Evangelio de Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama
guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es
mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a
vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi
nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no
tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo
a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el
Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando
suceda, sigáis creyendo.”
De El Juicio final, Giotto
Vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo que habita en vosotros, y que habéis recibido de
Dios. Glorificad, pues, a Dios con vuestro cuerpo.
1 Cor, 6, 19-20
Como nos dice el
Libro de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura de hoy (Hechos 15, 1-2.22-29), la señal de los
discípulos de Cristo no es la circuncisión, señal externa que identificaba a
los judíos, sino el amor. Jesús es nuestra Tradición, no hay otra. Seguirle es
aceptar una carga ligera(Mateo, 11, 30), que nos ayuda a sobrellevar las pesadas cargas del mundo,
del que, como Él, no somos (Juan 17,
16).
En el Salmo 66, recordamos que nuestra misión
es alabar, dar gloria a Dios, cantar sus misericordias eternamente, pues la
muerte ya ha sido vencida por Jesucristo, que nos ha convertido en morada Suya.
¿Cómo va a estar destinado a la muerte el que está habitado por el mismo Dios?
Es el fruto de la Pascua, que seguimos celebrando, el amor del Padre y el Hijo,
con el Espíritu Santo, en eterna Comunión, la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma que está en gracia.
Lo que vemos,
tocamos, percibimos…, todo es instrumento de alabanza por ese Triunfo total e
indiscutible del Amor y de la Vida. Nuestra vocación es ser instrumento de
alabanza. Incluso la muerte, como supo ver San Francisco, ya no es enemiga,
sino que es instrumento de alabanza. Nueva Creación en la que todo es transmutado
y transformado, purificado y afinado, para entonar el Cántico de las Criaturas del
santo de Asís, del profeta Daniel, de todos los humildes y sencillos a los que
Dios se revela, como veíamos en el Evangelio del viernes (Mateo 11, 25-30). Cada uno, una nota, cada uno, un instrumento en
la perfecta sinfonía de belleza inefable que ha inaugurado el Cordero. Por eso,
como dice el Apocalipsis –esa ráfaga de luz que se lee con el corazón– en la
segunda lectura (Ap 21, 10-14.22-23),
ya no hace falta sol ni luna que alumbre a la Jerusalén eterna, porque la gloria de Dios la ilumina y su
lámpara es el Cordero.
Si asimilamos ese
Mensaje eterno con todo nuestro ser, no solo con la mente limitada, podemos
construir puentes de verdadera comprensión y unidad, que implican, no solo
compasión, donde se detiene la lógica del mundo, sino, además, misericordia
divina, que es verdad, justicia y dicha: La misericordia y la verdad se han
encontrado. La justicia y la dicha se besan (Salmo 85,
11-12).
El amor es la argamasa necesaria para construir esos puentes; amor consciente
de aquellos que han renunciado a su identidad en el mundo, para identificarse
con Cristo, nuestra verdadera identidad para la vida eterna. Pues la meta del
discípulo es decir con San Pablo: Vivo,
pero ya no soy yo, sino Cristo, que vive en mí (Gálatas 2, 20).
Cuando conoces el
sentido de tu existencia y te pones en camino, con los ojos y el corazón
fijos en Aquel que nos guía, consciente de que habita en ti, empiezas a reflejar en tu rostro Su luz, porque ya no eres un ego
separado, que se afana y se defiende, sino Cristo, vida nuestra (Col 3, 4).
Es hora de vivir
conforme a los criterios de Jesús, Amor eterno, Vida nuestra, alejar los
temores y poner nuestra confianza en Él, único apoyo firme y verdadero. No somos del mundo, leíamos ayer (Juan
15, 18-21). Estamos en el mundo para transformarlo y elevarlo, como Cristo nos
transforma y eleva, pero nuestro hogar definitivo no está aquí, en este mundo
exterior y transitorio, horizontal, sino en lo alto y profundo, en lo duradero.
Vivamos en vertical, sigamos al Maestro hacia la Vida verdadera. Podemos
abandonar ya, ahora, este erial de muerte, que no es el maravilloso mundo que
Dios creó, sino el que hemos inventado al separarnos de Él. Lo abandonamos si
vivimos ajenos a sus obras de destrucción y mentira, de pie, avanzando hacia la meta que Él nos señaló cuando fue levantado en alto (Jn 8,
27).
Amor como el
Suyo…, paz, como la Suya…, Dios cercano, Dios con nosotros, más íntimo a mí que yo mismo, decía San
Agustín y hemos de sentir cada uno. Porque Dios mora en el corazón de quienes
viven en gracia. ¿Se puede concebir
mayor tesoro?
Nuestra misión es
vivir desde Cristo, conscientes de esa Presencia misteriosa que nos ensalza y
transforma, de ese amor que es comunión plena y cumplimiento recíproco. No basta
con decir que amamos a Cristo, para que haga morada en el alma. Él mismo lo
dice: el que me ama guardará mi palabra,
y mi Padre lo amará y vendremos a él y
haremos morada en él. Jesús es fiel a Sus promesas pero nos pide que lo
seamos también. Amarle, guardar su palabra, supone coherencia y voluntad de ser
como Él, de ser Él. Vivo pero no yo, sino Cristo que vive en mí…, que dulce
consigna. Estamos en el mundo pero no
somos del mundo. Hemos de ser diferentes al mundo, que no nos acompleje, ni
bloquee esta diferencia…
El Mensaje del
Evangelio es amar como Él nos ha amado: hasta el extremo, sin condiciones, sin
circunstancias, sin distinciones, ¡sin tiempo!, como Dios Padre ama al Hijo
antes de la creación…, inconcebible para la mente. Por eso, el amor no se enseña, dice San Basilio y
recordábamos la semana pasada en www.diasdegracia.blogspot.com
. Para salir fortalecidos y mirando hacia delante de esta crisis que atraviesa
la Iglesia (ver último post), una de las claves es, precisamente, dejar de intentar,
en vano, encajonar el Mensaje en los parámetros de la lógica del mundo,
renunciar a entender según los criterios limitados y limitadores del mundo, no
pretender bajar lo Absoluto a lo horizontal.
En la Cruz todo
fue elevado, lo horizontal, lo temporal, lo inmediato, lo circunstancial… Todo
se concentró en el instante infinito de la muerte del Hijo de Dios, dentro del
Corazón de Su Divina Misericordia. Todo fue transformado en Amor infinito y
eterno, como el del Padre y el Hijo.
El amor de Dios no
consiste en amar lo inmediato y efímero, sino lo esencial y perdurable de cada
uno, en lo que lo inmediato queda integrado y transformado… Porque Él no nos
ama para un tiempo, sino para la eternidad y desde la eternidad…
El
amor no se explica,
recordábamos, inspirados por San Basilio… Hoy, inspirada por San Luis María Grignion
de Monfort, cuyos ejercicios para la Consagración estoy siguiendo, voy
asimilando con el corazón que, para amar de verdad, sin condiciones, como pide
el mensaje evangélico, hace falta ser humilde como la Santísima Virgen María,
porque el amor es la asignatura esencial del programa del cristiano, ese
programa, cuyo aprendizaje lleva toda la vida y que solo “aprueban” los
sencillos, a los que el Señor les revela todo…
Los humildes y
sencillos, los pobres de corazón saben que el verdadero amor no implica
posesión, sino donación. Amor inefable, tan diferente del amor del mundo. No
caigamos en la sutil trampa de equiparar el amor al que estamos llamados con
los afectos humanos, tan condicionados y tendentes a veces al apego, la
sensiblería, el egoísmo. Dioses sois
(Juan 10, 34), nos recuerda el
Maestro, llamados a vivir y transmitir este amor divino, como el que Dios tenía
antes del tiempo.
Vivimos para la
eternidad, no para el mundo. El cuerpo será glorificado, para la Vida eterna o
para la condenación (Juan 5, 29; Mateo 25, 46; Daniel 12, 2). Si fuéramos conscientes de que Dios nos habita,
viviríamos conforme a Sus criterios y nos trataríamos unos a otros como los
templos que hemos de ser. Templos que perdurarán, para alabar eternamente (Salmo 66) cuando no hagan falta más
santuarios (Apocalipsis 21, 22-23),
pues seremos iluminados por la lámpara que es Jesucristo, nuestro
Cordero-Pastor.
Hermano Sol, hermana Luna, Donovan, de la película de Zeffirelli (1972).
Entrando a la
Iglesia durante el servicio divino, entráis en algo semejante a otro mundo; el
templo parece desaparecer ante vosotros y la eternidad parece comenzar… Todo
sobre la tierra es imagen y sombra de lo que se hace en el cielo. Así la forma
litúrgica del servicio divino sobre la tierra es una imagen del servicio divino
en el cielo; la belleza de las iglesias es una imagen de la belleza del templo
celestial; la luz, una imagen de la inaccesible gloria de Dios en el cielo; el
olor agradable del incienso, una imagen del inefable perfume de la santidad; el
canto de aquí abajo, un eco del inefable canto de las alabanzas angélicas allí
arriba.
San
Juan de Cronstadt
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