Evangelio de Juan 15,
9-17
En aquel
tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado
yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en
su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra
alegría llegue a la plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros
como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo
que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a
otros”.
Ama y haz lo que quieras, decía
San Agustín, no como rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al
prójimo se sostienen toda la ley y los
profetas (Mt 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más
que las leyes y los dogmas, más fuerte que todo. Las normas, reglamentos,
prohibiciones..., son necesarios para los que no han llegado, todavía, al amor y
se rigen por la frialdad de la ley, la amenaza y el temor. Los que han dado el gran
salto están en la plenitud de la ley (Rom.
13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al mandamiento del amor,
que contiene y sostiene todo y a todos.
Aquellos que han sentido con más
intensidad y verdad la presencia amorosa de Dios coinciden en señalar la pureza
de ese amor, que va más allá de las reglas, los ritos y las religiones. Es amar,
no solo únicamente a Dios, sino amarle por Él solo, excluyendo cualquier
recompensa o castigo, sin expectativas. Como dice la mística sufí, Rabi’a al
‘Adawiyya: No temer al infierno, ni codiciar el paraíso,
sino solo amar a Dios.
Precisamente, para los sufíes, la gran herejía es
la falta de amor. Y así debería de ser también para los cristianos, porque
Jesucristo instituyó el mandamiento del amor y lo situó en la cima de su enseñanza. En ese amor esencial que brota
del alma del verdadero discípulo, que se reconoce amado y se
reconoce como amor, encontramos el terreno fértil para el entendimiento, la
armonía y la unidad.
Si
conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, le
pedirías tú y él te daría agua viva. (Jn 4,10). Cuánto estaba diciendo
Jesús a la samaritana con estas palabras… Dios no se conforma con un corazón dividido y condicionado, como solemos amar en el mundo. Cuando
Él nos elige como amigos y nos destina para que vayamos y demos fruto y ese fruto dure, espera que le ofrezcamos nuestro corazón entero y de una vez. Quien renuncia a sí mismo y
toma la decisión valiente y definitiva, capaz de transformarnos, sale de la
“cárcel” donde solemos malvivir, para encontrarse en un paisaje
maravilloso e infinito, donde amar y caminar hacia el encuentro con el Amigo, que nos dará la
alegría plena.
No se trata de vivir con la
esperanza puesta en las moradas celestiales, sino de experimentar ya esa
plenitud de amor e ir haciendo real esa morada aquí, porque –cito a Baalschem–:
Si amo a Dios, ¿para qué necesito un
mundo venidero? Pero es que, además, por la generosidad de Su gracia, el
mundo venidero existe y nos espera, para seguir amando.
¿Por qué no
atrevernos a dar el salto, ahora que sabemos que
nuestro destino inmortal no está unido a nombres, formas, apariencias del ego?
¿Por qué no amar a todos, ya, asumiendo esta comprensión que trasciende lo
limitado y condicionado? ¿Por qué no avivar desde hoy mismo ese fuego sutil que
pocos, por apego, tibieza o ignorancia, son capaces de encender, sentir o
apreciar? ¿Por qué no abrasarnos ya en la llama de amor viva, capaz de
transformarnos?
Pero,
¿dónde está el amor al otro, el prójimo, el hermano, en este fuego de amor divino? En el mismo centro: un solo latido, un único amor. No se puede amar a
Dios sin amar a los demás. Del mismo modo que no se puede amar a los hermanos
con un verdadero amor, más allá de los afectos sensibles, sin amar la fuente
misma del amor, sin haber reconocido esa fuente en nosotros.
Porque
cuando uno encuentra a Dios en su corazón, se encuentra también consigo mismo,
su auténtico Sí mismo, y con los otros, por y para ellos. Descubre, como
Dostoievsky, que el infierno es el
tormento de la imposibilidad de amar.
Es
cierto que, para rescatar a alguien que se ahoga, antes hay que aprender a nadar,
y que, como afirma Edith Stein, uno puede salvar a los demás en la medida en que se salva a
sí mismo, pero, cuando uno se reconoce justificado por el Amor, no quiere, no
concibe siquiera salvarse él solo, porque el camino de la salvación, como nos
enseñó Jesucristo, de palabra y de obra, es el camino del amor.
Y, si amamos de verdad, desde
la certeza del que se sabe amado, porque Él nos amó primero, no podemos
ver la salvación como un negocio, y menos individual, sino como un abrazo
infinito y eterno, que nos hace entender la oración de Al Bistami, otro
contemplativo sufí: ¡Oh Señor!, si
has previsto que has de torturar a una de tus criaturas en el infierno, ¡dilata
allí mi ser, de modo que no quepa nadie más que yo!
Porque
el Amor con que Dios nos ama y nos enseña a amar nunca puede ser limitado, es
un abrazo total, incondicionado, hasta el extremo, y aunque aún no seamos
capaces de percibirlo, de sentirlo así siempre, nos miramos en Él, somos en Él
un solo Amor, el único camino hacia la plenitud de la alegría, hacia la Vida.
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