Evangelio de Mateo 28, 16-20
En
aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les
había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose
a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que
os he mandado. Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
La Ascensión, Juicio Final y Pentecostés, Fra Angelico
Gozamos ya
de la resurrección como seres de la nueva creación, habiendo pisoteado con y
por Cristo la muerte y el pecado.
Matta el Meskin
Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de
ida y vuelta al Padre. La cortina de la carne ya no le aprisiona; ha vencido
las limitaciones de la materia.
Él ha
prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Falta nos hace para caminar sin verle ni escucharle con los ojos y los oídos del
cuerpo. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible aunque realmente presente.
¿Cómo no creer que se ha quedado con nosotros para
siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se
convirtió en el “gusano” de Dios (Isaías 41, 14; Salmo 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del
pecado y abrirnos las puertas de la eternidad?
“Eclipse de Dios”, preciosa metáfora
de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así
debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió
Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del
universo.
Él ya nos
atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Jn 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirlo
en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrenal.
Cristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la
ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la
cruz.
La ascensión a la que Él nos llama
es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que
desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las
pasiones, los apegos, el egoísmo…, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil
donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese
anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia,
de comunión con Cristo.
La plenitud de la gloria no acompañó a
Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto
alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a
su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas,
ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?
Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en
estos Misterios: “Cristo llegó a ser
centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando
por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del
cielo.” (Col 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne
humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de
los ángeles (Heb. 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Lc 22, 43); solo
después de resucitar “fue constituido mayor que los ángeles.” (Heb. 1, 4)”
Porque por
nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo,
que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana
glorificada.
Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión.
Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne
humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente
glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros,
llamados a la incorruptibilidad.
El pasaje que hoy contemplamos de Mateo es mucho más sobrio al mencionar la ascensión que el relato de Hechos de los Apóstoles 1,
1-11, que también leemos hoy y que es una escenificación que elabora Lucas para que entendamos. También en su Evangelio, Lucas 24, 46-53, como en otras
muchas escenas del Nuevo Testamento, se incluyen símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar
explicar lo inexplicable. Lo esencial no es la forma en la que sucedió la
Ascensión, el regreso de Jesucristo al Padre, sino su realidad ontológica.
Y es que Jesús, que nunca perteneció a
este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de
la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si
con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es
glorificado.
San Bernardo señala tres niveles en el
descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al
Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Mc 16, 19). Nuevo símbolo,
pues el Padre no tiene derecha ni izquierda.
En su vida terrena Jesús era verdadero
Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne con sus limitaciones
le mantenía en cierto modo alejado de su verdadera gloria. Y en su
glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las
puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y
verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de
nuestra inmortalidad.
El Hijo se une al Padre y, a la vez,
maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones
su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con
nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.
Está en el Padre, está en la
Eucaristía, está en mi corazón… Es ahora cuando el verbo “estar” sobra o,
mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en
mi corazón! Ya no tenemos que mirar alelados
el cielo por el que lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos
caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no
se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía,
en ti, en mí.
Puede ser difícil vivir estas verdades si
no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia.
La del mundo, del que, por Cristo, ya no
somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el
espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir
inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. Me
refiero al tiempo cronológico, pues hay muchas otras dimensiones del tiempo que
no nos encarcelan –al contrario– y de las que hablaremos otro día.
La segunda forma de existencia, el nuevo
mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos
cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la
que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una
realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y
materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.
Unidos a Él, ya estamos en el cielo, en la
gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los
velos, a veces tan tupidos, de la carne. Contemplamos esta Maravilla con mirada de poeta y corazón de niño en diasdegracia.blogspot.com .
El viejo hombre y el viejo mundo han
pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.
Por su riqueza patrística y su profundidad, sus comentarios bíblico-litúrgicos siempre me recuerdan los de la benedictina Emiliana Lörh en su obra clásica El año del Señor. P. Eduardo Sanz. http://padreeduardosanzdemiguel.blogspot.it/
ResponderEliminarMuchas gracias, don Eduardo. Yo también le sigo a usted desde que don José Aguilella me envió un texto suyo. Siempre consigue llegarme al corazón y acercarme más a Cristo. No conozco a Emiliana Lörh; buscaré su libro. Quedo a su disposición, agradecida y animada a seguir trabajando y compartiendo, para mayor gloria del Señor.
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