29 de enero de 2022

Se abrió paso entre ellos y se alejaba


Evangelio de Lucas 4, 21-30

En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: ¿No es este el hijo de José? Y Jesús les dijo: “Sin duda me recitaréis aquel refrán: «Médico, cúrate a ti mismo»; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Y añadió: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado más que Naamán, el sirio”. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
 

 
 
Él no está lejos de quienes buscan, entre sombras e imágenes, al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas, y el Salvador quiere que todos los hombres se salven.
Lumen Gentium, 2.16

Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Hebreos 13, 8). Y cualquier fruto de nuestra relación sincera y transparente con Él es perdurable. Por eso, a veces recupero vivencias de unión con Él, porque cielo y tierra pasarán más Sus palabras no pasarán... (Mateo 24, 35). Lo que escribo en este post me lo inspiró hace años el pasaje del Evangelio de hoy. En www.diasdegracia.blogspot.com, alguna pincelada sobre cómo vivir nosotros, como verdaderos discípulos, ese abrirse paso entre ellos y alejarse.

Jesús puede resultar muy incómodo y enojoso cuando nos resistimos a cambiar. Los que hace un momento le aprobaban encantados y se admiraban de sus palabras de gracia (Sal 45, 3b), viendo en ellas el signo mesiánico, de repente se dejan llevar por la ira del que siente amenazada su posición y sus creencias. No pueden aceptar que uno de los suyos, el hijo del carpintero, sea el Mesías, y venga a predicar una buena nueva para todos, no solo ya para el pueblo elegido de Israel.
 
Sucedió igual con los profetas, ignorados, despreciados o perseguidos por sus paisanos. Los defectos del hombre no han cambiado a lo largo de los siglos: recelos, envidias, desconfianza, escepticismo, cerrazón, volubilidad, perversidad… El sueño y la dispersión interiores, la falta de un centro permanente en ellos mismos provoca ese cambio brusco de actitud. La duda y el miedo pueden más que la esperanza de haber, por fin, encontrado al Mesías anhelado.
 
Los “suyos”, que lo conocen desde hace años, pasan de la aprobación entusiasta al rechazo furioso, hasta el punto de querer arrojarlo por un barranco. Pero Él, sin decir una palabra, con el poder sereno de la Verdad que Es, se abre paso entre ellos y se aleja. Este es uno de los pasajes del Evangelio que más me impacta y me conmueve.
 
Rechazado como todos los profetas, como nosotros a veces, cuando damos testimonio de nuestra fe sinceramente, sin tratar de contemporizar con nada ni con nadie. Porque, como Elías fue enviado a la viuda de Sarepta y Eliseo a Naamán el sirio, Jesús es enviado, y nos envía, a anunciar la buena nueva a todos, sin excepción. Pero solo están preparados para acoger su mensaje los que confían, los compasivos, los desprendidos y vacíos de sí mismos. Los soberbios y acomodados, ciegos de prejuicios y opiniones subjetivas, querrán despeñar al abismo al que ose amenazar su estabilidad y sus creencias.

Acosado y perseguido, no se defiende, sigue amando. El amor es paciente, afable,... empieza el precioso y conocido texto de San Pablo sobre el amor, de la segunda lectura de hoy (1 Cor, 13 4-13). Boris Mouravieff afirmaba que leer o recitar a menudo este fragmento nos brinda una “espada llameante” que va liberándonos de todo lo que no es amor.
 
Cristo es la paciencia en persona, el amor en persona. Compartió el pan y el vino y el camino de tres años, con sus días de sol riguroso y sus noches de frío e inclemencia, con el hombre que iba a traicionarle y entregarle a la muerte. Perdonó siempre, esperó siempre, amó siempre, sin pedir nada a cambio.
 
El amor incondicional a la manera de Jesús es el objetivo del cristiano. Es un amor que supera infinitamente todo lo que podemos imaginar, cualquier ideal que tengamos. Para poder amar así, incondicionalmente, sin límites, el hombre debe adquirir la virtud de la humildad, negándose a sí mismo.
 
Porque solo puede reaccionar como hizo Jesús en este pasaje –es decir, no reaccionando– quien está libre de ego. Jesús, el único que no tiene que negarse a sí mismo porque es el Sí mismo y, al mismo tiempo, la humildad absoluta. Compasión, misericordia, paciencia imperturbables, nada le afecta en su esencia primordial, no se siente víctima ni ofendido. Ahí radica una de las diferencias abismales entre Él y nosotros.

Bienaventurado el que no se escandalice de mí (Mt 11, 6), dice el Maestro. Para no escandalizarse de Él hay que estar dispuesto a aceptar y cumplir su Palabra totalmente, no solo en lo que nos resulta fácil o creemos que nos conviene. Y asumir su Palabra y encarnarla, hacerla vida en nosotros, exige un cambio radical. 

Los que se empeñan en defender su posición, sus comodidades y hábitos, o tal vez solo sus prejuicios y condicionamientos, seguirán escandalizándose de Aquel que viene a traer fuego a la tierra, que todo lo hace nuevo, que no hace acepción de personas porque viene a salvar a todos, no solo a un grupo de escogidos, Aquel que frecuenta a pecadores, publicanos y prostitutas y denuncia la hipocresía, la soberbia, el egoísmo de escribas y fariseos.
 
Que no nos escandalicemos nunca de Jesús o de su enseñanza. Que no tenga que abrirse camino entre nosotros para alejarse por nuestra falta de amor. Seamos testigos fieles de Aquel que sigue viniendo a traer la buena nueva para todos, porque Él mismo es la buena nueva.

Ved cómo se aleja, abriéndose paso
entre los ciegos y sordos de esta aldea
para siempre bendita, Nazaret,
donde creció Jesús, el carpintero,
el hijo de María y de José,
el mismo que hoy acosan y persiguen,
pues quieren acabar con esa vida
que descoloca las piezas
de oxidados ajuares.
 
Venid a ver cómo camina
entre los vocingleros, sus paisanos,
que no permiten que nadie destaque
en esa tibia, turbia, turba infame
para tibios, turbios, infames corazones,
incapaces de aceptar a un Mesías
que proclama el perdón, la libertad,
la igualdad, el amor, la buena nueva.
 
“Despeñémosle precipicio abajo
–dicen iracundos–  acabaremos
con la historia de nuestra salvación,
y a vivir, que son dos días
antes de la noche eterna.
Vamos a tirarle por el barranco,
que no venga con pamplinas
ese rabí tan raro, ese Jesús…
 
Qué manía de proteger la escoria:
que si los pobres, que si las prostitutas,
viudas, enfermos, locos, pecadores,
todos esos inútiles que estorban...
 
 Que venga otro más fácil de seguir,
sin renunciar a las comodidades
que nos hemos ganado, no pretenda
alterarnos el orden. Que nos diga
lo que queremos oír, por ejemplo:
que somos los únicos, los buenos, los mejores,
escogidos por un Dios especial
que ama a Israel, y solo a Israel.
 
A qué esperamos, acabemos con él,
que no moleste más ese rabí
tan manso que se va, abriéndose paso,
tan manso...
 
Aunque tiene toda la luz del mundo
en los ojos, que miran impasibles,
y voz de eternidad en cada sílaba
que pronuncia. Mirad cómo se aleja
de nosotros, ¿los únicos?, ¿los buenos?
...,
se aleja sereno, sin decir nada,
dejándonos la ira en la garganta,
como el amargo, ¡ay!, mudo y amargo,
desesperado grito de Caín.”

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