Evangelio de Mateo 2, 13-15.19-23
Cuando
se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le
dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta
que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se
levanto, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó
hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta:
“Llamé a mi hijo para que saliera de Egipto”. Cuando murió Herodes, el ángel
del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: “Levántate,
toma al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban
contra la vida del niño”. Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a
Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su
padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea,
y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los
profetas, que se llamaría nazareno.
No se entra en la vida de Cristo como a una pastelería,
dispuestos a hartarnos de dulzuras. Se entra en ella como en la tormenta,
dispuestos a que nos agite, a que ilumine el mundo como la luz de los
relámpagos, vivísima, pero demasiado breve para que nuestros ojos terminen de
contemplarlo y entenderlo todo.
José Luis Martín Descalzo
En claro paralelismo con la figura de
Moisés, que condujo a su pueblo en el éxodo de Egipto hacia la tierra prometida,
Jesucristo nos libera de la muerte y, además, de las esclavitudes a las que
nosotros mismos nos sometemos, pues el Egipto opresor está dentro de nosotros,
y la tierra prometida que mana leche y miel, también (Ex 3, 17).
Hacerse consciente, saberse prisionero,
es el primer paso para abandonar Egipto, la tierra de la esclavitud y la inconsciencia, y darse
la vuelta para regresar a Israel, tierra de la plenitud y la realización, de la
consciencia y la libertad. Las diez plagas que asolaron Egipto antes de que los
judíos emprendieran su camino por el desierto, son símbolo del proceso
necesario para alcanzar la consciencia plena.
En los
Evangelios está todo lo que necesitamos conocer y aprender para nuestra vida
espiritual. Realidad y símbolo, alegoría y base histórica, metáfora y
tradición, teoría y práctica… Sagradas Escrituras realmente inspiradas,
inagotable código divino que nos trae la Buena Nueva y nos hace ser Buena Nueva
nosotros mismos. Realidad multidimensional que trasciende lo sensible y nos
permite trascenderlo.
El Verbo
increado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Niño Dios, Jesús, el
Hijo del Hombre, el Crucificado, el Resucitado, el Pan de Vida... Infinita
profundidad en los niveles de acceso a la Verdad e intuición del Misterio. Por
amor, Él se hace accesible a todos los entendimientos, pero siempre que la
comprensión pase por el silencio y la contemplación, y no se quede en los cortos límites de
una mente que cuestiona, diferencia, rechaza, clasifica, separa, disecciona…
Hoy
contemplamos al Niño, y asistimos a la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Si
hemos logrado vivir con atención, fe, esperanza y amor la Navidad, habremos
percibido y acogido con alegría la chispa que se ha encendido en nuestro
corazón. El Niño ha nacido en nosotros, pero es aún tan frágil y pequeño, tan
desvalido, tan vulnerable… Y Herodes –el mundo– con su locura, ceguera y
egoísmo, temeroso de perder su efímero poder, quiere acabar con este Niño que
se nos ha dado como una Luz que el mundo no recibe porque no Lo conoce (Jn 1,
5.10-11). ¿Qué podemos hacer? Huir a Egipto, la tierra de tinieblas, que
iluminaremos con nuestra luz, hasta que el ángel nos avise de que podemos salir
porque el Niño ha crecido y su vida no está amenazada.
Refugiarnos
en Egipto, proteger la vida del recién nacido…, sin necesidad de movernos
físicamente. Podemos seguir en el mundo sin ser del mundo, discretos, astutos
como serpientes, con la mansedumbre que el Niño ha impreso en nuestras
almas. Que nada de este mundo ciego y efímero nos seduzca, nos atrape, nos haga
olvidar los cuidados que debemos al Niño Divino que hemos dado a luz y precisa
de toda nuestra atención.
El
significado etimológico (y su sentido más profundo, si lo meditamos y
experimentamos con todo nuestro ser) de la palabra “santidad”, en su raíz
griega, no es perfección, sino “apartarse”. Alude a una actitud que lleva al
aspirante a santo a distanciarse de sí mismo, de su
propio sueño, de su ignorancia y ceguera internas, de su carencia de un centro
de gravedad permanente. Apartado también, en su esencia más íntima, de las
distracciones mundanas, aunque parezca convivir y mezclarse con ellas, el santo
va construyendo ese centro estable que le permite nacer de nuevo, libre e
incólume (Jn 3, 7; 1 Jn. 3, 9).
Herodes,
y luego Arquelao, seguirán al acecho, buscando la muerte del tierno infante.
Cuando hayas logrado apartarte, vigila, mantente en guardia, no dejes que lo
encuentren, pasa desapercibido para las huestes de los tiranos, hasta que el
Niño haya crecido lo suficiente como para regresar.
Recuerda
que los príncipes del mundo atacan por el orgullo, haciéndote desear y buscar
la aprobación, el aplauso y el reconocimiento. Combátelos con la humildad y el
abandono, porque quien pierde su vida gana el alma (Lc 9, 24).
Te acosarán
también con el canto de sirenas de los sentidos físicos, la sensualidad y el
hedonismo. Tú sigue firme, manteniendo la pureza interior y exterior, como los
limpios de corazón.
Por
último, te atacarán con esas malas artes sibilinas y más sutiles, inspirándote
emociones y pensamientos negativos: prejuicios, tristezas vanas, imaginaciones
absurdas, indolencia, frustración, desesperanza, ira…
Solo
importa que el recién nacido conserve la paz precisa para crecer sano y salvo.
Esa es tu misión; deja que José, que simboliza la devoción y el servicio,
proteja al Niño (la pureza) y a la madre (el verdadero amor, la entrega sin
condiciones) hasta que el ángel le avise de que podéis volver a Israel, la
“tierra de visión”, porque Herodes, Arquelao y sus secuaces ya habrán muerto en
ti. Más adelante llegará el momento de entrar en Jerusalén, en una primera
visita, para después seguir creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia
ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52).
Jesús no necesitaba, como nosotros, “apartarse” para ser
santo, pues Es, desde siempre, el Santo de Dios, pero su vida humana corría
peligro. Por eso se refugiaron en Egipto, María, José y el Niño, la Sagrada
Familia, cuya festividad celebramos hoy. Modelo para todas las familias desde
hace dos milenios; para las familias institucionalizadas o exteriores y, sobre
todo, para la verdadera familia: la familia espiritual, unida por lazos eternos,
la formada por aquellos que, en palabras del propio Jesús, escuchan la palabra de
Dios y la cumplen (Lc 8, 20). No es, por tanto, una familia según la carne o la
sangre, sino en espíritu y en verdad.
La familia como institución puede llegar
a ser nociva y, de hecho, por mucho que gusten esas lindas imágenes
de ofrendas al papa por familias exteriormente modélicas, hay mucho sueño,
incoherencia y mecanicidad en casi todos los hogares, como los hay en uno
mismo. La familia exterior es a menudo reflejo de la
sociedad en que surge, y reproduce sus lacras: consumismo, hedonismo, competitividad,
egoísmo, inercia…
La verdadera familia es la
espiritual, la que está más allá de la reproducción y el crecimiento de la
especie… Ya Jesús mencionó, ensalzándolos sutilmente para el que puede
entender, a quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos (Mt
19, 12). Y San Pablo escribió que si casarse es bueno, no casarse es mejor (1 Cor
7 7-9.27.37-38).
Es la Palabra encarnada en cada uno
la que hace posible la familia real y duradera como semilla del Cuerpo Místico,
esa Iglesia interior que nos llama desde la Jerusalén celeste.
Posponer al padre y a la madre, a la mujer y
los hijos, a los hermanos y hermanas, es requisito ineludible para seguir a Jesús
(Lc 14 26). ¿Queremos ser buenos, o perfectos como el Padre? ¿Conformarnos con obrar según la
norma externa, como el joven rico, o, además, ser coherentes desde el centro del corazón (Mt 19, 16-23)? La
perfección es seguir radicalmente al Jesucristo, el Maestro, que no tiene nada
ni se apega a nada ni nadie que lo detenga y lo aleje de su Misión. Las zorras
tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene
donde reclinar la cabeza (Mt 8, 20).
La familia según la carne puede
incluso atacar a la que se forma con los lazos del espíritu, cuando cree que esos lazos,
sutiles y firmes, amenazan el orden establecido, las costumbres y normas
externas y los valores que priman hoy, tan alejados a veces de los que inspira la
enseñanza de Jesús (Mt 10, Mateo 10, 21), revolucionaria como ninguna.
Docilidad, desapego, generosidad, confianza,
valores evangélicos tan olvidados en una sociedad competitiva y hedonista, donde afanarse, preocuparse, medrar,
prosperar a costa de lo que sea o de quien sea, suele ser hasta bien visto.
Pero la vida de Jesús, el Maestro, es
lo más alejado de los afanes mundanos, la estabilidad, los placeres, las comodidades y los privilegios. El verdadero discípulo no se
asienta ni se acomoda, no se establece ni se congela, no busca en el exterior un bienestar que le adormece. Al contrario, está
siempre de pie, el corazón encendido, la cintura ceñida, dispuesto a
reemprender el camino en medio de la noche.
Por eso, la Sagrada Familia es ejemplo
de actitud y de propósito. Van, vienen, cambian, crecen, evolucionan según la Voluntad del Padre,
valientes y libres, confiados y generosos, sin apegarse a lugares o
circunstancias. Un seguimiento radical como el suyo es imprescindible para el
que no se conforma con ser “bueno” y decide trabajar por el Reino, que sufre
violencia y los violentos lo arrebatan (Mt 11-12).
¿Qué tiene que ver esto con la
estabilidad, el orden, el conformismo o el bienestar? Si aún nos cuesta responder
a esta pregunta, o la respuesta va a ser titubeante; un “sí pero…”, un “bueno,
pero esto está sacado de contexto…”, leamos a Lucas:
“He venido a prender fuego a la
tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser
bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a
traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco
en una casa: tres contra dos y dos contra tres, estarán divididos el padre
contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija
contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra.” (Lc
12, 49-53).
La Sagrada Familia es modelo para
las familias físicas pero, sobre todo, para la familia espiritual. No en vano,
el Padre de esta Familia es Dios Padre, el esposo, el Espíritu Santo y el Hijo
es el Verbo. San José cumple la función de padre impecablemente, sin
ser padre de carne, y María es hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu
Santo, lo que cada alma está llamada a ser siguiendo su guía.
Imágenes de El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini.
En rápida sucesión y al ritmo de Bach, una metáfora de la vida terrena de la Sagrada Familia, siempre en la inestabilidad material, en lo incómodo, en lo precario y amenazado por los poderes del mundo. Su centro de gravedad, sus apoyos, nunca estuvieron aquí, en lo transitorio, sino en la confianza depositada en lo Verdadero. Que su libertad, su desapego y generosidad sean nuestra inspiración.
La
tierra de esclavitud es una matriz para aquel que se verticaliza y una tumba
para el que se enamora de ella.
¡Y
Egipto ensalzará sus tumbas! Mas
se hará matriz para los hebreos.
Uno
comprende entonces que Egipto en el lenguaje bíblico, simbolice el mundo
llamado “de la Caída”. E Israel, el de la realización, fuera del
condicionamiento de la caída, al darle acceso a la “tierra prometida”, tierra
interior; de la que Jerusalén es la gemela en el exterior.
Annick
de Souzenelle
gracias,
ResponderEliminaraquí Iván,
…hay una frase donde creo que se te coló algo : "un bienestar que le adormece27",
un abrazo