeto.
C. Y en cuanto llegó, se acercó y le dijo:
S. –¡Maestro !
C. Y lo besó. Ellos le echaron mano y lo prendieron. Pero uno de los presentes, desenvainando la espada, de un golpe le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús tomó la palabra y les dijo:
J. –¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos, como a caza de un bandido? A diario os estaba enseñando en el templo, y no me detuvisteis. Pero, que se cumplan las Escrituras.
C. Y todos lo abandonaron y huyeron.
Lo iba siguiendo un muchacho envuelto sólo en una sábana; y le echaron mano; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo.
Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reunieron todos los sumos sacerdotes y los letrados y los ancianos. Pedro lo fue siguiendo de lejos, hasta el interior del patio del sumo sacerdote; y se sentó con los criados a la lumbre para calentarse.
Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un testimonio contra Jesús, para condenarlo a muerte; y no lo encontraban. Pues, aunque muchos daban falso testimonio contra él, los testimonios no concordaban. Y algunos, poniéndose de pie, daban testimonio contra él diciendo:
S. –Nosotros le hemos oído decir: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres.»
C. Pero ni en esto concordaban los testimonios. El sumo sacerdote se puso en pie en medio e interrogó a Jesús:
S. –¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?
C. Pero él callaba, sin dar respuesta. El sumo sacerdote lo interrogó de nuevo preguntándole:
S. –¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?
C. Jesús contestó:
J. –Sí lo soy. Y veréis que el Hijo del Hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo.
C. El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras diciendo:
S. –¿Qué falta hacen más testigos ? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué decidís?
C. Y todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían:
S. –Haz de profeta.
C. Y los criados le daban bofetadas. Mientras Pedro estaba abajo en el patio, llegó una criada del sumo sacerdote y, al ver a Pedro calentándose, lo miró fijamente y dijo:
S. –También tú andabas con Jesús el Nazareno.
C. El lo negó diciendo:
S. –Ni sé ni entiendo lo que quieres decir.
C. Salió fuera al zaguán, y un gallo cantó. La criada, al verlo, volvió a decir a los presentes:
S. –Este es uno de ellos.
C. Y él lo volvió a negar. Al poco rato también los presentes dijeron a Pedro:
S. –Seguro que eres uno de ellos, pues eres galileo.
C. Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar:
S. –No conozco a ese hombre que decís.
C. Y en seguida, por segunda vez, cantó el gallo. Pedro se acordó de las palabras que le había dicho Jesús: «Antes de que cante el gallo dos veces, me habrás negado tres», y rompió a llorar.
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato.
Pilato le preguntó:
S. –¿Eres tú el rey de los judíos?
C. El respondió:
J. –Tú lo dices.
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas.
Pilato le preguntó de nuevo:
S. –¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan. 
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó:
S. –¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?
C. Pues sabia que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.
Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:
S. –¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos ?
C. Ellos gritaron de nuevo:
S. –Crucifícalo.
C. Pilato les dijo:
S. –Pues ¿qué mal ha hecho?
C. Ellos gritaron más fuerte:
S. –Crucifícalo.
C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio– y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo:
S. –¡Salve, rey de los judíos !
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él.
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz.
Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «La Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: EL REY DE LOS JUDIOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor.»
Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S. –¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.
C. Los sumos sacerdotes, se burlaban también de él diciendo:
S. –A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.
C. También los que estaban crucificados con él lo insultaban.
Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:
J. –Eloí Eloí, lamá sabactaní. (Que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
S. –Mira, está llamando a Elías.
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo:
S. –Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
S. –Realmente este hombre era Hijo de Dios.
C. Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José y Salomé, que cuando él estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.
Al anochecer, como era el día de la Preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea, noble magistrado, que también aguardaba el Reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Pilato se extrañó de que hubiera muerto ya; y, llamando al centurión, le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto.
Informado por el centurión, concedió el cadáver a José. Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro, excavado en una roca, y rodó una piedra a la entrada del sepulcro.
María Magdalena y María, la madre de José, observaban dónde lo ponían.


Entrada de Cristo en Jerusalén

                                   La entrada de Jesús en Jerusalén, Pietro Lorenzeti

Domingo de Ramos. Hoy celebramos la entrada en Jerusalén de Jesús, aclamado y bendecido por hombres, mujeres y niños que agitan ramos de palmera, olivo, sauce y mirto.

Risas, cantos, olor a primavera, el sol en su apogeo, el cielo de un azul intenso, la vida esplendorosa, mientras Jesús avanza a lomos de un asno. En aquella época en Palestina, el asno era un animal hermoso y noble. Una montura nueva, a estrenar (Mc 11, 2; Lc 19,30), como símbolo sagrado, y en cumplimiento de la profecía de Zacarías (Zac 9, 9). Todo un signo mesiánico: el que entra en loor de multitudes es el Mesías, esperado durante siglos.

Le precede la fama de los milagros: ciegos que ven, sordos que oyen, paralíticos que andan, muertos que resucitan... Cómo no aclamarlo, cómo no esperar que sea el libertador, capaz de acabar con el yugo romano. Con ese entusiasmo popular y la belleza del día, debió de encenderse de nuevo la llama de la esperanza en el corazón de los discípulos que, aunque ya habían sido advertidos, por tres veces al menos, del fin dramático e inexorable que seguiría a tan efímero festejo, deseaban ver al Maestro convertido en un líder triunfante.

Que Jesús preparara el acontecimiento con tanto cuidado es una prueba más de su fortaleza moral. Cómo entrar alegre y prestarse a ser alabado, si camina hacia la muerte más infame, que será pedida a gritos por muchos de los que hoy le aclaman, agitando ramos y cantando “¡Hosanna! en las alturas”. Y Él lo sabía.

Vuelve a darnos un ejemplo de aceptación y serenidad. Si nos paramos a pensarlo, ¿cómo vivir un instante de paz y alegría cuando la muerte amenaza, si, en realidad, estamos muriendo desde que nacemos? Evocando la actitud de Jesucristo en su entrada en la Ciudad Santa, desenmascarando lo que hay detrás de la muerte, sabiendo que es un paso necesario, que Él también atravesó para abrirnos las puertas a la Vida.

Entrada triunfal y alabanzas en el mundo, traicionero y efímero. ¿Cómo lo viviría Jesús, sabiendo que esa alegre y festiva multitud va a exigir muy pronto su muerte? ¿Con qué ánimo sonreiría a las decenas o centenas de personas que agitaban sus ramos aclamándole, festejándole con sus “¡Hosanna!”, palabra hebrea que, más que su original “Libéranos, Señor”, significaba ya para los habitantes de la Palestina de entonces un sencillo y alegre “¡Viva!”.

El entusiasmo no logra evitar un presentimiento sombrío. Pronto oiremos su lamento: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido”. (Mt 23, 37)

Jesús era consciente de la fragilidad de esa acogida, de lo inconstante y veleidoso de aquel júbilo; pero, aun así, hace callar a los fariseos, porque sabe también que es un preludio al inminente drama y, a la vez, una escenificación, pobre pero esencialmente verídica, de su triunfo definitivo. Su agridulce entrada en la ciudad fue otra forma de acatar la voluntad del Padre, sometiendo su voluntad humana a la divina. Más que obediencia, más que aceptación o sometimiento, la voluntad de Jesús era Una con la del Padre y es la meta a la que estamos llamados: ser en la Divina Voluntad, llegar a una comunión total de voluntades.


Cantata 159, Subimos a Jerusalén, J. S. Bach

Esa entrada triunfal era necesaria para Aquel que no era un líder político ni religioso, sino el Salvador, el auténtico Libertador. Con cuánta precisión, con qué plenitud de sentido decían “¡Hosanna!” los que le aclamaban, sin saber que en aquel momento, ante un hombre sentado en un pollino, la palabra estaba recuperando su verdadero significado. Pocos, muy pocos de los que participaban en la escena, sabían que ese hombre era el Hijo de Dios, el Mesías que esperaban, al que no fueron capaces de reconocer mientras vivió entre ellos.

¿Lo reconocemos nosotros? Si es así, debemos aceptar que seguirle supone cargar con la cruz, aprender de Él a desprendernos de todo, perder, fracasar para el mundo, ser traicionados y abandonados, atravesar noches oscuras de soledad y angustia, morir. Quien está preparado para morir, sabe vivir, y, quien vive de verdad, va muriendo a lo falso.

Sobre esta derrota aparente, tan estrepitosa  e inconcebible para el mundo, que es la pasión y muerte de Jesucristo, se reflexiona  hoy en el blog hermano: www.diasdegracia.blogspot.com . Un "fracaso" fecundo como ninguno, pues desemboca en la victoria definitiva sobre todo fracaso, toda pérdida, toda derrota: la Resurrección.

Tratemos de vernos hoy entre esas multitudes ávidas de milagros y algarabía y, dentro de muy poco, sedientas de tragedia y sangre. O veámonos entre los discípulos, queriendo aún aferrarnos a la gloria del mundo, de lo tangible, lo conocido.

Imágenes de Jesús, triunfales o ensangrentadas, hieráticas o dolientes, volverán a recorrer las calles en las procesiones y llenan la iconografía de los templos y de la memoria. Es una forma de devoción que brota de la piedad popular y ayuda a muchos, desde hace siglos, a conectar con los Misterios que nos disponemos a vivir.

Pero, más allá de las formas y expresiones que captan los sentidos y satisfacen a la mente, siempre ávida de conceptos, ¿somos capaces de sentir y de vivir al Jesús sereno y libre, discreto, humilde, Uno con el Padre, atento a su Misión y no a la mirada del mundo?

¿Buscamos a ese Cristo real, Verbo encarnado, Palabra viviente, que experimenta hasta lo más hondo el Misterio de la Redención, y quiere que lo vivamos con Él? En esa hondura, ese trasfondo de realidad, no hay jolgorio ni triunfalismo, pero tampoco hay morbo ni sensiblería. Todo se interioriza, ya no hay emociones externas, sino sentimientos, auténticos y transformadores. Hay angustia y soledad, sí, la tristeza hasta la muerte de la naturaleza humana de Jesús, nuestra naturaleza, asumida por amor; sombras que cubren momentáneamente la Luz. Un hombre que es Dios se prepara con un triunfo efímero para la muerte en cruz, la más absoluta derrota en el mundo, el preludio del triunfo verdadero, porque su reino no es de este mundo.

Vivamos en el mundo, sabiendo que no somos del mundo (Jn 17, 16), festejando y alegrándonos cuando es momento de alegría, sin olvidar las sombras que siempre acechan. Fijemos la mirada y el corazón en la Meta que trasciende este claroscuro efímero, tan familiar como frágil, escenario transitorio donde los dramas se suceden y donde, en cualquier momento, puede bajar el telón. Entonces seremos para siempre testigos de lo Real, súbditos del Reino en que la Luz no se apaga.

Me dijo una tarde
de la primavera:
Si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja.
Que el mismo albo lino
que te vista, sea
tu traje de duelo,
tu traje de fiesta.
Ama tu alegría
y ama tu tristeza,
si buscas caminos
en flor en la tierra.
Respondí a la tarde
de la primavera:
Tú has dicho el secreto
que en mi alma reza:
yo odio la alegría
por odio a la pena.
Mas antes que pise
tu florida senda,
quisiera traerte
muerta mi alma vieja.

                       Antonio Machado

              El poeta conoce bien la necesidad de morir para nacer de nuevo. Que, en la Semana Santa que comienza, seamos capaces de morir con Jesús, para poder resucitar con Él y alumbrar Vida; hombres y mujeres nuevos, despiertos y libres.  

17 de marzo de 2018

Para esta hora he venido


Evangelio según San Juan 12, 20-33

En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.


El expolio de Cristo, El Greco


                                     La gloria de Dios es que el ser humano viva en plenitud.

                                                                                                          San Ireneo

¡Ah, cuánto mejor es vivir en aridez y tentaciones con la voluntad de Dios, que en contemplación sin ella!

                                                             San Juan de Ávila


Buscar, encontrar, ver, no ver, vida y muerte, luz y tinieblas, juicio y salvación, conceptos claves en el Evangelio de Juan, el más profundo, el más cercano al latido del Maestro. Fue el discípulo amado el que apoyó su cabeza en el costado de Jesús la noche del amor supremo y Le conoció, otro concepto esencial de su Evangelio, que resuena también en la primera lectura de hoy (Jeremías 31, 31-34).

Seguimos avanzando hacia la meta de la cuaresma: la Pascua del Señor que nos abre las puertas de la eternidad. El precio de la entrada a esa Vida verdadera lo pagó Él por nosotros, fue Su sangre. La dio toda, lo dio todo, Se dio Todo… Y nosotros también hemos de dar todo lo que creemos tener: nuestros bienes materiales y espirituales, nuestros miedos, nuestros deseos, nuestros rencores y culpas, nuestras expectativas y anhelos, nuestras miserias, nuestras bondades…

Porque solo Él es Bueno, solo Él es Santo, renunciamos también a los propios méritos, tan ilusorios. Hay personas que han ejercitado tanto sus virtudes que muchos los toman como ejemplo. A ese “virtuosismo” personal, a ese ser de los buenos, a las obras hechas para justificarnos, también hay que renunciar cuando nos lo apropiamos, atribuyéndonos su bondad y sus frutos.

Un corazón puro, pedimos con el Miserere, el Salmo 50 que hoy cantamos. Un corazón puro, capaz de salir del egoísmo y vivir la alegría de saber que la Salvación siempre viene del Señor, que Él dio su vida por nosotros para que nosotros la demos por los demás.

Se trata de morir a uno mismo para poder renacer o nacer de nuevo, recordábamos el domingo pasado. Y ese segundo nacimiento pasa siempre por mirarse en el Señor, que nos renueva y nos prepara para seguirle en el servicio y la entrega..

Si pretendemos seguir viviendo como hombres y mujeres viejos, exteriores, que se conforman con mejorar poco a poco, con ser cada vez más “buenos”, pero no se atreven a dejarlo todo y renacer, no podremos seguir al primer Hombre Nuevo el que, elevado sobre la tierra, quiere atraer a todos hacia Sí.

El amor verdadero, que está más allá del sentimiento y la emoción, permite engendrar, gestar y dar a luz a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y libres, que siguen en el mundo pero no son del mundo, porque han sido elevados por Aquel que venció al mundo y glorificándose nos glorifica. Porque Él es fiel a la alianza y muere para que tengamos vida en Él. Vivió nuestra vida humana para que vivamos Su vida divina. Si en Cristo destrozado -Eccehomo, dijo Pilatos- me veo a mí y lo que debería haber padecido yo, en mí he de ver a Cristo.

Esa es la tarea que hemos de hacer: reconocer que él nos amó hasta el extremo y ser consecuentes: entregarlo todo, darnos por entero, como grano de trigo que muere para dar fruto, más allá de la mente y sus dictados y mentiras, más allá de la existencia de aquí abajo, que solo conduce a vidas que se agotan en sí mismas. Aquellos griegos buscaban a Jesús, como nosotros lo hemos buscado hasta ser encontrados por Él. Buscaban la Verdad, la plenitud, la dicha sin fin que viene de un Dios que se hace hombre para hacernos Dios.

Cómo no estremecernos cuando sentimos el latido de Su ley en interior, conexión bendita, Amor que se vive, que se reproduce, que se comunica, alianza firmada con sangre, Corazón Sagrado que se intercambia con corazón contrito que reconoce su miseria.

Todo eso resuena en la primera lectura de hoy, que anuncia una alianza nueva basada en el amor que nace del conocimiento. Conocemos a Dios cuando vemos cómo perdona y olvida. El perdón de Dios es un perdón que renueva al ser humano, como canta el salmo. No es como el perdón de los hombres, condicionado y frágil, donde se filtra el rencor. El perdón de Dios es recto y perfecto, total. Avanzamos en la Cuaresma confiados porque contamos con el perdón total de Dios, que entregó a su único hijo como prueba de ese amor, ese perdón para quien lo acepta.

En la segunda lectura (Hebreos 5, 7-9) se nos dice que las oraciones y súplicas de Jesús al que podía salvarlo de la muerte fueron escuchadas. Y sin embargo murió, porque Él, que vivía en la Voluntad del Padre, no oraba por su salvación, sino por la nuestra. Aceptó su misión, su hora, siendo Uno con el Padre, y nosotros aceptamos la nuestra para ser Uno con nuestro Salvador. En Getsemaní y en tantos ratos de oración en la vida de Jesús, Dios reza a Dios, oración perfecta, cumplimiento.

Y aun así, Su alma está agitada porque carga con el pecado, el olvido y la ceguera de todos los hombres, de todas las épocas. La lucha que deberíamos librar con el príncipe de este mundo, el que nos hizo caer y pretende mantenernos sometidos, la libró Él. Su agitación, como su sed en la cruz, proceden de nosotros, de nuestra voluntad egoísta y torcida. El Señor se agita, tiembla, llora y suplica para que aceptemos su amor redentor. Para esa hora vino; para vencer al mal y la muerte en nuestro lugar.

¿Cuál es mi hora? ¿Para qué hora he venido? ¿Qué es una hora? La hora de Dios no es la ocasión que buscan los seres humanos para aprovechar, controlar, justificar, imponer su propia voluntad, incluso con “buena intención”. Pretendemos ser santos con una santidad a nuestra medida, como queremos nosotros, no como quiere Dios. Todo gira en torno al propio yo. Creemos servir a Dios, pero solo lo hacemos si se acomoda con lo que nos brinda seguridad y sentido, ilusorios, vanos, tan endebles que se desvanecen al primer soplo de viento. Nuestra verdadera hora es la Suya, hora de temor y temblor, de muerte y sacrificio, de amor y servicio, de entrega total. Él se puso en nuestro lugar para que nosotros nos pongamos en el Suyo. Jesús vivió nuestra vida y nuestra muerte para que vivamos Su vida y Su gloria.

El sufrimiento espiritual de Cristo es infinitamente mayor que el físico. El momento cumbre de la Redención es Getsemaní pero toda su vida desde la Encarnación fue un in crescendo hacia esa "hora" de generosidad y amor supremos en que cargó con todas nuestras miserias, las de cada uno de los seres humanos que ha habido y habrá. Eccehomo, recordábamos arriba las palabras de Pilato, he ahí el hombre. En Jesús destrozado, humillado, estamos todos. La meta es que en cada uno de nosotros esté un Día el Cristo glorioso.

San Agustín expresa magistralmente ese maravilloso intercambio que hace que hayamos vencido en Cristo, porque él fue tentado en nosotros y que hayamos resucitado en Cristo, porque él ha muerto por nosotros:

“En él puedes ver tus esfuerzos y tu recompensa; tus esfuerzos en la pasión, y tu recompensa en la resurrección. He ahí cómo se hizo él nuestra esperanza. Tenemos dos vidas: una la que ahora vivimos, y la otra la que esperamos. La que ahora estamos viviendo, nos es conocida; la que esperamos la desconocemos. Soporta con paciencia la que ahora vives, y conseguirás la que todavía no tienes. ¿Cómo la soportas? Si no te dejas vencer por el tentador. Con sus fatigas, sus tentaciones, sus sufrimientos y su muerte, te dio Cristo a conocer la vida que ahora vives; con su resurrección te manifestó la vida futura. Nosotros, los humanos, sólo conocíamos que el hombre nace y que muere; la resurrección del hombre y la vida eterna la desconocíamos; él tomó lo que tú conocías, y te mostró lo que ignorabas. Por eso se ha hecho nuestra esperanza en las tribulaciones, en las tentaciones. Mira lo que dice el Apóstol: Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia, la paciencia la virtud probada, y la virtud probada la esperanza; pero la esperanza no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Luego se ha hecho nuestra esperanza quien nos dio el Espíritu Santo; y ahora caminamos hacia la esperanza; no caminaríamos, si no tuviéramos esperanza. ¿Qué dice el mismo Apóstol? Lo que uno está viendo ¿cómo lo va a esperar? Pero si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con paciencia. Dice también: Estamos salvados en esperanza.”

¿Nos atrevemos a morir con Él para poder resucitar a la nueva vida? No van a torturarnos ni a clavarnos a una cruz de madera, pero sí a una cruz invisible, interior, cada uno la suya o las suyas. Cada vez que renunciamos a nuestra voluntad limitada y egoísta nos dejamos crucificar con Él para resucitar con Él.

No hay vuelta atrás. Crucifico mi voluntad para vivir la vida de Cristo con su voluntad divina. Fui un desastre, cultivé poco y mal las virtudes. Pero el Señor acepta mi sí ahora y toda mi vida pasada es prueba superada en Él, que vivió mi vida por mí. Él vino a asumirla y a vivirla. Yo se la entrego y me dispongo a vivir la Suya y acaso un día podré decir: si por esto he venido, para esta hora.

En  www.diasdegracia.blogspot.com contemplamos otro pasaje del Evangelio de Juan que la liturgia propone como alternativa para este V Domingo de Cuaresma.


                                           Miserere mei Deus, Gregorio Allegri

10 de marzo de 2018

El que cree en Él tiene vida eterna


Evangelio según San Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

Mosaico absidal SXII Basílica sup. de San Clemente en Roma. El simbolismo del árbol asociado a la tradición de la Cruz, de su base sale una mata de hojas de acanto que da origen a espirales que ocupan la semiesfera, a sus pies los 4 rios del Paraiso.
                                    Mosaico absidal, Basílica de San Clemente, Roma


Gritad jubilosos, habitantes de Sión,
porque es grande en medio de ti el Santo de Israel.

                                                                                                                   Isaías 12, 6

"¡Volvamos al Señor!", dice el profeta Oseas. En ese regreso al Señor, que es la conversión, vamos soltando todo lo que nos sobra y nos pesa, impidiéndonos avanzar. Es un camino de vuelta instantáneo, sin dejar de ser infinito, si lo hacemos mirando la Cruz, centrados en Su Corazón traspasado, del que brota la Salvación y la vida eterna que es ya. A veces pensamos en la Salvación en futuro: confiamos en salvarnos cuando llegue la hora, sin darnos cuenta de que la Salvación ya ha sucedido y que la vida eterna empieza aquí.

Nacimos por segunda vez en el Bautismo, pero no siempre somos conscientes de ello. En cada Pascua, meta de la Cuaresma, y en cada Eucaristía, se nos da la oportunidad de renacer de nuevo de agua y espíritu, como dijo Jesús a Nicodemo.
Las categorías mentales son incapaces de alcanzar lo inefable, lo absoluto. Por eso Jesucristo nos guía hacia la Verdad, que es Él mismo, y nos eleva, nos ilumina y nos hace libres.

Creemos en Jesús y eso nos salva, pero, para renunciar a todo lo que nos mantiene en  las tinieblas del olvido, la inconsciencia y la ignorancia, apostamos por la coherencia, que las obras respondan a lo que hay en el corazón. No hacen falta gestos heroicos o evidentes, basta con vivir centrados en Cristo, mirando esa Cruz que lleva a la Luz, anhelando la Comunión que Él pidió al Padre para nosotros en la Última Cena. 

Mirándole, escuchándole, reconocemos las propias sombras, y Él las convierte en luz. Eso es realizar la verdad, dejar que la Verdad sea en ti, en mí, en nosotros, para ser Uno en Cristo.

Charles Arminjon, tan leído por Santa Teresita, escribe en El fin del mundo y los misterios de la vida futura:

“¡Pobres almas! No tienen más que una pasión, un afán, un deseo, superar el obstáculo que les impide lanzarse hacia Dios, que les llama y les atrae con toda la fuerza de su belleza, de su misericordia y de su amor sin límites. (…) Es imprescindible que sean echadas a un crisol devorador, para que se desprendan de la herrumbre de las imperfecciones humanas, para que, a semejanza del carbón negro y vil, salgan con la forma de un diamante precioso y transparente; es necesario que su ser se haga sutil, se depure de cualquier resto de sombras y de tinieblas, que se vuelva apto para recibir sin obstáculos los rayos y los esplendores de la gloria divina que, fluyendo un día a ellas a borbotones, las llenará como a un río sin orillas y sin fondo.”

Vivamos ya esa purificación que nos causa el fuego de Su amor, desechando todo lo que nos aparta de ese amor inmenso que brota del corazón cuando el Verbo encarnado ocupa su centro, y desde ahí nos eleva. La Jerusalén celeste ya, aquí, en una tierra renovada en cada ser humano que acepta seguir a Aquel que atrae con toda la fuerza de Su belleza, Su misericordia y Su amor sin límites.

El Reino de los cielos está aquí. Jesucristo Es, y eso es mucho más que estar aquí o allí. Y yo soy, tú eres, somos cuando Le entregamos todo y nos entregamos por completo a Él. En  contemplamos otro pasaje del Evangelio de San Juan, que la liturgia propone como alternativa para este IV Domingo de Cuaresma, en que sentimos la alegría de acercarnos al Alba de la Resurrección.



El que muere por mí, Pioneros de Schoenstatt


POR LA CRUZ A LA LUZ

En ese cuerpo muerto está la Vida,
y no es una metáfora o un símbolo.
Figura y símbolo era la serpiente
de bronce, salud para el que la miraba.
Y aquí no hay curación, hay mucho más;
un infinito más: la Salvación,
Luz inmortal corriendo por sus venas
eternamente nuevas, Luz de Luz.

Mira a Cristo en la cruz, es lo que toca
representar ahora en este drama
que hemos creado desde la caída
en el sueño del sueño. Qué estridente
despertador hemos necesitado. Él lo sabía
y vino a hacerse hermano,
a hacerse tú, a hacerse yo,
en un vientre escogido de doncella inmaculada.

Pero ahora toca sombra, cadáver vertical
de Dios suspendido en un madero,
abrazo mudo y sordo al universo,
con esos brazos yertos,
con ese rigor mortis divino que ha cubierto
la tierra de tiniebla, el alma
de miedo, desamparo y soledad…

Es lo que toca... 
Si te quieres creer que el tiempo puede
vencer la eternidad, que el tiempo vence
con su estela de muerte y destrucción,
mira el cadáver, quédate en ese rostro inexpresivo,
rígido, seco, máscara
de silencio endurecido,
con el nunca jamás en cada rasgo,
con el nunca jamás
de todos los que han muerto y morirán.

Pero acaso has conocido de este drama
lo que sé, lo que tantos van sabiendo,
pues nos lo han enseñado desde arriba.
Tal vez has visto o intuido la tramoya,
y miras el cadáver y sabes que es tan solo
lo que toca que veas, lo que cambia
mirada y universo, los transforma
desde la raíz, y el nunca más se desvanece,
como sombra que es, ante la luz.

Que el muerto está a la vez resucitado,
que su cuerpo glorioso está debajo
del cadáver sombrío, de la mueca
de fúnebre agonía que tienen los cadáveres
en este valle de lágrimas,
valle de crear almas, que decía el poeta.

Porque hay otras lágrimas, las buenas,
que manan de la Fuente
y se deslizan suaves, dando Vida.
Hay otras lágrimas que no deforman
el rostro en gesto de dolor,
lo expanden, comunión
de las aguas, y unen lo que el drama
de la vida fingió separar, simulacro de ausencias,
sombras mudas moviéndose indecisas,
autómatas sin alma, olvido de la Esencia,
la cueva de Platón.

Pero la cruz… hermosa o tremenda…
¿Es muerte o gloria?
¿Es patíbulo o es trono?
¿Tiniebla o resplandor?
Dime qué miro,
qué he de mirar en ella,
que es lo que Tú quieres que vea.

Mira al Resucitado en el cadáver,
contempla ya su gloria en ese cuerpo
inmóvil y callado.
Verás que en ese muerto está la Vida
y esa cruz ensangrentada es más bella
que los cedros del Líbano,
más hermoso su perfil de sombra 
que los árboles de oro de las Hespérides.

El que vino a mostrarnos el regreso
al Árbol de la Vida muere en un árbol falso,
dos maderos en cruz para hacerse patíbulo.
El que vino a salvarnos de la muerte
cuelga muerto, con la expresión tremenda
de todos los cadáveres,
en un árbol de una sola rama
de donde cae, gota a gota,
hasta la tierra, la sangre
del Único fruto,
la sangre
de Dios,
gota
a
g
o
t
a
.
Qué espantoso final, qué asombroso comienzo...
Que al principio era el Verbo,
y el Verbo es anterior y posterior,
el Verbo es todo,
siempre,
y más que siempre,
eternidad,
inmune a la muerte y sus secuaces.

Mira otra vez la escena con los ojos
que han creado los ojos,
mírala bien, hasta que veas
sobre la cruz, la Cruz de Luz.
Mensaje recibido,
me quedo en la mirada vertical,
ese centro de vida donde Soy.

Se acabaron los “qué”, comienza el “cómo”.
Ni lo que veo, ni lo que quieres que vea,
es cómo veo, si mira la Luz
donde nace la Cruz, con su peso de estrella,
rayo de Amor en vertical descenso,
el Árbol de la Vida
gravitando y suspendido,
inspirando cuando baja,
aspirando en la subida al mismo tiempo,
gloria desdibujando lo fatal,
hermosura antigua y nueva
devolviendo la tersura
a este viejo secarral de confusión y miedo.

Por la cruz a la Luz, 
en espiral eterna. 
Dios muerto, Dios resucitado,
dibujando el retorno
con signo de infinito vertical.
Torsión bendita, camino de vuelta,
borrando distorsiones,
uniendo los extremos
en un lazo sagrado,
anulando los efectos
de la caída primera
por amor.