Evangelio según san Lucas 6, 27-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el
bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os
injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite
la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo
tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.
Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los
pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen
bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo
cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a
otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos,
haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis
hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados;
no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se
os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La
medida que uséis, la usarán con vosotros.»
El Sermón del Monte, James Tissot
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Antes
de tachar de cobarde al hombre que tiende la mano al que lo ha injuriado, haría
falta que supiéramos que con esa misma mano ha querido estrangularlo y que le
ha sido precisa una virilidad poco común para olvidar que su honor había sido
escarnecido. El perdón es un acto de fortaleza; pero la fortaleza no es la
dureza. La
vida presente es corta y os trae ya los suficientes fastidios para que les
añadáis unas penas inútiles. Olvidad, sonreíd y gustad una de las mejores
alegrías de la tierra: la alegría de haber perdonado.
Hoy el Maestro nos lleva un paso más allá en su enseñanza, nueva e irrepetible, nos da un termómetro para medir nuestra tibieza. Nos dice que, no solo hay que amar a los que nos aman, sino que, además, debemos amar a los enemigos y para eso hay que pasar, como Él por la cruz. La cruz no amable ni aceptable para la lógica de un mundo que rechaza el sufrimiento. Se esconde la vejez, la enfermedad, la muerte en una sociedad de jóvenes alienados y adultos con síndrome de Peter Pan, que no quieren saber que les queda un puñado de años para culminar su vida inútil.
En el Padrenuestro decimos "hágase Tu voluntad". Pero cómo nos cuesta asumirlo en nuestros pequeños dramas cotidianos. Así nos forja, nos modela el divino Alfarero. Amar la Pasión…, como exclama Rafael Arnaiz en el texto de abajo. Empiezo a saber lo que es conocer, meditar, amar la Pasión de Cristo, más allá de palabras y teorías. De Su costado brota sangre y agua que purifíca y transforma al que Le mira y acepta ser salvado por tan tremenda locura de amor.
Porque esa Cruz que tantos rechazan, incluso entre muchos cristianos, esa Cruz, signo de división, es nuestra bandera, nuestra esperanza, nuestra salvación. Nosotros predicamos a Cristo crucificado, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, como San Pablo. Por eso aprendemos a aceptar nuestras cruces, viendo en ellas un instrumento de transformación y purificación. Y una gran Cruz es perdonar, amar al que te ofende, te hiere, te traiciona. . www.diasdegracia.blogspot.com
La
cruz eleva, transforma y dignifica pero no tiene nada que ver con lo que el
mundo entiende por dignidad. La falsa dignidad del mundo consiste en competir,
destacar, asegurar, acaparar honores vanos y efímeros, recibir el aplauso y el reconocimiento de
muertos vivientes. Son esos estribillos absurdos que, aun sin ser pronunciados,
flotan en el aire y marcan nuestras actitudes y nuestros modos, siempre a la defensiva: “¿quién te
crees que eres?” o “¡usted no sabe con quién está hablando!”.
Lo sabio, lo acertado sería decir, pensar, sentir que no somos nada y, en coherencia, no pretender sino ocupar el último puesto. Y entonces, nueva paradoja de un Dios que se hace hombre y muere por amor, comprenderemos, como Charles de Foucauld, que ninguno de nosotros puede ser el último porque en ese puesto siempre encontraremos a Jesucristo, enseñándonos a amar la cruz, a perdonar, a amar a los que nos odian, rechazan o injurian.
Lo sabio, lo acertado sería decir, pensar, sentir que no somos nada y, en coherencia, no pretender sino ocupar el último puesto. Y entonces, nueva paradoja de un Dios que se hace hombre y muere por amor, comprenderemos, como Charles de Foucauld, que ninguno de nosotros puede ser el último porque en ese puesto siempre encontraremos a Jesucristo, enseñándonos a amar la cruz, a perdonar, a amar a los que nos odian, rechazan o injurian.
Por la cruz a la Luz. Los desprecios, humillaciones, abandonos, sufrimientos y traiciones forman parte del camino descendente que Él recorrió y hemos de seguir sus discípulos. Todas las adversidades tienen “peso de eternidad”. Son cruces dolorosas que, aceptadas, vividas con consciencia y mansedumbre, nos unen a la Cruz salvadora de Cristo y nos transforman, nos hacen libres, dignos de la vida eterna por ser Hijos de Dios, filiación divina que el Amor de Cristo nos devuelve.
El colmo
del Amor,
amor hasta
el extremo:
amar al que
te odia,
al que te
ataca,
al que mira
indiferente
cómo sangra
la herida
que su
envidia infligió
en tu piel
inocente
o en tu
confianza.
Amar al que
traiciona,
al que
ignora tu voz
implorando su
ayuda.
Amor sin
medida,
ni condición.
También al
que se porta
como
enemigo cruel,
sin razón
ni motivo,
al que ofende y se burla,
al que te
hace caer,
al
rencoroso…
La paradoja
santa,
valor que
abrasa el odio
y enciende
el corazón.
Amor
purificado
que dignifica,
y te hace fuerte,
libre
para seguir
amando hasta el final
como el
Maestro.
Amor total,
Amor,
fuego divino
inflamando
la tierra,
espada de
doble filo,
arrancándonos
el miedo
con tajo
firme,
cirujano
preciso,
dolor que
se transforma
en amor si
le damos
peso de
eternidad,
y todo,
hasta el pecado,
tiene
sentido, feliz la culpa
que mereció
tal Redentor.
Amor que
salva
clavado en
una Cruz.
De la Cruz a la Luz,
del dolor al amor,
para la Vida.
Crucifixión, Vasily Vereshchagin
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Bendito Jesús, ¿qué me enseñarán los
hombres, que no enseñes tú desde la Cruz? Ayer vi claramente que solamente acudiendo
a ti se aprende; que solo tú das fuerzas en las pruebas y tentaciones y que
solamente a los pies de tu cruz, viéndote clavado en ella, se aprende a
perdonar, se aprende humildad, caridad y mansedumbre. No me olvides, Señor…
Mírame postrado a tus pies y accede a lo que te pido. Vengan luego desprecios,
vengan humillaciones, vengan azotes de parte de las criaturas. ¡Qué me importa!
Contigo a mi lado lo puedo todo. La portentosa, la admirable, la inenarrable
lección que tú me enseñas desde tu cruz, me da fuerzas para todo. A ti te escupieron,
te insultaron, te azotaron, te clavaron en un madero, y siendo Dios, perdonabas
humilde, callabas y aún te ofrecías… ¡Qué podré decir yo de tu pasión!… Más
vale que nada diga y que allá dentro de mi corazón medite esas cosas que el
hombre no puede llegar jamás a comprender. Conténteme con amar profundamente, apasionadamente
el misterio de tu pasión. ¡Qué dulce es la cruz de Jesús! ¡Qué dulce sufrir
perdonando! ¡Cómo no volverme loco! Me enseña su corazón abierto a los hombres,
y despreciado… ¡Dónde se ha visto ni quién ha soñado dolor semejante! ¡Qué bien
se vive en el corazón de Cristo!
San
Rafael Arnaiz Barón
En mi Getsemaní, María José Bravo
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