Evangelio de Mateo 16, 13-19
Al
llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién
dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos contestaron: “Unos que Juan
Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les
preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y
dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso
tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y
hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la
derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra
quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el
cielo”.
Evangelio de Lucas 9, 18-24
Junto al
Evangelio de hoy, Solemnidad de San Pedro y San Pablo, la versión paralela de
Lucas, y la reflexión que sobre esta escena leíamos hace un año. Si Mateo subraya la institución de la Iglesia y la primacía
de Pedro, en Lucas, el evangelista de la ternura de Dios, como señala Francesc
Ramis, la llamada es universal, nos mueve y pide una respuesta
decidida, radical, nunca tan necesaria como en estos últimos tiempos de temor y temblor donde se es o no se es
discípulo, se está o no se está junto al Maestro, que nos enseña a decir sí, cuando es sí, y no, cuando es no…
Quede esta
llamada como eco y recordatorio de la radicalidad del mensaje de Jesús y de la necesidad de ser coherentes con él, durante este verano en el que los blogs van a tomarse vacaciones porque,
como dice mi amigo Georgi, mi vida está en obras y mi casa, solidaria, también se
pone en obras.
***
Si alguien pudiera demostrarme que la verdad está
fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría
estar con Cristo antes que con la verdad.
Dostoievski
La trascendencia de lo que Jesús está
preguntando se anuncia ya en el inicio de la escena. No están caminando ni
charlando; no se trata de una conversación como cualquier otra: Jesús estaba orando solo, en presencia de
sus discípulos. La cuestión surge de la oración, de la comunión con el Padre, y se
dirige al corazón de los discípulos, a nuestro corazón.
En
aquel momento, los apóstoles ya habían reconocido a Jesús como Mesías. Sin ir
más lejos, después de que manifestara Su poder contra los elementos, al
apaciguar la tempestad Mt 14, 33. Pero
la doble pregunta es planteada en un momento crítico, pues muchos discípulos han
decidido no seguir, porque el camino les resulta demasiado duro e incomprensible.
Son los que no han sido capaces de ver que solo Él tiene palabras de vida
eterna. Además, han empezado a recrudecerse las hostilidades contra un Mesías
tan incómodo para tantos.
Después
de que Pedro responda con espontaneidad y contundencia, en nombre de los doce, Jesús les pide
que no lo digan, que guarden silencio para que sigan ahondando en sus corazones
hasta llegar al sentido último de esta respuesta, y también para que asimilen el
nuevo anuncio de la pasión y las condiciones para ser verdadero discípulo.
Y
ahora, callad para que todo se cumpla; y luego, hablad para que el mundo lo
sepa. Los anuncios de su pasión y muerte son siempre privados, en la intimidad
del grupo más cercano.
Ahora Pedro ha manifestado el sentimiento de los apóstoles, madurado en esa íntima cercanía con el Maestro, pero
solo después de la Pasión y de la venida del Paráclito, tendrán un conocimiento
total y profundo de Quién es Él.
De la respuesta que demos, depende cómo sigamos el camino de discípulo, con qué entusiasmo, con qué compromiso.
Y luego, en la segunda parte de este Evangelio, pone todas
las cartas sobre la mesa para que el que decida seguirle sepa a qué se
enfrenta.
Él
no deja de interpelarnos: ¿Quién decís que soy? ¿Permanecéis en mí y mis
palabras en vosotros? (Jn 15, 7) ¿Os sentís tan unidos a mí que vuestra tristeza
se convierte en alegría? (Jn 16, 20) ¿Lográis recordar, en las luchas, que Yo he
vencido al mundo? (Jn 16, 33)
Mirar a Jesucristo, contemplar su
vida, escuchar su enseñanza, asistir a su sacrificio supremo, es la mejor vía para
llegar a comprender qué es el reino de los cielos en la tierra. Porque en Él
confluyen todos los caminos que hasta su nacimiento querían llegar hasta Dios.
Y ya no es que Él sea un atajo, bien claro lo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida. Lo anterior a Jesucristo es promesa, anuncio; lo posterior es incorporación, unión con Él. Y el que se une a Cristo, se
consagra a su seguimiento, vive ya en al reino de los cielos. Siendo uno con Él,
lo que Él realizó nos pertenece, forma parte de nuestra nueva naturaleza.
Poco después, como respuesta a la
confesión de fe de Pedro en nombre de todos los apóstoles, tres de ellos: el
mismo Pedro, Juan y Santiago, serán testigos de la gloria de Jesús en el Tabor,
que prefigura la luz pascual de la Resurrección.
El “Yo
Soy” se realiza en la Persona de Cristo: solo Él se ha revelado en “Yo Soy”, porque
es el Hijo de Dios. En Él contemplamos la unión del cielo y de la tierra, del
interior y del exterior y de todas las antinomias. Por eso decimos que
Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través
de Su Hijo, en un sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente
e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro. Si miramos el misterio
del Calvario y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el reino
de los cielos es Jesucristo. Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito
de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese
amor.
¿Qué
buscaba Jesús planteando esta doble pregunta? ¿Qué resortes internos pretendía
activar? De sobra sabe lo que dicen de Él, y conoce también lo que sienten los
apóstoles. Siendo ellos débiles e inseguros, confesar la fe fortalecerá el compromiso necesario para la noche que se cierne sobre todos
ellos; y sobre nosotros, habitantes del reino, exiliados en la gran tribulación.
Responder
a la pregunta exige reacomodar mente, alma y corazón, para que, al manifestar
Quién es para nosotros, podamos decirnos, a la vez, quiénes somos para Él.
Supone salir de la tibieza que nos mantiene aletargados en la rutina muelle de
nuestras comodidades. Responder es despertar, y bien sabe Jesús que para
seguirle hay que estar despierto. Mientras uno no es capaz de plantearse para
qué sigue a Cristo, en realidad no Le sigue, se deja llevar por la inercia,
como en una manifestación masiva, en la que te ves arrastrado e incapaz de
salir o de cambiar el rumbo.
Por
eso me atraen y me inspiran los testimonios de los conversos, modelo de
sinceridad y consciencia. Puestos a escoger, me quedo con el
cardenal Newman, Chesterton y C. S. Lewis. Por la misma razón, no me dejo llevar por la
tristeza que me embarga cuando pienso en los años que pasé
aparentemente lejos de Jesucristo. No solo porque sé que la decisión de volver a seguirle es lo mejor que he hecho, sino porque Él siempre acaba
demostrándome que, en realidad, nunca estuvo lejos, que siempre permaneció su
imagen luminosa, su cruz y su Palabra en el centro de mi vida, como raíz, como
horizonte, como sentido y meta.
Aquel proceso –no fue un instante, ni
un día, aunque sí recuerdo un anochecer crucial, cénit inolvidable– que me llevó
a plantearme Quién es Él para mí, me obligaba a averiguar quién soy yo. Y ahora
la pregunta que me sigo haciendo para no volver a perderme es ¿quién soy yo
para Él? Porque, si algo tengo claro después de tanto tiempo, tanta ausencia,
tantos dones, es que sin Él no soy nada y con Él soy todo, así que mi destino
es ser Suya y vivir por y para Él.
Podríamos pasar toda una vida o mil
vidas de sueño e indolencia sin preguntarnos por nuestra más
profunda identidad. Hacernos la pregunta esencial ¿quién soy yo?, que sucede de
forma natural a ¿Quién es Él?, supone despertar y prepararse para vivir en el
Reino. Así saldremos de las casualidades, lo accidental, lo inconsciente
y mecánico, para edificar sobre roca una vida consciente y perdurable. Y no nos
dejaremos arrastrar por la corriente, sino que seremos timoneles de nuestro
destino.
Cuesta
ahondar, claro que cuesta, por nuestra naturaleza caída, que se encadena a lo
superficial a través de sensaciones, comodidades, seguridades… Pero antes o
después hemos de tomar partido y escoger un sendero frente a otro. ¿Por qué no hacerlo
ahora, que todavía hay luz? ¿Por qué no hacerlo antes de que sea demasiado
tarde?
Preguntando Su nombre,
pues ese es el fondo del doble interrogante de hoy, nos está preguntando
nuestro nombre. Él podría decírnoslo, pero no nos serviría. Es necesario un
esfuerzo de introspección para despojarnos de esa piel muerta de serpiente que
nos asfixia y nos confunde con lo que ya no somos. Jesús quiere escuchar la
confesión sincera y desnuda de los apóstoles, para que ellos/nosotros la escuchemos
y la aprendamos para siempre. Porque, al decir Quién es Él, decimos a la vez
quién somos, nuestro nombre verdadero, el nombre interior que anima nuestro ser,
y esa respuesta consciente fortalece e inspira, nos confirma en la
Misión. Pronunciar nuestro nombre verdadero es negar el viejo nombre y renunciar a la
vida para salvar la Vida.
De igual modo, confesar Quién es Él conlleva
coger la cruz cada día y seguirle, para amar como Él hasta el final y demostrar con las obras lo que hemos manifestado con la boca, con el pensamiento y con el corazón. No hay
vuelta atrás para el que es sincero y consecuente; nuestra vida ya no nos
pertenece, por eso nuestro cometido no es protegerla o conservarla, sino
ofrecerla gratuitamente como Jesucristo.
Cada sufrimiento,
grande o pequeño, cada frustración, cada angustia, cada ausencia, cada traición,
vividos con consciencia y compromiso, supone atravesar con Él uno de sus desiertos o acompañarle, velando, en Getsemaní.
Como cristianos, debemos “repensarnos” una y otra vez, ponernos en cuestión a nosotros mismos y las creencias y prejuicios que nos condicionan y nos alejan de la Luz que es Jesucristo. Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego, no podemos nacer por segunda vez para ser Sus discípulos.
El auténtico y bienaventurado pobre de
espíritu ha de estar dispuesto a negarse a sí mismo, a vencerse y transformarse, renunciando a lo que impide ser discípulo, para poder decir
como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí" (Gál
2, 20). Solo entonces encontramos la fuerza necesaria para cargar cada día con
nuestra cruz y seguirle.
RESPONDE
EL CORAZÓN
La
gente dice que eres un gran profeta, como Juan el Bautista, como Elías, como los
más grandes de la antigüedad. Algunos creen que eres un avatar, como Buda o
Mahoma, o como Zaratustra. Hay quien afirma que eres el mismo Moisés retornado
a la vida. Un hombre bueno, el mejor, dicen los solidarios. Un sabio, los que
ni siquiera se acercan a tu Palabra de Verdad y Vida. Otros opinan que eres un
terapeuta, un mago, un hechicero. Un chamán, por lo del barro y la saliva,
dicen los naturistas. El primer socialista, el verdadero. Un loco, un exaltado,
un chivo expiatorio, un pobre fracasado. Un arquetipo, un símbolo sublime, un ideal. Alguno hasta sostiene que vienes de un
planeta de seres avanzados. Y se agotan sus libros, va por veinte ediciones, en
las librerías-best seller de los hipermercados. Un maestro ascendido, para los
seguidores de la nueva era de Acuario, que está por suceder a la de Piscis. Un
revolucionario incomprendido, un gran líder, al final desencantado. Un hombre, en
definitiva, más íntegro y sincero, eso sí, pero solo uno más, con lo mismo de
hombre y lo mismo de Dios que tiene cada hijo de vecino. Un predicador que
arriesgó demasiado, porque era bueno y generoso.
Y
nosotros, ¿quién decimos que eres? Dejadme hablar a mí en nombre de todos, compañeros,
dejadme hablar a mí, aunque todos sepamos la respuesta que hemos de manifestar
para que el corazón la vaya haciendo carne y sangre, cruz y luz para los doce.
Dejadme, hermanos, ser el más decidido esta vez, para que cuando toque ser
cobarde no me muera de pena. Dejadme abrir el corazón en público para la
posteridad; este corazón apasionado, que sabe y siente lo mismo que vosotros, porque
nos alimentamos de la misma Luz y del mismo Pan: Aquel cuya Palabra basta para
sanarnos, la fuente del amor.
Tú
lo sabes todo, pero para los nuevos y para los escépticos, diremos en voz alta que
Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios vivo. El Verbo, que vino a su
casa y los suyos no lo recibieron. El rostro de Yahvé sobre la tierra, el
resplandor más cierto de Su luz. Sol de Justicia, Rey de reyes, Príncipe de la
Paz, fuerza para seguir amando hasta el final. Verdadero Dios y verdadero Hombre.
Nuestro padre (Jn 13, 33), nuestro hermano (Jn 20, 17), y nuestro esposo (Mt 9,
15). Alfa y omega, principio y fin (Ap 21,6). Piedra angular (Ef 2, 20), nuestro
juez (Jn 5, 22) y nuestro abogado (1 Jn 2, 1). Sol invicto, la misericordiosa
mirada del Padre en los ojos del hombre, para que nos miremos en Ti y un día,
Dios lo quiera, Tú lo quieras, nos veamos en Ti. El hijo de David y el Señor de
David, sublime paradoja, como todas las Tuyas, para que comprendamos. El que nos
acompaña cada día; Camino, Verdad, y Vida. El Nombre que quisiera que
pronuncien mis labios cuando llegue la hora. El amor derramado por un Dios que
es amor, el nuevo Adán para levantarnos: amor crucificado por amor, amor
resucitado por amor. Aquel que en un sepulcro nuevo y prestado fue estrenando,
durante apenas tres días, todas las sepulturas que por Ti serán solo refugio
pasajero, antes de la vida eterna que nos has regalado. Porque Tú eres el que
era, el que es, el que viene (Ap 1, 8), el que sentado en el trono dice: “He
aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).
Querida amiga, No la conozco personalmente, pero hace tiempo que leo su blog (por recomendación de D. José, el cura de Oropesa del Mar) y me gustan mucho sus reflexiones y sus poesías. Dios le ha dado una sensibilidad especial. Bendiciones.
ResponderEliminarMuchas gracias, Padre Eduardo. Su blog es un oasis que refresca y ayuda a recuperar fuerzas. Profundo, generoso e inspirado. Bendiciones para usted y para D. José por recomendarnos mutuamente.
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