Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Juan 13, 1
Jueves Santo, la Santa Cena, aquella hora de amor infinito en que Jesucristo instituyó la Eucaristía. ¿Cómo escribir sobre tan sublime don? Que escriban y hablen los que han recibido, como otro don, la capacidad de comprender y transmitir la profundidad de este Misterio.
A los demás nos basta con agradecerlo cada día, vivirlo, contemplarlo en el silencio para ir comprendiéndolo, y recibirlo con la pobreza del que sabe que nada de lo que tiene o pueda tener vale nada ante este tesoro que derrama infinitas gracias sobre quien se acerca a él. Que hablen ellos y nosotros escuchemos sus palabras y, sobre todo, la Palabra, la Luz que nos va transformando y haciéndonos capaces de entender.
Pero aquella noche sucedieron más cosas, más misterios, más maravillas. Una noche que se alarga hasta hoy, y nos ofrece infinitos motivos de reflexión y de contemplación. Una noche que es hoy, porque para Dios no hay tiempo, y para nosotros tampoco cuando recordamos nuestro origen y nuestro destino.
Solo Jesús sabía que esa cena sería la última, y la ocasión propicia de preparar a sus apóstoles para enfrentarse al drama que estaba a punto de comenzar. ¿Con qué amor les miraría? ¿Con qué cuidado escogería cada frase, cada expresión, cada silencio? ¿Qué bendiciones calladas dirigiría a cada uno de aquellos jóvenes?
En mitad de la Cena, Jesús se levantó y les lavó los pies, aun sabiendo que no estaban todavía preparados para entender ese gesto. Uno a uno, fue lavándoles los pies para que, más adelante, con la inspiración del Espíritu Santo, comprendieran que el verdadero discípulo ha de estar, como el Maestro, al servicio de los demás.
Él ya sabía que, después de la deserción inicial, habrían de ser sus testigos, y fieles hasta el martirio casi todos. Conocía la traición de Judas, la triple negación de Pedro y la ausencia de todos en el Calvario.
Sabía que Juan iba a ser el único que se atrevería a estar junto a la cruz, acompañando a la Madre y a las valerosas mujeres. Tal vez por ese valor y coherencia, el discípulo amado entendió como ninguno de los doce la profundidad del mensaje de su Maestro, y vivió para contárnoslo. Su Evangelio recoge el discurso de la cena, muy diferente del sermón del Monte.
Dice Cabodevilla que, si pudiéramos compararlos, diríamos que este es "más compacto y más divagante, más íntimo y más oscuro, dicho en voz muy baja y con resonancia en el cielo de los cielos.” Tiene este discurso sabor de despedida y de amor, hacia el Padre y hacia sus amigos, que están a punto de traicionarle, negarle y desertar.
Todo eso sabía Jesús y mucho más. Y nosotros conocemos, porque Él así lo ha querido, su infinita tristeza, su soledad, su amargura en Getsemaní, la dolorosa fricción entre sus dos voluntades, la humana y la divina, y su definitiva aceptación de la voluntad del Padre.
A Él le confortaron los ángeles, porque el amor infinito de Dios permitió que su Hijo, en su naturaleza humana, tuviera las limitaciones de otros hombres. Y ahora Él nos acompaña y conforta a nosotros en los “getsemanís” que atravesamos, en esas horas de amargura y soledad, que todos antes o después vivimos, en que quisiéramos ser liberados de la angustia y la tristeza.
Es la oración de Getsemaní la que nos prepara para entender el verdadero sentido de la Cruz, un cáliz tan amargo, tan difícil de aceptar por el sufrimiento físico y sobre todo moral, que el Hijo de Dios pidió ser librado de él, antes de aceptarlo por amor al Padre y a los hombres. El mismo amor que inspiró el lavatorio de los pies, que le hace quedarse con nosotros para siempre, y que hilvana los claroscuros del discurso de la Cena, tan hermoso como enigmático y lleno de infinitos significados, el testamento del Dios-Hombre.
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