Evangelio de Lucas 9, 28-36
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a
Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el
aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él:
eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba
a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras
éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Hagamos
tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que
decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se
asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo,
el escogido; escuchadlo”. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos
guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían
visto.
En Cristo habita toda la plenitud de la
divinidad corporalmente.
Col
2,9
La gloria que Cristo nos trajo era nuestra.
Él vino para que cayésemos en la cuenta.
Maestro Eckhart
El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su
gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14). Cristo encarnó; nosotros
también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el
Misterio. El que se ha hecho uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico
(1Cor 12, 27), se alimenta de Su luz, el universo lo atraviesa y está
completamente vivo.
Somos hijos de la luz (Ef 5, 8).
El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no se vive hoy, difícilmente
nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12)
y, con Él, somos la luz del mundo (Mt 5, 14).
¿Y el cuerpo? ¿Es un obstáculo para
ese encuentro? Al contrario, es vehículo, instrumento fiel para quien es
consciente de ese cuerpo interior que se va encendiendo, alumbrando, transfigurando en el otro. Porque, cuando
el espíritu está unido a Dios, vivimos trascendiendo las dimensiones conocidas
y hasta el cuerpo físico es capaz de transmitir una luminosidad nueva, como si
los parámetros de belleza y dimensiones de la tierra se hubieran quedado
pequeños, incapaces de expresar esa energía tan sutil. Es la Presencia, que nos
realiza en alegría y se manifiesta en la luz, que se expande a lo ancho y a lo alto, en lo
profundo y lo vertical, en una dimensión a la que aún no sabemos dar nombre, ni
falta que nos hace.
El verdadero
arte puede llegar donde no llega la mente. Vuelvo a recurrir al arte, una imagen y un poema, para intentar
expresar lo inefable, ese destino de luz que ya somos, bajo las capas de
sombra, miedo, egoísmo y confusión que nos ocultan.
Dejo que sea de nuevo Martín Martínez Pascual, en ese Tabor que fue su dies natalis, quien exprese todo infinitamente mejor de lo que puedo escribir. El halo de su espíritu corporeizado y su
mirada radiante iluminan, guían, inspiran, sostienen. Es la transfiguración a la que
estamos llamados. Su imagen, profunda catequesis sin palabras, vale más que todos los tratados sobre la santidad. Alcanzar esa cima de unión con Dios nos hará
libres, como él.
HIMNO Nº 15 AL AMOR DIVINO
Nos despertamos en el cuerpo de Cristo
cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.
Bajo la mirada y veo que mi pobre mano es Cristo;
él entra en mi pie y es infinitamente yo mismo.
Muevo la mano, y esta, por milagro,
se convierte en Cristo,
deviene todo él.
Muevo el pie y, de repente,
él aparece en el destello de un relámpago.
¿Te parecen blasfemas mis palabras?
En tal caso, ábrele el corazón,
y recibe a quien de par en par
a ti se está abriendo.
Pues si lo amamos de verdad,
nos despertamos dentro de su cuerpo,
donde todo nuestro cuerpo,
hasta la parte más oculta,
se realiza en alegría como Cristo,
y este nos hace por completo reales.
Y todo lo que está herido, todo
lo que nos parece sombrío, áspero, vergonzoso,
lisiado, feo, irreparablemente dañado,
es transformado en él.
Y en él, reconocido como íntegro, como adorable,
como radiante en su luz,
nos despertamos amados,
hasta el último rincón de nuestro cuerpo.
Simeón
el Nuevo Teólogo
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