26 de mayo de 2018

Santísima Trinidad: la intimidad de Dios


Evangelio según San Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”

Coronación de la Virgen . Velázquez. SXVII. Detalle de la Santísima Trinidad coronando a María como reina del cielo.
         La Santísima Trinidad coronando a María como Reina del Cielo, Velázquez

            Veo a Dios que atrae hacia sí a mi alma con gran ternura y oigo su palabra: “Tú estás en mí, y yo en ti. En ti descansa la Trinidad, de modo que tú me tienes y yo te tengo”. Me veo toda pura, toda santa, toda verdad, toda rectitud, toda segura, toda celestial.
                                                                                          Santa Angela de Foligno

            El Amor habita en nosotros; por ello mi vida es la amistad con los Huéspedes que habitan en mi alma; estos son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. 

                                                                                           Santa Isabel de la Trinidad

          Dos grandes misterios están en la base del cristianismo: el misterio de la Encarnación, las dos naturalezas, humana y divina, en Jesucristo; y el misterio de la Santísima Trinidad: tres Personas divinas y un solo Dios. El pensamiento racional se detiene impotente ante el umbral de estos misterios, a los que solo llega el corazón. Podemos asomarnos a ellos si renunciamos a entender con la mente. 

            No hemos de quedarnos en lo que entiende por persona el lenguaje común, ni en el significado etimológico, pues el término viene del latín y del griego con el sentido de “máscara”. Quizá es más adecuada la palabra hipóstasis: del griego, ser, en tanto realidad ontológica, ser, de un modo verdadero o verdadera realidad.

          La misma divinidad, total e indivisible, en cada una de las tres Personas, trascendente al ser humano en el Padre, inmanente en el Hijo, aliento de vida eterna para cada hombre y cada mujer en el Espíritu Santo. Porque, al encarnarse Jesucristo, la relación filial del Hijo con el Padre se hace extensiva a la humanidad, de un modo inmediato y directo. El ser humano, hijo de Dios por la gracia y por la mediación del Hijo unigénito, recibe la Vida de esa efusión continua, y permanece unido al Padre y al Hijo por el lazo del amor del Espíritu. La incesante generación del Hijo por el Padre se extiende hasta nosotros, creados y recreados una y otra vez.
        
          La Santísima Trinidad es un desafío para la lógica. Por eso, a veces, nos servimos de símbolos para aliviar el vértigo del Misterio y "diseccionamos" la divinidad con figuras asequibles: un venerable anciano y una paloma acompañando al Hijo, la única Persona que somos capaces de "ver". Pero el Uno no es un número, ni una figura ni tres, sino la expresión de la Unidad. Solo renunciando a entenderla, podemos asumir la realidad trinitaria, que extiende por todo el cosmos su interrelación dinámica y hace de la creación un proceso infinito. Al formar parte del Cuerpo de Cristo, no podemos quedarnos al margen de esa incesante actividad. Hemos de participar en la recreación constante de un mundo nuevo y de nosotros mismos.

            El que ve a Jesucristo ve al Padre (Jn 14, 9), y, si somos uno con Él (Jn 15, 5; Jn 17, 22-23), hemos de aspirar a que quien nos mire, vea al Hijo y vea al Padre.  Si hemos de transparentar a Cristo y al Padre, cuánto no habremos todavía de soltar, limpiar, vaciarnos, desnudarnos… En diasdegracia.blogspot.com , profundizamos en la idea de hacer de la Trinidad nuestro origen y nuestra meta, para dar cumplimiento a la Misión que Jesús nos encomienda en el Evangelio de hoy.

Para empezar a comprender estos misterios hay que vivirlos, como han hecho tantos santos y místicos. Santa Isabel de la Trinidad dice que, desde que reconoció la Presencia del Dios Uno y Trino habitando en su corazón, el cielo ya es una realidad en la tierra. Simeón, el Nuevo Teólogo, distingue entre el Hijo, que es la puerta (Jn 10, 7.9), el Espíritu Santo, la llave de la puerta (Jn 20, 22-23) y el Padre, la casa (Jn 14, 2). ¿Cómo integrar estas realidades divinas en la vida del cristiano? Para ponernos en disposición de vivir el Misterio de la Santísima Trinidad hay tres vías directas:

            La primera y más excelsa, sobre la que reflexionaremos dentro de unos días, es la celebración Eucarística, en la que continuamente se invoca a las Tres Personas.

            Una segunda vía es la lectura de los textos sagrados. No solo el Evangelio, donde es el mismo Verbo el que nos habla directamente, sino también el Antiguo Testamento, que está continuamente hablando de Él como promesa y anuncio. Palabra del Padre transmitida por el Hijo, recordada e inspirada por el Espíritu en nuestros corazones. Los verbos: decir, hablar, oír, comunicar, recibir, anunciar, del Evangelio de hoy, nos remiten a la Palabra y su transmisión, no como un mensaje intelectual, sino como Palabra viviente, llamada a encarnar en los que la acogen, la conservan y meditan, la comparten.

           La tercera vía es la oración. Rezo ante Cristo, el rostro visible del Padre, y el Espíritu ora en mí. Más evidente en lo que considero el culmen de la oración, que supera incluso la de acción de gracias y la de alabanza. Llega un momento en que no es necesario dar las gracias porque el alma se funde con el Otro, es una con él. Y uno no necesita darse las gracias a sí mismo. Hemos llegado al centro de la Oración Contemplativa que a tantos místicos de distintas religiones les ha permitido empezar a vivir el Reino de los Cielos en la tierra. Entonces sobran las palabras, los gestos, las fórmulas. 

            No siempre el alma está preparada para esta oración de Comunión, desnuda y entregada, puro amor, pura confianza de hija, de esposa, tan íntimamente ligada al Padre o al Esposo que sabe que Él percibe sus necesidades, su gratitud, su amor, sin tener que expresarlos. Para alcanzar la disposición necesaria, hemos de soltar todo aquello que nos separa de Dios y de los hermanos. Por eso el Espíritu Santo nos sigue acrisolando, fundiendo en Su fragua sagrada, amándonos de un modo tal, que es Él quien grita en nosotros con gemidos inefables (Rm 8, 26).

            La oración contemplativa siempre acaba convirtiéndose en oración trinitaria. Podemos empezar a orar a partir de la imagen o el nombre de Jesucristo, o de una escena del Evangelio. Vamos trascendiendo imágenes y formas, llegando a un no-lugar de luz y de silencio donde nos encontramos ante la divinidad, Una y Trina, y ya no está fuera, ni dentro, sino dentro y fuera, en un abrazo de amor infinito que da sentido a todo y nos rehace. Son esos niveles tan sutiles de comunión con Dios que trascienden formas, nombres, impresiones sensoriales; la “nube del no saber” de los místicos que han vivido esa unión con la esencia de la divinidad.

            La inhabitación divina, que se hace manifiesta en la oración, nos relaciona de un modo íntimo con las tres Personas de la Santísima Trinidad. Cada alma es así hija del Padre, hermana del Hijo y esposa del Espíritu Santo. Si llegáramos a interiorizar que somos de estirpe divina por la gracia de un Dios-Amor, dejaríamos de desvivirnos en los afanes del mundo y viviríamos como verdaderos Hijos de la Luz y herederos del Reino.

         Pero no siempre tenemos el suficiente equilibrio interior ni la suficiente disponibilidad y entrega como para mantener esta certeza, que a veces se nos queda en un nivel superficial, como la semilla arrojada en suelo pedregoso o entre zarzas (Mc 4, 5-7). Vasos de barro que llevan tesoros (2 Cor 4, 7)… Sí, pero vasos a menudo pequeños y agrietados. Ensanchémonos, dejemos que el divino Alfarero nos rehaga; vasos grandes, sin fisuras, generosos y dispuestos a acoger el Agua Viva y el Vino del banquete eterno.

Hemos dicho que para asomarse a estos misterios hay que renunciar a entenderlos con el pensamiento racional. Pero de vez en cuando conviene entretener a la mente, para que se calle y deje al corazón elevarse. Teorizar, reflexionar, buscar explicaciones, mojones del camino o puntos de apoyo que nos sostengan, y luego… ¡soltarlos todos! Reconocer que, aunque escribiéramos millones de páginas, estas serían incapaces de llegar a la esencia del Misterio. El propio Santo Tomás de Aquino, después de ser arrebatado séptimo cielo y regresar, estuvo a punto de quemar toda su obra. 

Porque las palabras son limitadas, pero la Palabra, que la Santísima Trinidad nos enseña a saborear, es omnipotente y eterna. Si nuestras palabras se miran en la Palabra, sin interpretarla a conveniencia de nuestros egoísmos, rutinas o comodidades, serán creadoras, constructoras de almas libres y elocuentes. No hace falta más que el Evangelio, la Palabra. Cualquier otra palabra, nacida del amor y el entusiasmo (del griego, enthousiasmós, rapto divino) que Él nos inspira, ha de ser seguidora fiel de la Verdad, una y trina.

            Esas tentativas de la razón nos llevan a veces a hallazgos tan valiosos y útiles como la noción de la perichoresis intratinitaria (sobre la que reflexiona en profundidad San Juan Damasceno) o circumincessio (como prefiere San Buenaventura), que sintetiza los intentos teológicos de asomarse a  la Santísima Trinidad, evitando los escollos del triteísmo (ver en las tres Personas tres Dioses) y del modalismo (considerar a las Personas divinas como tres modos de ser del único Dios).
            Alude a la Presencia de Personas en Personas, las Tres inseparables, en una Comunión perfecta, sin mezcla ni confusión, Amor infinito en eterno movimiento y autodonación. Es también menein, mutua inmanencia, una de las palabras que más aparece en el Evangelio de San Juan. 

            Unidad en la distinción: perfectamente Uno y siempre Tres. Porque cada Persona existe completamente en la otra y, además de esta unidad y pluralidad, existe una circulación vital infinita, en la que cada Persona se difunde en la otra; tres Hipóstasis y una misma Sustancia. 

            A esta maravilla de Amor estamos llamados. No nos disolveremos y, a la vez, seremos completamente Uno. Uno y distintos, no para que perviva la personalidad egoica, que es transitoria y por tanto irreal, sino para seguir amando desde el Ser verdadero que Dios soñó para cada uno, en una interrelación eterna. Solo un amor así está a salvo del desgaste y la entropía. Solo un amor así crece, se expande sin cesar, continuamente revitalizado, siempre el mismo y siempre nuevo. 

            El Uno está tan lleno de amor que necesita reciprocidad; busca ese “tú” al que amar eternamente. Por eso el cristiano sabe que no ha de disolverse en la nada, que Dios ama a cada ser humano con su nombre real, Uno con Él y, a la vez, distinto. La mente sigue a lo suyo, justo antes de rendirse: "¿Cómo se puede ser Uno con Dios y, a la vez, seguir siendo criatura?" Y el corazón responde: "En virtud de ese destino trinitario, cuya esencia es Amor, infinito y perfecto".



Cantata BWV 129, J. S. Bach, por Leonhardt Consort

En el Plan divino todo hombre, sin excepción, ha sido creado para esta comunión familiar con Dios. Nada de extraño, por lo mismo, que el Señor nos describa su reino como un convite familiar. En este banquete Dios no recibirá nada de nosotros. Por el contrario, Dios Trinidad será la saciedad plena y total del hombre, de suerte que ya nada más tendrá que añorar. Las divinas Personas serán para el hombre todo cuanto ha suspirado en este mundo: su luz, su guía, su paz, su justicia y su santidad, su fuerza y su refugio, su amor y su vida.
                                                                                                             N. Silanes


El ser humano real y ontológico halla solo su plenitud en una divinización de todo su ser por la morada en él de la Santísima Trinidad. (…) El hombre “real” es el hombre pleno, con todas sus potencialidades humanas cumplidas únicamente en y por Cristo, el cual es el único que puede actuar en el verdadero ser del hombre, para que finalmente se convierta en afiliado del Padre como un hijo divinizado de Dios, no por su propia naturaleza, sino, como escribe San Pedro, como un “participante de la naturaleza divina”
                                                                                                      G. A. Maloney

19 de mayo de 2018

Pascua de Pentecostés


Evangelio de Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

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                                           Pentecostés, Fray Juan Bautista Maíno

El Espíritu no tiene rostro ni voz, pero es la luz y el sonido de unos sentidos espirituales nuevos, que hacen ver y oír el misterio al hombre llegado a la plena madurez de Cristo.
                                                                    Simeón, el Nuevo Teólogo

Cuando se concentra en sí, el alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, está preparada para ser movida del Espíritu Santo y enseñada por Él.
                                                                                               San Juan de la Cruz

Jesucristo nos infunde el Espíritu Santo. Para poder recibirlo, hay que estar vacíos de todo lo que es ajeno a Su gracia, ese fuego gozoso y vivificante que todo lo enciende e ilumina. Él es Quien nos vacía para después llenarnos; nosotros solo tenemos que poner a Su disposición el recipiente que somos, esa vasija de barro destinada a portar el mayor de los tesoros (2 Corintios 4, 7).

Porque no se trata de hacer, sino dejarse hacer, permitir que ese Amor invisible que nos habita sea, crezca en nosotros hasta rebosar. Ese Amor que no siempre podemos sentir, solo cuando callamos, nos detenemos, dejamos de prestar atención a lo ilusorio, lo perecedero, para centrarnos en lo Real, que solo captan los sentidos sutiles del alma, lo que no puede dejar de existir.

Aliento que insufla vida, fuego de amor puro, torrentes de agua viva, voz interior que habla en el silencio, guía constante del corazón despierto. El Espíritu Santo no es el gran desconocido, esa abstracción que se les ha resistido a los teólogos, en su afán por definir y clasificar con los conceptos limitados de la mente.

       Podemos vivir, de hecho vivimos ya, aunque aún no seamos plenamente conscientes de ello, un Pentecostés eterno, porque el Espíritu Santo es Dios mismo habitando en el corazón del hombre, en el centro de su propia esencia inmortal. Dios no está lejos, no está fuera para el alma que consiente y se abre a la Gracia. No es necesario buscarle en templos de piedra o ladrillo, aunque sea más fácil sentir Su presencia en el templo.

      Porque el Espíritu sopla donde quiere (Juan 3, 8), y el templo definitivo es uno mismo; tú, yo, cada uno de nosotros, para adorar en espíritu y en verdad (Juan 4, 24). Esa es la maravilla, el don que tanto cuesta reconocer: Dios nos habita.

     Como los apóstoles reunidos en el cenáculo, al recibir el Espíritu, perdieron el miedo así nosotros nos hacemos valientes y decididos cuando somos conscientes de ese hálito de vida, ese fuego que renueva la faz de la tierra (Salmo 104, 30).

      El Espíritu abre los corazones cerrados y los prepara para la Unidad a la que estamos llamados, que somos en el fondo. Él nos da la energía, la confianza y la sabiduría necesarias para salir de la prisión del egoísmo y reconocer en los otros el Misterio de Amor que nos transforma. Es el fin de Babel, del no entendimiento, de la división; y el inicio de la sintonía que permite comprender, acoger e integrar.

  Siempre es Pentecostés, siempre estamos recibiendo la llama que enciende el corazón de amor puro, el aliento divino que renueva y transforma, que nos prepara para habitar un mundo nuevo, nuevo cielo, nueva tierra (Apocalipsis 21, 1), a nuestro alcance ya, cuando somos capaces de mirar con ojos que ven y escuchar con oídos que oyen, sin tiempo ni espacio, sin miedo ni muerte, sin separación.

Jesucristo es el amor visible del Padre. El Espíritu Santo es el amor invisible del Padre y del Hijo, entre ellos y hacia nosotros. Por eso sé que, cuando pido en la oración: “Señor, aviva en mi corazón el fuego de Tu amor”, estoy pidiendo ese Amor, uno y trino, que sostiene, mueve y restaura todo. Como decía Dante: “El amor mueve el sol y las estrellas”.

La inhabitación divina, que es el centro de la vida espiritual, alimentada por el silencio y la oración, ha de manifestarse exteriormente y lo hace de forma natural cuando reconocemos y aceptamos la Presencia interior, hasta arraigarnos en esa Realidad viva, que nos crea y nos recrea sin cesar.


                                  Secuencia del Espíritu Santo, Hermana Glenda

           Estamos fundidos con Jesucristo, somos Uno en Su Cuerpo místico, pero para vivirlo con todo nuestro ser, necesitamos la santificación. Escuchar Su palabra y cumplirla, como hemos recordado  a lo largo de la Pascua nos predispone a la santificación que el Espíritu de Dios obra en nosotros. Él lo hace todo, solo necesitamos estar disponibles, anhelando, pidiendo, esperando Su venida.

           La vida en Cristo es Pascua y la venida del Espíritu Santo la lleva a su plenitud, como vemos en el blog hermano  diasdegracia.blogspot.com. Así lo expresa San Ireneo de Lyon:

            “El Espíritu prometido por los profetas descendió sobre el Hijo de Dios hecho Hijo del hombre para acostumbrarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres y a morar en la criatura de Dios, obrando en ella la voluntad del Padre y renovándola en Cristo. Este Espíritu es el que David pidió para el género humano, diciendo: confírmame en el Espíritu generoso. De él mismo dice Lucas que descendió en Pentecostés sobre los apóstoles, con potestad sobre todas las naciones para conducirlas a la vida y hacerles comprender el Nuevo Testamento; por eso, provenientes de todas las lenguas alababan a Dios, pues el Espíritu reunía en una sola unidad a las tribus distantes y ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones.
           El Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos acercase a Dios porque así como de trigo seco no puede hacerse ni una sola masa ni un solo pan sin agua, así tampoco nosotros, siendo muchos, podíamos hacernos uno en Cristo Jesús sin el agua que proviene del cielo. Y así como la tierra árida no fructifica si no llueve, así tampoco nosotros, siendo un leño seco, daríamos fruto para la Vida si no se nos enviase de los cielos la lluvia gratuita. Nuestros cuerpos recibieron la unidad por medio de la purificación bautismal para la incorrupción y nuestras almas la recibieron por el Espíritu.”

                                                   Veni Creator Spiritus

12 de mayo de 2018

Proclamad el Evangelio


Evangelio según san Marcos 16, 15-20
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán los demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

Ascensión de Cristo, Perugino

¿Dónde está sentado Cristo? No está sentado en ninguna parte. Quien lo busca en algún lugar, no lo encuentra. Su parte menor se halla por doquier, su parte superior no está en ningún lugar.
La señal de que alguien ha resucitado por completo con Cristo consiste en que busca a Dios por encima del tiempo. Busca a Dios por encima del tiempo quien busca sin tiempo.

Meister Eckhart

La única manera de avanzar en el camino del cristiano es remitirnos a Jesús y Su Palabra. El Mensaje desnudo es el crisol que nos transforma y nos prepara para seguirlo. Porque el Evangelio, la buena nueva de Cristo resucitado, es el Camino (1 Corintios 15, 1-11). Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación, nos encomienda hoy. Evangelio, Buena Noticia, del griego, εὐαγγέλιον, euangelion.

Porque es a nosotros a quienes está hablando. Sí, a ti y a mí, nos dice: id y proclamad la Buena Nueva… Es la misión a la que estamos llamados, ser nuevos apóstoles, testigos de Cristo. 

Antes de la muerte y resurrección del Maestro, los discípulos anunciaban la proximidad del Reino. Después, son testigos de Jesucristo, proclaman el Evangelio, la buena noticia de la redención, con hechos ya consumados, dan testimonio.

En la escena que hoy contemplamos, reciben poderes mucho más elevados de los que recibieron los setenta y dos que fueron enviados con una detallada lista de recomendaciones y preceptos (Lucas 10, 1-9). Ahora reciben poderes y consignas de orden espiritual; es Su muerte y Su resurrección lo que marca la “frontera” divisoria entre una misión y otra. 

Pero antes y después son (y somos) enviados sin apenas recursos materiales, a corazón descubierto, libres de apegos, con la libertad que Él nos otorga y la plena confianza en que no estamos solos ni desamparados, pues tenemos la paz y el amor del Señor. Por eso, sabemos lo importante que es la actitud interior; las obras surgen a partir de esa actitud de entrega y confianza. En realidad, no son nuestras obras, sino las que el Señor preparó para nosotros antes de todos los tiempos. Cuando creemos estar haciendo, lo que estamos es aceptando, asumiendo ese legado atemporal.

Jesús puede transmitir facultades a sus elegidos, porque Él es dueño y Señor de estas potencias y virtudes. Pero esos poderes no son lo esencial ni son duraderos, pues se ejercen en el mundo que pasará. Solo Sus Palabras no pasarán (Mateo 24, 35); por eso, nada del mundo es comparable a cumplir Su Palabra y ser Sus testigos. Todo lo demás es anecdótico, incluso vencer a los demonios.

Las verdaderas señales de estar progresando en el Camino son la pureza de la intención y la sinceridad en la entrega. No pretendemos ser hechiceros, nada más lejos de la esencia del cristiano; el mismo Jesucristo quitaba importancia a los milagros y solo los realizaba para cubrir necesidades. Que Lázaro resucitara es infinitamente menos importante que el verdadero nombre de Lázaro inscrito en el Cielo.

Es bueno conocer cuáles son los riesgos de quedarnos en lo superficial o anecdótico, que puede estancar y confundir, cuando no hacer caer en la soberbia. El gran peligro de cada logro espiritual es que el ego siempre tiende a apropiárselo y a jactarse de ello. Por eso conviene repetirse lo de: “somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lucas 17, 10). El jueves pasado, festividad de San Juan de Ávila, el arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, recordó en su homilía una sencilla oración que deberíamos tener siempre presente: Señor, hazme santo; que los demás no se den cuenta y que yo no me lo crea."

La contundencia del mensaje de Cristo y la constante llamada a la humildad, de la que Él es el mejor ejemplo, son nuestra salvaguarda. Porque, si el ego nos sabotea continuamente, cuando este ego se ha “espiritualizado”, el peligro es mayor aún. Y hay que ponerle en su sitio, para que no olvide que todo nos viene del único Todopoderoso. Que no nos hacemos santos por nuestros propios medios, sino que el Espíritu Santo, cuya venida sobre los apóstoles y sobre nosotros mismos conmemoraremos el próximo domingo, Solemnidad de Pentecostés, es el que nos santifica.

Hemos de dar testimonio de palabra y con nuestra forma de vida, pero sin atribuirnos ningún mérito y sin esperar resultado, como ese siervo que hace lo que tiene que hacer y eso le basta. Es anecdótico que se nos sometan los espíritus, pisotear serpientes y escorpiones o ser inmunes al veneno, si lo comparamos con el regalo inmenso de que nuestros nombres están inscritos en el cielo.

Nos gloriamos en nuestra debilidad, como dice San Pablo (2 Corintios 12, 9-10). Por muy admirables que puedan parecer nuestras obras somos simple canal del poder de Dios y sin Él no somos nada. Nuestro único mérito es la adhesión a la cruz de nuestro Señor (Gálatas 6, 14) y la entrega incondicionada que nos permite ser cauce de la voluntad divina. Si se nos someten los espíritus, es por el poder del nombre de Jesús, ante el que toda rodilla se dobla en el cielo, en la tierra y en el abismo (Filipenses 2, 10).  

Estamos llamados a fundirnos con Él, para que nos ampare y nos transforme, nos libere y proteja, nos fortalezca y defina, al oír cómo nos llama por nuestro nombre. No el que nos pusieron nuestros padres, sino el nombre verdadero, el que nos dio el Padre y hemos olvidado, el que nombra el ser nuevo que somos, a imagen y, por fin, también semejanza (1 Juan 3,2). Porque Él, que inscribió nuestros nombres en el cielo, nos ha de llevar a la dimensión más elevada de nosotros mismos. Esa es la razón de nuestra alegría: podemos entrar en comunión con Jesucristo a cada instante, y gozar de Su presencia en ese eterno presente donde ya somos uno con Él.

Como dice san Pablo en la segunda lectura de hoy (Efesios 1, 17-23), nuestro verdadero cometido es reconocer a Jesucristo como la fuente de todo poder y toda plenitud, para seguirle  sin condiciones. Esa es la fuente de la paz y de la alegría: saber que somos de los Suyos. La verdadera alegría del cristiano es el encuentro con Aquel que hace de nosotros hombres nuevos.

Jesús ascendió para que ascendamos con Él y podemos empezar a ascender ya aquí, ahora, en este buscarle y seguirle sin tiempo que dice Meister Eckhart en la cita de inicio, soltando lastre, aligerándonos, dejando de distraernos, dispersarnos, para mirarle solo a Él, centrarnos solo en Él, poner la atención en Él. Unidos a Jesucristo, ya estamos en el cielo, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos esta maravilla con mirada de asombro en diasdegracia.blogspot.com .


                                                       Laudate Dominum, Taizè