Evangelio de Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban
los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos.
En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo
esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de
alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos
y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Pentecostés, Fray Juan Bautista Maíno
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El Espíritu no tiene rostro ni voz,
pero es la luz y el sonido de unos sentidos espirituales nuevos, que hacen ver
y oír el misterio al hombre llegado a la plena madurez de Cristo.
Simeón,
el Nuevo Teólogo
Cuando se concentra en sí, el alma, mediante
este olvido y recogimiento de todas las cosas, está preparada para ser movida
del Espíritu Santo y enseñada por Él.
San
Juan de la Cruz
Jesucristo nos infunde el Espíritu Santo. Para poder recibirlo, hay que estar vacíos de todo lo que es ajeno a
Su gracia, ese fuego gozoso y vivificante que todo lo enciende e ilumina. Él
es Quien nos vacía para después llenarnos; nosotros solo tenemos que poner a Su
disposición el recipiente que somos, esa vasija de barro destinada a portar el
mayor de los tesoros (2 Corintios 4, 7).
Porque
no se trata de hacer, sino dejarse hacer, permitir que ese Amor
invisible que nos habita sea, crezca en nosotros hasta rebosar. Ese Amor que no
siempre podemos sentir, solo cuando callamos, nos detenemos, dejamos de prestar
atención a lo ilusorio, lo perecedero, para centrarnos en lo Real, que solo
captan los sentidos sutiles del alma, lo que no puede dejar de existir.
Aliento
que insufla vida, fuego de amor puro, torrentes de agua viva, voz interior que
habla en el silencio y en la calma, guía constante del corazón despierto. El
Espíritu Santo no es el gran desconocido, esa abstracción que se les ha
resistido a los teólogos, en su afán por definir y clasificar con los conceptos
limitados de la mente.
Podemos vivir, de hecho vivimos ya,
aunque aún no seamos plenamente conscientes de ello, un Pentecostés eterno,
porque el Espíritu Santo es Dios mismo habitando en el corazón del hombre, en
el centro de su propia esencia inmortal.
Dios no está lejos, no está fuera para
el alma que consiente y se abre a la Gracia. No es necesario buscarle en
templos de piedra o ladrillo, aunque sea más fácil sentir Su
presencia en el templo.
Porque el Espíritu sopla donde quiere (Juan 3, 8),
y el templo definitivo es uno mismo; tú, yo, cada uno de nosotros, para adorar en espíritu y en verdad (Juan 4,
24). Esa es la maravilla, el inefable don que tanto cuesta reconocer: Dios nos
habita.
Como los apóstoles reunidos en el cenáculo
perdieron el miedo al recibir el Espíritu, así nosotros nos hacemos valientes y
decididos cuando somos conscientes de ese hálito de vida, ese fuego que renueva la faz de la tierra (Salmo 104, 30).
El Espíritu abre los corazones cerrados y
los prepara para la Unidad a la que estamos llamados, que somos en el fondo. Él
nos da la energía, la confianza y la sabiduría necesarias para salir de la
prisión del egoísmo y reconocer en los otros el Misterio de Amor
que nos transforma.
Es el fin de Babel, del no
entendimiento, de la división; y el inicio de la sintonía que permite
comprender, acoger e integrar.
Siempre es Pentecostés, siempre estamos
recibiendo la llama que enciende el corazón de amor puro, el aliento divino que
renueva y transforma, que nos prepara para habitar un mundo nuevo, nuevo cielo, nueva tierra (Apocalipsis 21, 1), a
nuestro alcance ya, cuando somos capaces de mirar con ojos que ven y escuchar
con oídos que oyen, sin tiempo ni espacio, sin miedo ni muerte, sin separación.
Jesucristo
es el amor visible del Padre. El Espíritu Santo es el amor invisible del Padre
y del Hijo, entre ellos y hacia nosotros. Por eso sé que, cuando pido en la
oración: “Señor, aviva en mi corazón el fuego de Tu amor”, estoy pidiendo ese
Amor, uno y trino, que sostiene, mueve y restaura todo. Como decía Dante: “El
amor mueve el sol y las estrellas”.
La
inhabitación divina, que es el centro de la vida espiritual, alimentada por el
silencio y la oración, ha de manifestarse exteriormente y lo hace de forma
natural cuando reconocemos y aceptamos la Presencia interior, hasta arraigarnos
en esa Realidad viva, que nos crea y nos recrea sin cesar.
DOS FUEGOS
Dos fuegos hay en mí: uno se apaga
por cualquier golpe de viento;
el otro, invisible,
no dejará de arder
cuando yo me haya ido.
Hay dos fuegos en mí; uno es eterno
y observa compasivo cómo el otro
se consume tan lejos de la vida,
creyendo que es la vida quien lo inflama.
Dos fuegos hay en mí; uno artificio,
el otro llama que arde inextinguible
con deseos de arder más
y más alto
más hondo,
más real.
TESHUVAH
Una sola palabra
que el corazón comprende
basta a veces para hallar
la paz y el sentido, el centro,
su aliento de crisol.
Una sola palabra
basta para arder sin consumirse,
en medio de la llama
el corazón, ardiendo sin quemar.
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