Evangelio de Juan 1, 1-1
En el principio existía
el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el
principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada
de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. Y la luz brilla en la tinieblas, y la tiniebla no lo recibió. Surgió
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para
dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la
luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que
alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo
por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo
recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos
de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de
deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria
como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio
de él y grita diciendo: «Este era de quien yo dije: el que viene detrás de mí
se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud
todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de
Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie
lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo
ha dado.
Para que nosotros,
seres relativos, podamos volver al Absoluto, es preciso que el Absoluto
descienda y nos tome. Ese descenso es justamente la encarnación del Verbo; ese
tomarnos es Jesucristo, el Hijo único de Dios. He aquí el evangelio.
Paul Sédir
Paul Sédir
La luz solo es bella si está encarnada.
Françoise
Cheng
El Concilio Vaticano II nos recuerda
que, desde el principio de los tiempos, el Verbo ha estado iluminando a todos
los que nacen en el mundo. Desde la primera Navidad, hace ya más de dos
milenios, como dice William Johnston, podemos rezar íntimamente al Jesús que
anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al tiempo que creemos por
la fe que el mismo Jesús, cósmico y glorificado, se le revela a todos los
hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión
mística con Cristo, el Verbo encarnado.
Para que Él
pueda llevar a cabo su obra y nacer en nosotros sin ningún obstáculo, hemos de
vaciarnos de todo lo falso y accesorio… Por eso san Agustín nos dice: “Vacíate
para que puedas ser llenado; sal para poder entrar”. Vaciándonos y guardando
silencio, la Palabra podrá ser pronunciada en cada corazón y podremos
escucharla. Vacíos, seremos llenados; callados, Él hablará (sobre este silencio necesario para vivir la Noche Santa: www.diasdegracia.blogspot.com ). El olvido de sí
hará posible el Recuerdo de Sí, que nos lleva a la Fuente de lo Verdadero.
Jesús, el Verbo encarnado, Dios y hombre: Dios
que nos creó, hombre que nos recrea. En Él vemos la imagen de Dios que el
conocimiento humano puede captar y asumir. De su mano caminamos hacia la Visión
plena y definitiva. Porque si la creación del mundo es expresión del poder de
Dios, la encarnación del Verbo es expresión de Su amor infinito.
En Él, la naturaleza
humana es elevada de su estado condicionado y abocado a la muerte, para
enraizarse en el Yo del Verbo, una ya con Él. Es la encarnación; la posibilidad
de levantarnos gracias a Su venida. Somos Hijos si queremos, con un destino
glorioso para los que se abren a esta luminosa “propuesta”.
Él se encarnó por nosotros, pero ya
antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a
esa vida de plenitud y eternidad que integra todo, incluidas las formas y los nombres.
Pero si nos quedamos en lo temporal, no llegaremos a lo más
sutil, lo sublime, lo absolutamente perfecto.
Qué misterio asombroso e inefable que Él se haya abajado, siendo lo único real, a tocar en la puerta de nuestros dormidos corazones, para que pueda encarnar en nosotros la Vida.
Qué misterio asombroso e inefable que Él se haya abajado, siendo lo único real, a tocar en la puerta de nuestros dormidos corazones, para que pueda encarnar en nosotros la Vida.
En su tratado Sobre la encarnación del Verbo, San
Atanasio afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros
llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros
tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres hasta
la Cruz, para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad.
Jesucristo,
Señor del Tiempo, se insertó en la historia, se hizo uno de
nosotros, limitándose a Sí mismo (kénosis:
vaciamiento). Vivió cronológicamente, como un hombre mortal, para hacernos
inmortales. Se adentró en el tiempo para hacerlo estallar y disolverlo con su
triunfo sobre la muerte.
Desde entonces, no hay nada que hacer,
según lo que el mundo entiende por "hacer", sino Ser. Solo Ser lo que se Es en Él. Porque nos ha abierto las puertas a una eternidad donde seguir siendo.
Dios, el verdadero no dualista, la
Unidad primigenia, entra por amor en la multiplicidad. La no-forma se hace
forma, lo absoluto entra en lo relativo, lo no manifestado en lo manifiesto, lo
ilimitado se hace limitado, concreto, lo eterno, temporal, el
Todopoderoso se vuelve vulnerable.
Si
la venida de Cristo es el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo
se haga Absoluto, bendita relatividad, bendita multiplicidad entonces,
contemplada desde la esencia integral y unificada que nuestra condición
de Hijos nos otorga.
Puer natus in Bethlehem, J. S.Bach
Imitemos la humildad
de Jesús, para recibir la Luz que viene con
un corazón sencillo, como el de un niño, con la pureza esencial, la inocencia
que permite reconocer el Misterio y aceptarlo. Él es el modelo de manifestación, porque encarnó por amor. Encarnemos conscientemente para amar sin medida, como Él. No hay un gozo
mayor que el que nos brinda el Amor que podemos vivir a cada instante,
en ese presente eterno donde somos uno con Él.
La
Encarnación de Jesús se enfoca ya hacia la Pasión. Bien sabemos que nace para
elevarnos, para morir por nosotros, caídos y condicionados; asume nuestra
condición hasta el fin para liberarnos de ella.
Vuelve a recordármelo una metáfora viviente que descubrí el año pasado, y este año contemplo de nuevo como si fuera la primera vez. Porque siempre es ahora, la primera, única vez.
Se trata del precioso Belén de la Iglesia de San Ginés, en la calle Arenal. Hay un lugar, que he vuelto a buscar, donde en el espejo barroco que está detrás de la Virgen, se refleja la imagen del Corazón de Jesús. La Virgen está todavía sin el Niño, con los brazos abiertos, esperándolo. Pero, detrás de ella, en el espejo, está su Hijo, ya adulto, resucitado y glorioso.
Sincronía, atemporalidad, Kairós para el que tiene ojos que ven. Navidad y Pasión, nacer, morir y resucitar a la vez, porque no existe el tiempo para el que vive contemplando el Misterio, siempre actual.
Y si te mueves un poco, hacia atrás, hasta que logras ver tu propia imagen en el espejo, descubres que eres uno más en la escena. Y quién vas a ser, sino otro recién nacido que la Madre espera en sus brazos abiertos. Otro Niño, el que Jesús quiere que seamos, hermanos Suyos, hijos de Su Madre, coherederos con Él del Reino al que todos estamos llamados.
Vuelve a recordármelo una metáfora viviente que descubrí el año pasado, y este año contemplo de nuevo como si fuera la primera vez. Porque siempre es ahora, la primera, única vez.
Se trata del precioso Belén de la Iglesia de San Ginés, en la calle Arenal. Hay un lugar, que he vuelto a buscar, donde en el espejo barroco que está detrás de la Virgen, se refleja la imagen del Corazón de Jesús. La Virgen está todavía sin el Niño, con los brazos abiertos, esperándolo. Pero, detrás de ella, en el espejo, está su Hijo, ya adulto, resucitado y glorioso.
Sincronía, atemporalidad, Kairós para el que tiene ojos que ven. Navidad y Pasión, nacer, morir y resucitar a la vez, porque no existe el tiempo para el que vive contemplando el Misterio, siempre actual.
Y si te mueves un poco, hacia atrás, hasta que logras ver tu propia imagen en el espejo, descubres que eres uno más en la escena. Y quién vas a ser, sino otro recién nacido que la Madre espera en sus brazos abiertos. Otro Niño, el que Jesús quiere que seamos, hermanos Suyos, hijos de Su Madre, coherederos con Él del Reino al que todos estamos llamados.
Desde otro "instante sagrado", más allá del tiempo y del espacio, el
poeta José Miguel Ibáñez Langlois canta con claridad y belleza el tesoro
escondido de estos días: que Cristo no es un maestro más ni un avatar, que Él
es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.
Él no es un
iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha
buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un
héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha
descubierto ni a sí mismo.
Jesús de
Nazaret, qué diantres,
con la voz
de la infinita humildad, simplemente susurra antes de morir:
yo soy la
resurrección y la vida,
yo soy la
luz del mundo,
Yo Soy El
Que Soy,
Yo Soy.
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