En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán. Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.
La Virgen del Apocalipsis, Miguel Cabrera
Cuando quiero saber las últimas noticias, leo el Apocalipsis.
Léon Bloy
Y dijo el que estaba sentado en el trono: "Mira, todo lo hago nuevo". Apocalipsis 21, 5
El domingo pasado nos mirábamos en la viuda que lo da todo y se da por entero. Aprendimos de ella que la verdadera ofrenda es darse uno mismo, esa continua muerte a lo falso para nacer a la Vida. Valiente y libre nos parecía esa mujer anónima, porque la verdadera libertad es vivir sin miedo. Sabia y lúcida al mostrarnos que el anonadamiento lleva a la plenitud,y el desprendimiento a la verdadera abundancia.
Desde la más absoluta humildad, la entrega absoluta, se llega a la meta, y en ese camino, raudo como un relámpago, todo se transforma y todo se recibe, porque se es vaso vacío. De la nada al Todo, camino de retorno que, a la vez que lo recorremos, ya lo hemos recorrido. Miro la Eucaristía y me doy cuenta de que es más adorable que el Cristo triunfal que imaginamos al pensar en la Parusía.
Lo entendí de otro modo (lo mismo, siempre nuevo) hace tiempo en una Misa con el Réquiem de Fauré. Nosotros, embargados por la belleza de la música, y Él, el único Real, desde la humildad y el anonadamiento del Sagrario, atrayendo y adelgazando todas las músicas de todos los tiempos en la única Nota, la intemporal, Verbo Increado, Origen esencial al que volvemos.Desde ese trono invisible para los ojos, Él nos sigue diciendo: “Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo”. Y contemplé la Jerusalén eterna en una iglesia llena de ancianos, hermosos como ángeles.
La viuda que da todo, desapego, valentía, confianza, símbolo de lo que somos y hemos olvidado. El final de la renuncia es soltar también la vida como experiencia cronológica, las posibilidades que nos seducen. Proyectos, expectativas, futuros falsos que nunca son como imaginábamos y nos hacen perder la Vida que solo está en el presente, ventana a la eternidad. Creemos coleccionar proyectos, cosas, ideas, experiencias hermosas, éxitos, viajes, títulos, medallitas del mundo…, y coleccionamos muerte, porque están en un tiempo de entropía y destrucción, ese tiempo que, como dice el Evangelio de hoy, acabará con angustia para los que creen en el mundo y se creen del mundo. Pero no somos del mundo, ni del tiempo ni de la muerte… Cuando lo ves, sabes que solo ahora, en este “hoy” que nos presenta una y otra vez el Evangelio, puedes vivir y salvarte o darte cuenta de que ya estás a salvo.
El coraje de la viuda y del que con su desapego puede afrontar ese cataclismo aparente del tiempo que colapsa y los mundos que agonizan consiste en saberse amado. El miedo no existe en quien se sabe amado. Es el fondo de la oración verdadera: dejarse mirar, sentirse amado, para escuchar te amo, en lugar de temo.
Libres, desapegados, pobres de espíritu en el camino de retorno, desde el exilio al Paraíso, a nuestra esencia original. Desprendimiento, abajamiento total, que es la condición necesaria para encontrar ese punto de conexión con la Verdad, la puerta estrecha, la Puerta.
Él se hace esencial y real en la Eucaristía, y yo me realizo cuando Le miro y me olvido de mí. Esa es la “cosa” que le faltaba al pobre rico y nos suele faltar a todos, la única opción ya: soltar todo, sotarse, ojo de aguja que atravesamos cuando morimos a nosotros mismos, a lo que no somos y accedemos al Sí mismo, Comunión.
Profecía es advertencia, no certeza, porque el profeta se sitúa más allá de las circunstancias o dimensiones espacio-temporales donde los soberbios no llegan. El Reino no es lo espectacular o grandioso; es la hora de los humildes, los sencillos, como la viuda pobre, los que viven su día a día con ojos despiertos, ven el milagro de lo cotidiano y sueltan lo falso, lo que pesa y detiene, esa nada de sombra, disfrazada de todo.
La profecía siempre señala hacia el Origen y hacia la única elección que puede llevarnos allí; lo que vaticina es para aquellos que no escojan esa única opción. Solo nos toca interpretar esa parte de la obra, para no eternizarnos en ensayos agotadores. Si el final es perfecto y ya es, ¿por qué no representar el papel que nos ha tocado con el corazón y la mirada puestos en ese final que es el Inicio?
Miramos a Cristo, soltamos todo y ese todo, que es nada ante el Todo, se transforma en "combustible" para el mejor de los futuros. Entonces, renunciamos incluso al futuro, porque decidimos volver a ese Presente intemporal en que ya somos con Él y en Él, la plenitud del Ser eterno.
Puede que esa sea la diferencia entre los llamados y los elegidos. Es elegido, y se elige a sí mismo, el que sin miedo ni reservas, mira al Ser y suelta todo lo demás, el que, como la viuda, se queda sin nada y por eso tiene Todo. El elegido sabe, además, que las profecías verdaderas, de ayer, de hoy, de siempre, tienen que ver con cada uno de nosotros, si sabemos verlo y vivirlo. El sol que se hace tinieblas, la luna que se apaga, las estrellas que caen del cielo, los ejércitos celestes que tiemblan…Todo dentro. Y llegarán los nuevos cielos y la nueva tierra, si volvemos a nacer, de agua y espíritu.
Vendrá, vino, viene cuando menos lo esperamos, como un relámpago, como un ladrón en la noche, como la muerte, siempre a destiempo, siempre de improviso. Vivimos como si el mundo fuera a durar para siempre. Si fuéramos realmente conscientes de la impermanencia de este mundo de formas y de nombres, no seguiríamos, como veíamos en el Evangelio del viernes, comiendo, bebiendo, casándonos, fabricando, comprando, vendiendo, edificando sobre arenas movedizas (Lc 17, 26-37).
Entonces, ¿no hay que hacer nada? Sí y no, no y sí, pero, como dice San Pablo, sin apego, sin expectativas, sin poner el corazón en lo efímero: “que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él. Porque la representación de este mundo se termina” (1 Co 7, 29-31).
Apocalipsis significa revelación, es decir, luz, conocimiento, nada que inspire miedo o aprensión. El miedo se combate con la fe y la esperanza, pero podemos ir más allá, porque la fe y la esperanza dejan de ser necesarias cuando alcanzamos la Visión definitiva y solo queda el Amor. Apoyemos nuestra vigilia en Su Palabra, que no pasa aunque cielo y tierra pasen, y así nos liberaremos del miedo. “Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo”, nos sigue diciendo ahora.
Estar despiertos, vivir ya en la Presencia, conscientes del Reino que palpita en el interior, realizando los nuevos cielos y la nueva tierra. Plenitud y libertad a nuestro alcance ya, ahora, porque Él siempre viene; Él siempre está. Elevarnos a lo trascendente pasando por lo inmanente; sigámosle hacia la Unidad, atravesando la ilusión de lo múltiple, apariencia de separación, figura de un mundo que ya pasa.
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente dijo: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa. Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos monedas de muy poco valor. Llamando a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir."
Óbolo de la viuda, James Christensen
La mujer valiosa, ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas.
Proverbios, 31, 10
"Mujer" es la palabra más noble que puede atribuirse al alma
y es mucho más noble que "virgen".
Maestro Eckhart
Todos anhelamos la plenitud, y las paradojas que usa la Sabiduría para que comprendamos nos enseñan a integrar, unir, reconocer la única opción, que contiene todas las demás. La viuda lo escenifica hoy ante la mirada de Jesús, que ha de ser nuestra mirada. La limosna de la propia voluntad es don total, único, definitivo, como el Sacrificio de Cristo que recuerda la segunda lectura (Hebreos 9, 24-28). Hoy recordamos la entrada más vista del blog hermano. ¿Por qué será la más vista? ¿Atrae el título por su aparente contradicción?
El contraste que nos muestra el Evangelio entre las actitudes de los escribas y la mujer que deposita sus últimas monedas en el gazofilacio, cuando está acabando la actividad pública de Jesús, es contundente. La palabra “viuda” es la que vincula ambos fragmentos, referidos a dos formas opuestas de ser y estar en el mundo.En este caso, los contrastes a superar, integrar y conciliar en la Unidad a la que estamos llamados son: ricos y pobres, tener y ser, hipocresía y sinceridad, injusticia y amor, egoísmo y generosidad, mezquindad y desprendimiento. La viuda que Jesús mostró a los apóstoles como ejemplo de nobleza y humildad no pretende aparentar nada, es lo que es, inmensa en su gesto, perfecta en su entrega.
Jesús ya había “purificado” el templo con aquel acto de cólera sagrada. Por eso, la contemplación del sacrificio (sacer fare, hacer sagrado) de esta mujer va mucho más allá de cualquier argumento, por otro lado, respetable, sobre si estaba siendo explotada o no. Ella no está dando una limosna a la dimensión humana del templo, sino que, entregando cuanto tiene para vivir, se está ofreciendo a sí misma a Dios, con una actitud de absoluta confianza. Y, en ese darse por entero, cumple ejemplarmente con el primer mandamiento, pues está amando con todo su corazón, toda su alma, toda su mente, todo su ser (Marcos, 12, 30). Su recompensa está a la altura de su ofrenda. Aunque ella aún no lo sabe, su esposo definitivo será Aquel que ya la está mirando con los ojos radiantes de amor y de ternura.
Siempre me han impresionado e inspirado las viudas que la Palabra de Dios nos ofrece como modelo. Qué arquetipo tan hermoso, tan profundo y lleno de matices.
La viuda de Sarepta, que, confiando en la providencia de Dios y en el profeta Elías, no se reservó nada para sí (1Reyes 17, 10-16).
Rut, la moabita, que decidió acompañar por siempre a su suegra Noemí, viuda también, que había perdido a sus dos hijos. Cuando esta insistió en que, por su bien, volviera a casa de su madre, para encontrar nuevo marido, aunque la dejara a ella en la soledad y la pobreza, destino de las viudas, Rut pronunció aquellas palabras eternas: “No insistas en que te deje y me vaya lejos de ti; donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1, 16).
El Evangelio de hoy nos invita a contemplar a la discreta y silenciosa viuda pobre que, al dar todo cuanto tiene, en realidad, está dando todo cuanto es y, sin saberlo, en su ofrenda silenciosa, está renaciendo bajo la mirada de Jesús de Nazaret, tan próximo ya a la Pasión ¿Qué fondo de confianza la sostiene para que sea capaz de darlo todo? ¿Cómo la miraría Cristo, estando a punto de entregarse él mismo, de forma total y definitiva? Qué inspirador pasaje, para meditar y contemplar el Misterio de un Dios hecho hombre.
La verdadera riqueza, la que perdura, la fortaleza, el poder que mueve montañas consisten en no reservarse nada, ningún bien material o inmaterial. “El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lucas 14, 33). Es, de nuevo, la lección de la confianza, de la pobreza en el espíritu, paso previo al necesario morir a uno mismo, que abre las puertas de la Jerusalén celeste, que ya es, aquí, ahora, para el que ha dado ese salto sin red sobre el abismo.
¿Qué podemos ofrecer cada uno para poder dar ese salto? ¿De qué nos cuesta desprendernos? ¿A qué nos aferramos? ¿Seguridad, afectos, comodidades, bienes materiales, rutinas, prejuicios, prestigio, creencias, tranquilidad, proyectos, fantasías, triunfos, fracasos, emociones negativas (porque de todo hay)? Eso a lo que tanto nos cuesta renunciar es nuestra cárcel, los barrotes que nos impiden alcanzar lo verdadero.
La entrega total, en cambio, abrazarse a la cruz, es el puente hacia la Vida, que se despliega bajo nosotros, precisamente, mientras estamos saltando sobre el abismo.
Y no se trata solo de dar o de soltar: hacer una generosa donación a Cáritas o a Vicente Ferrer, renunciar al apego a esa persona sin la que crees que no puedes vivir, abandonar un trabajo que acaricia tu ego y te anestesia, liberarse de tantas comodidades, a veces tan sutilmente diabólicas. Hay que ir a la raíz de la entrega total, transformar las actitudes que nacen en el corazón y son las que pueden ensuciar o limpiar, oscurecer o iluminar nuestras vidas y las de los que nos rodean. Porque, sin amor, cualquier donación desinteresada, cualquier renuncia, cualquier altruismo aparentemente heroico no sirve de nada (1 Corintios 13, 1-3).
Y es que, en el fondo, da igual que se lo diera al templo, del que no quedará piedra sobre piedra (Marcos 13, 2), a un mendigo o al propio Judas, que guardaba la bolsa, (Juan 13, 29). Estamos intentando mirar el gesto de esa viuda y verla a ella con los ojos de Cristo; su nobleza, su ofrenda, su belleza transparente. No sé por qué, la imagino hermosa, no anciana, sino más bien joven, o…, mejor, atemporal, con el cutis terso, la mirada limpia y la mano que deposita los dos leptos, grácil, delicada. Una mujer que había conocido el amor de un hombre y, al perderlo, se entregó al Amor de Dios, alcanzando un nivel y una calidad de pureza infinitamente superior a la de muchas vírgenes solo en lo físico.
– ¿Qué dices, loca? Exageras, como siempre. ¿Cómo va a recobrar una viuda la pureza de una virgen? ¿Puede el amor a Dios y a los demás transformar así los cuerpos?
– Claro, pero solo si antes ha transformado el alma.
La viuda silenciosa, iluminada por la mirada del Maestro, tan cerca ya de Su propio Sacrificio en la cruz, tiene, como la generosa viuda de Sarepta o como la fiel y compasiva Rut, el alma traslúcida del que ha logrado la virginidad espiritual, que es la absoluta disponibilidad. Cuánto más bella y trascendente es esta virginidad que la meramente física, que, si no se alcanza también la del espíritu, acaba corrompiéndose, manchándose de soberbia, rigidez y vanidad.
La viuda de Sarepta, Rut, la viuda del templo, las tres son ejemplo de la mujer valiosa, la que añora en los Proverbios Lemuel, rey de Masá (Proverbios, 31, 10). Viudas vírgenes las tres, aunque hubieran tenido cinco maridos como la samaritana, pues la verdadera pureza nace de la disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios y ofrecerse por entero a Él y al prójimo. Cada una a su manera, en su lugar y circunstancias, ha pronunciado el “hágase Tu voluntad” que, al brotar del corazón, las hace libres.
También nosotros podemos ser libres si seguimos su ejemplo y el de tantos que se miraron en ellas, que escucharon la Palabra y la pusieron por obra, como Bernardo de Claraval, que dijo: “Siguiendo el ejemplo de aquella mujer del Evangelio, he dado en mi pobreza todo lo que tenía”.
Un paso inicial hacia esa meta sería comprender, por fin, que las Sagradas Escrituras, y muy especialmente el Evangelio, están hablando de nosotros y para nosotros. Solo así nos irá transformando su poderosa alquimia.
Lo que agrada a Dios, Luis Alfredo Diaz
El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará.
Lucas 17, 33
Tengo miedo de lo que doy, pues me esconde lo que no doy.
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús: «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos.» El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.» Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
El Evangelio no consiste sino en una única exhortación: dejad que el corazón se os derrita al sol de Dios.
Klaus Berger
No somos capaces de amar sin condiciones, a no ser que pongamos nuestro corazón bajo el sol de Dios, fuente del verdadero amor, infinito e incondicional, muy diferente del amor humano, que se suele quedar en el apego, el afecto o el sentimentalismo.
El amor al que estamos llamados no es tampoco la benevolencia ni la filantropía; la caridad de Jesucristo es locura de amor. Él ve la imagen de Dios en cada uno de nosotros, por eso Su amor va mucho más allá de lo que se entiende por compasión. Él nos ve a la luz de Dios y nos invita a mirar así y amar así. Si lo logramos, nuestra mirada será tan amplia que abarcará a todos y no amaremos solo a aquellos que tenemos cerca, sino que viviremos en el amor sin condiciones, que es Jesús.
Es el amor que ha creado el mundo, la fuente de todo bien, de toda belleza y que, como dice Dante, mueve el sol y las estrellas. Pero, ¿quién alcanza ese amor perfecto? Podemos intentar vivir como si ya lo hubiéramos logrado; mirar, hablar, escuchar, actuar como si ya ardiera en el corazón el fuego de ese amor divino. Entonces, un día, cuando menos lo esperemos, nos sorprenderemos mirando con los ojos de Jesús, actuando con los gestos de Jesús, amando al con Su corazón traspasado por amor.
El Padre en Jesús, Jesús en mí, yo en todos…. Si amas de verdad, te olvidas de ti mismo, te pierdes en el Otro, tienes como propio todo lo Suyo y pones en Sus manos todo lo tuyo, incluso las miserias, pues poco más tenemos. Entonces todo es amor y puedes decir con San Agustín: “ama y haz lo que quieras”, porque bebes del amor de Jesucristo, que ama sin retener, sin proyectar, sin depender, purifica y acrisola lo imperfecto.
Porque Élquiere para aquellos a quienes ama lo mejor: el Reino, la Vida que nos está destinada desde antes de los tiempos. La vida humana pasa, si algo es "amable" en ella es el germen de vida divina. Deseemos lo mismo para quienes amamos: la vida divina, el Reino.
Es Dios que amó primero y nos creó por amor para el amor. El pecado original inició el simulacro de amor, que es lo que solemos sentir. Pero el amor de Dios perdura, es infinito y eterno; todo nos comunica el “te amo” de Dios y nosotros hemos de corresponder con su propio “te amo”.
En ese “te amo” incesante, el Señor nos sigue diciendo, como en la primera lectura (Deuteronomio 6, 2-6), que recoge Marcos en el Evangelio: “Escucha, Israel”. Pero no solemos escuchar, y Le respondemos con ruido y agitación. Que cada instante vuelva a ser un: “Escucha, Israel”. No necesitamos escribir el mandamiento del Amor y cargarlo con nosotros, fuera de nosotros, como siguen haciendo los judíos, en cajitas atadas a la frente. Que no pasen jornadas enteras en que, absorbidos por el ruido y la inercia, olvidemos quiénes somos y para qué existimos. Escribámoslo en el corazón y, si lo olvidamos, que nos baste mirar la Cruz para recordar Quién es Cristo y quiénes somos nosotros en realidad, si merecemos tanto amor.
La lanzada, Rubens
Solo podemos amar a Dios y a los demás permaneciendo en Él, amando desde Jesús en nosotros. Lo demás es sensiblería, apego, afecto, costumbre, pero no amor.Amemos al modo de Jesús, poniendo en su abrazo transformador a cuantos se nos ha confiado.Es la inhabitación y mucho más: la fusión de voluntades, volver al Plan original: el amor de Dios derramándose en nosotros, anhelando nuestro amor. Por eso podemos amar también lo que se acaba y consume, porque no vemos ya los cuerpos abocados a la muerte, sino la vida eterna que va creciendo dentro. No miramos lo que corre hacia el polvo y la nada, miramos a Jesús, y amamos en Él, recordando Sus promesas.
Nuestra meta es hacer posible el Reino en todos los corazones, para vivir en el amor de Dios, que no es sentimiento, sino Acto único y eterno, con Su bondad, belleza, verdad, potencia y pureza. Todo eso quiere para nosotros, ¡cómo no amarle! Ya no puedes vivir sin Jesús y Él no puede vivir sin ti, porque tu vida ya es la Suya.
La llevaré al desierto, Sor Tomasina
El grande y primer mandamiento
Para poder amar mucho a Dios en el cielo, es necesario, en primer lugar, amarlo mucho en la tierra. El grado de nuestro amor a Dios, al final de nuestra vida, será la medida de nuestro amor de Dios durante la eternidad. ¿Queremos tener la certeza de no separarnos de este soberano Bien en la vida presente? Estrechémosle cada vez más por los vínculos de nuestro amor, diciéndole con la esposa del Cantar de los cantares: "Encontré al amor de mi alma: lo abracé y no lo solté"(3,4). ¿Cómo ha apresado la esposa sagrada a su amado? Es con el brazo de la caridad con lo que se apresa a Dios, afirma san Ambrosio. Dichoso aquel que podrá escribir con san Pablo: «Que los ricos posean sus riquezas, que los reyes posean sus reinos: pero para nosotros, ¡nuestra gloria, nuestra riqueza y nuestro reino, es Cristo!». Y con san Ignacio: «Dame solo tu amor y tu gracia, eso me basta». Haz que te ame y que yo sea amado por Ti; no deseo ni desearé otra cosa.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos. Y él se puso a hablar enseñándoles: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán “los hijos de Dios”. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.
Políptico del Cordero Místico, Hermanos Van Eyck
Sólo tenemos una vida, hemos de ser santos.
San Maximiliano María Kolbe.
De acuerdo, Maximiliano, hombre generoso y valiente. Ser santo es imitar y seguir a Jesús desde la gran tribulación, este mundo de división, lucha, conflicto, separación, muerte y entropía que ya pasa. A Su presencia nos dirigimos, como el grupo que aparece en la primera lectura de hoy (Apocalipsis 7, 2-4.9-14), unidos, en este viaje de vuelta al Origen del que venimos. Con las vestiduras lavadas y blanqueadas en la Sangre del Cordero, habiendo renunciado al hombre viejo y habiendo optado por la Vida que somos en Cristo.
Las vestiduras blancas son la individualidad que conservaremos, después de que Él haya borrado de ellas toda mancha de egoísmo y falsedad. El agua y la Sangre que brotan del Corazón de la Divina Misericordia nos lavan hasta lograr un blanco deslumbrante (Marcos 9, 3). Es también el nombre que encontraremos en la piedrecita blanca que se nos dará (Apocalipsis 2, 17), nuestro nombre verdadero, el que hemos venido a reencontrar, para abandonar esta matrix de mentiras y sueño.
Aún no se ha manifestado lo que seremos, porque aún no somos conscientes de dónde venimos y adónde vamos, ni de la chispa divina que late dentro. Porque todo el que tiene esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él es puro (1 Juan 3, 1-3).
Al Origen regresamos, y no podemos perdernos, porque tenemos las Bienaventuranzas, que nos recuerda el Evangelio de hoy, una verdadera guía para el cristiano, un canto al amor, la confianza y la unidad. Bienaventuranzas, sabiduría y fidelidad, camino de regreso para valientes, tras las huellas del Cordero-Pastor.
En la lógica del mundo, divergente, separadora, que valida el conflicto y la pérdida, el 1 de noviembre parece sombrío. Por eso nos hemos inventado un Halloween de t-error que subraya la distorsión, el miedo al miedo… En la lógica de Jesús, la lógica del amor y la unidad, es la Fiesta de las fiestas, la celebración de la unidad y de la alegría, la conmemoración de la Meta, del destino en el que ya somos, la Comunión de los Santos, la Unidad.
Ser santo es ser lo que eres realmente, más allá de los disfraces que te has ido poniendo a lo largo de tu vida. Recuerda el proyecto de Dios para ti y acógelo de nuevo con alegría y verdad, aquí y ahora, sin huidas ni excusas, sin imaginar ni ensoñar… Vuelve a ser lo que eras, serás, eres, pues para Dios no hay tiempo (1 Pedro 3, 8), recuérdate y verás cómo la angustia, la impaciencia, la dispersión de toda una vida en un sueño equivocado se convierte en combustible para el viaje de vuelta a Casa, donde nos esperan todos los santos, la Santa Compañía que convirtieron en algo espantoso, otro error de la distorsión, otro “te amo” convertido en “temo”, ese Halloween desquiciado que es una parodia, porque todos regresamos, libres y serenos.
Holy win, y no Halloween, los santos que somos por el Bautismo regresamos victoriosos al encuentro del Cordero cuya Sangre nos limpia y nos transforma. Comunión de los Santos, Vida verdadera que estalla en alborozo, dicha eterna. Un solo anhelo vertical nos une, una muerte para la Vida, un regreso de todos a la Casa del Padre, sin vuelta atrás.
95. Diálogos Divinos. La muerte desde la Divina Voluntad
Algunos aforismos sobre la muerte como Dies Natalis (día del nacimiento):
Lo difícil no es aceptar que un día vamos a morir. Lo realmente difícil es atreverse a morir cada vez que sea necesario.
Aprende a ver la muerte como comienzo, trampolín desde el que zambullirnos en la eternidad.
La muerte es un verdadero rito de iniciación para el que todos debemos prepararnos.
Si un hombre lograra pensar de verdad, sin estrategias de huida, en su propia muerte, sería capaz de despertar y emprender el camino que conduce hacia la libertad.
La muerte es la entrada en una vida más real, una vida que no se agota, sino que mana incesante y transparente.
Imagina que mueres ahora. ¿Sientes paz y aceptación? Si no es así, trata de descubrir qué debes cambiar para que cuando llegue el momento puedas afrontarlo con paz.
Las personas conscientes miran su vida sin dejar de mirar también a su muerte. Eso les da una perspectiva completa y todo cobra su verdadera dimensión.
Pensar en la muerte no es vivir menos, no es ir claudicando o rindiéndose, no es renunciar a la vida; al contrario, es vivir con coherencia y valentía.
Soltar, abandonar, disolver, deshacer, desatar... ¡Liberar! Y el tiempo que nos quede, que sea un paseo luminoso.
Ser consciente de nuestra mortalidad es una actitud lúcida y liberadora, un reloj de arena que lleva entre sus granos muchas piedras preciosas, diminutas e inmensas.
Gran tesoro es ser conscientes de que estamos muriéndonos desde que nacemos. Vivamos velando, despiertos, para no olvidarlo y así reconocer esa otra cara de la moneda: nuestra dimensión eterna.
Hemos sido esclavos del sueño y la ilusión demasiado tiempo; es hora de volver a lo Real, donde somos eternos y libres.
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y mucha gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Llamaron al ciego diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha curado”. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Jesús cura a un ciego, Sebastiano Ricci
Yo sé que está vivo mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios: yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos lo verán.
Job 19, 27-27
El ciego Bartimeo es un modelo para nosotros por su deseo de ver, que es deseo de despertar y encontrar la Verdad, por su gratitud y el anhelo de seguir a Aquel que ha reconocido como Hijo de David, antes de ver, y como Mesías, Hijo de Dios, recuperada la visión.
El hijo de Timeo se dirige al Hijo de David. El ciego invoca a la Luz del mundo; ¿cómo no saltar, cuando la Luz que anhelas pasa por tu lado?
Ciego, apartado, pidiendo limosna, grita, Jesús le llama y suelta el manto, da un salto y se acerca: ese movimiento de la fe que le hace expresar su petición es lo que hace posible su curación.
Todos somos ciegos y, antes de que pase Jesús, Camino, Verdad y Vida, estamos sentados al borde del camino, en lo falso y estancado, sintiéndonos separados, incapaces, pidiendo limosna… Muchas de nuestras actividades aparentemente necesarias son una petición de limosna al mundo. Inútil petición, pues solo una cosa nos falta y por tanto solo una cosa hemos de pedir: reconocer a Jesucristo y seguirlo.
Date cuenta: Él te llama; te está llamando continuamente. Suelta el manto, da un salto, acércate a él y pídele ver. Él hará que veas, para que puedas volver al Camino, que es Él mismo. Abandona las tinieblas, la Luz verdadera te llama. Confía, suelta todo, salta, ve hacia Él, y síguele.
Porque la Verdad no es una idea o un concepto, ni siquiera un estado o nivel de conciencia que haya que buscar, encontrar o alcanzar. La Verdad es una Persona, Jesucristo, que te llama, te busca y te encuentra; una Persona en la que, por Amor, ya somos Uno. Reconocer esto es dejar de sentirnos separados, apartados o incapaces, es descubrir una fuerza que nos hace saltar y dejar todo, es Ver. Ver-dad. El que ve siente el imperativo interior de dar, de compartir su visión, ese tesoro por el que se vende todo. El que estaba ciego y pedía ahora ve y da porque ha reconocido la Verdad.
Como San Pablo, nos gloriamos en nuestra debilidad, y como Bartimeo, somos conscientes de nuestra pobreza, pero no permitimos que nuestras carencias y limitaciones nos frenen. Saltamos, dejamos el manto y las limosnas del mundo, y nos ponemos a seguirle por el camino, libres, capaces de todo, porque reconocemos que Él es la fuente de nuestra libertad y nuestra fuerza. Despiertos, seguros, viendo y siendo vistos por el Hijo de David e Hijo de Dios.
El ciego salta con prontitud en la respuesta, pero porque Jesús le ha llamado. Él siempre llama antes, ama antes, sana antes de que se lo pidamos. Dice Cabodevilla: Mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón, manda delante, como un heraldo, la alegría.
El ciego pide compasión, misericordia al que ya reconoce como la Fuente de la misericordia. En la propia palabra misericordia, vemos cómo se integra y se transforma simbólicamente la miseria humana en el corazón que ama (miseri–cordia; cor/cordis, corazón), para crear una nueva realidad de compasión y perdón, de libertad y alegría.
Hoy hemos contemplado de nuevo la misericordia de Dios manifestada en su Hijo. La misericordia hace posible la sanación real, que es mucho más que una ceguera física superada o una visión de los ojos recuperada, es ver con los ojos interiores, saber, reconocer la Fuente de toda sanación.
Tan solo he venido, Juan Luis Guerra
La misericordia de Dios, es el amor que obra con dulzura y plenitud de gracia, con compasión superabundante. La mirada dulce de la piedad y del amor jamás se aparta de nosotros; la misericordia nunca se acaba. He visto lo que es propio de la misericordia y he visto lo que es propio de la gracia: son dos maneras de actuar de un solo amor. La misericordia es un atributo de la compasión, y proviene de la ternura maternal; la gracia es un atributo de gloria, y proviene del poder real del Señor en el mismo amor. La misericordia actúa para protegernos, sostenernos, vivificarnos, y curarnos: en todo esto es ternura de amor. La gracia obra para elevar y recompensar, infinitamente más allá de lo que merecen nuestro deseo y nuestro trabajo.