Evangelio según san Juan 15, 9-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el
Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para
que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud. Éste
es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos,
si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe
lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a
mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido,
soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé.
Esto os mando: que os améis unos a otros”.
De repente, sentí como si
viese la belleza secreta del corazón, la profundidad donde no alcanza ni el
pecado ni la codicia, la criatura tal como es a los ojos de Dios. Si pudiéramos
vernos mutuamente de esta forma, no habría motivo para la guerra, el odio, la
crueldad. Creo que el gran problema consistiría entonces en que tendríamos que
postrarnos para venerarnos mutuamente.
Thomas
Merton
Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín, no como
rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al prójimo se sostienen toda la ley y los profetas
(Mt 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más que las leyes
y los dogmas, más fuerte que todo. Los que han llegado al amor que nace de la
intimidad con Jesús están en la plenitud
de la ley (Rom. 13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al
mandamiento nuevo, que contiene y sostiene todo y a todos.
Jesucristo, que se ha hecho amigo, hermano, tan cercano que quiere
fundirse con cada uno instituyó el mandamiento del amor y lo situó en la cima
de su enseñanza. En ese amor esencial que brota del alma del verdadero
discípulo que se sabe amad, encontramos el terreno fértil para el entendimiento,
la armonía y la unidad.
Intimior intimo meo, dice también San Agustín, porque el Señor está más cerca y más dentro de cada uno que uno mismo, por eso hoy se sigue repitiendo la palabra del domingo anterior: permanecer (menein), para aludir a esa mutua inmanencia, esa donación recíproca que nos realiza y que se vive de manera especial en la Eucaristía. www.diasdegracia.blogspot.com
Intimior intimo meo, dice también San Agustín, porque el Señor está más cerca y más dentro de cada uno que uno mismo, por eso hoy se sigue repitiendo la palabra del domingo anterior: permanecer (menein), para aludir a esa mutua inmanencia, esa donación recíproca que nos realiza y que se vive de manera especial en la Eucaristía. www.diasdegracia.blogspot.com
El Señor no se conforma con un corazón dividido y condicionado,
como solemos amar en el mundo. Cuando Él nos
elige como amigos y nos destina para que vayamos y demos fruto y ese fruto
permanezca, espera que le ofrezcamos nuestro corazón entero y de una
vez. Él, a cambio, maravilloso intercambio, se da a Sí mismo, la plenitud, la
alegría verdadera, la llama de amor viva, capaz de transformarnos.
Pero, ¿dónde está el amor al otro, el prójimo, el hermano, en esa intimidad con el Señor? En el mismo centro: un solo latido, un único amor. No se puede
amar a Dios sin amar a los demás. Del mismo modo que no se puede amar a los
hermanos con un verdadero amor, más allá de los afectos sensibles, sin amar a
la Fuente misma del amor, sin haber reconocido esa fuente en nosotros.
Porque el Amor con que Dios nos ama y nos enseña a amar nunca puede ser
limitado, es un abrazo total, incondicionado, hasta el extremo, y aunque aún no
seamos capaces de vivirlo así siempre, nos miramos en Él, somos en Él un solo
Amor. para dar frutos de amor y de unidad.
Esa es la clave: para amar como Jesús nos ama, es preciso salir de ese sí mismo mezquino e inseguro, para encontrar el Sí mismo de Cristo, donde todos somos Uno. Entonces, ya no se trata de sentir amor o expresar amor, sino de Ser amor, que se manifiesta en un solo acto eterno, siempre el mismo y siempre nuevo.
Esa es la clave: para amar como Jesús nos ama, es preciso salir de ese sí mismo mezquino e inseguro, para encontrar el Sí mismo de Cristo, donde todos somos Uno. Entonces, ya no se trata de sentir amor o expresar amor, sino de Ser amor, que se manifiesta en un solo acto eterno, siempre el mismo y siempre nuevo.
Todo
lo que hizo Jesús en su vida exterior y
en la interior, fue para compartir con nosotros ese amor que llena, colma,
rebosa y transforma para que demos fruto. Es la
Nueva Alianza; Dios quiso vivir una relación íntima de amor con el ser humano
desde el inicio de la Creación. Jesús vino a restaurar esa relación que el
hombre rompió.
Dice
San Cirilo de Alejandría: desde el momento en que ha amanecido para nosotros la
luz del Unigénito, somos transformados en la misma Palabra que da vida a todas
las cosas. Para que superemos el asombro y asumamos la maravilla a la que estamos llamados: ser en
Él y lo que Él pide, hoy se nos repite lo que leíamos el domingo pasado: lo que pedimos en Él, se realiza, pues es Dios en cada uno
el que pide a Dios. Podría parecer magia pero es infinitamente más profundo y
cierto que la magia y los milagros, pues conlleva un proceso de
conocimiento, entrega, renuncia a lo que no somos, fusión con Su Voluntad.
Es
la "danza" divina en la que Jesús nos da lo Suyo y toma lo nuestro. Es el amor
que Dios quiso dar al ser humano desde siempre. El hombre lo rechazó y desde
entonces el cortejo fue incesante y lo sigue siendo hasta que aceptemos ser
real y definitivamente Uno con Él.
Cantar
de los cantares,
versión hebrea por Mª Magdalena A. Scholz
DEUS
CARITAS EST
N.
17. 17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin
embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de
nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf.
4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible,
pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él »
(1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn
14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que
nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando
hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las
apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la
acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor
tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene
a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante
su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de
la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes,
experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo,
aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado
primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder
también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar
en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este
« antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.
En
el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es
solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una
maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio
hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros
llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de
la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las
potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su
integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios
puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la
experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra
voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una
vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento,
voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un
proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y
completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por
ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle,[9] querer lo mismo y
rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico
contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y
desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente
en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del
sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada
vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos
me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado
que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.[10] Crece entonces el
abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
Benedicto
XVI
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