En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.
El Buen Pastor, Catacumbas de Priscila
Alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti lo que está en ti todo entero y del modo más verdadero y manifiesto?San Agustín
Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
y tú en mí, para que sean completamente uno.
Juan, 17, 22-23
El cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, podemos participar de la unión divina.
Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en argumentos que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. Por nuestra incorporación a Cristo y nuestra participación en el Misterio Pascual, alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación definitiva del hombre es la unidad con el Único.
Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió. De ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10); Aunque sin Jesucristo no podemos nada, con Él lo podemos todo. Através de Él, vamos llegando a niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones sensoriales.
Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora, hacia la Unidad. Con Él no nos disolvemos ni desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos; solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no somos, para ser de verdad y amar de verdad. No se trata de un apego a la propia individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente, de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse con nosotros.
Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él, Dios infinito.
Creer en Él nos da la vida eterna, nos libera de ciclos y de leyes. Porque el Verbo se hizo carne, se hizo debilidad, vulnerabilidad, para ser uno de nosotros y poder elevarnos con Él. Dios se abaja para elevarnos, por amor. Ya no somos solo carne, destino mortal, porque Él ha glorificado la carne, ha hecho del ser humano algo más que el cuerpo frágil y el alma adormecida, consecuencia de la caída. Él nos ha elevado, nos ha transformado y nos ha otorgado la dignidad de los Hijos de Dios.
Desde entonces es fácil aceptar la multiplicidad, como una de las dos caras de la única moneda. Si, como dice Frithjof Schuon, la venida de Cristo es el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto, bendita relatividad, bendita multiplicidad, contemplada desde la esencia integral y unificada que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga. Porque seguir al Buen Pastor, reconocer con Pedro que bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos, nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni coordenadas en la que todas las cosas y todos los seres mueren y renacen en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres ante el único Nombre, que siempre está viniendo.
De la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.
Jesús, que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos totalmente a Él.
Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más sublime, lo absolutamente perfecto.
“Yo y mi Padre somos uno”; es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, permanecemos unidos a Jesucristo a través de los sacramentos, de la fusión con Su Voluntad, que nos permite alcanzar la Vida Divina a la que estamos llamados, y la lectura constante de Su Palabra. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz que transforma y eleva.
Quien vive íntimamente unido a Jesús, renunciando a la voluntad humana limitada y confundida para dejar que sea la Vonuntad Divina la que viva y obre en él, descubre que el Reino está en su corazón y que se puede resucitar antes de morir para vivir ya aquí Vida de Cielo.
Algún tiempo después, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos. Simón Pedro les dice: “Me voy a pescar”. Ellos contestan: “Vamos también nosotros contigo”. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no consiguieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: “Muchachos, ¿tenéis pescado?” Ellos contestaron: “No”. El les dice: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La echaron y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: “Es el Señor”. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: “Traed ahora algunos de los peces que habéis pescado”. Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: “Vamos, almorzad”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis corderos.» Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Él le dice: «Pastorea mis ovejas.» Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.» Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme.»
La pesca milagrosa, Rafael Sanzio
Acabamos de leer parte del Epílogo del Evangelio según san Juan, un "añadido", donde se relata la tercera aparición de Jesús a los apóstoles, tras Su resurrección.
Ha sido una noche oscura, en la que no han sido capaces de pescar ni un solo pez. Pero, con la claridad de la alborada, el nuevo día que es Cristo, y siguiendo Sus instrucciones, los apóstoles (siete en esta ocasión, símbolo de totalidad) pescan ciento cincuenta y tres peces.
Recuerda otra escena de pesca milagrosa, la de Lucas 5, 1-11. De nuevo abundancia y plenitud para el que confía en el Señor. Jesús está preparando a la Iglesia, instruyéndola en su misión: pescar hombres, rescatar hombres con el anzuelo del amor.
Avanzado el relato, el discípulo amado reconoce a Jesús. Juan no se precipita al agua como Pedro, al encuentro del Maestro, porque Jesús ya está en él; eso es lo que significa ser el discípulo querido, ser una unidad con el Maestro. Muchos exégetas dicen que Pedro ocupa el centro del relato, como primado de la Iglesia, simbolizada pero el verdadero centro es la afirmación: “Es el Señor”, de quien, sabiéndose amado, puede reconocer al Maestro.
En esa mañana luminosa junto al lago, estamos también nosotros. “Es el Señor”, dice Juan. ¿Podemos decirlo? ¿Reconocemos al Señor entre nosotros, dentro de nosotros? Abundancia, comunión, alimento compartido en compañía de Jesucristo. Esa es la meta a la que estamos llamados, y a la que nos lleva la entrega confiada a Aquel que es Pan de Vida.
San Jerónimo dice que la cifra ciento cincuenta y tres es símbolo de totalidad, porque es el número de las especies de peces. En el Evangelio apócrifo de los Hebreos, se dice que cien es número de la abundancia, y cincuenta y tres los milagros que hizo Jesús. Por eso, ciento cincuenta y tres significa plenitud absoluta.
La metáfora de la pesca aparece a menudo en el Evangelio (Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20) y también en el Antiguo Testamento (Ezeq 47, 10; Hab 1, 14-15). El símbolo del pez, usado por los primeros cristianos para reconocerse entre ellos, contiene la esencia de la Revelación. Las letras de la palabra pez en griego, Ichthys, como vemos abajo, son las letras iniciales de la frase: "Jesús, el Cristo, Hijo de Dios, Salvador".
La cifra de ciento cincuenta y tres peces es, entonces, simbólica, aunque eso no excluye que sea también literal, pues los evangelios son, y esta es la maravilla, históricos y simbólicos a la vez. La desnudez de Pedro, fuera literal o no, es esencialmente simbólica. Cuando Juan señala la presencia del Señor, Pedro, el que negó porque no había alcanzado el nivel de comprensiónque nace de un corazón totalmente abierto y entregado, se reviste de la vestidura de la fe, que fortalece e integra, confiere la firmeza necesaria para hacer lo que hay que hacer y afrontar con coherencia y determinación la Misión encomendada: pescar hombres, rescatarlos del mar turbulento y oscuro de la ignorancia y el egoísmo, para, habiéndoles mostrado el rostro de la Verdad, guiarlos hacia el encuentro definitivo.
Pedro, noble e impulsivo, se creía fuerte y es tan débil... Solo es fuerte y audaz, solo acierta, cuando le inspira el Espíritu Santo, como cuando reconoció que Jesús es el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16).
Todos somos Pedro, de diferentes formas. Qué débil mi fe, qué inconsistente ante las pruebas, qué cobarde, Señor, si me falta Tu Presencia. Pero qué fuerte y valiente puedo llegar a ser cuando Tú me sostienes y me inspiras. ¿Quién quiere contar consigo mismo, pobre criatura desvalida, incapaz y atribulada, pudiendo contar con la ayuda, la fuerza, el poder de Aquel que es Dios y por amor se hizo hombre?
También estamos llamados a ser Juan, aunque a veces nos cueste experimentar su entrega, su confianza, su fidelidad. Él es siempre más rápido, no porque sea más joven, lo que solo le daría una velocidad física. Llegó a la tumba antes que Pedro, y ahora es el que dice: “Es el Señor”. Su “rapidez” emocional, fruto de la fe verdadera, le dio la valentía de estar junto a la cruz, mientras Pedro había negado tres veces, esto es, totalmente.
El discípulo a quien Jesús tanto quería… No es que a Pedro o a los demás los quisiera menos; es que Juan estaba preparado para recibir, aceptar, conservar ese amor. Ese es el mérito de Juan, bendito mérito a nuestro alcance: ser tan puro y sencillo como para vaciarse de sí mismo y poder recibir los méritos infinitos de Aquel que nos amó primero y nos ama para siempre. Ser amados por Jesús: esa es nuestra esencia, nuestra grandeza y dignidad.
Por eso, la triple pregunta a Pedro: “¿me amas?”, es una oportunidad para reparar por tres veces, esto es, totalmente, la triple negación, y poder asumir la Misión. Porque amar al Señor es, en primer lugar, ser capaz de recibir Su amor, pues Él nos amó primero.
Si fuéramos realmente conscientes del amor que Cristo nos tiene, seríamos fuertes, coherentes e inmensamente felices. Acaso no creemos merecerlo… Pero aceptar ese amor nos hace ya merecedores de él, porque, como dice San Bernardo, nuestros méritos son los que vienen de Jesucristo, por eso son tan valiosos.
Es Juan quien habla de sí mismo en varias ocasiones como el discípulo al que Jesús tanto quería. Él sabe que Jesús lo quería como a los demás, pero ese “tanto” procede de la conciencia de ser amado. Juan, en su pureza y limpieza de corazón, está preparado para recibir el amor de Cristo y, además, para saberse querido. El que se sabe amado no puede hacer otra cosa que amar, porque no estamos hablando del amor humano, limitado y condicionado. Estamos hablando de la Fuente inagotable del Amor.
Por eso, Pedro es el primado de la Iglesia visible, y Juan –y los que siguen su escuela de consciencia, confianza y fidelidad–, pionero de esa Iglesia interior, agrupada en torno a Cristo, que no todos son capaces de captar, ni siquiera de concebir. En esa Iglesia humilde y desapercibida, puro servicio, pura entrega, donde cada uno desempeña un papel, una función, una nota en la maravillosa sinfonía de la Comunión de los Santos.
El centro de la enseñanza de Jesús y el sólido fundamento de su Iglesia es el amor (1 Jn 4, 16). El amor sin condiciones, que no busca recompensa ni intercambio; el amor al que se refiere San Agustín cuando dice: "Ama y haz lo que quieras", porque, quien así ama, solo puede hacer el bien; el amor que nos transforma y nos restaura, que nos devuelve la semejanza perdida, que nos libera del egoísmo y de las ataduras de lo material, lo perecedero, y nos eleva a la dignidad nueva y antigua de Hijos de un Padre que es Amor.
Es el amor, personificado en Juan –y en cada uno de nosotros, si queremos– , el que dirige a la Iglesia y también a su primado. Juan reconoce al Maestro y lo manifiesta; la Iglesia puede emprender la Misión.
En otra escena en el lago de Tiberíades (Jn 6, 16-21), cuando Jesús caminó sobre las aguas, fue Él quien dio testimonio de Sí mismo: “Soy yo, no temáis”. Ahora nos toca a nosotros, a ejemplo de Juan, reconocer al Señor y manifestarlo sin miedo ni dudas. Nos toca ser testigos y dar testimonio, como hacen los apóstoles en la primera lectura de hoy (Hechos 5, 27b-32.40b-41) y como hará toda criatura cuando llegue el momento, según anuncia el Apocalipsis en la segunda lectura (Ap 5, 11-14).
El que apoya su cabeza en el pecho del Señor es quien llega primero al sepulcro vacío, al signo de la Resurrección, aunque, luego, la humildad propia del amor le hace esperar a que entre el llamado a ser la Piedra sobre la que se construye la Iglesia visible. No necesita mandar ni figurar quien se recuesta en el pecho del Único que tiene poder, aquel que ya es uno con Él.
El que ha sido capaz de vivir como nadie el amor del Maestro, y por eso estuvo ante la cruz y recibió también a la Madre en nuestro nombre, es quien reconoce al Maestro y le dice a Pedro: “Es el Señor”. Solo cuando Juan ha comprendido y expresado su reconocimiento de Jesús, Pedro se “viste” y se lanza al agua para ir hacia Él. Después, los otros cinco apóstoles que aparecen en la escena saben también que es el Señor.
Sigue siendo el amor recibido y aceptado, el que nos hace decir: “Es el Señor”, cada vez que reconocemos su Presencia a nuestro lado, entre nosotros, en el centro de la Misión a la que todos somos llamados.
Pedro es la acción, la concreción, Juan es la contemplación y la pura acogida del amor, porque, como María de Betania y María Magdalena (¿la misma María?, ¿dos Marías?; dos y la misma, poco importa), él había escogido la mejor parte y nadie se la quitaría. Es Juan el que siempre confirma a Pedro en su función y se somete a su autoridad. Es el amor el que guía a Pedro hacia su misión, para extender el Reino a todos, sin distinción ni fronteras, en una red que no se rompe.
El mismo Jesucristo descarta con firmeza cualquier rivalidad entre Pedro y Juan, como vemos en la escena que se narra en la continuación del Evangelio de hoy (Jn 21, 20-23) y sobre la que reflexionamos en el blog hermano de los Días de Gracia.
131 Diálogos Divinos. Resurrección en Divina Voluntad 1
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Cristo se aparece a los apóstoles, Duccio di Buoninsegna
El rasgo del apóstol Tomás que más ha calado a lo largo de los siglos es el que surge de la lectura del Evangelio de hoy: esa incredulidad desconfiada y tozuda. Tal vez la habría manifestado de igual forma cada uno de los apóstoles, de no estar presente en esa reunión en la que Tomás, por predestinación, acaso, más que por casualidad, no estaba.
Escondidos, encerrados, asustados, así están los apóstoles tras la muerte del Maestro. No parecen recordar que Él había dicho que resucitaría al tercer día. Ni demuestra ninguno mucha fe, porque la fe supone valentía. Creer es ser valiente; tener fe es confiar, por eso, creyente es el que no teme.
Había sido Tomás el que, unos días antes, había dado una prueba evidente de coraje y lealtad. Cuando Jesús dijo que volvían a Jerusalén, donde su vida corría peligro, fue Tomás quien dijo: “Vamos también nosotros y muramos con él” (Juan 11, 16). Con el corazón arrebatado de amor y fidelidad, estaba dispuesto a morir con el Maestro. Qué diferente esta reacción, de la imagen de incrédulo obstinado.
Y, sin embargo, era valiente, y también sincero; cuando no entendía algo, lo decía sin tapujos, como cuando preguntó: “Señor: no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?" (Juan 14, 5). Y Jesús le respondió –nos respondió– algo tan grande que la mente egoica no alcanza a concebir, solo el corazón puede acoger y comprender: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Juan 14, 6)
El Evangelio de hoy se sirve de Tomás, llamado el Mellizo (Judas Tomás Dídimo; Tomás: gemelo en arameo; Dídimo: gemelo en griego), para mostrarnos hacia dónde hemos de mirar para dar el salto valeroso de la fe. Nos señala el centro del corazón, o ese paisaje del alma en el que nunca hemos reparado y donde empezamos a comprender y a percibir con los sentidos sutiles, trascendiendo lo puramente físico. El Evangelista Juan, el discípulo amado, nos dice: escucha ahí, justo ahí, al que está escuchando. Date cuenta de quién escucha, mírale escuchar, quédate en esa escucha, como yo me quedé en el latido de Su corazón. Y también nos dice: permanece ahí, en tu mirada nueva y asombrada y un poco más atrás, mira cómo mira, mírala mirar. Escuchar con oídos que oyen; mirar con ojos que ven, se nos enseña de tantas maneras... Parece sencillo, pero hace falta osadía, generosidad, soltar los traicioneros amarres de la lógica cartesiana, que nos hacen sentir falsamente seguros.
Vamos vislumbrando a qué se refiere Jesús cuando habla de nacer de nuevo. Tiene que ver, en principio, con una transformación interior que te hace percibir el mundo, y a ti mismo, de forma nueva. Cambia, entonces, la forma de mirar, como si la mente se rindiera y nos liberara de su dictadura. Ya no miramos pensando, acomodando todo lo que vemos en una cuadrícula, como la que de niños dibujábamos en la tierra y luego recorríamos a saltitos. Así somos antes de ese cambio de mirada, niños saltando a la pata coja sobre un juego de rayuela que confundimos con la vida.
Y es que la fe no tiene nada que ver con las creencias. Estas proceden de la mente, de sus conceptos y clasificaciones limitadores. La fe, en cambio, es un don que recibe el que ha alcanzado un nivel de entrega que permite la intuición directa de lo Real. No es pensar, es integrar las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, para sentir y fundirse con la Voluntad divina. Entonces se cree con todo el Ser, que es más, infinitamente más que creer: es saber. Y cada uno de nosotros puede decir: "creo", en los dos sentidos de la palabra: creer y crear, que, con Él y por Él, son el mismo.
Entonces, unificados en Cristo, estamos preparados para recibir Su paz y el soplo del Espíritu Santo. Y, con ellos, el valor y la fuerza que Él nos otorga para seguir amando hasta el final.
Santo Tomás, El Greco
YO, QUE SIEMPRE CREÍ
Dirán que soy incrédulo; lo que soy es impaciente:
quiero ver al Señor, quiero abrazarlo;
no me basta que digan que no ha muerto.
¿Cómo iba a morir la misma Vida?
No me digáis que vive, eso lo sé;
Él me dio valentía de discípulo,
de creyente, que significa: el que no teme.
No me importa pasar a la historia
como el incrédulo, el desconfiado,
incapaz de dar el salto valeroso de la fe.
Él sabe que nunca dejé de creer,
pero quiso que representara ese papel ingrato.
Y hago como si no, como que quiero ver,
tocar para creer, mientras espero,
con el corazón henchido de certezas,
a Aquel que me escogió para seguirle.
Yo, que jamás dudé, acepto ser la duda
para que el mundo mire con los ojos del alma,
toque con los dedos del alma,
crea con la luz que el Espíritu
da a los valientes y los generosos.
Señor, acepto el cometido,
Tú y yo sabemos que nunca
dejé de creer, de sentir que eres la Vida,
que incluso “muerto” repartiste vida en los infiernos,
ese abismo de sombras donde la fe es un grito
desgarrado, de amor imposible.
Convirtamos mi amor en otro grito,
disfrazado de duda, el grito angustiado
del que no puede esperar para ver, oír, tocar
al Maestro, al Amigo, al Hermano.
Callaré lo que eres para mí:
Señor mío y Dios mío; hasta que vuelvas.
Haré bien mi papel: todos sabrán
que lo real está siempre más allá de los sentidos.
Tomás, el incrédulo, muy bien;
el desconfiado, si Tú quieres;
para el mundo que se resiste a verte
con los ojos del amor, como yo siempre te vi,
hasta querer morir contigo.
Hágase Tu voluntad,
yo, que siempre creí, seré la duda,
para que los incrédulos me recuerden,
metiendo el dedo, ay, en tus heridas,
y abran el corazón para creer.
Señor mío y Dios mío:
yo, Judas, Tomás, Dídimo,
que soy todo fe, seré la duda.
Escogiste al más parecido
a ti para alejarle tanto…
Sea, pues, mi Señor, como Tú quieres,
para que ellos crean y comprendan,
yo, que nunca dudé,
seré la duda.
¿Quíén es la Fe en el Reino de la Divina Voluntad? I