En
aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de
Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y se lo dijeron.
Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Y la fiebre la dejó y se puso
a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los
enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos
enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo
conocían no les permitía hablar. Se
levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y
sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: “Todo
el mundo te busca”. Él les respondió: “Vámonos
a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso
he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando
los demonios.
Todo el mundo le busca…, pero él no se distrae
ni se dispersa, no confluye con lo irreal ni se identifica con lo efímero. Hace lo
que ha de hacer, y lo hace sin reservas, en Sí, sin dispersión, sin distracción,
sin distorsión. Tiene un Propósito; no hace por hacer, ni va por ir, como
tantas veces nosotros, llevados por la inercia. Tiene la Meta presente y ora
para que se haga la Voluntad de Dios en Él.
En el inicio del pasaje de hoy, Jesús ora, y al final, también ora, siempre está en oración mientras atiende la necesidad del instante, sin crearse otras necesidades.
En el inicio del pasaje de hoy, Jesús ora, y al final, también ora, siempre está en oración mientras atiende la necesidad del instante, sin crearse otras necesidades.
La primera lectura (Job 7, 1-4.6-7) nos ofrece una imagen del
hombre dormido, que se afana y se inquieta, se dispersa, se pierde en el mundo, en la experiencia, desconectado del Ser. Es el que se desespera por buscar
fuera, fijándose en lo efímero, viendo solo lo que va a desaparecer, sin ver
nada perdurable. El que solo proyecta y ve venganza, muerte, entropía y
desolación.
Jesús
ve lo que Es, lo real, lo perdurable y hace lo que ha de hacer, sin
condicionamientos, programas o inercias.
Él
se hizo débil para elevarnos y San Pablo también, débil con los débiles para ganar a los débiles, como recuerda en la
segunda lectura (1 Cor 9, 16-19.22-23). Por eso, no necesitamos más ciencia ni más sabiduría que la de
la Cruz, por la que Él salva, cura, levanta, fortalece y libera. En la Cruz,
infinito vertical y horizontal, está todo, pues su centro es la fuente inagotable del Amor. Ese es el
significado del Amor Hermoso, la hermosura siempre antigua y siempre nueva que canta San Agustín, Su
mirada inocente y misericordiosa sobre cada uno de nosotros. Si conectamos con
Jesucristo en lo atemporal, donde estamos ya, Él nos sana, nos completa, nos
restaura, nos hace como Él.
Si
logramos integrar y desactivar ese lado oscuro que precisa ser sanado y liberado
(nuestra condición limitada, en la representación de este mundo que ya pasa), nos
unificamos y vemos nuestra verdadera identidad, lo que Somos,
por encima de los personajes y las máscaras, los binomios y las dualidades.
Por
la distorsión y la debilidad propias del estado de seres dormidos, necesitamos ser
tocados, levantados, liberados por Jesús, Cristo en nosotros.
Entonces, dejamos de sentir ese deseo de
entender, de conocer a Dios, de atrapar la Verdad, como algo que está fuera y necesito conseguir para calmar mi sentido de carencia o de inseguridad. Si cada día me miro en
Aquel que es Camino, Verdad y Vida, y Le encuentro dentro de mí, ¿qué otra verdad puedo querer? Le digo:
“Señor, que entienda lo que Tú quieres que entienda, si es que crees que hay
algo que deba entender. Me basta Tu presencia y este silencio, tan lleno de
sentido cuando suelto todo menos a Ti. Y a Ti también Te suelto cuando me lo
pides, y me quedo colgada sobre un abismo que ya no temo, porque sé que si caigo,
al fondo estarás Tú, siempre de nuevo”.
Y
comprendemos el valor y el poder sanador de la oración de intercesión, que extiende la misericordia y la sanación del Señor
a cuantos lo necesitan. Como la meditación del amor y la compasión del budismo,
con una gran diferencia: no es mi amor, ni mi compasión, tan pobres y limitados,
lo que extiendo y reparto, sino los de Jesús en mí, el Hijo de Dios, que todo lo hace nuevo.
“Sosiégate y sabe que Yo Soy Dios” (Salmo
46), mi mantra poderoso. Lograr la calma y conocer a Dios. No tenemos que hacer nada más que eso, como contemplábamos el domingo pasado. Ponerse
a tono con la Mente Infinita, saber que Jesucristo es el Señor, vivir en Su
Presencia nos sana y nos libera también ahora, como hace dos mil
años en Galilea.
Es cuestión de permitir y de entregar.
Sosiégate y sabe que Yo Soy Dios es la clave para poder ser sanados; serenarse
y saber que Jesús, el Señor, salva.
Sáname ahora, Berakah
“Aquel que invoque el nombre del Señor será salvado.” El nombre es la persona misma. El nombre de Jesús salva, cura, arroja los espíritus impuros, purifica el corazón. Se trata de llevar constantemente en el corazón al muy dulce Jesús, de ser inflamado por el recuerdo incesante de su nombre bienamado y por un innegable amor hacia él.
Paisij Velichkovsky
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