Evangelio de Juan 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se retiró
al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo
el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y fariseos le
traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de
Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?” Le preguntaban esto
para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el
dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se
incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron
escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con
la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer,
¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno,
Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques
más”.
PONDRÉ MI LEY EN SU INTERIOR Y LA
ESCRIBIRÉ EN SU CORAZÓN. Jer 31, 32
Si una joven, desposada con un hombre, es
hallada en la ciudad cuando yace con otro hombre, los llevaréis a los dos a las
puertas de la ciudad y los apedrearéis hasta matarlos: a la joven, por no haber
gritado; al hombre por haber deshonrado a la mujer de su prójimo.
Dt 22, 23-24
Uno solo es el legislador y el juez, que
puede salvar y perder. Pero tú, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?
Sant 4, 12
¿Qué ha
sucedido entre estas dos citas, la primera, del Deuteronomio, Antiguo
Testamento, y, la segunda, de la carta de Santiago, Nuevo Testamento? Ha
sucedido todo: Jesús, el Hijo de Dios, treinta y tres años en el mundo y eternamente en lo
Real, desde antes de los tiempos y para siempre.
Los
escribas y fariseos, mezquinos y capciosos, intentan una vez más una encerrona
dialéctica contra Jesús. Se apoyan en las leyes judías, que condenan a la mujer
y salvan al hombre, cuando el pecado es el mismo. El hombre casado no podía tener relaciones con mujeres casadas, pero sí con solteras y viudas. La mujer casada sorprendida en adulterio era siempre condenada a muerte, lo hiciera con un casado o con un soltero o viudo.
Jesús no tiene
que contradecir a Moisés para hacer triunfar la verdadera justicia, basada en el perdón y
la misericordia. Es su presencia la que convierte a los acusadores
en acusados. No le hace falta un discurso elocuente y prolijo al que es la
Palabra. Una mirada, un gesto, una palabra suya sana, regenera, restaura,
recrea, como lo supo reconocer el centurión (Mt 8, 8).
El que
quisiera tirar la primera piedra, el que tantas veces la tira, es siempre aquel
que está más corrompido por dentro. En cambio, el que es consciente de que estamos
hechos de barro y ha tenido el valor de observarse y reconocer sus propias
miserias, trata al otro con misericordia. En la propia palabra misericordia, vemos cómo se
integra y se transforma simbólicamente la miseria humana, en el corazón que ama (miseri–cordia; cor/cordis, corazón), para crear una
nueva realidad de compasión y perdón.
¿Qué sabe el
que juzga y acusa de aquel al que está deseando condenar? Recordemos que al
diablo también se le conoce como “el acusador”. Ni conoce al otro ni se conoce
a sí mismo. Si hubiera visto sus propios abismos y miserias, sus sombras interiores, se le habrían quitado las ganas
de juzgar, acusar o condenar a nadie.
Jesús no aprueba
el adulterio, pero aprueba mucho menos a aquellos que pretenden erigirse en
jueces de los demás y hacen de la condena un arma “legítima”. Nos enseña la
única actitud válida: detestar el pecado, pero amar al pecador.
Cuando los
acusadores se alejan, quedan frente a frente la mujer y el Inocente, el único
capaz de juzgar, que es también el único capaz de perdonar y transformar,
porque todo lo hace bien, todo lo hace nuevo (Ap 21, 5). Los mandamientos del
Decálogo, necesarios para los que aún no han llegado al Amor, se inclinan ante
el Mandamiento Nuevo, que les da sentido y los completa.
Si queremos interiorizar
este Mandamiento del Amor y parecernos a Jesús, el camino pasa por la oración.
Él oraba siempre, y en el evangelio de hoy se nos recuerda: por el día
enseñaba, por la noche oraba. Si la oración era necesaria para el Santo de
Dios, cuánto más lo ha de ser para nosotros, que llevamos un tesoro en vasos de
barro (2 Co 4, 7).
A eso ha venido Jesús a mostrarnos el Camino de la salvación.
Y el Camino es Él, el mismo que escribe en la tierra palabras de vida eterna,
porque ha querido escribirse en nuestro barro, en nuestra carne, para hacerlo todo
nuevo.
PALABRAS EN LA ARENA
Era
mi final, no había salida, y casi me alegraba. Estaba cansada de una vida falsa, amores clandestinos, siempre tibios y fugaces. Recordaba aquellos tiempos de pureza e
ilusión... Natán, mi primer y único amor verdadero, mi esperanza, mi alegría, un día dejó de
venir a encontrarse conmigo. No dijo por qué, ni siquiera me miraba cuando nos
cruzábamos. Luego supe el motivo: había sido prometido a la hija de un pariente
rico. Después de Natán solo hubo tristeza y una búsqueda desesperada de algo
que se pareciera a aquel amor por el que hubiera dado la vida. Pero todo había
acabado, me casaron con un desconocido que me trataba con desprecio; y yo necesitaba a veces que alguien me abrazara y me dijera
palabras hermosas, me hiciera sentir digna de ser amada.
Era
mi final y me importaba poco. Si acaso, temía el dolor y el tiempo que
tardaría en morir. No imaginaba que lo que pensé que era el final iba a ser el
principio de una vida verdadera.
***
¿Quién
es ese hombre ante el que me llevan? No parece un juez, no parece ni siquiera
importante. ¿O sí? Tiene en el porte y el perfil una dignidad que nunca he
visto. Aunque su túnica es sencilla, humilde, de trabajador
o acaso de profeta.
Pero
¿qué hace escribiendo con el dedo en el suelo? Le acaban de decir lo que he
hecho, me acusan de algo terrible y él no hace caso, se ha puesto a
escribir como si no fuera con él. Y es que no va con él, va conmigo, con mi
vida de pecado, con mi alma desgarrada, con mi enorme mentira. No va con él…, o sí.
Le
están acosando a preguntas, quieren que me condene. Sea pues, que dicte mi
sentencia este hombre que no se parece a ningún hombre. Que dé la orden para que esta desgraciada deje de existir.
Se ha levantado, está mirando a los que quieren verme muerta para que se cumpla la
ley. Ha dicho con voz clara: el que esté libre de pecado que tire la primera
piedra. Pero, ¿quién está libre de pecado en toda Judea?
Ahora vuelve a
inclinarse para seguir escribiendo. Qué extraño, qué loco…, o qué sabio, qué seguro
de una justicia nueva.
Y empiezan a
irse…, primero los más viejos. Ninguno se atreve a tirar la primera piedra; todos
se saben pecadores. Este hombre misterioso ha tocado sus corazones; con otro no
se habrían mostrado tan sinceros; con otro habría más de uno capaz de tirar la
piedra. Pero este hombre, que sigue
escribiendo mientras los demás se van alejando, ha hecho que se miren dentro y
se vean tal cual son.
Ahora se levanta y me mira con los ojos más profundos y transparentes que he visto. Si su
voz ha hecho que los otros se reconozcan pecadores, su mirada está haciendo que
yo, pecadora desde hace años, tan infiel, tan merecedora de castigo,
esté sintiéndome poco a poco más limpia, más digna, casi pura ante este
derroche de luz que me empapa desde sus ojos, desde su alma, acaso volcada
sobre mí.
Jamás un
hombre me trató con tanto respeto. Ha dicho mujer, y con esta
palabra, hasta hoy vulgar, casi humillante, me ha devuelto la dignidad. Qué
hermosa palabra para siempre…, mujer, libre, salvada por un hombre que ha
mirado mi corazón y lo ha sanado. Ahora coge
mi mano y me levanta. Oh, Natán, si pudieras verme, cara a cara con la misma Luz.
Ya empiezo a olvidar que un día fui abandonada, que busqué consuelo en otros
brazos, otros cuerpos, siempre fríos, tan distantes.
Yo tampoco te
condeno, ha dicho, y ha sido como si dijera: yo te perdono. Me había perdonado solo con mirarme, y ahora, al decir no te condeno, es como si me estuviera
regenerando, devolviéndome la inocencia de la niña que fui, que por él vuelvo a ser.
***
Ese hombre
misterioso, que me sigue mirando aunque de aquel momento hayan pasado años (¿o
acaso siglos?), me levantó y me despertó a una vida nueva. Si Yavéh nos creó de barro, él me
recreó de arena. Nadie sabe lo que escribía inclinado sobre el suelo. Yo sí lo sé: era mi nombre, no el que me pusieron mis padres,
sino mi nombre verdadero y escribía también el nombre de todos los que oyendo o
leyendo esta historia se vean reflejados en mí, la adúltera, la pecadora para
el mundo de sombras, juicios y condenas, renacida por el amor de aquel que
escribe nuestros nombres interiores, los que animan nuestro ser, sobre la
arena.
Renew me, Avalon
REFLEJOS
El amor es la plenitud de la Ley.
Romanos
13, 10
Y vuelves a juzgar;
¿ha sido en vano aquel
feliz hallazgo?
Recuerda que en el otro
te estás juzgando a ti.
Recuerda que es el
otro
tu imagen fiel, la cara
que el espejo no muestra,
ni la foto, ni el papel
donde a veces escribes
de espaldas al mundo,
creyendo que te escribes,
y a ti mismo te juzgas,
te absuelves o condenas.
Mira hacia afuera
con la mirada limpia,
sin ojos si es preciso.
Si
tu ojo es ocasión de pecado...,
ya te vas acordando.
Mira a tu prójimo,
sabiendo que es amigo
que ha venido a mostrarte
tus faltas, tus errores,
tu viga traicionera
o solo tu ignorancia.
Luego vuelve a
sentarte
con la pluma serena en el silencio,
distingue entre las voces
del otro, de los otros,
el prójimo, el hermano,
entre
las voces una,
su voz, tu voz, y escribe,
libre el corazón,
la mano, la garganta.
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