Caminad mientras tenéis luz, para que no os os sorprendan las tinieblas,
pues el que camina en tinieblas no sabe por dónde va. Mientras hay luz,
creed en la luz, para ser hijos de la luz.
Juan 12, 35-36
Evangelio de Lucas 13, 1-9
En una ocasión, se presentaron algunos a
contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilatos con la de los
sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran
más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si
no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron
aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás
habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis
de la misma manera.” Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada
en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al
viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no
lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”. Pero el viñador
contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré
estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.”
La misericordia de Dios, es el amor que obra con dulzura y
plenitud de gracia, con compasión superabundante. La mirada dulce de la piedad y
del amor jamás se aparta de nosotros; la misericordia nunca se acaba. He visto
lo que es propio de la misericordia y he visto lo que es propio de la gracia:
son dos maneras de actuar de un solo amor. La misericordia es un atributo de la
compasión, y proviene de la ternura maternal; la gracia es un atributo de
gloria, y proviene del poder real del Señor en el mismo amor. La misericordia
actúa para protegernos, sostenernos, vivificarnos, y curarnos: en todo esto es
ternura de amor. La gracia obra para elevar y recompensar, infinitamente más
allá de lo que merecen nuestro deseo y nuestro trabajo.
Juliana
de Norwich
Tres
años sin dar fruto. El tres es número de la totalidad; es decir, la higuera no da fruto en
absoluto, y aun así, el viñador pide un año más.
Lo normal, pobres higueras
maltrechas y estériles, es que fuéramos taladas; las leyes cósmicas son implacables, lo saben los científicos.
Pero he aquí que el amor de Dios, expresado en Su Hijo, supera toda ley, toda ciencia, toda lógica. Es un amor infinitamente paciente y
misericordioso.
Para
un Dios que es misericordia y perdón, no hay plazos ni amenazas. La buena nueva
que inaugura Cristo transforma el Dios Juez en Dios Padre, y un padre tiene
paciencia con sus hijos.
Con este Padre no hacen falta regateos ni compensaciones, porque
olvida nuestro olvido de forma absoluta, como es Él, ante un corazón contrito y
humillado (Sal 51, 19). Es la entrega y la humildad, confiarnos a Su cuidado, reconociendo nuestra propio desvalimiento, lo que nos concede el
año de gracia.
Hay
una justicia divina que está por encima de los juicios y consideraciones
humanos. La justicia exterior, de premios, castigos y
justificaciones, es propia de hipócritas, si no va unida a la justicia
interior, libre y compasiva. Dice San Pedro: Sobre todo, tened entre vosotros un ferviente amor, porque el amor
cubre una multitud de pecados (1 Pe, 4, 8).
En Jesucristo
la paciencia es conmovedora, es
decir, mueve a, motiva, despierta,
desencadena, en el más profundo sentido de la palabra: libera de la
esclavitud a la que nosotros mismos nos sometemos, pues el Egipto opresor está
dentro de nosotros, y la tierra prometida que mana leche y miel, también (Ex 3,
17).
El amor de
Jesucristo vence no solo a la dictadura de la ley, sino incluso a la lógica y al
sentido común. La evidencia es que no hay fruto, y el árbol que no da fruto debe ser
talado, pero Él pide una
"prórroga" y se compromete a cuidarlo aún más, abonándolo y cavando alrededor. Él trabaja en el árbol, en la higuera que somos, porque aunque
durmamos o nos olvidemos, Él no nos olvida (Is 49,15). Cuando nos abandonamos a
Él con humildad y confianza, Cristo, que es Palabra Viviente, nos va
transformando.
¿Qué tenemos que cambiar en nuestro
interior para que los cuidados que el Viñador nos prodiga sean fructíferos? ¿Cuántas oportunidades, cuántos
años de paciente espera nos serán concedidos? El Amor no mide ni cuenta. Si
hemos escogido permanecer unidos a Jesucristo, tarde o temprano, daremos fruto.
Él mismo se ha hecho fruto para darse por nosotros y sigue cuidándonos, abonándonos,
cavando alrededor, confiando en que un día dejaremos de ser estériles, cuando
recordemos que somos sarmientos que unidos a la Vid nos alimentamos de su misma
savia, y separados de ella nos secamos y morimos (Jn 15, 6-8).
Solo podemos responder con amor y disponibilidad a tanto amor y dedicación. Ya no vivimos pendientes del premio o
del castigo, porque cuando se ama no se comercia ni se trafica ni se regatea,
todo es un derramarse gratuito. Ya
estamos reconciliados con Dios, que no es un juez implacable;
Jesucristo nos unió a Él en calidad de hijos. Queda reconciliarnos con
nosotros mismos, entre nosotros, y cada uno consigo mismo. Ahí radica, nunca mejor dicho, la raíz que hace estéril;
en esa división interior que se refleja dramáticamente en el exterior. Quien, a pesar de las incansables llamadas al amor, sigue oprimido
por su faraón interior, el egoísmo, está siendo gobernado por la muerte
y sus secuaces, y morirá sin haber dado fruto. Porque vivir para el ego y sus miserables parcelitas de seguridad y comodidades es morir
(Mc 8, 35).
Y es que en el Evangelio de Lucas
hay una paradoja aparente. Si el Viñador es infinitamente misericordioso y
paciente, ¿por qué Jesús, antes de relatar la parábola, dice que si no nos convertimos
moriremos? Porque estamos dotados de libre albedrío y por mucho que Él haga por
favorecer el cambio en nosotros, hace falta que lo aceptemos. Un gesto de
aceptación, apenas media vuelta, lo que permite dejar de mirar paisajes
estériles, para mirarle a Él, la fuente de la Vida. Conversión, en griego metanoia, significa volverse,
darse la vuelta. Es un movimiento interior de transformación de mente y corazón,
que cambia los significados y el sentido de la vida.
Metanoia, teshuvá en hebreo,
conversión, arrepentimiento… Todas estas palabras señalan a ese gesto o cambio
de mente y de corazón que permite mirar de un modo nuevo, no ya a la manera egoísta del mundo, sino a la manera generosa, abierta y disponible de Jesús.
Y es que el Dios Padre que vemos en Jesús no es un contable ni un chantajista; la conversión es una necesidad, porque Él puede hacer todo por nosotros, ya lo ha hecho, a excepción de una cosa: no puede escoger por nosotros.
Y es que el Dios Padre que vemos en Jesús no es un contable ni un chantajista; la conversión es una necesidad, porque Él puede hacer todo por nosotros, ya lo ha hecho, a excepción de una cosa: no puede escoger por nosotros.
Cuando
Jesús alerta: si no os convertís,
todos pereceréis, no está amenazando, sino aludiendo a ese cambio necesario de mente,
corazón y actitud, el movimiento interior imprescindible que nos encamina
hacia la muerte del ego. Es morir a lo falso, para volver a nacer de agua y de Espíritu (Jn 3, 5). Solo
se puede experimentar la conversión cuando se está dispuesto a dar ese paso
decisivo, cuando uno se atreve, en lo más recóndito de su ser, a desearse
diferente, a rechazar para siempre lo que sobra en su vida, para recrearla en
una nueva dimensión.
La palabra arrepentimiento
suscita a veces cierta repulsa, pero su significado verdadero, volverse, cambiar de mente, no
tiene nada que ver con el remordimiento: volver a morder (se). El arrepentimiento consciente es
el fuego purificador donde el ser humano se acrisola y se transforma. No podemos
esperar a ser perfectos para amar lo bueno, lo bello, lo verdadero. De ese amor
a lo perfecto, desde nuestra evidente imperfección, nace el arrepentimiento
consciente, sincero, transformador y
liberador.
En la Oración del
Corazón, que practico desde hace años y que no deja de sorprenderme por su potencia y
su sencillez (Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, ten misericordia de mí, pecador), la constatación del propio pecado y
el reconocimiento de la gracia de Jesucristo, se unen para que el primero sea
transmutado en virtud de la segunda.
Una de mis
palabras favoritas en castellano es todavía,
por su connotación de esperanza, cuando
tiendes a ver el vaso medio lleno y no medio vacío. Igualmente bella es aún, con su resonancia mántrica. Todavía estamos a tiempo, aún podemos dar fruto. Caminemos, trabajemos,
demos fruto mientras hay luz (Jn 12, 35).
OLVIDO
No
se comienza por aprender,
sino por recordar.
Ismail Hakki
Cómo anhelas la Luz,
pez boqueando,
a punto de morir
fuera del agua.
La Luz es tu placenta,
el medio necesario,
cálida vaina
que te protege
de tus penumbras,
de la sombra que eres
cuando olvidas tu herencia
y tu destino.
O cuando,
separado
racimo de la vid,
te vas secando, exánime,
y antes de ser nada,
te miras en la nada
y no ves nada.
METANOIA
Jesús le dice: "María". Ella se vuelve y le dice“¡Rabboni!”,
que significa “¡Maestro!”
Juan 20, 16
No sé de cuántas formas
habré escrito
mi nombre...,
y todas ilegibles,
incomprensibles
todas,
falsificaciones
de un original
más sencillo y
fiel,
más claro y
esencial.
Solo él me nombra
y me hace
libre
si al oírlo me
vuelvo,
reconozco Su
voz,
recupero mi
voz
y Le respondo.
El tronco corrompido por el pecado que soy yo recibirá por el Nombre de Jesús savia y vigor. Por Él, reverdecerá mi humanidad y dará frutos a la gloria de Dios. El espíritu de mi voluntad, que ahora está en la humanidad de Cristo, y que vive por su Espíritu, dará por Su virtud savia a la rama desecada, para que el último día, a la invocación de las trompetas celestes que son la voz de Cristo y la mía propia en Él, resucite y reverdezca en el Paraíso.
Jacob Boëhme
Antonio Machado esperaba que un milagro de la primavera hiciera revivir su corazón, marchito de tristeza, cansancio y ausencias, para seguir caminando hacia la Luz y hacia la Vida. Confiamos en Jesucristo, nuestro Viñador paciente, eterna Primavera esplendorosa para el que cree en Él, y acepta el milagro discreto y decisivo de Su Presencia en cada corazón.
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