Evangelio según san Juan 8, 1-11
La mujer pública que, desde un lugar inmundo, siente a veces el oprobio en que vive, y cuya conciencia se espanta, está infinitamente más cerca de la verdad que el estoico que se regocija en medio de las llamas, a las que ha entregado su cuerpo para servir a su amor propio, este ídolo de virtud que se ha fabricado él mismo.
La enseñanza de Jesús, de raíz oriental, es a
menudo paradójica. A veces no hay otra forma de acercarse a la Verdad con
nuestras mentes limitadas. Además, Él va escogiendo el modo más adecuado de
transmitir el mensaje según las circunstancias, el momento y quienes le
escuchan. En ocasiones, es tan discreto que parece indiferente o pasivo, como
en la escena que hoy contemplamos, cuando están a punto de lapidar a una mujer
sorprendida en adulterio y se limita a escribir en el suelo con el dedo, hasta
que pronuncia la frase decisiva, tan ambigua como contundente. Otras veces,
sobre todo con los más íntimos, exulta de gozo y entusiasmo, e inunda a cuantos
le rodean de la gracia del Espíritu. A la humilde cananea, la compara con un
perro, para que ella demuestre su fe. En cambio, en el templo, ante los
mercaderes, sabe que es momento de mostrar la cólera sagrada y legítima.
Jesús llama a la adúltera “mujer”, como a Su madre en las Bodas de Caná y tres años después desde la Cruz. A la que quieren lapidar, Él le restaura la dignidad. Llamándola “mujer”, la está recreando, transformándola en una mujer nueva que surge de la mujer rota. Sin dejar de reconocer su pecado, le abre la puerta al arrepentimiento, que no es remordimiento masoquista, sino reconocimiento de la propia debilidad, con valentía, para poder ir hacia adelante, dejando atrás lo viejo, con un nuevo y decidido propósito de vida.
Precisamente la primera lectura de hoy, Isaías 43, 16-21, es un canto a la esperanza de una nueva vida, y prefigura el Apocalipsis, ese Libro prodigioso que a menudo hemos velado, considerándolo oscuro o amenazante (de ahí el adjetivo “apocalíptico”), cuando es un canto esperanzador, revelación luminosa para el que acoge a Cristo y se adhiere a Él, único capaz de hacer nuevas todas las cosas.
El Salmo 125 enlaza con este sentido de maravilla y renovación, confianza y alegría en el Dios de la misericordia, que nos hace misericordiosos para que dejemos de juzgar y condenar, para que perdonemos como él, sin medida.
San Pablo, en la Carta a los Filipenses (2ª Lectura, Fil 3, 8-14), nos anima a renunciar a todo lo que nos impide correr hacia nuestro destino de hombres y mujeres nuevos, resucitados en Cristo. Y la escena que hoy contemplamos del Evangelio de San Juan, culmina este canto a la vida nueva, la verdadera, libres de pecado y de hipocresía, valientes para ver la propia miseria y mirar hacia lo alto, a Aquel que nos tiende la mano y nos devuelve la dignidad.
¿Qué nos impide ser regenerados? ¿Por qué no
nos transformamos después de tantos intentos, tantas cuaresmas, tantos
propósitos incumplidos? Lo que nos mantiene en lo viejo, lo caduco, lo que no
perdura es la idolatría. Y no solo es idólatra el que adora a otros dioses. Hay
muchas formas de idolatría, y ese es el verdadero sentido del adulterio. Así lo
expresa Jean Yves Leloup: “El adulterio en su sentido primigenio consiste en
mentirse a sí mismo y confundir el reflejo con la luz. Esto tiene un nombre: idolatría.”
La mayoría de los contemporáneos de Jesús no
pudieron ver Su luz, seguían amarrados a los reflejos, a sus ídolos de
prejuicios, juicios, consideraciones internas que les impedían verse y
conocerse. ¡Como hoy! Confiamos en cualquiera, nos dejamos llevar por
costumbres, prejuicios e inercias, y, en el otro extremo, por novedades
efímeras, falsas promesas de plenitud y dicha que nos imponen desde fuera.
Muchas veces son propuestas buenas, pero, al ser absolutizadas y colocadas en
el lugar de Dios, se convierten en ídolos.
La verdadera libertad del cristiano consiste en confiar en Jesús, en Quien vemos al Padre. Con Él como apoyo y guía, es posible imitarle, vivir transformados, amar con un corazón nuevo, de carne, pues el viejo corazón, de piedra, no conoce el amor, solo el apego.
Jesús y la adúltera, Lucas Cranach, el Viejo |
El que no condena es condenado. Cada día,
cada instante vuelve a ser condenado en Su Pasión, que se actualiza
constantemente hasta el fin de los tiempos. ¿Quién Le condena hoy? ¿Pilato? ¿La
muchedumbre enloquecida? ¿El silencio cobarde de los discípulos? ¿La triple
negación del primer papa? Yo Le condeno, y tú también, y todos.
Mujer, ¿dónde están tus acusadores?;
¿ninguno te ha condenado? Y a ti, y a mí, ¿quién nos
condena? Nadie puede, y el Único que puede no lo hace. Muchos son los
llamados y pocos los escogidos (Mateo 22, 14). Uno se elige y
uno se condena… Fuimos creados libres y nuestra libertad es respetada hasta ese
extremo. Libres hasta el extremo, amados hasta el extremo. Dios, que te
ha creado sin ti, no puede salvarte sin ti, dice San Agustín.
Nadie la condena. Nadie te condena. Nadie me
condena. Nadie, sino uno mismo, se condena, pero todos condenamos al único
justo. Jesús es condenado a muerte cada día, cada instante que me condeno
a mí misma renegando de mi condición de redimida, mujer nueva en Él. Cuando no
acepto Su misericordia y no vivo como hija, salvada, resucitada en Él.
Jesús es condenado a muerte con cada olvido,
cada indiferencia, cada condescendencia con el hedonismo, cada vez que, en
lugar de vivir como resucitados, malvivimos.
Él es condenado en cada una de nuestras
condenas. Las hay brutales, como los asesinatos diarios en todo el planeta,
muchos de ellos, martirios por la fe en Cristo.Y las hay menos evidentes, que
pasan desapercibidas. Es esa condena sutil, callada y cruel de la indiferencia,
peor que el rencor a veces, que nos mantiene replegados en nosotros mismos sin
ver al otro, sin amar, sin vivir, condenados a muerte, sin saberlo.
Pero Él nos sigue diciendo: levántate y echa andar (Juan, 5,8); y san Pablo nos lo recuerda: despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (Efesios 5, 14). Me condeno cuando rechazo esa Voz, esa Luz. Me condeno cuando me niego a ver que estoy impedida, muerta, dormida, atada, y también cuando me pongo en manos de los que, en lugar de despertar, adormecen más, y, en lugar de desatar, siguen enmarañando con nudos inútiles y raros. La Cruz libera, desata, salva, nos hace nuevos. Via Crucis, Via Lucis, Via Amoris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario