Evangelio según san Lucas 24, 46-53
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Así estaba
escrito: El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en
su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os
enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que
os revistáis de la fuerza de lo alto”. Después los sacó hacia Betania y,
levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos,
subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén
con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
Ascensión de Jesucristo, Garofalo |
Por el Espíritu Santo nos llega la espiritualización, la ascensión
de los corazones y la deificación.
San Basilio
Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y
vuelta al Padre. La "cortina de la carne", ya no le aprisiona; ha vencido los
condicionamientos materiales.
Él
ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Porque toca
caminar sin verle ni escucharle con los sentidos físicos. Es la fe
la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado,
invisible, aunque realmente presente. Creemos que se ha quedado con nosotros para siempre,
sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el
“gusano” de Dios (Isaías 41, 14; Salmo 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos
del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad.
“Eclipse
de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi
siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el
eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a
todos los confines del universo.
Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue
elevado sobre la tierra (Juan 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para
seguirlo en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad
que Él recorrió durante su vida terrenal. Jesucristo nos atrae hacia Sí, no ya
desde la ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en
la cruz.
La ascensión a la que Él nos llama es
el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que
desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las
pasiones, los apegos, el egoísmo, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil
donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese
anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia,
de comunión con Cristo.
La plenitud de la gloria
no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en
un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él,
gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres
criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?
Cabodevilla nos ayuda a
adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser
centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando
por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del
cielo.” (Colosenses 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne
humana mortal.
Por nosotros
mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su
muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al
ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.
Eso es lo que ganó para nosotros
con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios,
subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus
del cielo, entra en el cielo carnatus.”
Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada
e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la
elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.
Los relatos de la
Ascensión, de Hechos 1, 1-11 y Lucas 24, 46-53, que hoy leemos están llenos de símbolos y alegorías, formas de
expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Jesús, que nunca
perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los
condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas
espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose,
con la resurrección asciende, es glorificado.
San Bernardo señala tres
niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el
regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre
(Marcos 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda, el
Padre no tiene…., el Padre Es.
En su vida terrena Jesús
Es también verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne,
con sus limitaciones, Le mantenía, en cierto modo, alejado de su verdadera
gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo,
nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como
verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible
la promesa de nuestra inmortalidad.
El Hijo se une al Padre
y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace
de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped.
No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en
nuestro interior.
Está en el Padre, está en
la Eucaristía, está en el corazón del que vive en gracia… Es ahora cuando el
verbo “estar”, como antes el verbo “tener”, sobra o, mejor dicho, se queda
corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en el corazón! Ya no
tenemos que mirar alelados el cielo, donde Lo hemos visto alejarse o nos han
dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con
alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo
plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.
Puede ser difícil vivir
estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de
existencia. La del mundo, del que,
por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada
por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo,
con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de
antemano.
La segunda forma de
existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos,
aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que
nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello
dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente,
lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia,
Unidad, al fin.
Unidos a Él, ya estamos, ya somos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos
despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos estas maravillas con mirada de niño y corazón de poeta en diasdegracia.blogspot.com
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El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, ser Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.
El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, ser Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.
Ascensión. Oratorio. J. S. Bach
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